Torre de Londres
VERANO Y OTOÑO 1688

 

Por tanto, sucedía habitualmente que aquellos que se valoraban por la magnitud de sus fortunas, al aventurarse en el crimen, corrompían la justicia pública, u obtenían perdón a cambio de dinero o alguna otra recompensa, con la esperanza de escapar al castigo.

 

HOBBES, Leviatán

 

Daniel en la Torre

Bien, como Inglaterra era un país de ideas fijas, le encerraron en la misma cámara donde habían puesto a Oldenburg veinte años atrás.

Pero algunas cosas cambiaban incluso en Inglaterra; Jacobo II era malhumorado y colérico donde su hermano mayor había sido alegre, y por tanto a Daniel se le mantenía más retenido que a Oldenburg y sólo raramente se le permitía abandonar la cámara para pasear por las murallas. Pasaba todo su tiempo en esa habitación redonda, rodeado por glifos singulares grabados en la piedra por alquimistas y hechiceros condenados antaño, y patéticos lamentos en latín tallados por papistas durante el reinado de Isabel.

Veinte años atrás, él y Oldenburg habían bromeado con la posibilidad de grabar nuevos graffitis en el Alfabeto Universal de John Wilkins. Las palabras que había intercambiado con Oldenburg todavía parecían resonar en la habitación, como si la piedra fuese un espejo de telescopio que eternamente recurvase toda la información hacia el centro. Ahora a Daniel la idea de un Alfabeto Universal le parecía extraña e ingenua, y por tanto no se le ocurrió lo de grabar en las paredes durante más o menos la primera quincena de encierro. Suponía que llevaría mucho tiempo dejar un resto duradero, y asumía que no viviría tanto. Jeffreys sólo lo encerraría para matarlo, y cuando a Jeffreys se le ocurría matar a alguien no había nada que le detuviese, lo hacía como la mujer de un granjero despluma un pollo. Pero no se estaba realizando ningún procedimiento jurídico específico, una señal de que no iba a ser un asesinato judicial (es decir, uno majestuoso y más o menos predecible) sino del otro tipo.

Había una tranquilidad maravillosa en la Torre de Londres, porque la Casa de la Moneda estaba cerrada por el momento y la gente no venía a visitarle, lo que estaba bien, rara vez se ofrecía a una víctima de asesinato la oportunidad de poner en orden su casa espiritual. Los puritanos no se confesaban, ni tenían ningún sacramento especial antes de morir, como era el caso de los papistas, pero incluso así Daniel consideró que podía limpiar un poco las esquinas polvorientas de su alma, antes de que llegasen los hombres con las dagas.

Así que pasó un tiempo buscando en su alma, y no encontró nada allí. Estaba tan vacía y dispersa como una catedral saqueada. No tenía mujer ni hijos. Sentía lujuria por Eliza, condesa de la Zeur, pero cierto aspecto de estar encerrado en esa habitación circular le hizo comprender que ella no sentía lujuria por él y que a ella tampoco le gustaba él especialmente. No tenía carrera de la que hablar, porque era contemporáneo de Hooke, Newton y Leibniz, y por tanto estaba predestinado a papeles de escriba, amanuense, caja de resonancia, chico de los recados. Su intenso entrenamiento para el Apocalipsis había resultado ser una pérdida de tiempo y había intentado con valor redirigir sus habilidades y energías para dar forma a un Apocalipsis seglar que llamaba Revolución. Pero en ese momento las perspectivas de tal revolución no parecían muy favorables. Grabar algo en la pared podría permitirle dejar una huella permanente en el mundo, pero no tendría tiempo.

En general, su epitafio sería: Daniel Waterhouse. 1646-1688. Hijo de Drake. Puede que a un hombre normal le produjese cierta melancolía, pero algo en su desolación atraía al espíritu de un puritano y a la mente de un filósofo natural. Supongamos que tuviese doce hijos, hubiese escrito cien libros, hubiese recuperado ciudades y pueblos de manos de los turcos, tuviese estatuas a su persona por todas partes y luego lo encerrasen en la Torre para cortarle la garganta. ¿Entonces serían diferentes las cosas? ¿O serían distracciones sin sentido, un revoltijo de vanidad, un espejismo vacío, un consuelo falso?

De alguna forma se creaban las almas y se situaban en cuerpos, que vivían durante muchos o pocos años, y después todo era fe y cábalas. Quizá no hubiese nada tras la muerte. Pero si había algo, entonces Daniel no podía creer que tuviese ninguna relación con las cosas terrenales que el cuerpo había hecho —los hijos que había producido, el oro que había acumulado—, excepto en la medida en que esas cosas alteraban el alma personal, el estado de conciencia.

Así se convenció a sí mismo que habiendo vivido una vida desolada y vacía no había dejado su alma peor que la de los demás. Tener hijos, por ejemplo, podría haberle cambiado, pero sólo ofreciéndole intuiciones que hubiesen hecho más fácil, o mucho más probable, lograr algún cambio interno, alguna transfiguración del espíritu. Cualquier crecimiento o cambio que se produjese en el alma debía ser interno, como las metamorfosis que se producían en el interior de los capullos, las semillas y los huevos. Las condiciones internas podrían ayudar o dificultar esos cambios, pero no podían ser estrictamente necesarias. En caso contrario, no era justo, no tenía sentido. Porque al final toda alma, por muy implicada que estuviese en el mundo, era como Daniel Waterhouse, sola en una habitación redonda en una torre de piedra, recibiendo impresiones del mundo a través de unas pocas y estrechas troneras.

O eso se dijo a sí mismo; o lo asesinarían pronto, y descubriría si tenía razón o se equivocaba, o le dejarían vivir y seguiría preguntándoselo.

En el vigésimo día de su encarcelamiento, que Daniel suponía era el 17 de agosto de 1688, las percepciones que penetraban por las troneras eran de un argumento furioso y cambio total. Los soldados que había estado viendo en el patio habían desaparecido, reemplazados por otros, de un uniforme diferente. Parecían como miembros de la guardia personal del rey Torrente Negro, pero no podía ser, porque eran un regimiento personal, estacionado en el palacio de Whitehall, y no, Daniel no podía imaginar por qué los iban a sacar de sus posiciones allá y trasladarlos río abajo a la Torre de Londres.

Hombres que no conocía vinieron a vaciar la escupidera y a traerle comida, comida mejor de la que había recibido hasta entonces. Daniel les hizo preguntas. Hablando con acento de Dorsetshire, le dijeron que efectivamente pertenecían a la guardia personal del rey Torrente Negro, y que la comida que le traían se había estado acumulando desde hacía tiempo en la portería. Los amigos de Daniel la habían estado trayendo. Pero los hombres que llevaban la Torre hasta ayer —un regimiento de infantería claramente inferior— no la habían entregado.

Entonces Daniel comenzó a hacer preguntas de naturaleza más desafiante y los hombres dejaron de suministrar respuestas, incluso después de compartir con ellos algunas ostras. Al insistir, le dijeron que pasarían las preguntas al sargento, quien (le advirtieron) estaba muy ocupado ahora mismo, realizando un inventario de prisioneros y de las defensas de la Torre.

Pasaron dos días hasta que el sargento fue a visitar a Daniel. Fueron días difíciles. Porque justo cuando Daniel se había convencido a sí mismo de que su alma era una conciencia incorpórea en una torre de piedra, percibiendo el mundo a través de franjas estrechas, le habían dado ostras. Eran de las mejores: las había mandado Roger Comstock. Su cuerpo fue feliz al comerlas, y afectaron a su alma mucho más de lo que parecía adecuado para una conciencia incorpórea. O su teoría estaba equivocada o las seducciones del mundo eran mucho más intensas de lo que recordaba. Cuando Tess había enfermado de viruela, había sido un caso muy grave: las pústulas se unieron unas a otras y se le cayó toda la piel, y sus entrañas habían escapado por su ano para formar un montón sanguinolento en la cama. Después de eso, de alguna forma había permanecido con vida durante diez horas y media. Considerando los placeres carnales que le había ofrecido durante los años en que había sido su amante, Daniel se lo tomó de la misma forma que se lo hubiese tomado Drake: como una parábola aleccionadora sobre los placeres de la carne. Mejor percibir el mundo como lo había hecho Tess durante esas diez horas y media que como Daniel cuando se la follaba. Pero las ostras eran extraordinariamente buenas, de sabor intenso y vagamente peligroso, de una consistencia claramente sexual.

Daniel compartió algunas con el sargento, quien estuvo de acuerdo en que eran extraordinarias pero tenía poco más que decir, la mayoría de las preguntas de Daniel le hacían mirar para otro lado y algunas le hicieron temblar. Finalmente aceptó pasar el asunto a su sargento, lo que a Daniel le hizo tener una visión de pesadilla sobre una interminable regresión de sargentos, cada uno más viejo y más difícil de alcanzar que el anterior.

Robert Hooke se presentó con un barrilete de cerveza. Daniel lo asaltó más o menos como los asesinos le asaltarían a él.

—Temía que rechazases mi regalo y lo vaciases en el Támesis —dijo Hooke irritable—, pero veo que las privaciones de la Torre te han transformado en todo un sátiro.

—Estoy desarrollando una nueva teoría de las percepciones corporales, y su relación con el alma, y esto es investigación —dijo Daniel, bebiendo a tragos. Se limpió espuma de cerveza de los bigotes (hacía semanas que no se afeitaba) e intentó adoptar una expresión inquisitiva—. Ser condenado a morir es un tremendo estímulo para el razonamiento filosófico, que no sirve para nada en el instante en que se ejecuta la sentencia… Por suerte, me han perdonado…

—De forma que puedes pasarme tus descubrimientos —terminó Hooke hosco. Luego con tacto pesado—: Mi memoria ya no es de fiar, mejor lo escribes todo.

—No me permiten tener papel y pluma.

—¿Has vuelto a preguntar recientemente? Hasta hoy no permitían que nadie te visitase. Pero con el nuevo regimiento, un nuevo régimen.

—En su lugar, he estado grabando en ese muro —anunció Daniel, señalando el comienzo de un diagrama geométrico.

Los ojos grises de Hooke lo miraron fríamente.

—Lo aprecié al entrar —confesó—, y supuse que era algo antiguo y gastado por el tiempo. Muy reciente y en progreso no se me hubiese pasado jamás por la mente.

Durante unos momentos Daniel quedó desconcertado, justo el tiempo suficiente para que se le acelerase el pulso, se le enrojeciese la cara y se le contrajesen las cuerdas vocales.

—Es difícil no tomárselo como una reprimenda —dijo—. Simplemente intento comprobar si puedo reconstruir de memoria una de las demostraciones de Newton.

Hooke apartó la vista. El sol había descendido unos minutos antes. Una tronera occidental se reflejaba en sus ojos como un par de franjas rojas, verticales e idénticas.

—Es una práctica perfectamente defendible —admitió—. Si hubiese pasado más tiempo en mi juventud aprendiendo los trucos de geómetras y mirando menos las cosas, y aprendiendo a ver, quizá yo hubiese escrito los Principia en lugar de él.

Era una declaración terrible. En las reuniones de la Royal Society la envidia era tan común como el humo de pipa, pero expresarlo tan claramente era muy poco habitual. Pero a Hooke nunca le había importado, o no percibía, lo que la gente pensase de él.

A Daniel le llevó unos momentos recuperar la compostura, y darle a la afirmación de Hooke el silencio ceremonial que exigía. Luego dijo:

—Leibniz tiene mucho que decir sobre el tema de las percepciones, del que poco comprendía yo hasta recientemente. Y te puede gustar Leibniz o no. Pero mira: Newton ha pensado cosas que ningún otro hombre había pensado antes. Un gran logro, claro. Quizás el mayor logro de una mente humana. Muy bien: ¿qué indica ese hecho sobre Newton y sobre nosotros? Es decir, que su mente está estructurada de forma que puede pensar mejor que nadie. ¡Bien, vivas a Isaac Newton! Le concedemos lo que se merece y glorifiquemos y adoremos a cualquier fuerza generativa que pueda crear semejante mente. Ahora, pensemos en Hooke. Hooke ha percibido cosas que ningún hombre había percibido antes. ¿Qué nos indica eso de Hooke y de nosotros? ¿Que Hooke está estructurado de forma diferente? No, porque no hay más que mirarte, Robert: con tu permiso, estás encorvado, eres asmático, colérico, estás plagado de dolores y males, tus ojos y oídos no son mejores que los de hombres que no perciben ni una milésima parte que tú. Newton realiza sus descubrimientos en las regiones geométricas a donde no pueden ir nuestras mentes, se pasea por un jardín amurallado lleno de maravillas, y sólo él tiene la llave. Pero tú, Hooke, eres parte de la humanidad en las calles de Londres. Cualquiera puede mirar las cosas que tú has mirado. Pero en esas cosas ves lo que nadie más ha visto. Eres el millonésimo humano que mira una chispa, una pulga, una gota de lluvia, la Luna, y el primero en verlas. Que alguien diga que eso es menos asombroso que lo que Newton ha hecho es comprender de forma huera e inmadura, es como asistir a una obra de Shakespeare y recordar sólo los duelos a espada.

Hooke permaneció en silencio durante un tiempo. La habitación se había oscurecido, y se había convertido en un fantasma gris, con ese vivo par de chispas rojas todavía señalando la posición de sus ojos. Después de rato, suspiró, y las chispas desaparecieron durante un instante.

Tendré que traerle papel y pluma si ésta va a ser la naturaleza de su discurso, señor —dijo al fin.

—Estoy seguro que en su momento, la opinión que acabo de expresar será la predominante entre las personas eruditas —dijo Daniel—. Sin embargo, eso puede que no eleve tu talla durante los años que te queden; porque la fama es una hierba, pero la reputación es un roble que crece despacio; lo único que podemos hacer durante nuestra vida es dar saltos como ardillas y plantar bellotas. No tengo razón para ocultar mis opiniones. Pero te advierto que podría expresarlas todas sin ganarte ni fama ni fortuna.

—Es suficiente que me la haya expresado a en la sobrecogedora intimidad de esta cámara, señor —respondió Hooke—. Declaro que estoy en deuda contigo, y algún día pagaré la deuda, entregándote algo de incalculable valor cuando menos lo esperes. Una perla de gran precio.

 

Mirar al sargento superior hizo que Daniel se sintiese viejo. Por la forma en que los escalafones inferiores se habían referido a ese hombre, Daniel había esperado a un tipo de barba gris al que le faltaban muchos miembros. Pero bajo las cicatrices y las inclemencias había un hombre que probablemente no tuviese más de treinta años. Entró en la cámara de Daniel sin llamar o presentarse, y la inspeccionó como si fuese suya, tomando especial cuidado en averiguar el campo de tiro que controlaba cada una de las troneras. Moviéndose .de lado, pasando por cada una de esas aberturas, parecía imaginarse un territorio cubierto de enemigos muertos en el suelo.

—¿Espera una guerra, sargento? —dijo Daniel, quien había estado rasgando el papel con una pluma y que sólo lanzaba miradas afiladas al sargento.

—¿Espera usted iniciar una? —respondió el sargento un minuto más tarde, como si no tuviese prisa por responder.

—¿Por qué me hace una pregunta tan extraña?

—Intenta encontrar alguna idea de cómo un puritano consigue que lo encierren en la Torre precisamente ahora, cuando los únicos amigos del rey son puritanos.

—Se olvida de los católicos.

—No, señor, el rey se ha olvidado de ellos. Han cambiado muchas cosas desde que lo encerraron. Primero encerró a los obispos anglicanos por negarse a predicar la tolerancia hacia católicos y disidentes.

—Eso lo sé… era un hombre libre —dijo Daniel.

—Pero todo el país estaba a punto de rebelarse, se quemaban iglesias católicas sólo por deporte, así que los dejó salir, para calmar las cosas.

—Pero eso es muy diferente a olvidarse de los católicos, sargento.

—Ah, pero desde que está usted aquí enceldado el rey ha empezado a desmoronarse.

—Hasta ahora no he descubierto nada destacable, sargento, excepto que hay un sargento al servicio del rey que sabe cómo emplear la palabra «enceldado».

—Verá, nadie cree que su hijo sea realmente su hijo —es eso lo que le ha estado inquietando.

—¿De qué está hablando?

—Bien, se ha propagado el rumor de que la reina nunca estuvo embarazada; que se limitaba a pasearse por ahí con cojines bajo el vestido; y que el llamado príncipe no es más que un bebé plebeyo sacado de un orfanato, y al que llevaron a la cámara de parto oculto en un calentador.

Daniel lo consideró, perplejo.

—Vi con mis propios ojos al bebé salir de la vagina de la reina —dijo.

—Aférrese a ese recuerdo, profesor, porque podría mantenerle con vida. Nadie en Inglaterra cree que el niño no sea más que un vil sustituto traído de tapadillo. Y ahora el rey se retira en todos los frentes. En consecuencia, los anglicanos ya no le temen, mientras los papistas gritan que ha abandonado la única fe verdadera.

Daniel reflexionó.

—El rey quería que Cambridge le concediera un título a un monje benedictino llamado padre Francis, a quien se consideraba, en Cambridge, una especie de pretexto para el Papa de Roma —dijo—. ¿Alguna noticia de él?

—El rey intentó introducir jesuitas y similares por todas partes —dijo el sargento—, pero ha retirado a muchos de ellos en las últimas dos semanas. Apostaría a que Cambridge puede aguantar, porque el poder del rey retrocede… retrocede hasta la misma Francia.

Daniel quedó en silencio durante un rato. Finalmente, el sargento volvió a hablar, en un tono de voz más bajo y social.

—No soy un hombre instruido, pero he asistido a muchas obras, que es donde pillé palabras como «enceldado», y en ocasiones sucede, sobre todo en las obras más recientes, que un actor olvida su diálogo, y se oye a un lancero o tañedor de laúd murmurándosela. Y en ese espíritu, ahora le ofreceré su siguiente línea, señor: algo como «A fe mía, son noticias funestas, mi rey, un verdadero amigo de todos los inconformistas, tiene problemas, ¿qué será de nosotros, cómo puedo ayudar a Su Majestad?»

Daniel no dijo nada. El sargento parecía sentirse provocado, y no podía evitar dar vueltas y recorrer la habitación, como si Daniel fuese un espécimen del que pudiese descubrirse más mirándolo desde varios ángulos.

—Por otra parte, quizá no sea usted un inconformista normal, porque está en la Torre, señor.

—Como usted, sargento.

—Tengo la llave.

—¡Vale! ¿Tiene permiso para ausentarse?

Eso le hizo callar durante un rato.

—Nuestro comandante es John Churchill —dijo al fin, probando otra táctica—. El rey ya no confía del todo en él.

—Me preguntaba cuándo el rey empezaría a dudar de la lealtad de Churchill.

—Nos necesita cerca, porque somos sus mejores hombres… pero no tan cerca como la guardia a caballo, junto al palacio de Whitehall, a un tiro de mosquete de sus habitaciones.

—Y les han enviado a la Torre para tenerlos seguros.

—Tiene correo —dijo el sargento, y lanzó una carta sobre la mesa frente a Daniel. Llevaba como dirección: GRUBENDOL LONDRES.

Era de Leibniz.

Es para usted, ¿no? No se moleste en negarlo, lo sé por la expresión de su cara. No llevó mucho trabajo descubrir a quién debíamos entregársela.

—Se supone que hay que entregarla al miembro de la Royal Society actualmente al cargo de la correspondencia extranjera —dijo Daniel indignado—, y en este momento, tal es mi honor.

—Es usted, ¿no? Es usted el que entregó ciertas cartas a Guillermo de Orange.

—No tengo ningún incentivo para responder a esa pregunta —dijo Daniel después de sentirse demasiado horrorizado para hablar.

—Entonces respóndame a esto: ¿tiene amigos llamados Bob Carver y Dick Gripp?

—Jamás he oído hablar de ellos.

—Es curioso, porque hemos encontrado una hoja de instrucciones escritas, que le dejaron al carcelero, que especifica que no se le deben permitir visitas, excepto Bob Carver y Dick Gripp, que podrían presentarse a las horas más intempestivas.

—No les conozco —insistió Daniel—, y le ruego que no les permita acceder a esta cámara bajo ningún concepto.

—Eso es pedir mucho, profesor, porque las instrucciones están escritas por el puño y letra de mi señor Jeffreys, y firmadas por él mismo.

—Entonces debe saber tan bien como yo que Bob Carver y Dick Gripp no son más que asesinos.

—Lo que es que mi señor Jeffreys es lord canciller, y desobedecer su orden sería un acto de rebelión.

—Entonces le pido que se rebele.

—Usted primero —dijo el sargento.

 

Hannover, agosto 1688
Estimado Daniel,
No tengo ni la más remota idea de dónde te encuentras, así que enviaré esta carta al viejo Grubendol y rezaré para que te halle en buena salud.
Pronto partiré a un largo viaje a Italia, donde espero reunir pruebas que barrerán cualquiera telaraña de duda que pueda quedar sobre el árbol genealógico de Sofía. Debes considerarme un tonto por dedicar tanto esfuerzo a la genealogía, pero sé paciente y comprobarás que hay buenas razones. Por el camino pasaré por Viena, y, si Dios quiere, obtendré audiencia con el emperador y le contaré mis planes de una Biblioteca Universal (ha fracaso el proyecto de minería de plata en el Harz—no porque hubiese nada de malo con mis inventos, sino porque los mineros temían que perderían el trabajo, y se me resistieron de todas las formas imaginables— y por tanto la financiación de la Biblioteca no vendrá de las minas de plata, sino de las arcas de algún gran príncipe).
Es un viaje peligroso, y por tanto he querido poner por escrito algunas cosas y enviártelas antes de abandonar Hannover. Son ideas recientes, manzanas verdes que darían dolor de estómago a cualquier estudioso que las consumiese. Durante el viaje dispondré de muchas horas para refundirlas en frases más piadosas (para aplacar a los jesuitas), pomposas (para impresionar a los académicos) o simples (para halagar a los salones), pero confío en que me perdonarás haberlas redactado con informalidad y franqueza. Si me sucede alguna desgracia por el camino, quizás algún miembro futuro de la Royal Society retome el hilo donde lo dejo yo.
Mirando a nuestro alrededor es fácil percibir Verdades diferentes, por ejemplo, que el cielo es azul, la Luna redonda, que los humanos caminan sobre dos piernas y los perros sobre cuatro patas, y demás. Algunas de esas verdades son de naturaleza bruta y geométrica, no hay forma imaginable de evitarlas, por ejemplo, que la distancia más corta entre dos puntos es una línea recta. Hasta Descartes, todo el mundo suponía que tales verdades eran unas pocas, y que Euclides y los otros antiguos habían hallado la mayoría de ellas. Pero cuando Descartes dio comienzo a su proyecto, todos adoptamos el hábito de situar cosas en un espacio que podía describirse por medio de números. Ahora cruzamos dos de las líneas con números de Descartes en ángulo recto para definir un plano de coordenadas, al que hemos dado el nombre de coordenadas cartesianas, y el concepto parece estar ganando adeptos, porque es difícil entrar en un aula de cualquier sitio sin ver al profesor dibujando un enorme signo + en la pizarra. En cualquier caso, cuando nos acostumbramos a describir el tamaño, la posición y la velocidad de todo en el mundo empleando números, líneas, curvas y otras construcciones familiares a los estudiosos desde Euclides, entonces, digo, se convierte en una especie de moda el intentar explicar todas las verdades del universo por medio de la geometría. Yo mismo puedo recordar el momento en que me sedujo esa forma de pensar: tenía catorce años, y vagaba alrededor del Rosenthal en las afueras de Leipzig, supuestamente para oler los capullos pero en realidad para proseguir con un debate interno de mi propia mente, entre los viejos métodos escolásticos y la filosofía mecánica de Descartes. ¡Como sabes, me decidí por éste último! Y desde entonces no he dejado de estudiar matemática.
El propio Descartes estudió cómo se mueven y chocan las bolas, cómo ganan velocidad al descender por rampas, etcétera, e intentó explicar todos sus datos en términos de una teoría que era de naturaleza puramente geométrica. El resultado de sus elucubraciones era típicamente francés en que no se ajustaba con la realidad pero era muy hermoso y lógicamente coherente. Desde entonces nuestros amigos Huygens y Wren han invertido más esfuerzo hacia el mismo fin. Pero no hace falta que te diga que es Newton, muy por delante de los otros, quien ha expandido enormemente el conocimiento de las verdades de naturaleza geométrica. Realmente pienso que si Euclides y Eratóstenes pudiesen volver a la vida se postrarían a sus pies y (ya que eran paganos) le adorarían como a un dios. Porque la geometría que ellos practicaban trataba en general de formas simples y abstractas, líneas sobre la arena, mientras que la de Newton describe las leyes que gobiernan los planetas.
He leído el ejemplar de los Principia Mathematica que tan amablemente me enviaste, y soy perfectamente consciente de que no encontraré ningún fallo en las demostraciones del autor, o que pueda extender su trabajo a un territorio que él no haya conquistado ya. Da toda la impresión de algo terminado y completo. Es como una bóveda, si no estuviese completa no se sostendría, y como está completa, y se sostiene, no tiene sentido añadirle nada más.
Y sin embargo su misma completud indica que queda más trabajo por hacer. Creo que el gran edificio de los Principa Mathematica contiene casi todas las verdades geométricas que se pueden expresar sobre el mundo. Pero toda bóveda, por grande que sea, tiene un interior y un exterior, y aunque la bóveda de Newton contiene todas las verdades geométricas, excluye las de otro tipo: verdades que tiene sus mentes en la idoneidad y en causas finales. Cuando Newton encuentra tales verdades —como la ley del cuadrado inverso de la gravedad— ni siquiera considera el comprenderlas, sino que se limita a decir que el mundo simplemente es así, porque así lo hizo Dios. Para su forma de pensar, las verdades de esa naturaleza se encuentran fuera del territorio de la Filosofía Natural y pertenecen por tanto al territorio que él considera es mejor explorar por medio de la alquimia.
Déjame explicarte por qué Newton se equivoca.
He intentado salvar algo de valor de la teoría geométrica de la colisión de Descartes y la he encontrado por completo carente de utilidad.
Descartes sostiene que cuando dos cuerpos chocan deberían tener la misma cantidad de movimiento después de la colisión, como antes. ¿Por qué lo cree? ¿Por observaciones empíricas? No, porque aparentemente no realizó ninguna. O si las hizo, no vio más que lo que quería ver. Él cree que se debe a que por adelantado se convenció de que su teoría debía ser geométrica, y la geometría es una disciplina austera, a un geómetra sólo se le permite medir ciertas cantidades para introducir en sus ecuaciones. La principal de ellas es la extensión, un término pomposo para «cualquier cosa que se pueda medir con una regla». Descartes y la mayoría de los demás también permiten el tiempo, porque puedes medir el tiempo con un péndulo y él péndulo con una regla. La distancia que recorre un cuerpo (que se puede medir con una regla) dividida por el tiempo requerido para recorrerlas (que se puede medir con un péndulo, que se puede medir con una regla) ofrece la velocidad. La velocidad aparece en el cálculo de Descartes de la cantidad de movimiento, a mayor velocidad, mayor movimiento.
Hasta ahora bien, pero luego se equivocó por completo tratando la cantidad de movimiento como si fuese un escalar, un simple número sin dirección, cuando en realidad es un vector. Pero es un error menor. Hay espacio suficiente para vectores en un sistema con dos ejes ortogonales, simplemente los dibujamos como flechas sobre lo que llamo el plano cartesiano, y, maravilla, tenemos constructos geométricos que obedecen a reglas geométricas. Podemos sumar sus componentes geométricamente, calcular sus magnitudes con el teorema de Pitágoras, etcétera.
Pero esa aproximación adolece de dos problemas. Uno es la relatividad. Las reglas se mueven. No hay un marco de referencia fija para medir extensiones. Un geómetra sobre un bote móvil que intenta medir la velocidad de un pájaro en vuelo obtendrá un número diferente a un geómetra en la orilla; ¡y el geómetra que viaja subido al pájaro no medirá ninguna velocidad!
Segundo: la cantidad de movimiento cartesiana, la masa multiplicada por la velocidad (mv), no se conserva en el caso de cuerpos que caen. Y sin embargo realizando, o incluso imaginando, un experimento muy simple, puedes demostrar que la masa multiplicada por el cuadrado de la velocidad (mv2) sí se conserva en dichos cuerpos.
Esa cantidad mv2 tiene ciertas propiedades interesantes. Por ejemplo, mide la cantidad de trabajo que un cuerpo en movimiento puede realizar. El trabajo es algo que tiene un sentido absoluto, está libre de los problemas de relatividad que mencioné hace un momento, un problema que es imposible evitar en el caso de todas las teorías cimentadas en el uso de reglas. En la expresión mv2 la velocidad aparece al cuadrado, lo que significa que ha perdido su dirección, y ya no tiene sentido geométrico. Aunque se puede representar mv sobre el plano cartesiano y se puede someter a todos los trucos y técnicas de Euclides, puede que con mv2 no se pueda, porque al encontrarse al cuadrado la velocidad v ha perdido toda dirección y, si puedo ponerme algo metafísico, transciende el plano geométrico y pasa a una nueva región, el reino del álgebra. En la naturaleza se conserva escrupulosamente la cantidad mv2, y su conservación, de hecho, podría considerarse una ley del universo, pero queda fuera de la geometría, y está excluida de la bóveda construida por Newton, es otra verdad contingente no geométrica, una de las muchas que han descubierto, y descubrirán, los filósofos naturales. Entonces, ¿debemos decir como Newton que todas esas verdades las crea Dios arbitrariamente? ¿Debemos buscar tales verdades en el ocultismo? Porque si Dios ha establecido estas reglas arbitrariamente, son de naturaleza ocultista.
A mí esa idea me resulta ofensiva; parece asignar a Dios el papel de un déspota caprichoso que desea ocultarnos la verdad. En algunos casos, como el teorema de Pitágoras, puede que Dios no tuviese otra opción cuando creó el mundo. En otros, como el caso de la ley del inverso del cuadrado en la gravedad, debió tener opciones; pero en esos casos, me gusta pensar que escogía con sabiduría y de acuerdo a un plan coherente que nuestras mentes —en la medida es que están hechas a la imagen de Dios— pueden comprender.
Al contrario que los alquimistas, que ven ángeles, demonios, milagros y esencias divinas por todas partes, yo no encuentro en el mundo más que cuerpos y mentes. Y nada en los cuerpos excepto ciertas cantidades observables como la magnitud, figuración, posición y los cambios de las mismas, todo lo demás simplemente se dice, pero no se comprende; es sonido sin sentido. Nada en el mundo puede comprenderse con claridad a menos que se reduzca a esas propiedades. A menos que las cosas físicas se puedan explicar por medio de leyes mecánicas, Dios no puede, incluso si lo decide, revelarse y explicarnos la naturaleza.
Es probable que invierta el resto de mi vida en explicar estas ideas a los que quieran escucharme, y defendiéndome de aquellos que no quieran escucharme, y por tanto cualquier cosa que oigas de mí a partir de este momento deberías apreciarlo bajo esa luz, Daniel. Si la Royal Society se siente inclinada a quemarme en efigie, por favor, intenta explicarles que intento extender el trabajo de Newton, no derribarlo.

 

LEIBNIZ

 

P.S. Conozco a la mujer Eliza (ahora de la Zeur) a la que mencionaste en tu última carta. Parece sentirse atraída por la Filosofía Natural. Es un rasgo extraño en una mujer, ¿pero quiénes somos para quejarnos?

 

Carver y Gripp

—Doctor Waterhouse.

—Sargento Shaftoe.

—Han llegado sus visitantes: el señor Bob Carver y el señor Dick Gripp.

Daniel se levantó de la cama; nunca se había despertado tan rápido.

—Por favor, se lo ruego, sargento, no… —empezó a decir, pero se detuvo, porque se le había ocurrido que quizás el sargento Shaftoe ya hubiese tomado la decisión, y el hecho estuviese a todos los efectos consumado, y que Daniel no hacía más que humillarse. Se puso en pie y recorrió el suelo de madera hacia el rostro y la vela de Bob Shaftoe, que colgaban en la oscuridad como un par de estrellas binarias no muy bien definidas: la cara una mancha roja indefinida, la llama un ardiente punto blanco. La sangre escapó de la cabeza de Daniel y se tambaleó, pero no vaciló. No fue más que una voz gimoteando en la oscuridad hasta entrar en el globo de luz equilibrado sobre esa llama; si Bob Shaftoe pensaba permitir la entrada de los asesinos en su estancia, que primero viese el rostro de Daniel. El brillo de la luz estaba gobernado por una ley del inverso del cuadrado, como la gravedad.

Finalmente el rostro de Shaftoe se enfocó. Parecía un poco mareado.

—No soy un bastardo de negro corazón como para permitir el paso a un par de asesinos a sueldo para acuchillar a un profesor indefenso. Sólo hay un hombre vivo al que odio tanto como para desearle semejante final.

—Gracias —dijo Daniel, acercándose lo suficiente para sentir en la cara el ligero calor de la vela.

Shaftoe notó algo, apartó la vela y se aclaró la garganta. No era la interjección pretenciosa y delicada de clase alta sino un intento honrado y legítimo de soltar una bola de flema que se le había quedado atorada en la garganta.

—Se ha dado cuenta de que me he meado encima, ¿no es así? —dijo Daniel—. Imagina que es culpa suya… que hace un momento me ha asustado tanto que no he podido contenerme. Bien, me pilló, la verdad, pero no es por eso que me corre orina por la pierna. Tengo la piedra, sargento, y no puedo elegir cuando hacer aguas, pero más bien goteo y filtro como un barrilete falto de calafateo.

Bob Shaftoe asintió y pareció sentirse algo aliviado del peso de la culpa.

—Entonces, ¿cuánto tiempo le queda?

Planteó la pregunta con tanta naturalidad que a Daniel le llevó unos minutos comprenderla.

—Oh, ¿se refiere de vida? —El sargento asintió—. Perdóneme, sargento Shaftoe, olvido que su profesión le ha acercado tanto a la muerte que habla de ella como los capitanes marinos del viento. ¿Cuánto me queda? Quizás un año.

—Podría cortarla.

—He visto a hombres operados de la piedra, sargento, y prefiero la muerte, muchas gracias. Apostaría a que es peor que cualquier cosa que haya visto en el campo de batalla. No, seguiré el ejemplo de mi mentor, John Wilkins.

—Se ha operado a hombres de la piedra y han vivido, ¿no?

—El señor Pepys se operó hace treinta años y sigue con vida.

—¿Camina? ¿Habla? ¿Orina?

—Ciertamente, sargento Shaftoe.

—Entonces, con su permiso, doctor Waterhouse, ser operado de la piedra no es peor que cualquier cosa que yo haya visto en los campos de batalla.

—¿Sabe cómo se realiza la operación, sargento? La incisión se realiza a través del perineo, que es la zona sensible entre el escroto y el ano…

—Si la cuestión es compartir historias sangrientas, doctor Waterhouse, estaríamos aquí hasta que se hubiese consumido la vela, y sin ningún sentido; y si realmente tiene la intención de morir de la piedra, no debería estar malgastando tanto tiempo.

—No hay nada que hacer aquí, sino perder el tiempo.

—Ahí es donde se equivoca, doctor Waterhouse, pero tengo una propuesta interesante que hacerle. Usted y yo vamos a ayudarnos mutuamente.

—¿Quiere dinero a cambio de mantener a los asesinos de Jeffreys lejos de mi cámara?

—Eso es lo que querría si yo fuese un sapo vil y cobarde —dijo Bob Shaftoe—. Y si sigue confundiéndome con ese tipo de hombres, bien, quizá debería permitir el acceso de Bob y Dick.

—Por favor, perdóneme, sargento, llene todo el derecho a enfadarse conmigo. Simplemente es que no quiero imaginar qué transacción…

—¿Vio al tipo azotado antes de la puesta de sol? Debería haber sido visible desde en el foso seco, a través de esas troneras de ahí.

Daniel lo recordaba muy bien. Habían salido tres soldados, portando sus picas, las ataron juntas por las puntas y las abrieron para formar un trípode. Habían sacado a un hombre sin camisa, con las manos atadas delante, y habían lanzado la cuerda sobre la unión de las picas, bien tensa para que los brazos le quedaran inmóviles sobre la cabeza. Finalmente le habían apartado los tobillos y los habían atado a las picas a cada lado, dejándole perfectamente inmóvil, y después había salido un hombre enorme con un látigo, que procedió a utilizar. En general, se trataba de un rito común en los campamentos militares, y ayudaba a explicar por qué las personas de posibles intentaban vivir lo más lejos posible de los barracones.

—No presté mucha atención —dijo Daniel—. Conozco el procedimiento general.

—Hubiese prestado más atención de haber sabido que el hombre azotado se hace llamar Dick Gripp.

Daniel se quedó sin palabras.

—Vinieron por usted anoche —dijo Bob Shaftoe—. Los hice encerrar en celdas separadas mientras decidía qué hacer con ellos, y la verdad es que se dirigieron a mí bastante acaloradamente. Bien. A algunos hombres se les permite hablar de esa forma, los han ennoblecido, en cierto sentido, los actos y las cosas que han vivido. No creo que Bob Carver y Dick Gripp fuesen hombres de ese tipo. A otros se les podría permitir hablar así porque nos entretienen. Una vez tuve un hermano así. Pero no Bob y Dick. Por desgracia, no soy magistrado y no tengo el poder de meter a los hombres en la cárcel, obligarles a responder preguntas, etcétera. Por otra parte, soy un sargento, y tengo el poder de reclutar a hombres al servicio del rey. Como Bob y Dick eran claramente hombres ociosos, allí mismo los recluté en la guardia personal del rey Torrente Negro. Al instante siguiente, comprendí que había cometido un error, porque los dos eran un verdadero problema disciplinario, y precisaban de castigo. Usando el truco más viejo del libro, hice que azotasen a Dick, quien me pareció el mejor de los dos, directamente frente a la celda de Bob Carver. Bien, Dick es un tipo fuerte, sigue con la cabeza erguida, y puede qué lo conserve en el regimiento. Pero Bob considera su castigo, programado para el amanecer, de la misma forma que usted piensa sobre la operación de piedra. Así que hace una hora despertó a sus guardias, y ellos me despertaron a mí, y fui a mantener una charla con el señor Carver.

—Sargento, es usted tan industrioso que apenas puedo seguir lo que pretende.

—Me contó que Jeffreys les ordenó personalmente, a él y al señor Gripp, que le cortasen la garganta. Se suponía que debían hacerlo muy despacio, y debían explicarle mientras lo hacían que había sido cosa de Jeffreys.

—Es lo que esperaba —dijo Daniel—, y sin embargo me marea oírlo en palabras tan claras.

—Entonces debo esperar a que recupere el sentido. Aún más, debo esperar a que se enfurezca. Perdóneme por presumir instruir a un hombre de su erudición, pero en momentos como éstos se supone que debería enfadarse.

—Es un detalle muy extraño con respecto a Jeffreys: puede tratar a la gente de forma abominable y no hacerla enfadar. Influye extrañamente en la mente de sus víctimas, como una barra de vidrió desviando una corriente de agua, de forma que sentimos que lo merecemos.

—Le conoce desde hace tiempo.

—Así es.

—Matémoslo

—¿Perdone?

—Matémoslo, asesinémoslo. Que sufra la muerte, para que no nos resulte una plaga nunca más.

Daniel estaba escandalizado.

—Es una idea extremadamente estrafalaria…

—En absoluto. Y hay algo en su tono de voz que me indica que le gusta.

—¿Por qué dice «nosotros»? Usted no tiene parte en mis problemas.

—Usted ocupa una alta posición en la Royal Society.

—Sí.

—Debe conocer a muchos alquimistas.

—Me gustaría poder negarlo.

—Conoce a mi señor Upnor.

—Sí. Le conozco desde hace tanto tiempo como a Jeffreys.

—Upnor es el dueño de mi amada.

—Perdóneme… ¿ha dicho que es su dueño?

—Sí… Jeffreys se la vendió durante los Juicios Sangrientos.

—Taunton… ¡su amada es una de las colegialas de Taunton!

—Exacto.

Daniel estaba fascinado.

—Propone un pacto.

—Usted y yo liberaremos al mundo de Jeffreys y Upnor. Yo tendré a mi Abigail y usted vivirá su último año, o el tiempo que Dios le conceda, en paz.

—No pretendo acobardarle y preocuparle, sargento…

—¡Adelante! Mis hombres lo hacen continuamente.

—… pero ¿puedo recordarle que Jeffreys es lord canciller del reino?

—No por mucho tiempo —respondió Shaftoe.

—¿Cómo lo sabe?

—Básicamente lo ha admitido, ¡por sus actos! ¿Por qué lo encerraron en la Torre?

—Por actuar como intermediario para Guillermo de Orange.

—Vaya, eso es traición… ¡deberían haberle colgado, destripado y despedazado por eso! Pero lo mantuvieron con vida. ¿Por qué?

—Porque soy testigo del nacimiento del príncipe, y como tal puedo ser útil para testificar de su legitimidad como próximo rey.

—Si Jeffreys ha decidido matarle ahora, ¿qué significa?

—Que abandona al rey, Dios mío, a toda la dinastía, y se prepara para huir. Sí, ahora comprendo su razonamiento, gracias por ser tan paciente conmigo.

—Comprenda, no le pido que use armas o haga algo que no se le dé bien.

—Algunos se ofenderían por ese comentario, sargento, pero…

—Aunque mi principal queja es con Upnor, Jeffreys fue la primera causa, y no vacilaría en utilizar mi espadón si me mostrase el cuello.

—Resérvelo para Upnor —dijo Daniel, después de una breve pausa para decidir. En realidad, hacía rato que se había decidido; pero quería dar la impresión de que lo pensaba, para que Bob Shaftoe no lo considerase un hombre que se tomaba esas cosas a la ligera.

—Entonces, está conmigo.

—No tanto que yo esté con usted como que nosotros estamos con la mayoría de Inglaterra, e Inglaterra con nosotros. Usted habla de matar a Jeffreys con la fuerza de su brazo derecho. Pero le digo que si dependemos exclusivamente de su brazo, por fuerte que sea, fracasaremos. Pero si, como creo, Inglaterra está con nosotros, bien, entonces no precisamos más que encontrarle y decir con voz clara: «Este tipo de aquí es mi señor Jeffreys», y su muerte seguirá como una ley natural, como una bola corriendo rampa abajo. A eso me refiero cuando hablo de revolución.

—¿Es una forma francesa de decir «rebelión»?

—No, rebelión es lo que hizo el duque de Monmouth, y es una alteración minúscula, una aberración, destinada a fallar. La revolución es como el giro de las estrellas alrededor del polo. Está impulsada por poderes invisibles, es inexorable, lo mueve todo simultáneamente, y los hombres de discernimiento pueden comprenderla, predecirla, aprovecharse de ella.

—Entonces será mejor que me busque a un hombre de discernimiento —murmuró Bob Shaftoe— y deje de perder la noche con un desgraciado.

—Simplemente hasta ahora no había comprendido como podría beneficiárme yo de una revolución. Lo he hecho todo por Inglaterra, nada por mí, y he carecido de un principio organizador para dar forma a mis planes. ¡Nunca me hubiese podido imaginar que podría derribar a Jeffreys!

—Como alondra del lodo, soldado vagabundo, siempre estoy a su servicio para ser portador de ideas viles y asesinas —dijo Bob Shaftoe.

Daniel retrocedió hasta los bordes de la luz y cogió una vela de una botella sobre el escritorio. Regresó y la encendió con la de Bob.

Bob comentó.

—He visto a lores morir en los campos de batalla, no tan a menudo como me gustaría, pero los suficientes para saber que no es como en los cuadros.

—¿Los cuadros?

—Ya sabe, donde la Victoria desciende sobre un rayo de sol con las tetas colgando fuera del vestido, agitando un laurel para la frente de dicho lord moribundo, y la virgen María desciende por otro para…

—Oh, sí. Esas pinturas. Sí, creo lo que dice. —Daniel había estado recorriendo la pared curva de la Torre, sosteniendo la vela cerca de la piedra, de forma que la luz inclinada destacara las marcas dejadas durante siglos por los prisioneros. Se detuvo frente a uno nuevo, uno complejo a medio acabar de arcos y rayos que atravesaba un graffiti más antiguo.

—Creo que no terminaré esta demostración —anunció, después de mirarla unos momentos.

—No nos iremos esta noche. Probablemente le queda una semana… quizá más. Así que no hay razón para dejar de trabajar en lo que eso sea.

—Es una antigüedad que antes tenía sentido, pero ahora ha sido vuelta cabeza abajo, y sólo parece una acumulación extraña y caótica de ideas. Que yazca aquí junto con las otras —dijo Daniel.

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