El
lugar
VERANO 1684
El comercio, como la religión, es algo de lo que todos hablan pero pocos comprenden: el término en sí es ya dudoso, y en su acepción ordinaria no está lo suficientemente explicado.
DANIEL DEFOE,
Un plan para el comercio inglés
Jack y Eliza entre los holandeses
—Si en Amsterdam no sucede nada, excepto que todo penetra en ella, da la vuelta y vuelve a salir de inmediato…
—Entonces ahí no debe haber nada más —concluyó Eliza.
Ninguno de los dos había estado jamás en Amsterdam, todavía. Pero la cantidad de material que se movía hacia la ciudad, y también se alejaba de ella, por las carreteras y canales de Holanda, era tan grande que hacía que Leipzig pareciese un grupejo de actores situado en el fondo de un escenario, moviéndose de un lado a otro con algunos paquetes patéticos para crear la impresión de comercio. Jack jamás había visto semejante aglomeración de gente, ni tantos bienes desde el ataque a Viena. Pero aquello sólo había sucedido una vez, y esto era continuo. Y sabía por reputación que lo que entraba y salía de Amsterdam por tierra, comparado con lo que llegaba y salía en barcos, era como el líquido de la nariz comparado con un río.
Eliza se había vestido con un conjunto serio de color negro con un cuello alto y rígido de color blanco: en toda apariencia, la esposa de un próspero granjero holandés, excepto que no hablaba holandés. Durante las semanas de gira casi mortalmente tediosa al oeste por el ducado de Brunswick-Wolfenbüttel, el ducado de Braunschweig-Lüneburg, el obispado de Hildesheim, el ducado de Kalenberg, landgraviato de esto o aquello, condado de Lippe, condado de Ravensburg, obispado de Osnabrück, condado de Lingen, obispado de Münster y condado de Bentheim, se había vestido en general con ropas de hombre, con botas, espada y espuelas. No es que nadie creyese en realidad que era un hombre: fingía ser una cortesana italiana de camino a un encuentro amoroso con un banquero genovés en Amsterdam. Lo que apenas tenía sentido pero, como había descubierto Jack, los agentes de aduanas en general simplemente querían algo con lo que aliviar el tedio. Era más fácil hacer alarde de Eliza que esconderla. Intentar predecir cuándo alcanzarían la siguiente frontera, y si la gente al otro lado sería protestante o católica, y en qué medida se tomaban en serio lo de ser protestante o católica, era simplemente demasiado difícil. Era mucho más simple ser descaradamente irreligiosos en todas partes y, si alguien se sentía ofendido, salir corriendo. En la mayoría de los sitios salía bien. Los habitantes locales tenían otras preocupaciones: si la mitad de los rumores eran ciertos, entonces el rey Looie —no satisfecho con bombardear Génova, asediar Luxemburgo, desafiar al papa Inocencio XI a un duelo de miradas, expulsar a los judíos de Burdeos y reunir sus ejércitos en la frontera con España— acababa de anunciar que era dueño del noroeste de Alemania. Como resulta que se encontraban en el noroeste de Alemania, la situación era tensa pero fluida de una forma que les resultaba muy conveniente.
Grandes manadas de joven ganado esquelético recorrían las grandes llanuras del este para engordar en los pastos artificiales de Holanda. Mezclados con ellas había hordas de desempleados que iban en busca de trabajo en las ciudades holandesas; se les conocía como Hollandgänger. Así que las fronteras eran fáciles, excepto la frontera con la República Holandesa, donde todas las líneas de circunvalación atravesaban su camino: no sólo los ríos naturales sino los muros, zanjas, murallas, empalizadas, fosos y vallas, algunas nuevas, perfectas y llenas de soldados, otras como restos abandonados de batallas que debieron producirse antes de que Jack hubiese nacido. Pero, después de ser perseguidos una o dos veces de unas formas que probablemente fuesen graciosas al recordarlas más tarde, penetraron en Güeldrés: las fronteras orientales de dicha república. Jack había inculcado pacientemente en Eliza la ciencia de examinar los cadáveres, cabezas y miembros de los criminales ejecutados que decoraban las puertas de todas las ciudades y los puestos fronterizos como forma de descubrir qué comportamientos ofendían más a sus habitantes. En conclusión, allí Eliza iba de negro y Jack con su muleta, sin armas y con la menor cantidad posible de piel visible.
Había peajes por todas partes, pero ningún centro de poder. Las manadas de ganado se dispersaron alejándose de la carretera principal para dirigirse a los pastos tan planos como charcos, dejándoles junto al desfile de Hollandgänger para que deambularan a solas durante un día o dos, hasta que empezaron a unirse con otras carreteras aún mayores del sur y el este: filas casi continuas de carros cargados de bienes, que luchaban corriente arriba contra un tráfico intenso proveniente del norte.
—¿Por qué no nos detenemos y comerciamos en medio del camino? —preguntó Jack, en parte porque sabía que provocaría a Eliza. Pero ella no se mostró provocada en absoluto; pareció pensar que se trataba de una buena pregunta, como la que podría haber planteado el Doctor en filosofía.
—¿Por qué no? Debe de haber una razón. En el comercio hay una razón para todo. Por eso me gusta.
El paisaje estaba compuesto por largas lozas delgadas de tierra plana separadas entre sí por acequias rectas llenas de agua inmóvil, y lo que sucedía en esa tierra era siempre extraño: tulipanes creciendo, por ejemplo. Vegetales individuales cultivados y cuidados a mano, como si fuesen gansos de Navidad, y cerdos y terneros cuidados como a los hijos de un rico. Campos de aspecto extraño en los que crecía lino, cáñamo, colza, lúpulo, tabaco, glasto y rancina. Pero lo más extraño de todo era que esos ambiciosos granjeros hacían cosas que no tenían nada que ver con el cultivo: en muchos lugares vio a mujeres blanqueando rollos de tela inglesa en suero de leche, extendiéndolas sobre los campos para que se secasen al sol. La gente cultivaba y recogía cardos, para formar fardos con las cabezas espinosas y fabricar así herramientas para cardar la tela. Aldeas enteras se dedicaban a hacer encajes con toda la rapidez que les permitían los dedos, con unos niños que corrían de unas personas a otras llevando un tazón de agua para que bebiesen, o un trozo de pan para que comiesen. Granjeros cuyos establos no estaban llenos de caballos, sino de pintores, jóvenes de Francia, Saboya o Italia sentados frente a los caballetes produciendo copia tras copia de paisajes, marinas y enormes representaciones del Asedio a Viena. Dichos cuadros, apilados, sujetos y envueltos en fardos se unían al desfile con destino a Amsterdam.
El flujo los llevaba en ocasiones a ciudades más pequeñas, donde se producían continuamente pequeñas ferias Como ninguno de los granjeros en ese país patas arriba cultivaba comida, tenían que comprarla en los mercados como la gente de la ciudad. Al intentar comprar queso, huevos y pan para comer por el camino, Jack y Eliza competían con rudos bóers y regateaban con las mujeres de los granjeros con anillos de plata en los dedos. Eliza vio cigüeñas por primera vez, fabricándose nidos en las chimeneas y volando hacia las calles para atrapar un pedazo antes de que los perros se adelantasen. También le gustaron los pelícanos. Pero lo que maravillaba a Jack —pollos de cuatro patas y ovejas de dos cabezas, que los bóers exhibían por las calles— no le interesaba a ella. Los había visto mejores en Constantinopla.
En una de esas ciudades vieron a una mujer que caminaba encerrada en un tonel con agujeros para cuello y brazos, habiendo sido condenada por adulterio, y después de eso, Eliza no descansó, ni permitió que Jack tuviese paz o satisfacción, hasta no llegar a la ciudad. Así que atravesaron tierras arruinadas una docena de años atrás, cuando Guillermo de Orange había abierto las compuertas y había inundado la tierra para crear un vasto foso a través de la república y salvar a Amsterdam de los ejércitos del rey Looie. Ocuparon los restos de edificios destruidos en ese diluvio artificial, y siguieron los canales hacia el norte, esquivando los pequeños campamentos donde los piratas de los canales, el equivalente acuático de los salteadores de caminos, se refugiaban alrededor de fuegos de turba. También evitaron los grupos de chozas en las orillas de los canales, donde vivían los leprosos, pidiendo limosna y lanzando cajas lastradas a los botes que pasaban, para recogerlas luego moteadas de monedas.
Un día, siguiendo el borde de un canal, llegaron a una confluencia de aguas, giraron en un ángulo recto perfecto y miraron a lo largo de un río que corría tan recto como la cuerda de un arco hasta perderse bajo la curvatura de la tierra. Estaba tan infestado de transportes que parecía no quedarle agua suficiente para hacer flotar una nuez. Evidentemente llevaba directamente a Amsterdam.
La huida de Alemania (como se conocía a esa confusión de ducados, electorados, landgraviatos, margraviatos, condados, obispados, arzobispados y principados) les había llevado más de lo que Jack había deseado. El Doctor se había ofrecido a llevarles hasta Hannover, donde cuidaba de la biblioteca de la duquesa Sofía[50] cuando no se dedicaba a construir molinos sobre sus minas de plata de Harz. Eliza había aceptado agradecida, sin preguntar si Jack tenía alguna opinión sobre el asunto. La opinión de Jack hubiese sido no, simplemente porque Jack tenía el hábito de ir a donde le daba la gana cuando le daba la gana. Y acompañar al Doctor hasta Hannover implicaba no poder abandonar Bockboden hasta que el Doctor no hubiese completado todos sus negocios allí.
Amalgama
—¿En qué malgasta hoy el día? —le preguntó Jack a Enoch Root una mañana. Cabalgaban siguiendo un camino de montaña, detrás de un par de pesados carros de bueyes. Enoch hacía recados como ése todas las mañanas. Al carecer de cualquier otro estímulo, Jack, había decidido dedicarse a lo mismo.
—En lo mismo que ayer.
—¿Y qué es? Perdone a un vagabundo ignorante, pero estoy acostumbrado a los hombres de acción… por eso, cuando el Doctor se pasa todo el día, todos los días, hablando con la gente, me da la impresión de que no hace nada.
—No ha conseguido nada… eso es muy diferente a no hacer nada —dijo Enoch con seriedad.
—¿Qué intenta conseguir?
—Ha persuadido a los administradores de las minas del Duque para que no abandonen todas sus innovaciones, ahora que su último intento de vender Kuxen ha resultado igual que todos los anteriores.
—Bien, ¿por qué deberían hacerle caso?
—Vamos a donde el Doctor fue ayer —dijo Enoch—, a escuchar lo que deseaba de los administradores de una mina.
—Le pido perdón, gobernador, pero no me suena como una respuesta a mi pregunta.
—El día por completo será tu respuesta —dijo Enoch, y luego miró atrás, con atención, a un carro pesado que les seguía, cargado con los frascos de azogue en las cajas de madera.
Llegaron hasta una mina como todas las demás: pilas de schlock, hand-haspels, hornos, carretillas de mano. Jack las había visto en la Cordillera Mineral y las había visto en Harz, pero hoy (quizá porque Enoch había sugerido que podría aprender algo) vio algo nuevo.
Los fragmentos de mineral extraídos de las venas que crecían en la tierra, se sacaban y se apilaban sobre el suelo, para luego rastrillarlos y golpearlos con martillos. Mineros demasiado viejos, jóvenes o dañados para descender a los túneles inspeccionaban los fragmentos a la luz del día y los separaban en tres montones. El primero era de piedras sin plata, que se desechaban. Los segundos eran de mineral rico en plata, que iba directamente a los hornos para ser (si lo que Jack había visto en la Cordillera Mineral le servía de guía) aplastado entre piedras de moler, mezclado con plomo fundido, arrojado a un gran horno en forma de chimenea alimentado por dos fuelles movidos por mulas y fundido para convertirse en crudos lingotes de plata. El tercero, que Jack no había visto en la mina de herr Geidel, era mineral que contenía plata, pero no en tanta cantidad como los otros. Geidel los hubiese rechazado porque no valía la pena el trabajo de refinarlos.
Jack siguió a un carromato cargado de esas piedras colina abajo hasta un prado plano decorado con curiosos montículos ocultos bajo lonas grasientas. En ese lugar, hombres y mujeres golpeaban ese mineral de baja calidad en grandes morteros de hierro y vertían el resultado en ruidosas cribas. Unos muchachos agitaban las cribas para tamizar el mineral en polvo, que luego mezclaban con agua, sal y la escoria de la fabricación de cobre para producir una masa pegajosa. Dicha masa la vaciaban en depósitos de madera. A continuación venía un anciano, seguido de un par de muchachos rechonchos sudando bajo unas cargas que le parecían familiares: se trataba de los frascos de azogue que el Doctor había comprado en Leipzig, y que Enoch les había entregado esta misma mañana. El anciano agitaba la masa con la mano, comprobando su calidad y consistencia y, si eran las adecuadas, abrazaba un frasco, le sacaba el tapón de madera y lo inclinaba, haciendo que el destello de azogue golpease la masa como un rayo argentino.
En un momento dado se trabajaba en varías tinas similares. Enoch le explicó a Jack que la amalgama debía mezclarse durante veinticuatro horas. Después la tina se volcaba para formar en el suelo un montón de material. En esta mina en particular había docenas de tales montículos dispuestos sobre el prado, cada uno protegido de la lluvia por una cubierta de telas bastas, y cada uno hincado con carteles indicando cuánto tiempo llevaba allí la pila.
—Esa se trató por última vez hace diez días… ya le toca otra vez —le dijo Enoch, leyendo uno de los carteles. De hecho, más tarde algunos de los trabajadores llevaron una tina vacía pila arriba, la llenaron de amalgama usando palas, añadieron agua y empezaron a trabajarla con los pies.
Enoch siguió vagando por los alrededores, retirando lonas para examinar los montones y ofreciendo sugerencias a los ancianos. Los vecinos habían empezado a salir del bosque tan pronto como habían llegado los visitantes, y ahora les seguían, el ansia de conocimientos compeliéndoles a acercarse y el temor alejándolos.
—Esta tiene demasiado azogue —dijo de una—, por eso está negra.
Pero otras tenían el color del salvado. Se precisaba más azogue. La mayoría tenía tonos de gris, lo que aparentemente era deseable, pero Enoch metió la mano en ésas para comprobar la temperatura. En las frías era preciso añadir más escoria de cobre, y las demasiado calientes precisaban agua. Enoch llevaba una palangana, que empleaba para lavar pequeñas muestras de los montones hasta que en el fondo se formaban pequeños focos de plata. Uno de los montones, de un color ceniza uniforme, se consideró listo. Los trabajadores lo cargaron en una carretilla y lo llevaron a un riachuelo, donde se había montado una cascada para lavar. El agua se llevaba el material ceniciento en forma de nubes giratorias, y dejaba un residuo plateado. Éste se almacenaba en bolsas cónicas, como las que se empleaban para adornar pasteles, y las suspendían sobre tarros, cada una colgando como las mamas de una cerda, sólo que en lugar de producir leche goteaban azogue, dejando en el interior de las bolsas una reluciente masa semisólida. A esa masa le daban forma de bolas, como muchachos jugando con la nieve, y las colocaban, unas pocas cada vez, en crisoles. Sobre cada crisol colocaban una pantalla de hierro, luego le daban la vuelta al conjunto y lo situaban sobre un crisol, medio enterrado en el suelo, con agua al fondo, de forma que los dos encajasen borde a borde, creando una cápsula dividida en dos por la pantalla de hierro. A continuación lo enterraban todo en carbón y lo quemaban hasta que alcanzaba el rojo vivo. Después de enfriarse, retiraban la ceniza y lo rastrillaban todo para descubrir que el azogue había quedado liberado de las esferas de amalgama y había escapado a través de la pantalla, para formar un charco abajo, dejando encima un conjunto de bolas porosas de metal de plata pura todas juntas y listas para ser convertidas en thalers.
Jack pasó la mayor parte del camino de regreso a casa reflexionando sobre lo que había visto. Después de un rato percibió que Enoch Root había estado canturreando con satisfacción, evidentemente encantado consigo mismo por haber sido capaz de callar la boca de Jack tan completamente.
—Así que la alquimia tiene sus usos —dijo Enoch, al darse cuenta de que Jack empezaba a salir de su ensueño.
—¿Lo inventaste tú?
—Lo mejoré. En los días de antaño sólo empleaban azogue y sal. Los montones estaban fríos y había que dejarlos durante un año. Pero cuando se añade escoria de cobre, se ponen calientes, y completan el cambio en tres o cuatro semanas.
—¿El coste del azogue es…?
Enoch rió.
—Suenas como tu amiga.
—Es la primera pregunta que va a hacer.
—Varía. Un buen precio para un quintal sería ochenta.
—¿Ochenta de qué?
—Piezas de ocho —dijo Enoch.
—Es importante especificarlo.
—La cristiandad no es más que una esquina del mundo, Jack —dijo Enoch—. En el exterior, las piezas de ocho son la moneda universal.
—Vale… con un quintal de azogue, ¿cuánta plata se puede producir?
—Depende de la calidad del mineral, como un centenar de marcos españoles… y para responder a tu próxima pregunta, un marco español de plata, con el nivel de calidad habitual, vale unas ocho piezas de ocho y seis reales…
—Una pieza de ocho tiene ocho reales… —dijo Eliza, más tarde, habiendo pasado las últimas dos horas sentada perfectamente inmóvil mientras Jack caminaba, saltaba y retozaba por todo el dormitorio relatando todos los acontecimientos con sólo modestas mejoras.
—Eso lo sé… es por eso que se le llama pieza de ocho —dijo Jack irritable, de pie descalzo sobre el saco de paja que era la cama de Eliza, donde había estado demostrando el método que usaban los operarios para mezclar la amalgama con los pies.
—Ocho piezas de ocho más seis reales hacen setenta reales. Un centenar de marcos de plata, por tanto, vale siete mil reales… o… ochocientas setenta y cinco piezas de ocho. Y repíteme el precio del azogue requerido…
—Ochenta piezas de ocho, o algo así, sería un buen precio.
—Por tanto… aquellos que fabrican dinero necesitan plata, y los que producen plata necesitan azogue… y una pieza de ocho de azogue, bien empleada, produce plata suficiente para acuñar diez piezas de ocho.
—Y puedes volver a usar el azogue, como se asegura hacer —dijo Jack—. Por cierto, has olvidado algunos otros elementos necesarios… como una mina de plata. Montañas de carbón y sal. Ejércitos de operarios.
—Todo obtenible —dijo Eliza tranquilamente—. ¿No comprendiste lo que Enoch te decía?
—¡No lo digas! ¡No me lo digas! ¡Espera! —dijo Jack, y fue hasta la tronera para mirar el molino del Doctor y sus carros de bueyes detenidos en los linderos del establo. Arriba y abajo eran las dos únicas posibilidades cuando se miraba por una tronera—. El Doctor provee de azogue a las minas cuyos administradores hacen lo que el Doctor quiere.
—Por tanto —dijo Eliza—, el Doctor tiene… ¿qué?
—Poder —dijo al final Jack después de algunas suposiciones erróneas.
—Porque él tiene… ¿qué?
—Azogue.
—Así que ésa es la respuesta… iremos a Amsterdam y compraremos azogue.
—Un plan genial… si dispusiésemos de dinero para comprarlo.
—¡Bah! Simplemente usaremos el dinero de otro —dijo Eliza, dándose un golpecito en la parte superior de las uñas.
Ahora, contemplando ese canal atestado que se dirigía a la ciudad, Jack vio, en su mente, un mapa que había visto en Hannover. Sofía y Ernesto Augusto habían heredado la biblioteca, por no mencionar al bibliotecario (es decir, al Doctor), cuando el hermano papista de Ernesto Augusto —evidentemente considerado una oveja negra— tuvo la delicadeza de morir joven sin herederos. El tipo debía de estar más interesado en los libros que en las mozas, porque su biblioteca había sido (según el Doctor) una de las mayores de Alemania en el momento de su muerte cinco años atrás, y no había hecho más que crecer desde entonces. No había lugar para almacenarla toda y por tanto se movía de un establo a otro. Aparentemente, Ernesto Augusto empleaba todo su tiempo ya fuese rechazando al rey Louis siguiendo el Rin, o largándose a Venecia a buscarse amantes nuevas, y nunca se había decidido a construir un edificio permanente para la colección.
En cualquier caso, Jack y Eliza se habían detenido en Hannover durante unos días antes de su viaje al oeste, y el Doctor les había permitido dormir en uno de los numerosos edificios exteriores donde se conservaban partes de la biblioteca. Había muchos libros, todos inútiles para Jack, pero también algunos mapas extraordinarios. Se había dedicado a memorizarlos, o al menos las partes terminadas. Islas remotas y continentes dispersos sobre el pergamino como cerebros aplastados, las zonas interiores en blanco, las costas hundiéndose en la nada y terminando simplemente en medio del océano porque nadie había navegado jamás hasta tan lejos, y las exageraciones y fantasías de los marinos no se ponían de acuerdo.
Uno de los mapas identificaba rutas comerciales: líneas rectas que unían ciudades. Jack no podía leer los textos. Por la posición podía identificar Londres y otras pocas ciudades, y Eliza le ayudó a leer los nombres de las otras. Pero una ciudad no tenía nombre, y su posición siguiendo la costa holandesa era imposible de leer: en ella convergían tantas líneas que la ciudad en sí, y todo el territorio vecino, se había convertido en un espinoso lago de tinta, un sol negro. En el siguiente encuentro con el Doctor, Jack le había comentado triunfante que su mapa era deficiente. El archibibliotecario se había limitado a encogerse de hombros.
—Los judíos ni siquiera se molestan en darle nombre —había dicho el Doctor—. En su lengua se limitan a llamarlo mokum, que significa «el lugar».
Del deseo surge la idea de algún medio para producir lo que deseamos; y de esa idea, la idea de medios para esos medios; y de tal forma continuamente, hasta alcanzar algún comienzo dentro de nuestras posibilidades.
HOBBES, Leviatán
Amsterdam
Al acercarse a El Lugar, había muchas cosas peculiares a las que prestar atención: gabarras cargadas de agua (agua limpia y potable para la ciudad), otras gabarras cargadas con turba, grandes zonas planas infestadas con excavadores de sal. Pero Jack sólo podía mirar boquiabierto esas cosas durante unas pocas horas al día. El resto del día lo empleaba en mirar boquiabierto a Eliza.
Eliza, montada sobre Turco, se miraba la mano izquierda con tanta atención que Jack temió que se hubiese encontrado un rastro de lepra, o algo peor. Pero también movía los labios. Levantó la mano derecha para detener a Jack. Finalmente levantó la mano izquierda. Era rosada y perfecta, pero retorcida en un gesto extraño, el corazón doblado, el pulgar y el meñique sujetándose el uno al otro, de forma que sólo destacaban el índice y el anular.
—Tienes el aspecto de una sacerdotisa de una nueva secta, bendiciéndome o maldiciéndome.
—D —fue todo lo que dijo.
—Ah, sí, ¿el doctor John Dee, el famoso alquimista y charlatán? Estaba pensando que, con alguno de los trucos de feria de Enoch, podríamos desplumar a algunas esposas aburridas de mercaderes.
—La letra D —dijo ella con firmeza—. Cuarta en el alfabeto. El cuatro es así. —Mostró de nuevo aquella versátil mano izquierda, sólo con el corazón doblado.
—Sí, puedo ver que muestras cuatro dedos.
—No… estos dígitos son binarios. El meñique significa uno, el anular dos, el corazón cuatro, el índice ocho, el pulgar dieciséis. Así que cuando sólo tengo doblado el corazón; eso significa cuatro, que significa D.
—Pero justo ahora tenías también doblados el pulgar y el meñique.
—El Doctor también me enseñó a cifrarlos añadiendo otro número… en este caso, dieciséis —dijo Eliza, mostrando la mano derecha con el pulgar y el meñique punta con punta. Volviendo a poner la mano como había estado, anunció—: Veintidós, que es la letra U en el alfabeto inglés.
—¿Pero para qué sirve?
—El Doctor me ha enseñado a ocultar mensajes en las cartas.
—¿Tienes la intención de escribirle cartas a ese hombre?
—Si no lo hago —dijo inocentemente—, ¿cómo podría esperar recibirlas?
—¿Por qué querrías hacerlo? —preguntó Jack.
—Para continuar con mi educación.
—¡Uf! —soltó Jack, y se dobló como si Turco le hubiese dado una patada en la tripa.
—¿Una adivinanza? —dijo Eliza fríamente—. Podría ser: crees que ya estoy demasiado educada, o: esperabas que fuese por otra razón.
—Las dos —dijo Jack—. Has invertido horas en la mejora de tu mente… y no tienes nada que mostrar. Tenía la esperanza de que hubieses conseguido respaldo económico del Doctor, o esa Sofía.
Eliza se rió.
—Te he repetido, una y otra vez, que no me acerqué ni a media milla de Sofía. El Doctor me permitió subir a una aguja de iglesia que da al Herrenhausen, el gran jardín, para que pudiese mirar mientras ella daba uno de sus paseos. Eso es lo más que alguien como yo podría acercarse a alguien como ella.
—Entonces, ¿por qué molestarse?
—Para mí fue suficiente posar mis ojos sobre su persona: la hija de la Reina de Invierno, y biznieta de la reina María de Escocia. No lo comprenderías nunca.
—Es que siempre hablas de dinero y yo no acabo de comprender cómo contemplar a una perra vestida con un traje francés, a una milla de distancia, podría afectarme a mí.
—En cualquier caso, Hannover es un país pobre no es que tengan mucho dinero para arriesgarlo en nuestras empresas.
—Ja! ¡Si eso es pobreza yo quiero un poco!
—¿Por qué crees que el Doctor se toma tanto trabajo para encontrar inversores para las minas de plata?
—Gracias… eso me lleva de nuevo a mi pregunta: ¿qué quiere el Doctor?
—Traducir todo el conocimiento humano en una nueva lengua filosófica, compuesta de números. Compilarlo en una vasta enciclopedia que será una especie de máquina, no sólo para encontrar conocimientos viejos, sino para producir conocimientos nuevos, realizando ciertas operaciones lógicas sobre esos números; y emplearlo todo en un gran proyecto para terminar con los conflictos religiosos, y sacar a los vagabundos de su miseria y liberar su energía potencial… sea lo que sea eso.
—Hablando por mí mismo, me gustaría una jarra de cerveza y, más tarde, enterrar mi cara entre tus muslos.
—Es un mundo enorme… quizá tú y el Doctor podáis cumplir los dos vuestras ambiciones —dijo después de considerar la cuestión durante un momento—. Cabalgar a caballo me resulta placentero pero a la larga frustrante.
—No me mires en busca de simpatía.
El canal se unió a otros, y en cierto punto se encontraron en el río Amstel, que los llevó al Lugar, justo antes de su colisión con el río Ij, donde tiempo atrás los holandeses, como si fuesen castores, habían construido un dique. Luego (como podía ver Jack, el veterano lector de fortificaciones), a medida que en los alrededores de ese Amstel-Dam se habían acumulado objetos susceptibles de ser robados, iglesias susceptibles de ser saqueadas y mujeres susceptibles de ser violadas, los que tenían más que perder habían creado Líneas de Circunvalación. Al norte, el ancho Ij —más un brazo de mar que un río— servía como una especie de foso. Pero en el borde que daba a tierra habían elevando murallas, rodeando Amstel-Dam con una U, los extremos de la U tocando el Ij a cada lado de donde el Amstel se le unía, y la curva al fondo de la U cruzando el Amstel por encima de la presa. El material de las murallas había tenido que venir de algún sitio. A falta de colinas, lo habían sacado de excavaciones que convenientemente llenaban de agua subterránea para crear fosos. Pero para los ávidos holandeses no había foso al que no se le pudiese dar uso como canal. Como la tierra en el interior de cada U estaba llena de edificios, los esforzados recién llegados tenían que situar los edificios en el exterior de las murallas, lo que hacía necesario construir U nuevas y mayores para rodear las antiguas. La ciudad era como un árbol, mientras viviese rodeaba su núcleo con crecimiento nuevo. Las capas exteriores eran grandes, los canales muy espaciados, pero en medio de la ciudad se encontraban a un tiro de piedra uno del otro, de forma que Jack y Eliza se encontraban siempre cruzando puentes levadizos inteligentemente contrapesados. Mientras lo hacían miraban arriba y abajo por los canales, cubiertos de botes bajos que podían pasar por debajo de los puentes, y (en el Amstel y algunos de los canales más grandes) balandros con palos plegables. Incluso los botes pequeños podían llevar enormes cargas bajo la línea de flotación. Los canales y los botes explicaban, entonces, cómo era posible moverse por Amsterdam: el torrente de carga que atascaba las carreteras en el campo se transfería a los botes, y las calles, en su mayor parte, quedaban abiertas a la gente.
Largas filas de edificios de cinco plantas miraban a los canales. Algunas antiguas estructuras de madera todavía se alzaban en medio de la ciudad, pero casi todos los edificios eran de ladrillo, bordeados en blanco y pintados por encima con brea. Jack se maravillaba como un patán al ver las puertas de granero en la quinta planta de un edificio, abriéndose hacia un canal. Un único brazo se proyectaba sobre el espacio para servir como grúa de carga. Al contrario que aquellas casas de Leipzig, con almacenamiento sólo en el ático, éstas no eran nada excepto almacén.
La más rica de esas calles-almacén era Warmoesstraat, y cuando la atravesaron se encontraron en una larga plaza llamada Damplatz, que por lo que Jack podía ver era el dique original; contenía hombres con turbantes y extravagantes sombreros de piel, caballeros vestidos de satén agitando los chapeaux emplumados para saludarse unos a otros, imponentes edificios y otros detalles que hubiesen dejado boquiabierto a Jack durante toda una noche. Pero antes de que pudiese empezar, un fenómeno de la escala de la Guerra, el Infierno o un Diluvio Bíblico exigió su atención por el norte, viró el rostro hacia una brisa bochornosa y miró a todo lo largo de un canal grueso y corto para descubrir una nube baja y marrón que oscurecía el horizonte. Quizá fuese la cortina de humo de un incendio tan grande como el que había destruido Londres. No, era un bosque como un cepillo, un matorral sin hojas de varias millas de ancho. O quizás un ejército al asalto, cien veces mayor que el de los turcos, todo armado con picas como pinos y adornado con insignias y banderines.
Al final, le llevó a Jack varios minutos de visión para permitirse creer que estaba viendo todos los barcos del mundo simultáneamente, sus palos, cuerdas y vergas mezclándose para formar un horizonte al otro lado del cual como borrones oscuros sólo podían apreciarse algunas iglesias y molinos. Los barcos que entraban desde el Ijsselmeer, o salían a él, disparaban saludos con los cañones, y recibían la respuesta de las baterías costeras de los holandeses, emitiendo nubes de humo que colgaban de los aparejos de esos barcos y aparentemente los reunía en una estructura continua, como el barro arrojado sobre una base de ramitas secas. Se podía considerar a las olas del mar como noticias de lento avance.
Una vez que Jack tuvo algunas horas para adaptarse a las peculiaridades de los edificios de Amsterdam, sus calles de agua, la limpieza agresiva de la gente, su lengua a ladridos y su incapacidad para decidirse por esta o aquella iglesia, comprendió aquel lugar. Todos los barrios y distritos eran los mismos que en cualquier otra ciudad. Puede que los afiladores se vistiesen como diáconos, pero seguían afilando cuchillos como sus colegas de París. Incluso el puerto no era más que una interpretación extraordinariamente mayor del Támesis.
Pero después penetraron en un vecindario diferente a cualquier otro que Jack hubiese visto, o más bien, el barrio vino a ellos, porque se trataba de una multitud confusa. Mientras que la mayoría de Amsterdam estaba dividida entre ricos y pobres de la forma habitual, ese barrio errante era una combinación indiscriminada: tan sorprendente para Jack el vagabundo como lo sería para un noble francés. Incluso en la distancia, a medida que el vecindario recorría la calle en dirección a Jack y Eliza, podía comprobar que estaba empapado de tensión. Eran como el populacho reunido frente a las puertas de palacio, aguardando la noticia de la muerte del rey. Pero como Jack pudo ver claramente una vez que el vecindario fluyó alrededor de ellos y siguió avanzando, allí no había ninguna puerta de palacio, ni nada similar.
No hubiese sido más que un capricho pasajero de la Creación, como un cometa, si Eliza no le hubiese agarrado la mano y tirado de él, de forma que durante media hora formaron parte de ese vecindario, mientras avanzaba y torcía entre los edificios de Amsterdam como una gota de mercurio abriéndose paso por un laberinto de madera. Jack comprobó que anticipaban noticias, no de una fuente externa, sino del interior, información, o rumores, corrían de un extremo a otro de la multitud como ondas en una alfombra agitada, con todo el ruido, movimiento y erupción de desechos que eso implicaría. Como la viruela, pasaba con gran rapidez de una persona a la otra, normalmente como un breve y furioso intercambio de palabras y números. Cada una de esas conversaciones se terminaba con un gesto que parecía que podría haber sido, muchas generaciones en el pasado, un apretón de manos pero que con el tiempo había degenerado para convertirse en un entrechocar de manos. Cuando se ejecutaba adecuadamente, producía un sonido agudo y rápido y dejaba la palma de un rojo reluciente. Así que la propagación de noticias, rumores, modas, tendencia y demás por la multitud podía seguirse prestando atención a los golpes de mano. Si la onda rompía contra ti y seguía adelante, y no tenías la palma roja, y no te sonaban los oídos, entonces es que te habías perdido algo importante. Y Jack estaba más que dispuesto a que así fuese. Pero Eliza no podía soportarlo. Rápidamente empezó a cabalgar esas ondas de ruido, y a gravitar hacia los lugares donde era más intenso. Eliza sabía algo de español, que era la lengua que la mayoría de esa gente hablaba, especialmente los muchos judíos que había entre ellos.
Eliza encontró alojamientos a poca distancia al sur y el oeste de la Damplatz. Había un callejón del ancho justo para que Jack tocase los dos lados al mismo tiempo, y alguien había experimentado lanzando algunas vigas sobre ese hueco, entre los pisos segundo, tercero y cuarto de los edificios adyacentes, y empleándolas luego como estructura de una especie de casa. Los edificios a ambos lados se hundían a ritmo diferente en el cenagal subyacente, y por tanto la casa sobre el callejón se inclinaba, resonaba y tenía goteras. Pero Eliza alquiló la cuarta planta después de una apocalíptica sesión de regateo con la casera (Jack, que se había ido a guardar a Turco en un establo, sólo pudo presenciar la última media hora). La casera era una calvinista de cara de perro que había reconocido de inmediato a Eliza como predestinada al Infierno, y por tanto la llegada de Jack y su merodeo posterior apenas causaron impresión. Aún así, impuso una regla estricta contra los visitantes, agitando el dedo en dirección a Jack de forma que los anillos de plata entrechocaron como los eslabones de una cadena. Jack consideró la posibilidad de bajarse los pantalones como prueba de castidad. Pero el viaje a Amsterdam era el plan de Eliza, no de Jack, y por tanto no consideró que mereciese hacer algo así. Tenían un sitio para vivir, o más bien lo tenía Eliza, y Jack podía ir y venir por los tejados y desagües.
Vivieron en Amsterdam durante un tiempo.
Jack esperaba que Eliza empezase a hacer algo, pero parecía estar satisfecha con malgastar el tiempo en un salón de café de la Damplatz, escribiendo ocasionalmente al Doctor y recibiendo cartas ocasionalmente. El vecindario móvil de gente ansiosa pasaba frente a ese salón de café, La Doncella, dos veces al día, porque sus movimientos eran regulares. Se reunían en la Dam hasta el mediodía, cuando ocupaban las calles en dirección a una plaza en particular llamada la Bolsa, donde permanecían hasta las dos en punto. A continuación, salían y se llevaban el comercio de vuelta al Dique, dividiéndose en distintas catervas y camarillas que frecuentaban distintos salones de café. El apartamento de Eliza se encontraba sobre una ruta migratoria importante, así que entre el apartamento y el salón de café nunca estaba lejos.
Jack supuso que Eliza se contentaba con vivir de lo que tenían, como la hija de un caballero, y Jack no tenía problema, porque le gustaba más gastar que ganar. El, mientras tanto, regresó a sus hábitos normales, que consistían en pasar varios días recorriendo cualquier lugar nuevo al que llegase, para descubrir cómo operaba. Incapaz de leer, inútil para conversar, aprendía observando, y allí había un montón de excelentes observaciones. Al principio cometió el error de dejar la muleta en la buhardilla de Eliza, y salir como un hombre sano. Fue así como descubrió que, a pesar de todos los Hollandgänger que venían del este, Amsterdam seguía hambrienta de mano de obra. No llevaba ni una hora en la calle antes de que lo arrestasen por vagancia y lo pusiesen a dragar canales, y viendo toda la porquería que salía del fondo; comenzó a pesar que la historia del Doctor sobre cómo las pequeñas criaturas quedaban enterradas en los fondos de los ríos tenía más sentido del que había creído al principio.
Cuando el capataz lo liberó, junto a los otros, al final del día, apenas pudo subir al embarcadero por todos los hombres allí reunidos agitando monederos con el sonido de monedas pesadas: agentes intentando reclutar marineros para tripular esos barcos del Ij. Jack se alejó rápidamente de ellos, porque donde hay tal demanda de marineros, hay obligación: una metedura de pata en un callejón, o una bebida gratis en una taberna, y se despertaría con dolor de cabeza en un barco en el mar del Norte, dirigiéndose al cabo de Buena Esperanza, y puntos más distantes.
En la siguiente salida, se ató el pie izquierdo contra la nalga, y cogió la muleta. De esta guisa pudo vagabundear por las orillas del Ij y mirar todo lo que quiso. Pero incluso allí, tenía que moverse elegantemente, para que no lo confundiesen con un vagabundo y lo arrojasen a una casa de trabajo para reformarse.
Sabía algunas cosas por las charlas de los vagabundos y por el examen de los caros mapas del Doctor: que el Ij se ensanchaba en un mar interior llamado el Ijsselmeer, que una isla llamada Texel protegía del océano. Que había buenos puntos de anclaje con agua profunda en Texel, pero que entre la isla y el Ijsselmeer había anchos bancos de arena que, como los que había en la desembocadura del Támesis, habían desgraciado a muchas naves. De ahí su asombro ante el tamaño de la flota mercante del Ij: sabía que los grandes barcos ni siquiera podían llegar a ese punto.
Habían hundido líneas de pilotes en el fondo del Ij para sellar las puntas de la U y evitar que los buques de guerra franceses o ingleses llegasen hasta la Damplatz. Esos pilares soportaban un muelle que rodeaba el puerto formando un arco plano, con puentes levadizos aquí y allá para permitir el paso de botes pequeños —ferry kaags, pleyts flamencos, barcos como escarabajos, smakschips con forma de tonel— al puerto interior, los canales y el Damrak, que era la ensenada que permanecía del río Amstel original. Los barcos grandes anclaban en el exterior de esa barrera. En el extremo este del puerto interior, habían creado una isla nueva llamada Oostenburgy allí habían situado un astillero: sobre el astillero ondeaba una bandera con pequeñas letras O y C empaladas en los cuernos de una gran V, que indicaba la Compañía Holandesa de las Indias Orientales. Eso ya era una maravilla por sí mismo, pero sus talleres de cuerda —edificios enjutos de un tercio de milla de largo—, molinos moliendo plomo y horadando cañones, una casa de vapor, perpetuamente cubierta, para doblar madera, docenas de herrerías humeantes y resonantes incluyendo dos enormes donde se fabricaban anclas y una pequeña y organizada para fabricar clavos, una factoría de brea sobre su propia islita de forma que cuando ardiese no se llevase consigo el resto de las instalaciones, todo un distrito de almacenes propio. Buhardillas de tamaño suficiente para fabricar velas mayores de las que Jack hubiese visto nunca. Y, evidentemente, los esqueletos de diversos barcos enormes en los astilleros, sostenidos por maderos diagonales para impedir que volcasen, y todo cubierto de un enjambre de operarios como hormigas sobre los huesos de una ballena.
En algún lugar debía haber también maestros talladores y doradores, porque las proas y popas de los barcos de la VOC que cabalgaban en el Ij estaban decoradas como lupanares parisinos, con estatuas talladas cubiertas de pan de oro: por ejemplo, una doncella reclinada sobre un sofá con un hermoso brazo apoyado sobre un globo, y Mercurio descendiendo desde lo alto para coronarla de laurel. Y sin embargo justo más allá de la valla de molinos y torres de vigilancia que rodeaba la ciudad, se iniciaba de nuevo el paisaje de pastos y canales. Apenas a unas yardas de barcos hindúes que descargaban especias y calicó a pequeños botes que pasaban bajo los puentes levadizos al Damrak, los animales pastaban.
El Damrak se golpeaba con el lateral de la nueva casa de pesos de la ciudad, que era un edificio muy agradable casi completamente oscurecido por el enjambre perpetuo de barcos. En el primer piso tenía todos los lados abiertos —estaba construida sobre pilotes como una choza de vagabundo en el bosque—, y mirando a su interior Jack pudo ver todo el volumen ocupado por balanzas de todos los tamaños y estantes y montones de cilindros de cobre y latón grabados con alocados bucles de letras curvas: pesos para todas las medidas empleadas en las distintas provincias holandesas y países del mundo. Era, podría comprobarlo, la tercera casa de pesos que se había edificado y aun así seguía sin ser lo suficientemente grande para pesar y marcar todos los productos que venían en aquellos barcos. Los balandros que se aproximaban se enfrentaban por los estrechos senderos de agua con las gabarras de los canales que llevaban los productos pesados y marcados a los almacenes de la ciudad, y cada pocos minutos un pequeño carruaje pesado resonaba atravesando la Damplatz, cargado con las monedas empleadas por los capitanes de los barcos para pagar impuestos, y corría al Banco de Cambio, apartando de su camino a comerciantes con pelucas, encintados y con turbantes. El Banco de Cambio era lo mismo que el Ayuntamiento, y a un tiro de piedra de la Bolsa de Cambio, una plaza rectangular rodeada por columnatas, como las de Leipzig pero mayor y mejor iluminada.
Una tarde, Jack fue a la Doncella a recoger a Eliza al final de su duro día de beber café y gastar la herencia de los Shaftoe. El local estaba abarrotado, y Jack supuso que podría atravesar la puerta sin llamar la atención de ningún alguacil. Se trataba de un local lujoso de altos techos, para nada parecido a una taberna, cargado y cerrado, con personas inteligentes charlando en una docena de lenguas. En una mesa de la esquina cerca de una ventana, donde la luz del norte que se reflejaba del Ij podía iluminar su rostro, estaba sentada Eliza, flanqueada por otras dos mujeres, y rodeada (o eso parecía) de un desfile de italianos, españoles y otros hombres morenos con estoques, de pelucas enormes y ropas de colores chillones. Ocasionalmente Eliza cogía una enorme cafetera redondeada, y en esos momentos tenía el aspecto de la Doncella de Amsterdam de la proa de un barco, o ya puestos, como las pinturas en el techo de esa misma sala: ligeramente drapeada en yardas de raso dorado, con una mano sobre el globo, exhibiendo un pezón, Mercurio siempre detrás y ligeramente a la derecha, y debajo de ella los siempre presentes tipos con turbantes y negros con adornados de plumas, que le presentan tributos en forma de cuerdas de perlas y enormes fuentes de plata.
Flirteaba con los hijos de esos mercaderes genoveses y florentinos, y Jack podía aceptarlo, hasta cierto punto. Pero eran ricos. Y a eso se dedicaba Eliza, todo el día. Durante unos minutos perdió la vista. Pero con el tiempo la furia se despejó, como las nubes de ceniza alejándose de la amalgama, limpiándose para revelar el hermoso destello de la plata bajo el agua corriente. Eliza le miraba fijamente, viéndolo todo. Miró algo que había junto a Jack, indicándole que lo mirase, y luego fijó los ojos azules en alguien al otro lado de la mesa y se rió ante una muestra de ingenio.
Jack siguió la mirada y descubrió una especie de altar junto a la pared. Era una caja de exposición con una tapa de cristal, pero dorada y cubierta de serafines con trompetas, como si sus nichos se hubiesen tallado para contener fragmentos de la Verdadera Cruz y cortes de uñas de los arcángeles. Pero de hecho los nichos contenían montoncitos de aburridos elementos cotidianos tales como lingotes de plomo, trozos de lana, montones de salitre, azúcar, granos de café y granos de pimienta, barras y tabletas de hierro, cobre y estaño, y torzales de seda y algodón. Y, en un pequeño fiasco de cristal, como una botella de perfume, había una muestra de azogue.
—Bien, ¿se supone que debo creer que ahí te ocupas de asuntos de negocio? —preguntó, una vez que hubieron salido y se encontraban juntos en la Damplatz.
—Entonces, ¿qué crees que hacía?
—Es que no vi que ningún producto o dinero cambiase de manos.
—Lo llaman Windbandel.
—¿El negocio del viento? Un nombre adecuado.
—¿Tienes alguna idea, Jack, de cuánto azogue hay acopiado en los almacenes que nos rodean?
—No.
—Yo sí.
Eliza se detuvo en un lugar desde el que podía mirar por uno de los portales de la Bolsa de Cambio.
—De la misma forma que todo un taller puede moverse gracias a una rueda de molino, impulsada por un hilillo de agua a la carrera, o por un soplo de aire de las aspas de un molino, el movimiento de bienes a través de las casas de pesos es impulsado por un riachuelo de papel que pasa de mano en mano ahí—señaló a la Bolsa— y el viento cálido que sientes en la cara cuando entras en la Doncella.
Un movimiento llamó la atención de Jack. Por un momento imaginó que era una torre de guardia derribada por el súbito disparo de una pieza de artillería francesa. Pero al mirar comprobó que le habían engañado por centésima vez. Era el giro de un molino. Y más movimientos en el Ij: una ola que se acercaba y agitaba los barcos. Un dragador lleno de desdichados Hollandganger subió por un canal, arañando el fango, fango que según el Doctor tragaría y congelaría cosas que antes habían sido rápidas y las convertiría en piedras. No era de extrañar que les preocupase tanto dragar. Para los holandeses semejante idea sería un anatema, porque ante todo adoraban el movimiento. Para los holandeses el elemento físico de la Tierra era demasiado resistente e inerte, una molestia para el comercio, un impedimento para el fluido intercambio de bienes. En un lugar donde todas las cosas estaban imbuidas de azogue, era necesario difuminar la transición entre tierra y agua, convirtiendo a toda la república en una transición gradual de uno a otra a medida que se acercaba a las orillas del Ij, no del todo completa hasta que no se hubiesen superado los bancos de arena para alcanzar el océano en Texel.
—Debo ir a París.
—¿Por qué?
—En parte para vender a Turco y esas plumas de avestruz.
—Inteligente —dijo ella—. París es al por menor y Amsterdam es al por mayor… allí obtendrás el doble que aquí.
—Pero en realidad es que estoy acostumbrado a ser el elemento fluido en un universo estúpido e inerte. Quiero pararme en las orillas de piedra del Sena, donde aquí es sólido y allí es agua en movimiento y la separación entre ellos es clara y definida.
—Como desees —dijo Eliza—, pero mi sitio está en Amsterdam.
—Lo sé —dijo Jack—. Veo tu imagen continuamente.