Las montañas
Harz
WALPURGISNACHT
1684
¡Miserable de mí! ¿Por cuál camino escaparé
A la cólera infinita y la infinita desesperación?
A donde huya será el Infierno; yo mismo soy el Infierno;
Y en las profundidades más profundas
Hay otro abismo amenazando con devorarme,
Comparado con el cual el Infierno que sufro es como el Cielo
MILTON, El paraíso perdido
Noche de Walpurgis
Durante un tiempo Jack se sentó en un árbol muerto del bosque, sintiendo hambre, y lo que era peor, sintiéndose estúpido. Quedaba muy poca luz del día, y pensó que debería usarla sabiamente (no le importaba ser sabio siempre que no hubiese un predicador o caballero exigiéndole que lo fuese). Caminó entre los árboles pasando sobre una pequeña elevación y descendiendo a una cuenca poco profunda entre colinas donde estaba razonablemente seguro de poder encender un fuego sin anunciar su presencia a los habitantes de Bockboden. Empleó el resto de la luz del día reuniendo ramas caídas y, justo cuando el sol se ponía, encendiendo un fuego, habiendo aprendido que la labor tediosa y exigente de pedernal, acero y yesca se podía acelerar simplemente empleando un poco de pólvora en lugar de la yesca. Con un poco de pirotecnia y una nube de humo tuvo un fuego. Ahora no precisaba más que alimentarlo con palitos cada poco tiempo y quedarse allí sentado como el tonto perdido que era hasta que el sueño le pillase desprevenido. No quería pensar en la bruja que había visto arder, pero era difícil evitarlo. En su lugar, intentó pensar en el hermano Bob, y sus dos chicos, los gemelos Jimmy y Danny, y su largo y muy retrasado plan de encontrarles un legado.
Se sobresaltó al encontrar a tres mujeres y a un hombre, las caras iluminadas por la hoguera, justo a su lado. Tenían aspecto de haberse aventurado en los bosques en medio de la noche esperando encontrar algún otro vagabundo dormido junto a un fuego.[48] Al principio Jack pensó que eran cazadores de brujas, si no fuese porque tardaron más en reaccionar a su presencia que él a la de ellos, y que parecían inquietos (habían visto la espada), además, casi todos eran mujeres y no llevaban armas, a menos que las ramas llenas de hojas y recién cortadas que usaban como ayudas para caminar fuesen también armas. En cualquier caso, se volvieron y salieron corriendo para limpiar el bosque con escobas improvisadas.
Después de eso Jack no pudo dormir. Unos minutos después apareció un grupo muy similar al primero. Ese bosque estaba jodidamente abarrotado. Jack recogió sus pocas pertenencias y se retiró a las sombras para observar qué otras polillas se sentían atraídas por las llamas. Minutos después, un escuadrón formado en su mayoría por mujeres, desde niñas hasta viejas, se había apoderado del fuego, y lo había convertido en una llamarada. Se habían traído un hervidor de hierro negro que llenaron con cubos de agua sacada de un arroyo cercano y que pusieron sobre el fuego para hervirla. Del pote empezó a salir una nube de vapor —iluminada por las llamas, desvaneciéndose en el aire frío mientras ascendía— y empezaron a arrojar a su interior los ingredientes para una especie de guiso: sacos de algún tipo de cereza gruesa y de un azul oscuro, setas rojas con manchas blancas, ramitas de hierbas. Nada de carne, o una verdura reconocible, para decepción de Jack. Pero ahora estaba más que hambriento como para comer comida alemana. La pregunta era: ¿cómo agenciarse una invitación a la fiesta?
Al final, se limitó a salir y coger un poco, que parecía ser lo que todos los demás hacían. El tráfico por esa parte del bosque se había vuelto tan intenso que de todas maneras no podía confiar con pasar desapercibido. Primero empleó la espada para cortar una rama frondosa como la de los demás. Ninguna de esas personas iba armada, así que metió la espada y la vaina en la pernera y luego, para ocultarlas mejor, se fabricó unas tablillas falsas, y se ató tiras arrancadas de su camisa alrededor de la pierna de forma que tuviese el aspecto de un hombre con la rodilla inmovilizada, moviéndose con la ayuda de un cayado. Así disfrazado, entró cojeando en la luz del fuego y fue amablemente, por no decir efusivamente, recibido por los que preparaban el guiso. Uno de ellos le ofreció un cucharón repleto y se lo tragó con tanta rapidez que se quemó por dentro hasta el mismo estómago. Probablemente para bien, sabía a rayos. Siguiendo el principio de que uno nunca sabe cuándo volverá a encontrar comida, hizo un gesto para pedir más, y algo renuentes le pasaron un segundo cucharón, y con intranquilidad le vieron bebérselo. Sabía tan mal como el primero, aunque tenía trozos de setas o algo en el fondo que podrían servir de nutrición.
Luego le pareció estar perdido, porque después de permanecer en pie junto al fuego durante unos minutos calentándose, los cocineros empezaron a señalar en la dirección a la que migraban todos los demás. Resultaba ser colina arriba, que en cualquier caso era el camino que Jack había planeado seguir (o le llevaría a la torre del Doctor o a una altura suficiente para ver la torre por la mañana), así que allí se fue cojeando.
La siguiente vez que fue consciente de algo (parecía estar caminando y durmiendo simultáneamente, aunque ahora todo parecía tener cualidades oníricas, por lo que todo el asunto podría ser efectivamente un sueño) evidentemente había recorrido un par de millas colina arriba, a juzgar por el hecho de que hacía mucho más frío y que el viento soplaba con tanta fuerza que podía oírlo golpeando los árboles por todas partes, como el estampido de la artillería. Las nubes corrían sobre el rostro de una luna llena. Ocasionalmente algo golpeaba las ramas superiores y lo cubría de ramitas y broza. Levantando la vista vio que se trataba de ramas arrancadas, o quizá pequeños árboles enteros, que volaban por el aire impulsados por un huracán. Seguía subiendo la colina, aunque ya no estaba seguro de por qué. Había otros a su alrededor. El bosque estaba formado por árboles muy altos y delgados muy pegados entre sí como la masa de picas de una formación militar, las erupciones de luz de luna entre las nubes eran como el estallido de bombas, y Jack oyó, o soñó, los golpes de pies y el toque de las cornetas. Olvidando por qué tenía entablillada la pierna, supuso que debía ser porque se la habían herido en combate (posiblemente también en la cabeza) y que un barbero le había hecho una cura. Durante un rato estuvo casi seguro de que seguía luchando contra los turcos en Viena y que todo eso de Eliza no era más que un sueño largo, elaborado y cruel.
Pero luego estuvo de regresó en el bosque más allá de Bockboden. Sobre su cabeza seguían volando ramas y cosas aún más pesadas como si fuesen proyectiles de cañón. Miró hacia la luna intentando verlos, y con las nubes rotas corriendo era difícil distinguir las formas, pero estaba razonablemente seguro de que había personas cabalgando en esas ramas, de la misma forma que los húsares alados cabalgaban los corceles. ¡Atacaban el alto de la colina! Jack finalmente llegó al sendero que daba vueltas a la montaña, y casi lo aplastó la infantería del asalto: un río de gente con ramas cortadas y otros ornamentos, como las horcas que usaban los granjeros para esparcir el estiércol. Olvidándose de la pierna entablillada, Jack se volvió e intentó correr con ellos, pero se cayó y le llevó un tiempo volver a ponerse en pie.
Alcanzó la colección de salientes que era la cumbre algo después del grupo principal, pero a tiempo de verles perseguir a media docena de mosqueteros aparentemente apostados allí, y que no eran bienvenidos. Ninguno de ellos disparó el arma, porque no tenían el más mínimo deseo de matar a unos pocos para luego ser rodeados por cientos de sus amigos agitando palos. Mientras sucedía esto, la gente más alejada de la acción gritaba, amenazaba y ofrecía comentarios ácidos de forma muy similar a los espectadores de la quema de brujas, excepto que empleaban la palabra Wächer, que (para la mente de Jack ya puesta a prueba hasta el exceso en sus suposiciones) quizá significase «vigilantes».
Ganada la batalla, el aquelarre (ya no tenía sentido seguir negándolo) rápidamente iluminó con fuegos la cumbre de la montaña (mucha gente había venido cargada con haces de leña), que ardieron con calor blanco ante el continuo embate del viento. Jack dio una vuelta cojeando y observó. Podía ver que hacía mucho tiempo que de lo alto de la montaña se había alzado una columna alta de piedra, bifurcada en la parte superior con lo que podría haber tenido la forma de un par de cuernos de cabra. Podría haber tenido el aspecto de un arco de lado. Pero la habían derribado hacía tanto tiempo que ahora estaba cubierta de musgo y tierra. La había rodeado un par de docenas de piedras puestas en pie, que ahora yacían esparcidas. El aquelarre llevó un macho cabrío negro a las ruinas de la columna alta y lo ató allí para que pudiese mirar todo el panorama ardiente.
La gente, en su mayoría desnuda, bailaba alrededor de las hogueras. Se habían traído muchas flores de primavera para decorar las piedras, o a la gente. Había bastante folleteo, como uno esperaría, pero en su mayoría parecía sexo ceremonial —los participantes, actores en una obra inmoral—, las mujeres siempre adornadas con guirnaldas de flores de primavera y los hombres siempre ataviados con un parche en el ojo. Puede que varios animales pequeños sufriesen muertes no naturales. Se oían cánticos en una lengua que no era exactamente alemán.
Evidentemente, presidiéndolo todo estaba Satanás, el Príncipe de las Tinieblas, o eso asumía Jack, qué otro nombre podría tener una figura completamente negra, con cuernos y barba, quizá de unos cien pies de alto, bailando en el cielo hirviente, humeante y nublado sobre la cumbre, en ocasiones visible y en ocasiones no, a veces visto de perfil cuando levantaba la barbilla con barba para aullar, o reírse, a la luna. Jack lo creía por completo, y sabía más allá de toda duda que hasta la última palabra que los predicadores habían dicho sobre Lucifer era cierta. Decidió que salir corriendo no era mala idea. Escogiendo la dirección a la que apuntaba en el momento del pánico, corrió. La luna salió unos momentos después y le mostró que le quedaban una o dos zancadas sobre piedra antes de que empezase a correr en el aire: una garganta fantástica se hundía más de lo que podía ver bajo la luz de la luna. Jack se detuvo y se volvió, al no tener otra elección, y con una tranquilidad forzada y no del todo sincera miró al panorama completo de fuego y sombras esperando encontrar una ruta que no le llevase demasiado cerca de Satanás, o en realidad cerca de los diversos Satanases de distintos tamaños que parecían estar reunidos en consejo sobre la cumbre.
Le llamó la atención una diminuta silueta negra destacada por un borde peludo y brillante, elevada sobre toda la escena: el macho cabrío negro, echando la cabeza hacia atrás para reír. Uno de los muchos Satanases duplicó exactamente el movimiento. Jack comprendió que había estado huyendo de las sombras que la cabra proyectaba sobre las nubes y el humo por efecto de la luz del fuego.
Se sentó en el punto en el que casi se había arrojado a la garganta, se rió, intentó aclarar la mente y recuperar la compostura. El precipicio, y el risco algo más abajo, eran escarpados, con grandes trozos de roca proyectándose en ángulos caprichosos contra el aire, y (por cierto) refutando las ideas del Doctor sobre la formación de esas rocas, porque el grano de esas rocas corría recto de arriba a abajo. Evidentemente eran los restos de un gigante, muerto en una lucha antidiluviana a pedradas, y que había muerto de espaldas con los dedos huesudos apuntando al aire.
Jack se acercó al fuego, en parte porque sentía frío y en parte porque quería dar un vistazo más de cerca a una chica desnuda que bailaba a su alrededor, algo rellenita y claramente destinada a convertirse a la larga en una de las viejas con escoba, pero la mujer alemana menos columnar que Jack hubiese visto recientemente. Pero cuando se acercó lo suficiente para mirarla con atención, el fuego se manifestó incómodamente caliente, lo que debería haberle indicado que la luz le iluminaba con fuerza el rostro. Pero no lo consideró un hecho importante hasta que oyó la terrible palabra Wache! Volviéndose hacia la voz vio, tan cerca como para tocarla, a una de esas mujeres que le habían despertado al inicio de la noche, allá abajo, cuando dormía junto al pequeño fuego con la espada bien a la vista. Su espada era exactamente lo que ahora buscaba la mujer, ahora que había conseguido la atención de todos emitiendo su palabra más odiada. Ocultar el arma en el entablillado había salido bien en la oscuridad, y cuando la gente no buscaba específicamente una espada, pero ahora no servía absolutamente de nada, la mujer no tuvo más que dar una mirada a Jack y gritar, en una voz que probablemente se pudiese oír en Leipzig:
—Er ist eine Wache! Er hat ein Schwert!
Así que la fiesta terminó para todos y especialmente para Jack. Cualquiera podría haberle dado un empujón y arrojarlo al fuego y eso hubiese sido el fin, o al menos un comienzo interesante, pero en su lugar todos se alejaron corriendo de él, pero, debía asumir, no por mucho tiempo. La única que se quedó fue la que le había señalado. Flotó más allá del alcance de la espada diciéndole lo que opinaba de él, tan furiosa que incluso lloriqueaba. Jack no sentía deseos de sacar la espada y hacer que esa gente se pusiese todavía más furiosa, pero (a) realmente no era posible que se enfureciesen aún más por mucho que hiciese, y (b) tenía que quitarse el maldito entablillado de la pierna si quería huir de verdad. Y huir estaba a la orden de la noche. Por tanto, sacó la daga. La mujer jadeó y dio un salto atrás. Jack controló el impulso de decirle que se callase y se tranquilizase, y cortó todas las tiras de ropa que le rodeaban la pierna para que las tablillas cayesen. Luego liberó la pierna sacando la vaina y la espada. La mujer gritó. Ahoga la gente corría hacia Jack, y los gritos de «Wächer!» hacían difícil oír cualquier otra cosa, Jack había absorbido el alemán suficiente para saber que eso significaba no «el vigilante» sino «los vigilantes». Habían llegado a la conclusión de que Jack debía ser sólo uno de todo un pelotón de infiltrados armados, que evidentemente era la única forma en que su presencia pudiese tener sentido. Porque estar allí solo era un suicidio. Jack echó a correr.
Jack en las entrañas de la Tierra
No llevaba corriendo mucho tiempo cuando comprendió que el aquelarre intentaba dirigirle en la dirección del precipicio, una idea excelente. Pero resultó que no estaban muy bien organizados y había huecos en la formación. Jack hizo una salida por uno de ellos y empezó a perder altitud por el método lento, seguro y cuerdo. La conmoción había perdido un par de octavas de tono. Al principio había estado formada en su mayoría por mujeres horrorizadas extendiendo la alarma (lo que había surtido muy buen efecto), y ahora era una furiosa organización masculina de caza. Jack tuvo que asumir que no era la primera vez que cazaban un gran animal en ese bosque.
Aún así, la caza duró quizás una hora, moviéndose generalmente colina abajo. La única esperanza de Jack era situarse frente a ellos y huir entre la oscuridad. Pero tenían antorchas y conocían la zona, y habían extendido la alarma montaña abajo y no importaba lo mucho que Jack corriese, siempre se encontraba rodeado. Hubo muchos intentos de fuga que acabaron en fracaso. Los millones de ramas diminutas de los alisos le arañaban la cara, amenazaban con cegarle y al moverse le hacían producir más ruido del que quería.
Hacia el final, se metió en situaciones en las que podía haber escapado, o al menos haber añadido algunos minutos a su vida, matando a una o dos personas. Pero no lo hizo, un acto de tolerancia que deseó hubiese podido ser observado y convenientemente anotado por algún otro tipo de Vigilante, un misterio acechante con un espejo al final de un palo, de forma que las noticias de su noble decisión llegasen hasta Eliza y todos los demás que le habían mirado mal. Lejos de ganarse su admiración eterna, eso hizo que acabase rodeado de media docena de hombres con antorchas, situados justo donde no llegaba la espada y apresurándose a lanzarle llamas a la cara cuando pensaban que había una ruta de escape. Jack se arriesgó a mirar por encima del hombro y no vio a nadie detrás, lo que parecía muy mala forma de rodear a alguien. Se dio la vuelta, corrió un par de pasos y chocó con un muro. Un muro. Girándose, vio una antorcha viniendo directamente hacia su cara y por un acto reflejo esquivó el ataque. Otra llegó desde otra dirección, y la evitó, y luego una tercera de otra dirección más y la evitó con el borde en lugar de la parte plana de la espada, y cortó el mango de la antorcha en dos. La mitad ardiente giró en el aire y la agarró mientras daba golpes a ciegas en la otra dirección y hería a alguien. Ahora que había provocado sangre, los otros cazadores retrocedieron, sabiendo que los refuerzos venían de camino.[49] Jack, manteniendo la espalda pegada al edificio, se movió de lado, con la espada en una mano y la antorcha en el otro, aprovechándose ocasionalmente de la luz de ésta para mirar por encima del hombro y obtener algún conocimiento sobre dónde se había metido.
Se trataba de un viejo edificio de madera. La puerta estaba cerrada con un candado del tamaño de un jamón. En el interior habían colocado contraventanas de madera y las habían clavado. Un caballero se hubiese sentido frustrado, pero Jack sabía que la parte más débil de cualquier edificio era habitualmente el tejado, así que tan pronto como encontró un montón de madera apilada contra el muro, subió y llegó a lo alto, hasta encontrar tejas de barro bajo las botas. Eran gruesas y pesadas, fabricadas para soportar granizadas y ramas caídas, pero Jack con la fuerza del pánico dio golpes con los pies hasta romper algunas. A su alrededor ahora llovían piedras del tamaño de puños. Detuvo una que intentaba correr tejado abajo y la empleó como martillo. Finalmente creó un hueco entre las tejas, lanzó la antorcha, se metió con los pies por delante por entre los listones sobre los que estaban montadas las tejas y se dejó caer, aterrizando sobre una mesa. Recogió la antorcha para que no prendiese fuego al lugar y se encontró mirando un retrato de Martín Lutero.
Sus cazadores —supuso que a estas alturas varias docenas —habían rodeado el edificio y golpeaban, de forma exploratoria, las puertas y ventanas. Los golpes en la oscuridad le ofrecieron a Jack una idea general de la forma y tamaño del edificio. Disponía de varias habitaciones, y por tanto probablemente no fuese una iglesia, pero tampoco una mera casa de campo. Nadie intentó seguirle a través del agujero en el tejado, y estaba seguro de que nadie lo haría. La quemarían. Era inevitable. Incluso podía oír las hachas golpeando los árboles del bosque: más combustible.
Esa habitación en particular era una capilla tosca; la cosa sobre la que había caído, el altar. Junto al retrato de Lutero había una vieja y no muy buena interpretación de una mujer ofreciendo un cáliz con hostias flotando encima, suspendidas por alguna milagrosa intervención divina. Hizo que Jack (que había tenido suficiente, para una noche, al aceptar bebidas misteriosas de manos de mujeres enigmáticas) se estremeciese. Pero habiendo pasado recientemente tanto tiempo junto a los mineros, reconoció a la mujer como santa Bárbara, patrona de los hombres que cavaban agujeros en el suelo, aunque con todos los signos católicos borrados. El resto de la habitación estaba ocupado por bancos de madera. Jack saltó de uno a otro, luego fue de lado y se encontró una especie de sala de estar con un par de sillas y una de las altas estufas de hierro que tanto gustaban a los alemanes. Girando sobre los talones y dirigiéndose al otro lado, se encontró una balanza muy pesada colgando del techo, pesos para la misma, del tamaño de quesos, un armario y, lo que más deseaba ver, una escalera que descendía.
Empezaba a haber humo, y no sólo por la antorcha. Jack abrió el armario a golpes y agarró un puñado de kienspans. Había perdido el sombrero mientras corría por el bosque así que robó uno de los de minero: un objeto cónico de un fieltro extremadamente grueso que atenuaría los golpes de la cabeza contra la roca. Luego descendió las escaleras y poco después el viejo edificio de madera ardía como la pólvora. Habían encendido un gran fuego, arrojándole un árbol entero: un fuego que los burgueses de Bockboden verían, enviando a esos cazadores de aquelarres un mensaje potente que les dejaría completamente perplejos.
La escalera descendía quizá dos docenas de escalones y luego se convertía en un túnel que duró tanto como la antorcha de Jack (que había consumido la mayor parte del combustible) podía emitir luz. Encendió un kienspan, que ardió un poco más brillante, pero aun así no podía ver el final de túnel, lo que estaba bien, y era de esperar. Empezó a correr algo agachado, porque no quería destrozarse la cabeza contra el techo de madera, y después de un minuto, pasó junto a un hand-haspel insertado en un nicho en la pared del túnel, las cuerdas descendiendo por un pozo. Un minuto más tarde pasó junto a otro, y luego otro, y finalmente se detuvo y decidió que bien podía descender por uno de esos pozos. Llevaba abajo tiempo suficiente para dejar de sentirse orgulloso de su astucia y empezar a preocuparse. El aquelarre conocía el territorio mejor que él. No era posible que no supiesen que el edificio era la entrada de una mina, y debían haber anticipado que encontraría el túnel. Quizá la mina disponía de otras entradas, y pronto descenderían con antorchas, perros y Dios sabe qué más, como cuando cazaban a los bichos excavadores con sus perros en forma de salchichas.
Uno de los cubos de la rueda estaba en lo alto, el otro allá abajo. Jack se metió en el que estaba arriba, se abrazó a la cuerda opuesta y dejándola deslizarse entre sus brazos pudo descender suavemente cierta distancia: hasta que se relajó y la cuerda se deslizó con rapidez, y él la agarró presa del pánico, lo que hizo que le quemase, y por tanto la volvió a aflojar, iniciando la repetición del mismo ciclo, excepto que peor. Lo único que interrumpió la rutina fue que, a medio camino, el cubo inferior llegó y le golpeó bajo la barbilla, lo que hizo que soltase la cuerda por completo, lo que estaba bien, porque de todas formas habría quedado atrapado en ese punto. Cayó, entonces, sólo con el cubo vacío como contrapeso, y lo que le salvó fue que el impacto contra la barbilla había hecho que se agitase enérgicamente de un lado a otro, con el borde mordiendo la dura pared del pozo cada vez más rápido a medida qué descendía, lanzando con cada impacto chispas y soltando andanadas de piedras dentadas hacia Jack, pero también ralentizando la caída con una serie correspondiente de tirones violentos. Jack mantuvo la cabeza baja y el kienspan en lo alto en caso de que el pozo terminase en el agua, una posibilidad que debería haber considerado antes.
En realidad terminó en roca: el cubo aterrizó y expulsó a Jack. Los trozos sueltos de piedra siguieron cayendo de lo alto durante un ratito y le hicieron daño en las piernas, lo que venía bien como prueba de que no estaba paralizado. El kienspan seguía ardiendo; Jack lo sostuvo con todas sus fuerzas y observó que la llama azul que emitía se convertía en amarilla y se inclinaba, al contrario del hábito normal de las llamas, que tendían a subir. Jack apartó el cubo de una patada, se movió un poco por los alrededores y encontró que había una corriente de aire, casi una brisa, que venía hacia él por el túnel. Pero cuando retrocedió al otro lado de la abertura del pozo en el techo, el aire se movía en dirección opuesta. En este punto convergían dos flujos de aire y se movían pozo arriba, empezando a producir un sonido de gemidos que Jack no pudo evitar comparar con el de las almas condenadas o algo así. Ahora sabía por qué el aquelarre había decidido cortar árboles allá arriba: sabían que con un fuego lo suficientemente grande podrían absorber todo el aire de la mina.
Tenía que encontrar una salida, lo que ahora no parecía demasiado probable, ya que había cometido el error (retrospectivamente) de descender a un nivel inferior. Pero escogió la dirección de la que venía el flujo de aire más intenso, y comenzó a moverse tan rápido como podía. Cuanto más rápido corría al viento, más brillante ardía el kienspan. Pero ardió con menos brillo con el paso del tiempo. Probó a encender otro, pero ése también ardía débilmente a menos que lo agitase en el aire, y luego la luz estalló y brilló entre los barrotes pesados de la jaula de madera que impedía que las piedras te aplastasen por todos lados, y produjo sombras de movimientos rápidos, en ocasiones con el aspecto de rostros furiosos de gigantes deformes, o enormes monstruos con esqueletos de avestruz y dientes como cimitarras: lo que encajaba perfectamente con el ensordecedor coro de gemidos y chillidos producido por los túneles a medida que el aire se escapaba.
Más o menos en ese momento Jack se dio cuenta de que estaba a cuatro patas arrastrando el kienspan de brillo apagado por el suelo. De vez en cuando veía el portal bajo de uno de los túneles laterales pasar a izquierda o derecha. Al pasar junto a uno de ellos sintió una intensa brisa fría y el kienspan aumentó de brillo; pero cuando lo dejó atrás, el aire murió y el kienspan se apagó por completo. Respiraba con rapidez, pero no le servía de nada. Con la fuerza que todavía le quedaba, retrocedió en medio de la oscuridad absoluta hasta volver a sentir en la cara el viento del túnel lateral. Luego se limitó a permanecer tendido sobre la roca y simplemente respirar.
Poco tiempo después la cabeza le funcionaba con mayor claridad y comprendió que el flujo de aire implicaba una salida en algún sitio. Buscó con las manos en el suelo hasta encontrar una de las maderas del recodo, y luego gateó de lado en dirección contraria al viento. Siguió el aire durante un periodo de tiempo imposible de evaluar. El túnel lateral bajo se abrió a un espacio de suelo plano que parecía ser una caverna natural. Allí el río de aire quedaba roto en muchos riachuelos que bordeaban rocas y estalagmitas (difíciles de seguir), pero (con la nariz en el suelo, y la lengua fuera) los siguió por lo que le pareció como una milla, en ocasiones poniéndose de pie y caminando por espacios que resonaban como catedrales, en ocasiones retorciéndose sobre el vientre por espacios tan estrechos que la cabeza quedaba encajada entre el techo y el suelo. Vadeó un estanque de agua que le congeló las piernas, trepó a la otra orilla, y entró por un túnel de mina, luego atravesó túneles de techos altos y bajos y pozos verticales que subían y bajaban, tantas veces que perdió la cuenta de cuántas veces había perdido la cuenta. No deseaba más que dormir, pero sabía que si el fuego se apagaba mientras dormía, la corriente de aire se detendría y perdería el hilo que, como a aquel tipo del mito, le indicaba el camino de salida. Sus ojos, no satisfechos con la oscuridad total, fabricaron imágenes demoníacas a partir de todas las cosas malas que había visto o pensado en los últimos días.
Escuchó un burbujeo, un siseo, como el de un dragón o un gusano, pero lo siguió, y a la corriente de aire, por un túnel que descendía lentamente hasta llegar al borde del agua. Obteniendo unas chispas con el pedernal y el acero vio que el aire que había estado siguiendo todo ese tiempo bullía de un lago subterráneo que llenaba el túnel y bloqueaba por completo el camino de salida. Como no tenía nada más que hacer, se sentó a morir, y en su lugar se quedó dormido, y tuvo pesadillas que eran una mejora con respecto a la realidad.
Las montañas Harz
Le despertaron la luz y el ruido, los dos apagados. Se negó a tomarse la luz en serio: un resplandor verde que emanaba del charco (que había dejado de burbujear). Era tan sobrenatural que no podía ser más que otro de los trucos mentales que el caldo del aquelarre le había estado causando. Pero el ruido, aunque distante, sonaba interesante. Antes, había quedado ahogado por el bullir del agua, pero ahora podía oír un retumbo y un siseo rítmicos.
La luz verde se hizo más intensa. Podía ver las siluetas de sus manos frente a él.
Había estado soñando, antes de despertar, con las gigantescas pipas de agua, los aparatejos con que los turcos fumaban en Leipzig. Chupaban por un tubo y el humo de la cazoleta de tabaco descendía por el agua y volvía a subir por el tubo, enfriado y purificado. El sueño había sido, suponía, inspirado por el último sonido que había oído antes de dormir, porque la caverna había producido un bullir y un gorgoteo similares. Mientras lo meditó (no teniendo otra forma de emplear el tiempo), se preguntó si la mina no habría actuado como una gigantesca pipa de agua, y el fuego como un turco gigante chupando por el tubo, impulsando aire hacia arriba, a través de un sumidero lleno de agua, de forma que burbujeaba hacia este túnel.
Entonces, ¿podría ser posible que nadando una distancia corta llegase hasta el aire? ¿Podría ser la luz verde la luz del amanecer, filtrada de ese color por la basura del estanque? Jack empezó a reunir coraje, un trámite que esperaba durase varias horas. Sólo podía pensar en el pobre hermano Dick que se había ahogado en el Támesis: había partido todo rosadito y activo y lo habían recogido flácido y blanco.
Concluyó que sería mejor hacerlo ahora, mientras el brebaje de brujas le siguiese afectando al juicio. Así que se quitó la mayor parte de la ropa. Si salía bien, más tarde podría volver a recuperarla. Sólo cogió la espada (en caso de encontrar problemas), el pedernal, el acero y el sombrero de minero, que le vendría bien si se golpeaba la cabeza contra un techo subacuático. Luego retrocedió varios pasos por el túnel, ganó velocidad corriendo y se zambulló. El agua estaba mortalmente fría y casi aulló con el aire que tenía en los pulmones. Miró al techo una vez —la luz era más brillante—, el techo ya no estaba allí, ¡y dio un par de patadas contra el suelo del sumidero y salió al aire limpio! La distancia no había sido más que de tres o cuatro yardas.
Pero la luz, aunque más brillante, no era la luz del sol. Jack sabía, por los ecos del agua goteando y el murmullo de voces, que seguía bajo tierra. La extraña luz verde venía de un recodo de la caverna, y se reflejaba curiosamente de algunas partes de las paredes.
Antes de hacer nada más, Jack se volvió a meter en el agua, nadó por el sumidero, recuperó las botas y la ropa y regresó a la caverna reluciente. Se vistió y luego se arrastró a cuatro patas hacia la luz, intentando, pero fracasando, controlar un violento temblor. El reflejo que había notado antes resultó venir de una zona de cristales trasparentes, del tamaño de dedos, que sobresalían de las paredes: ¡diamantes! Había penetrado en algún lugar de riquezas fabulosas. Las paredes estaban rizadas de gemas. ¿Quizá la luz era verde porque brillaba a través de una esmeralda gigantesca?
Luego dio la vuelta al recodo y casi se quedó ciego por efecto de un disco liso de brillante luz verde, tendido en el suelo de una cámara redondeada. A medida que se ajustaron los ojos pudo ver a un círculo de personas —o de algo— de pie alrededor del borde, vestidas con trajes extraños y estrafalarios.
En el centro se encontraba una figura con una toga larga, con la capucha sobre la cabeza, ocultando el rostro en las sombras, aunque la luz brillaba hacia arriba contra la barbilla y los pómulos dotándole del aspecto de la cabeza de la muerte, y también se reflejaba en sus ojos.
Una voz habló en francés, ¡la voz de Eliza! Estaba furiosa, angustiada, los otros se volvieron hacia ella. Se trataba del Infierno, o de la entrada lateral del Infierno, y los demonios habían capturado a Eliza, o quizá estuviese muerta, muerta porque Jack no había conseguido volver con la medicina, y en este momento la estaban reclutando…
Jack se lanzó al ataque, desenvainando la espada, pero cuando puso el pie en el disco verde, éste cedió y Jack lo atravesó, de pronto nadaba en luz verde. Pero debajo había roca sólida. Se puso en pie de un salto, hundido hasta las rodillas en ese material, y aulló:
—¡Dejadla, demonios! ¡Llevadme a mí en su lugar!
Todos gritaron y salieron corriendo, incluyendo a Eliza.
Jack miró y vio que tenía la ropa saturada de luz verde.
Sólo quedaba la figura encapuchada. Con tranquilidad salió del charco, abrió una lámpara cerrada para que no saliese luz, sacó una llama y recorrió la cámara prendiendo fuego a las antorchas colocadas en el suelo a todo alrededor. Su luz era infinitamente más brillante, e hizo desaparecer la luz verde. Jack estaba de pie en un charco marrón, y tenía la ropa mojada.
Enoch retiró la capucha y dijo:
—Lo realmente magnífico de esa entrada, Jack, es que, hasta el momento en que te alzaste del charco todo cubierto en fósforo, eras invisible… simplemente pareció que te materializabas, con el arma en la mano, con esa gorra de enano, aullando en una lengua que nadie comprendía. ¿Has considerado una carrera en el teatro?
Jack todavía estaba demasiado confundido para calibrar el comentario.
—¿Quién o qué eran esos…?
—Personas ricas que hasta hace sólo un momento pensaban comprar Kuxen al doctor Leibniz.
—Pero… ¿su apariencia extraña e insólita…?
—La última moda de París.
—Eliza parecía angustiada.
—Estaba interrogando al Doctor… exigiendo saber qué relación tenía este truco de magia, como lo llamaba, con la viabilidad de la mina.
—Pero ¿por qué molestarse en extraer plata cuando las paredes de esta caverna están cubiertas de diamantes?
—Cuarzo.
—En cualquier caso, ¿qué es la sustancia brillante y ya que estamos, qué relación tiene con la mina?
—Fósforo, y nada. Venga, Jack, vamos a quitarte esa ropa mojada antes de que estalles en llamas. —Enoch guió a Jack por un pasadizo lateral. Por el camino pasaron junto a una gran máquina que emitía un estampido y un sonido de absorción a medida que sacaba agua de la mina. Allí Enoch convenció a Jack de que se quitase la ropa y se bañase.
Enoch dijo:
—Imagino que esta historia jamás se contará con el mismo tono de admiración que la loma de la Mansión de la Plaga en Estrasburgo o el Festín de Carpas de Bohemia.
—¿¡Qué!? ¿Cómo sabe de esas cosas?
—Viajo. Hablo con los vagabundos. Los rumores corren. Quizá te resulte interesante saber que tus gestas han sido compiladas en una novela picaresca intitulada l’Emmerdeur, que ya ha sido quemada en París y pirateada en Amsterdam.
—¡Que me maten! —Por primera vez Jack empezó a considerar que el trato amable que Enoch le dispensaba podría ser bienintencionado, y no una forma extremadamente sutil de burla. Enoch abrió con el hombro una puerta de seis pulgadas de grueso y llevó a Jack a una cripta sin ventanas; una sala abovedada con una mesa enorme en el medio, velas, una estufa, que resultaba tener exactamente el aspecto de un lugar habitado por enanos. Se sentaron y empezaron a fumar y a beber. Con el tiempo el Doctor se les unió. Lejos de sentirse ultrajado, parecía aliviado, como si de todas formas jamás hubiese deseado entrar en el negocio minero. Enoch le dirigió al Doctor una mirada cargada de sentido, que Jack estaba bastante seguro que significaba Te advertí que no implicases a vagabundos, y el Doctor asintió.
—¿Qué hacen los, eh, inversores? —preguntó Jack.
—Están arriba a la luz del sol… las mujeres intentando superarse las unas a las otras en desmayos, y los hombres enzarzados en una erudita disputa sobre si fuimos atacados por un enano enfurecido que quería alejarnos de su tesoro o por un demonio del Infierno que quería capturarnos.
—¿Y Eliza? Asumo que nada de desmayos.
—Está demasiado ocupaba recibiendo las lisonjas y credenciales de los otros, que están demasiado pasmados por su perspicacia.
—Ah, entonces es posible que no me mate.
—Todo lo contrario, Jack, la muchacha está sonrojada, radiante, y no en el sentido de estar cubierta de fósforo.
—¿Por qué?
—Porque, Jack, te ofreciste para ir al tormento eterno en su lugar. Ése es el mínimo absoluto (a menos que esté confundido) que cualquier mujer exige de su hombre.
—Así que eso es lo que todas ellas buscan —reflexionó Jack.
Eliza usó la espalda para abrir la puerta, porque tenía los brazos ocupados sosteniendo un montón de cartas de presentación, tarjetas de visita, vales de cambio, fragmentos con direcciones garabateadas y pequeños monederos repletos de monedas variadas.
—Te echamos de menos, Jack —dijo—, ¿dónde has estado?
—Haciendo un recado, conociendo a la gente del pueblo, participando en sus ricas tradiciones —dijo Jack—. ¿Ahora podemos irnos de Alemania, por favor?