Amsterdam
JUNIO 1685
Eliza abandona Amsterdam
D’Avaux y un par de valets altos y particularmente duros la acompañaron al borde de un canal, no lejos del Dam, que iba en dirección oeste hacia Haarlem. Allí había anclado un buque, que aceptaba pasajeros, y en la distancia Eliza pensó que era diminuto, porque tenía un divertido aspecto de juguete, con la proa y la popa exageradamente curvadas, lo que le daba el perfil de un niño gordo haciendo el puente. Pero al acercarse vio que era enorme (aunque de construcción ligera), de al menos veinte yardas de largo, y manga más estrecha de lo que había esperado, una luna creciente.
—No pretendo insistir con los detalles tediosos… ese tipo de cosas es responsabilidad de Jacques, éste, y Jean-Baptiste…
—¿¡Van a venir conmigo!?
—El viaje a París no carece de sus peligros, mademoiselle —dijo d’Avaux con ironía—, incluso para los débiles y los inocentes. —Luego giró la cabeza en dirección a las ruinas de la fila de casas del señor Sluys, todavía humeantes, a sólo un tiro de mosquete por ese mismo canal.
—Evidentemente cree que no soy ninguna de esas dos cosas —resolló Eliza.
—Su práctica de arponear marineros en el puerto haría que fuese difícil incluso para el más lubrique hacerse ilusiones sobre su verdadera naturaleza…
—¿Lo ha oído?
—Es un milagro que no la arrestasen… aquí, en una ciudad donde besar a alguien es un delito menor.
—¿Ha hecho que me siguiesen, monsieur? —Eliza miró indignada a Jacques y Jean-Baptiste, que fingían, por ahora, estar sordos y ciegos, y que se afanaban con una carretada de un equipaje bastante bueno. Ella misma no había visto antes la mayoría de esas piezas, pero d’Avaux había dado a entender, en más de una ocasión, que tanto ellas como su contenido pertenecían a Eliza.
—Los hombres la seguirán, mademoiselle, será mejor que se adapte. En cualquier caso, dejando de lado las prácticas con arpón, en esta ciudad había ciertos fisgones, quejicas y cancaniers que insistían en su implicación en la implosión financiera del señor Sluys, la flota de invasión que partió para Inglaterra, desde Texel, el otro día, izando los colores del duque de Monmouth y la primitiva multitud de patriotas orangistas que, dicen algunos, incendió las moradas del señor Sluys. Yo, por supuesto, no creo semejantes tonterías… y sin embargo me preocupo por usted…
—Como un tío considerado. ¡Oh, qué encantador!
—Bien. Este kaag la llevará, junto con su escolta…
—Por el Haarlemmermeer hasta Leiden, y de ahí a Den Briel por La Haya.
—¿Cómo lo ha sabido?
—El escudo de armas de la ciudad de Den Briel está tallado en la proa, ahí, en el lado opuesto al de Amsterdam —dijo Eliza, señalando la popa. D’Avaux se giró para mirar, y así lo hicieron Jacques y Jean-Baptiste; y en ese mismo momento Eliza escuchó a su espalda un curioso suspiro, un silbido, como una gaita a la que se le acabase el aire, y sufrió el empujón de un bóer que pasó a su lado en dirección a la plancha. Mientras el rústico subía al kaag, Eliza vio un perfil jorobado que le resultó extrañamente familiar, y contuvo el aliento durante un momento. D’Avaux se volvió para mirarla. Algo le dijo a Eliza que sería un ocasión muy incómoda para causar jaleo, así que dejó que hablase su boca—: Lleva más velamen que la gabarra normal de canal… es de suponer que sea para cruzar el Haarlemmermeer. Es un buque esbelto, diseñado para atravesar la esclusa estrecha entre Leiden y La Haya. Pero aun así es demasiado ligero para atravesar las corrientes y olas de Zeeland… nunca podría pagarse el seguro.
—Sí —dijo d’Avaux—, en Den Briel se cambiarán a un barco más fácil de asegurar que les llevará hasta Bruselas. —Miraba a Eliza de forma extraña… ¡tanta suspicacia! Mientras tanto, el bóer había desaparecido entre la confusión de pasajeros y carga sobre la cubierta del kaag—. Desde Bruselas viajarán por tierra hasta París —siguió diciendo d’Avaux—. La ruta interior es mucho menos cómoda durante el verano… pero mucho más segura durante una rebelión armada contra el rey de Inglaterra.
Eliza lanzó un profundo suspiro, intentando conservar en la mente la imagen de un millón de esclavos liberados de sus ataduras. Pero se trataba de una construcción frágil rota por la intensa luz solar de Amsterdam, las formas definidas y precisas de edificios oscuros y ventanas blancas.
—Mi querido duque —dijo—, tan impetuoso.
—Étienne d’Arcachon, que pregunta por usted, por cierto, en cada una de sus cartas, sufre de un defecto similar. En su caso queda atemperado por la educación y la inteligencia; sin embargo, ¡por su culpa perdió una mano ante un vagabundo!
—¡Oh, desagradables vagabundos!
—Dicen que se recupera todo lo bien que cabe esperar.
—Cuando llegue a París, le transmitiré noticias suyas.
—Transmítame noticias de todo, especialmente de lo que no parezca ser noticia —insistió d’Avaux—. Si puede aprender a leer las idas y venidas de Versalles tan bien como las proas y las políticas de seguro de los barcos holandeses, en menos de nada controlará toda Francia.
Eliza besó las mejillas del conde d’Avaux y él le besó las suyas. Jacques y Jean-Baptiste la escoltaron por la pasarela y luego, mientras el kaag comenzaba a deslizarse sobre el canal, se ocuparon de almacenar el equipaje en el pequeño camarote que d’Avaux le había obtenido. Eliza, mientras tanto, permaneció en la barandilla del kaag, junto con otros muchos pasajeros, y disfrutó de la vista de Amsterdam desde el canal. Cuanto te encontrabas en tierra firme en esa ciudad, no podías ir despacio, nunca podías dejar de moverte, por lo que era extraño y relajante estar tan cerca de ella y sin embargo sentirse tan tranquila y quieta, como un ángel que volase bajo y espiase los asuntos de los hombres.
También el hecho de escapar tan limpiamente de Amsterdam, después de todo lo que había sucedido últimamente, era una especie de milagro. D’Avaux tenía razón en preguntarse por qué no la habían arrestado por el asunto del arpón. Se había alejado de la escena, la torre Herring-Packers, llorando de furia. Pero pronto la furia quedó desplazada por el miedo al comprender que la seguían, bastante conspicuamente, varios grupos simultáneamente. Mirar atrás no hubiese servido de nada, por lo que siguió caminando, hasta llegar al Dam y luego hasta la Bolsa, que era un lugar tan bueno como cualquier otro para perder a perseguidores, o al menos para recordarles que podrían estar haciendo cosas mucho más rentables con su tiempo. Finalmente había llegado hasta la Doncella y se sentó junto a una ventana durante varias horas, observando, y había visto muy poco. Un par de vagos altos, que ahora sabía que eran Jacques y Jean-Baptiste, y un mendigo vagabundo repantigado, identificado por la postura jorobada y una tos insistente.
Un tiro de caballos en la orilla del canal remolcaba el kaag en dirección a Haarlem, pero sobre cubierta la tripulación realizaba los preparativos para llevarla al agua y desplegar los ingeniosos palos retráctiles, para poder izar una vela o dos. Los caballos vacilaron al llegar a una sección del pavimento rota y ennegrecida, y marcada por senderos de plomo que habían fluido ya fundidos desde la casa del señor Sluys, y se habían extendido sobre las piedras del pavimento en forma de ríos brillantes que se habían dividido y combinado en el camino hacia el borde del canal. Finalmente los flujos de plomo fundido habían caído con magnificencia sobre el muelle de piedra y luego en el canal, donde habían lanzado columnas de vapor que superaron y envolvieron el pilar de humo que salía de la casa en llamas del señor Sluys. Para entonces, claro, los que habían provocado el fuego ya habían desaparecido. Sólo le quedaba al drost interrogar a los pocos testigos y decidir si realmente había sido provocado por orangistas furiosos, vengándose de Sluys por apoyar a los franceses, o por pirómanos a sueldo del señor Sluys. Sluys había perdido tanto, y tan rápido, en el crash reciente de las acciones de la V.O.C.[56] que su única forma de obtener algo de liquidez hubiese sido prender fuego a todo lo que todavía poseía y luego reclamar a los imprudentes que le habían vendido seguros. Esa mañana —tres días después del incendio— recuperadores a sueldo de esos aseguradores estaban muy ocupados con pies de cabra y grúas, extrayendo riachuelos y charcos sólidos de plomo del canal.
A su lado volvió a escuchar el quejido, pero de pronto aumentó de intensidad, como si las ruedas de un carro pasasen sobre esa gaita y obligase a salir todo el aire que le quedaba dentro. Luego se transformó en una risa ronca y áspera. El bóer jorobado había ocupado una posición en la barandilla del kaag no muy lejos de Eliza, y observaba a los recuperadores.
—La rebelión del duque de Monmouth ha vuelto a convertir el plomo en un producto valioso —dijo (el poco holandés de Eliza le daba para comprender)—. Tan valioso como el oro.
—Le pido perdón, meinheer, pero aunque es cierto que el precio del plomo se ha incrementado, no está ni de lejos cerca del precio del oro, o incluso la plata —dijo Eliza en un holandés entrecortado.
El bóer asmático la sorprendió respondiéndole en un inglés pasable.
—Eso depende de dónde te encuentres. Un ejército, rodeado por el enemigo, al que se le acaban los proyectiles, con alegría intercambiaría monedas de oro por el mismo peso en proyectiles de plomo.
Eliza no dudaba de la verdad de esa afirmación, pero le pareció un punto de vista extrañamente desolador, y por tanto interrumpió la conversación y no volvió a hablarle a ese bóer mientras el kaag atravesaba una esclusa en el muro oeste de Amsterdam y entraba en el lleno campo holandés, recortado por las acequias en bloques color verde guisante dispuestos siguiendo el canal como si fuesen mesas en un mercado. Igualmente, los otros pasajeros esquivaron al tipo, en parte porque no querían pillar lo que fuese que afectaba a sus pulmones, y en general porque tendían a ser mercaderes y granjeros prósperos que regresaban de Amsterdam con bolsas llenas de monedas de oro y plata; no querían ni acercarse a un hombre que considerase la idea de usar florines como proyectiles. El bóer pareció comprender muy bien la situación, y pasó el primer par de horas del viaje contemplando a sus compañeros de trayecto con una sagacidad taciturna al límite del desdén, y que en Francia le hubiese ganado un desafío a duelo.
Aparte de eso, no hizo nada digno de mención hasta mucho más tarde ese mismo día, cuando, de pronto, asesinó a Jacques y Jean-Baptiste.
Sucedió así: el kaag navegaba por el canal hacia Haarlem, donde se detuvo para recoger a más pasajeros, y luego largó más velas y se dispuso a atravesar el Haarlemmermeer, un lago de bastante buen tamaño ventilado por un brisa marina intensa. El aire fresco surtió un efecto evidente en el bóer. La respiración difícil y áspera se curó con milagrosa rapidez. El pecho ya no se afanaba con ganar inhalación. Se alzó más recto, lo que le dotó de una altura media, y pareció perder una década o dos. Ahora parecía rondar la treintena. Perdió la expresión agria y, en lugar de sentarse a popa observando fijamente a los otros pasajeros, comenzó a recorrer la cubierta casi con alegría. Para cuando había dado varias vueltas a la cubierta, los demás pasajeros ya se habían acostumbrado, y no le prestaban atención, que es como pudo acercarse a Jacques por la espalda, agarrarlo por los tobillos, y tirarlo por la borda.
Sucedió con tal rapidez y tan poco ajetreo, que podría ser fácil creer que no había sucedido en absoluto. Pero Jean-Baptiste lo creyó, y corrió hacia el bóer con la espada al aire. El bóer no tenía espada, pero el mercader de Amberes de pie a su lado tenía una perfectamente útil, y por tanto el bóer se limitó a sacarla de la vaina de su dueño y luego adoptó una perfecta postura de defensa.
Jean-Baptiste se detuvo a pensar, lo que probablemente no le sirvió de nada, y sí le perjudicó. A continuación cargó de todas formas. La cabezada del kaag destrozó su ataque. Cuando finalmente se acercó lo suficiente para cruzar la espada con la del bóer, quedó claro que Jean-Baptiste era el espadachín inferior, malísimo. Pero incluso dejando de lado esas diferencias, el bóer hubiese ganado de todas formas, porque para él matar hombres en combate cuerpo a cuerpo era como amasar la masa para un panadero. Jean-Baptiste lo consideraba un asunto importante que requería ciertas formalidades. Un anillo de molinos oscuros, colocados en la orilla del Haarlemmermeer, parecía un grupo de severas eminencias holandesas, cortando el aire. Muy pronto, Jean-Baptiste tuvo un par de pies de acero ensangrentado sobresaliéndole de la espalda, y una empuñadura enjoyada fijada al pecho como una incómoda pieza de joyería.
Eso fue todo lo que se le permitió ver a Eliza antes de que el saco hediondo descendiese sobre su cabeza y se ajustase —pero no demasiado fuerte— alrededor del cuello. Alguien la agarró por las rodillas y la levantó de la cubierta mientras otro la agarraba por las axilas. Temió, sólo por un momento, que fuesen a arrojarla por la borda como a Jacques (y, a juzgar por el tremendo golpe en el mar que pudo oír, a Jean-Baptiste). Mientras la llevaban abajo oyó frases secas en holandés; luego, todo alrededor del kaag, una tormenta de golpes y crujidos: las rodillas de los pasajeros golpeando la cubierta, y los sombreros arrancados de sus cabezas.
Cuando el saco salió de su cabeza, se encontraba en un pequeño camarote con dos hombres: un bruto y un ángel. El bruto era un bóer grueso, que había manejado el saco y soportado la mayor parte del peso. El ángel lo despachó de inmediato enviándolo fuera. El ángel era un caballero holandés rubio, tan hermoso que Eliza en lugar de atracción se sentía más inclinada a sentir celos.
—Arnold Joost van Keppel —explicó brusco—, paje del príncipe de Orange. —Miraba a Eliza con la misma frialdad que ella le manifestaba… evidentemente tenía poco interés en las mujeres. Y sin embargo los rumores decían que Guillermo tenía una amante inglesa… por lo que quizá fuese de esos que pueden amarlo todo.
Guillermo, príncipe de Orange, Stadholder, almirante-general y capitán-general de las Provincias Unidas, burgrave de Besançon y duque o conde o barón de diversos otros diminutos fragmentos de Europa,[57] entró en el camarote unos minutos después, colorado y sin afeitar, ligeramente salpicado de sangre, y, en general, con aspecto de cualquier cosa menos holandés. Como d’Avaux no se cansaba nunca de señalar, era una especie de perro callejero europeo, con antepasados en todas las esquinas del continente. Parecía tan cómodo en ese tosco vestido de bóer como Monmouth entre seda turca. Estaba demasiado emocionado y encantado consigo mismo para sentarse, lo que de todas formas hubiese llevado a una mezcolanza confusa de protocolo, ya que en ese camarote sólo había un sitio para sentarse y Eliza no tenía intención de abandonarlo. Así que Guillermo le indicó a Arnold Joost van Keppel que saliese, y luego apoyó el hombro en una riostra curva y permaneció de pie.
—Dios mío, no eres más que una niña… ¿Todavía no tienes veinte años? Eso a tu favor… disculpa tu estupidez, mientras ofrece la esperanza de que mejores.
Eliza seguía demasiado furiosa por lo del saco hediondo para hablar, o incluso dar muestra de que le hubiese oído.
—No tardes en escribir una nota de agradecimiento al Doctor —dijo Guillermo—; si no fuese por él estarías en un bote lento a Nagasaki.
—¿Conoce al doctor Leibniz?
—Nos conocimos en Hannover hará unos cinco años. Viajé allí, y a Berlín…
—¿Berlín?
—Una ciudad en Brandenburgo, de poca importancia, excepto porque el elector tiene allí un palacio. Mantengo diversas relaciones con los electores y duques de esa parte del mundo; estaba visitándoles, ¿comprendes?, intentando formar una alianza contra Francia.
—¿Evidentemente, sin éxito…?
—Estaban dispuestos. También la mayoría de los holandeses… pero Amsterdam no. De hecho, los regentes de Amsterdam tramaban, con su amigo d’Avaux, unirse a Francia de forma que Luis pudiese blandir su flota contra Inglaterra.
—También sin éxito, o alguien lo hubiese sabido.
—Me gusta pensar que mis esfuerzos en el norte de Alemania, ayudado bastante por su amigo el doctor Leibniz, y los esfuerzos de d’Avaux aquí produjeron un punto muerto —anunció Guillermo—. Yo estaba encantado de que todo hubiese salido tan bien, y Luis furioso de que le hubiese salido tan mal.
—¿Es ésa la razón por la que Luis atacó Orange?
Eso hizo que Guillermo de Orange se pusiese muy furioso, lo que Eliza consideró un intercambio justo por el saco hediondo. Pero controló su rabia y respondió con voz tensa:
—Comprende: Luis no es como nosotros… no se entretiene con razones. Él es una razón. Y por eso debe ser destruido.
—¿Y su ambición es ser el destructor?
—Compláceme, niña, empleando la palabra «destino» en lugar de «ambición».
—¡Pero ni siquiera tiene control sobre su propio territorio! Luis tiene Orange, y usted aquí en Holanda se mueve disfrazado, por miedo a los dragones franceses…
—No estoy aquí para repasar esos hechos contigo —dijo Guillermo, ya bastante más calmado—. Tienes razón. Más aún, no sé bailar, escribir poesía o entretener a los invitados durante una cena. Ni siquiera soy un general especialmente bueno, sin que importe lo que mis seguidores dirían. Sólo sé que nada que se me oponga perdura.
—Francia parece perdurar.
—Pero me encargaré de que fracasen las ambiciones de Francia, y de una pequeña forma, tú me ayudarás.
—¿Por qué?
—Deberías preguntar cómo.
—Al contrarió que le Roi, yo preciso razones.
Guillermo de Orange pareció considerar divertido que ella pensase que necesitaba razones, pero matar un par de dragones franceses le había puesto de un humor juguetón.
—El Doctor dice que odias la esclavitud —le ofreció—. Luis quiere esclavizar a toda la cristiandad.
—Sin embargo, todos los grandes fuertes de esclavos en África pertenecen a los holandeses o a los ingleses.
—Sólo porque la marina del duque d’Arcachon es todavía demasiado incompetente para arrebatárnoslos —respondió Guillermo—. Hay ocasiones en la vida en que es preciso hacer las cosas incrementalmente, y eso más en el caso de una niña vagabunda que intenta acabar con una institución universal como la esclavitud.
Eliza dijo:
—Qué extraordinario que un príncipe se vista como un granjero y se dé un paseo en barco sólo para educar a una niña vagabunda.
—Te glorificas a ti misma. Primero: como ya has señalado, siempre voy de incógnito por Amsterdam porque d’Avaux tiene asesinos por toda la ciudad. Segundo: de todas formas regresaba a La Haya, ya que la invasión de Inglaterra por parte de tu amado me ha impuesto ciertas obligaciones. Tercero: tenía que deshacerme de tu escolta, y traerte a este camarote, no para educarte o cualquier otra cosa, sino para interceptar el mensaje que d’Avaux ocultó en tu equipaje.
Ahora Eliza se sintió enrojecer. Guillermo la miró con aire de diversión durante unos momentos, y decidió, quizá, no aprovecharse de su ventaja.
—¡Arnold! —gritó. Se abrió la puerta del camarote. A través de la misma, Eliza pudo ver sus cosas tiradas sobre la cubierta, manchas de brea y agua salada, algunas de las prendas más complicadas completamente destrozadas. El equipaje que d’Avaux le había dado había quedado convertido en fragmentos, pelado capa a capa.
—Dos cartas hasta ahora —dijo Arnold, entrando en el camarote y, con una ligera inclinación, entregando hojas cubiertas de letras.
—Las dos cifradas —observó Guillermo—. No dudo que haya tenido la inteligencia de cambiar los códigos del año pasado.
Como una roca golpeada por una bala de cañón, la mente de Eliza se dividió en algunos fragmentos grandes e independientes. Una parte comprendía que la existencia de esas cartas la convertía en espía francesa a ojos de la ley holandesa, y presumiblemente le otorgaba a Guillermo el derecho a ejercer un castigo inimaginable sobre su persona. Otra parte intentaba con rapidez deducir cuál había sido el plan de d’Avaux (¡parecía una forma excesivamente elaborada de enviar unas cartas!, ¿o quizá no?), y una tercera más parecía estar manteniendo una conversación educada sin pensar de verdad (quizá no fuese muy buena idea, pero…).
—¿Qué sucedió el año pasado?
—Hice arrestar al incauto anterior de d’Avaux. Mis criptólogos descifraron los mensajes que llevaba a Versalles. Contaban todos los buenos actos que Sluys y ciertos regentes de Amsterdam realizaban por Francia.
Ese comentario, al menos, le dio a Eliza algo en lo que pensar aparte de Furia y Condenación. «Étienne d’Arcachon visitó a Sluys hace varias semanas… pero aparentemente no era para hablar de inversiones…»
—Se agita… se le mueven los párpados… creo que está a punto de despertar, sire —dijo Arnold Joost van Keppel.
—¿Podría hacer que este hombre salga ahora mismo de mi camarote, por favor? —le dijo Eliza a Guillermo, con una ecuanimidad que sorprendió a todos. Guillermo realizó un gesto subliminal y van Keppel desapareció, cerrando la puerta… aunque se redobló el ruido de ropa rasgada y destrozada.
—¿Va a dejarme algo de ropa?
Guillermo lo pensó.
—No, excepto lo que llevas puesto ahora mismo. Coserás esta carta al corsé, después de que Arnold la copie. Cuando llegues a París, agotada, desaliñada, sin escolta o equipaje, tendrás una historia magnífica que contar, de cómo los queseros te atacaron, mataron a tus compañeros de viaje, hurgaron en tus cosas… y sin embargo podrás mostrar una carta que ingeniosamente ocultaste en tu ropa interior.
—Será una historia hermosa.
—Causará sensación en Versalles: mucho mejor para ti que si te presentarás relajada y bien vestida. Las duquesas y condesas se apiadarán de ti, en lugar de temerte, y te acogerán. Es un plan tan excelente que no sé por qué a d’Avaux no se le ocurrió primero.
—Quizá d’Avaux nunca pretendió que acabase encontrando un sitio en la corte francesa. Quizá debía entregar estos mensajes y ser desechada.
Ese comentario se suponía que era una nimiedad autocompasiva. Se suponía que Guillermo debía oponerse vehementemente. En su lugar, pareció considerarlo seriamente; lo que no hizo nada por calmar los nervios de Eliza.
—¿D’Avaux te presentó a alguien? —preguntó pensativo.
—Al mismo Étienne d’Arcachon.
—Entonces d’Avaux tenía planes para ti… y sé cuáles eran.
—Tiene usted aire de suficiencia, oh Príncipe, y no dudo que haya leído la mente de monsieur d’Avaux, como leerá esas cartas. Pero ya que me encuentro en desventaja, me gustaría conocer los planes que usted tiene para mí.
—El doctor Leibniz te ha enseñado códigos que dejan en pañales a estos franceses —dijo Guillermo, agitando la carta de d’Avaux—. Empléalos.
—Quiere que espíe para usted, en Versalles.
—No sólo para mí, sino para Sofía y todos los otros que se oponen a Luis. Por ahora, así es como puedes ser útil. Más tarde, quizá, pediré algo más.
—Ahora estoy bajo su poder… pero cuando llegue a Francia, y las duquesas empiecen a cuidar de mí, tendré a todos los ejércitos y marinas de le Roi para protegerme.
—¿Entonces cómo puedo confiar, niña, en que no lo contarás a lo franceses y te convertirás en agente doble?
—Exacto.
—¿No es suficiente que Luis sea repelente y yo represente a la libertad?
—Quizá… pero sería usted un tonto si confiase en mí para actuar en consecuencia… y no espiaré para un tonto.
—¡Oh! Lo hiciste para Monmouth.
Eliza se quedó boquiabierta.
—¡Señor!
—No deberías justar si temes caerte de la silla, niña.
—Monmouth, lo admito, no es ningún estudioso… pero es un buen guerrero.
—Es adecuado… pero no es John Churchill. Realmente no crees que derrocará al rey Jacobo, ¿verdad?
—No le hubiese incitado y ayudado si no lo creyese.
Guillermo rió sombrío.
—¿Se ofreció a convertirte en duquesa?
—¿Por qué todo el mundo me pregunta lo mismo?
—Te confundió el cerebro cuando lo hizo. Monmouth está acabado. Tengo seis regimientos ingleses y escoceses guarnecidos en La Haya, como parte del tratado con Inglaterra… tan pronto como llegue allí, los enviaré de vuelta para que ayuden a acabar con la rebelión de Monmouth.
—¿¡Pero por qué!? Jacobo es casi un vasallo de Luis! ¡Debería usted apoyar a Monmouth!
—Eliza, ¿Monmouth rondaba Amsterdam de incógnito?
—No, se portaba con bravura.
—¿Continuamente comprobaba su espalda buscando asesinos franceses?
—No, eran tan descuidado como un pájaro.
—¿En su carruaje se encontraban bombas con mechas encendidas?
—No bombas… sólo bombones.
—¿Es d’Avaux un hombre inteligente?
—¡Claro que sí!
—Entonces, ya que debía saber lo que Monmouth planeaba, ya que tú lo dejaste muy claro, ¿por qué no intentó asesinar a Monmouth?
Nada por parte de la pobre Eliza.
—Monmouth ha desembarcado, de todos los lugares, en Dorset… ¡el territorio de John Churchill! Churchill va desde Londres a enfrentarse a él; cuando eso suceda la rebelión será aplastada. Mis regimientos llegarán demasiado tarde… los enviaré sólo para guardar las apariencias.
—¿No quiere un rey protestante en Inglaterra?
—¡Claro que sí! Para poder derrotar a Luis, necesitaré a las Islas Británicas.
—Lo dice tan despreocupadamente.
—Es una verdad simple. —Guillermo se encogió de hombros. Luego, una idea—: Me gustan las verdades simples. ¡Arnold!
Una vez más, Arnold se presentó en el camarote, había encontrado dos cartas más.
—¿Sire?
—Necesito un testigo.
—¿Un testigo de qué, sire?
—Esta muchacha teme que seré un idiota confiando en ella, tal como están las cosas. Es de Qwghlm… así que voy a convertirla en duquesa de Qwghlm.
—Pero… Qwghlm es parte de los dominios del rey de Inglaterra, sire.
—De eso se trata —dijo Guillermo—. Esta chica será duquesa en secreto, y sólo de nombre, hasta que yo ocupe el trono de Inglaterra… en cuyo momento se convertirá en duquesa de hecho. Así puedo confiar en que estará de mi lado… y ella no pensará que soy un idiota por confiar en ella.
—¿Es eso o un bote lento a Nagasaki? —preguntó Eliza.
—No es tan lento —dijo Arnold—. Para cuando llegues, todavía te quedarían uno o dos dientes.
Eliza pasó del comentario y mantuvo la mirada directamente en los ojos de Guillermo.
—¡De rodillas! —le exigió él.
Eliza se recogió la falda —la única ropa intacta que le quedaba—, se levantó de la silla y se puso de rodillas frente al príncipe de Orange, quien dijo:
—No se te puede convertir en noble sin una ceremonia que demuestre tu lealtad a tu nuevo señor. Así ha sido la tradición desde la antigüedad.
Arnold sacó una espada pequeña de su vaina y la sostuvo con ambas manos, poniéndola a disposición del príncipe; pero no antes de golpear varias juntas, mamparos y piezas de mobiliario con los codos, empuñadura, y punta, etcétera, porque el camarote era pequeño y estaba muy abarrotado. El príncipe observó con irónica diversión.
—En ocasiones el señor toca al vasallo en el hombro con su espada —comentó—, pero aquí no hay sitio para manejar semejante arma con seguridad; además, estoy intentando convertirte en duquesa, no en rey.
—¿Preferiría mi daga, mi señor? —preguntó Arnold.
—Sí—dijo el príncipe—, pero no te preocupes, tengo una a mano. —Se abrió el cinturón con un movimiento rápido de la mano y dejó caer los calzones. Un arma hasta ese momento oculta apareció a la vista, tan cerca de la cara de Eliza que ésta podía sentir su calor. No era ni la más larga ni la más corta de las que había visto. Le agradó comprobar que estaba limpia, una virtud holandesa, y bien conservada. Oscilaba con los latidos del corazón del príncipe.
—Si va a darme en el hombro con eso, tendrá que acercarse un poco más, mi señor —dijo Eliza—, porque, espléndida como es, no compite con otras en longitud.
—Al contrario, tú tendrás que acercarte a mí —dijo el príncipe—. Porque, como sabes muy bien, no apunto a tu hombro, ni al izquierdo, ni al derecho, sino a un dique más agradable y acogedor entre ellos. No finjas ignorancia, conozco tu historia y aprendiste esa y muchas otras prácticas en el Harem del sultán.
—Allí, era una esclava. Aquí, ¿así es como me convierto en duquesa?
—Como fue con Monmouth, y como será en Francia, así es aquí y ahora —dijo Guillermo conforme. Colocó la mano sobre la cabeza de Eliza y le agarró un puñado de pelo—. Quizá puedas enseñarle a Arnold un par de trucos. Arnold, presta atención. —Guillermo empujó a Eliza hacia delante. Eliza cerró los ojos. Lo que estaba a punto de suceder no era tan malo en sí mismo; pero no podía soportar tener a otro hombre mirando.
—Un momento —dijo el príncipe—, pasa de él. Abre los ojos y mira directamente a los míos, con audacia, como es digno de una duquesa.