La Star Chamber, palacio Westminster
ABRIL 1688

 

Porque acusar requiere menos elocuencia, tal es la naturaleza del hombre, que excusar; y porque la condenación se asemeja más a la justicia que la absolución.

 

HOBBES, Leviatán

 

Daniel y Jeffreys en la Star Chamber

—¿Como dice el refrán? «Todo trabajo y nada de juego… un chico aburrido» —dijo una voz incorpórea.

Era la única percepción que el cerebro de Daniel recibía: por el momento. Visión, gusto, y los otros sentidos, permanecían dormidos, y la memoria no existía. Eso le hizo posible escuchar con mayor atención de lo normal, y apreciar las buenas cualidades de la voz… de las que poseía muchas. Era una voz deliciosa, que pertenecía a un hombre de clase alta acostumbrado a que le escuchasen, y que le gustaba.

—¡Las elucubraciones de este chico le han vuelto efectivamente aburrido, es todo un haragán! —siguió diciendo la voz.

Algunos hombres se rieron, y se movieron unos cuerpos enfundados en seda. Los sonidos rebotaban en techos altos y duros.

En ese momento la mente de Daniel recordó que estaba unida a un cuerpo. Pero al igual que un regimiento que hubiese perdido el contacto con su coronel, el cuerpo hacía tiempo que no recibía órdenes. Se había soltado y descompuesto, y había dejado de enviar señales al cuartel general.

—¡Denle más agua! —ordenó la hermosa voz.

Daniel oyó botas moviéndose a su izquierda sobre un suelo duro, sintió una presión sobre los labios, sintió el borde de la abertura de una botella contra uno de sus dientes. Sus pulmones empezaron a llenarse con alguna bebida. Intentó mover la cabeza hacia atrás, pero respondió lentamente, y algo frío le golpeó en la base del cuello con fuerza suficiente para detenerle. El fluido le corría por la barbilla y se le metía bajo las ropas. Todo su tórax se contrajo intentando escupir el fluido de sus pulmones, e intentó mover la cabeza hacia delante, pero ahora algo frío lo atrapó por la garganta. Tosió y vomitó al mismo tiempo y se salpicó el regazo de humores calientes.

—Estos puritanos no saben beber… la verdad es que no se les puede llevar a ningún sitio.

—¡Excepto, quizá, a Barbados, mi señor! —ofreció otra voz.

Los ojos de Daniel estaban legañosos y cerrados. Intentó llevarse las manos a la cara, pero a medio camino las dos chocaron con unas barras de hierro que se proyectaban en el espacio. Daniel las agarró, pero al hacerlo algo terrible le sucedió a su cuello, por lo que acabó esquivándolas para poder tocarse los ojos y limpiarse el sudor y el polvo de la cara. Ahora podía distinguir que estaba sentado en una silla en medio de una sala grande; era de noche, y la iluminación estaba formada por un número modesto de velas. La luz se reflejaba en las cravates de encaje blanco que colgaban de las gargantas de varios caballeros dispuestos en herradura alrededor del Daniel.

La luz no era lo suficientemente buena, y la visión no muy clara, para distinguir los herrajes que tenía al cuello, así que tuvo que explorarlo con las manos. Parecía ser una tira de hierro doblada para formar un anillo para el cuello. En cuatro puntos equiespaciados sobresalían barras de hierro como los radios de una rueda, midiendo cada una como media yarda, momento en el que una se dividía en un par de lengüetas curvas, como las de los garfios.

—Mientras dormías los efectos de la pócima del M. LeFebure, me tomé la libertad de ponerte un adorno para el cuello —dijo la voz—, pero como eres un puritano, y no te gusta la vanidad, llamé a un herrero en lugar de a un sastre. Descubrirás que es la moda en las plantaciones de azúcar del Caribe.

Las lengüetas que sobresalían de atrás habían quedado atrapadas en el respaldo de la silla cuando Daniel había intentando tontamente inclinarse. Ahora agarró las que sobresalían por delante y se empujó con fuerza hacia atrás, soltándolas. El impulso de fuerza le hizo continuar el movimiento; su columna golpeó la silla y el collar siguió moviéndose e intentó cortarle la cabeza. Acabó con la cabeza hacia atrás, mirando casi directamente al techo. Al principio pensó que allí había velas, o que un soldado aburrido había disparado flechas en llamas al techo, pero luego sus ojos se enfocaron y vio que habían decorado la bóveda con estrellas pintadas que relucían a la luz de las velas de abajo. En ese momento supo dónde estaba.

—El tribunal de la Star Chamber está reunido… preside el lord canciller Jeffreys —dijo otra voz excelente, ronca con una especie de preciosa emoción. ¿Y a qué tipo de hombre se le emocionaría la voz con eso?

Ahora que los sentidos de Daniel se habían recuperado uno a uno, empezando con sus oídos, su mente se despertaba poco a poco. La parte de su mente que almacenaba datos antiguos se encontraba, en ese momento, funcionando bastante mejor que la que hacía cosas inteligentes.

—Tonterías… el tribunal de la Star Chamber fue abolido por el Parlamento Largo en 1641… cinco años antes de mi nacimiento, o del tuyo, Jeffreys.

—No reconozco los decretos interesados de ese parlamento rebelde —dijo Jeffreys escrupuloso—. El tribunal de la Star Chamber era antiguo, Enrique VII lo reorganizó, pero sus procedimientos hunden sus raíces en la jurisprudencia romana; en consecuencia, era un modelo de claridad, de eficiencia, al contrario que la monstruosidad anquilosada por el tiempo del derecho consuetudinario, esa bestia vacilante y cubierta de telarañas, ese compendio senil de folclore y cuentos de vieja, un colador escabroso separando todos los trozos sólidos del flujo evanescente de la sociedad y compactándolos en requesón legal.

—¡Atención, atención! —dijo otro de los jueces, quien aparentemente opinaba que Jeffreys ya había manifestado todo lo que se podía decir sobre el derecho consuetudinario inglés. Daniel asumió que todos debían ser jueces, en cualquier caso, y que Jeffreys los había escogido personalmente. O, más probable, simplemente habían gravitado hacia él durante su carrera, eran los hombres que veía siempre que se molestaba en mirar hacia él.

Otro dijo:

—El difunto arzobispo Laud descubrió que la cámara era una instalación conveniente para la supresión de los disidentes de la baja iglesia, como su padre, Drake Waterhouse.

—Pero lo importante de la historia de mi padre es que no lo suprimieron, la Star Chamber le cortó la nariz y las orejas, y sólo consiguió convertirlo en más formidable.

—Drake era un hombre de una fuerza y resistencia extraordinarias —dijo Jeffreys—. Vaya, si incluso visitaba mis pesadillas cuando era niño. Mi padre me contaba historias sobre él como si fuese el hombre del saco. Sé que no eres Drake. Vaya, te quedaste quieto y miraste como mataban a uno de los tuyos, bajo tu ventana, en Trinity, a manos de mi señor Upnor, hace veintitantos años, y no hiciste nada… ¡nada! Lo recuerdo bien, y sé que tú también, Waterhouse.

—¿Esta farsa tiene algún propósito, aparte de recordar los días de universidad? —preguntó Daniel.

—¡Una revolución! —dijo Jeffreys.

El tipo que antes había vertido agua en la boca de Daniel —un alguacil armado— se acercó, agarró una de las barras que sobresalían del cuello de Daniel, y le dio un empujón. Todo el aparato giró, empleando el cuello de Daniel como eje, hasta que pudo levantar los brazos para detenerlo. Un hombre normal hubiese supuesto —a partir del dolor producido— que le habían medio cortado la cabeza. Pero Daniel había diseccionado cuellos suficientes para saber que todos los trozos importantes seguían en su sitio. Realizó algunos experimentos rápidos y concluyó que, como podía tragar, respirar y mover los dedos de los pies, no se habían cortado ninguno de los cables importantes.

—Se te acusa de pervertir la lengua inglesa —proclamó Jeffreys—. Es decir, en numerosas ocasiones durante charlas ociosas en salones de café, y en correspondencia privada, has empleado la palabra «revolución», hasta el momento una palabra inglesa perfectamente inocente y útil, en un sentido totalmente nuevo, concebido y propagado por ti, indicando el derrocamiento radical y violento de un gobierno.

—Oh, no creo que necesariamente deba haber violencia.

—¡Entonces admites tu culpa!

—Sé cómo actuaba la Star Chamber real… no creo que esta farsa sea muy diferente… ¿por qué iba a dignificarla fingiendo defenderme?

—¡El acusado es culpable! —anunció Jeffreys, como si por medio de un esfuerzo sobrehumano hubiese dado fin a un juicio agotador—. No fingiré sorprenderme del veredicto… Mientras dormías, interrogamos a varios testigos… todos estaban de acuerdo en que has estado usando la palabra «revolución» en un sentido que no se encuentra en ningún tratado de astronomía. Incluso le preguntamos a tu viejo amigo de Trinity…

—¿Monmouth? ¿Pero no le cortaste la cabeza?

—No, no, el otro. El filósofo natural que fue tan impertinente como para discutir con el rey en el asunto del padre Francis…

—¿¡Newton!?

—¡Sí, ése! Le pregunté: «Ha escrito todos esos libros gruesos sobre el tema de las revoluciones, ¿para usted qué significa la palabra?» Dijo que significaba un cuerpo moviéndose alrededor de otro… no dijo ni una palabra sobre política.

—No puedo creer que implicases a Newton en este asunto.

Jeffreys de pronto dejó el papel de gran inquisidor y respondió con la voz amable y distraída de un vividor ocupado:

—Bien, de todas formas tenía que concederle una audiencia, sobre el asunto del padre Francis. Él no sabe que estás aquí… de la misma forma que tú, evidentemente, no sabías que estaba en Londres.

Con el mismo tono, Daniel respondió:

—No puedo reprocharte que te resulte un poco desconcertante. ¡Claro! Diste por supuesto que Newton, de visita en Londres, renovaría su amistad conmigo, y con los demás miembros de la Royal Society.

—Sé de buena tinta que en lugar de eso ha estado pasando tiempo con ese maldito traidor suizo.

—¿Traidor suizo?

—El que advirtió a Guillermo de Orange sobre los dragones franceses.

—¿Fatio?

—Sí, Fatio de Duilliers.

Jeffreys se tocaba ausente la peluca, reflexionando sobre ese detalle relativo a Newton. El súbito cambio producido en el lord canciller había engendrado en Daniel un vértigo que probablemente fuese peligroso. Había estado intentando contenerlo. Pero ahora el estómago de Daniel comenzó a agitarse con la risa contenida.

—¡Jeffreys! Fatio es un protestante suizo que advirtió a los holandeses de una conspiración francesa, en suelo holandés… ¿y por eso le llamas traidor?

—Traicionó a monsieur el conde de Fenil. Y ahora ese traidor se ha trasladado a Londres, porque sabe que su vida está perdida en el Continente… en cualquier lugar donde las Personas de Alcurnia observasen un respeto decente por la justicia. ¡Pero aquí! ¡Londres, Inglaterra! Oh, en otros tiempos no se hubiese tolerado su presencia. Pero en estos tiempos lamentables, cuando semejante hombre llega y se pone a residir en nuestra ciudad, nadie parpadea… y cuando se le ve comprando suministros alquímicos, y hablando en los salones de café con nuestro filósofo natural más importante, nadie lo considera escandaloso.

Daniel se dio cuenta de que a Jeffreys le iba a dar otro ataque de furia. Así que antes de que el lord canciller perdiese por completo la cabeza, Daniel le recordó:

—A la verdadera Star Chamber se la conocía por dictar sentencias severas y ejecutarlas con rapidez.

—¡Cierto! Y si esta asamblea tuviese tales poderes, tu nariz estaría ya en las alcantarillas, y el resto de tu persona en un barco con destino a las Indias Occidentales, donde cortarías caña de azúcar en mi plantación durante el resto de tu vida. Tal como están las cosas, no puedo castigarte hasta no haberte condenado con algo que venga en el derecho consuetudinario. En realidad, no debería ser muy difícil.

—¿Por qué lo supones?

—¡Inclinen al acusado!

Los alguaciles de la Star Chamber, o ejecutores o lo que fuesen, convergieron sobre Daniel desde atrás, agarraron el respaldo de la silla y tiraron de él, levantando las patas del suelo y dejándolos pies de Daniel colgando en el aire. El peso se trasladó de sus posaderas a su espalda, y el collar de hierro se puso en movimiento e intentó caer al suelo. Pero la garganta de Daniel lo detuvo. Intentó levantar las manos para quitarse el peso de hierro de la tráquea, pero los secuaces de Jeffreys ya se habían anticipado: cada uno tenía una mano libre para agarrar una mano de Daniel a la silla. Ahora Daniel sólo podía ver estrellas: estrellas pintadas en el techo cuando tenía los ojos abiertos y otras estrellas que pasaban frente a su visión en cuanto cerraba los ojos. El rostro del lord canciller se situó en el centro del firmamento como si fuese el hombre en la Luna.

Bien, Jeffreys había sido un joven asombrosamente hermoso, incluso según los estándares de una generación de caballeros nobles que había incluido a Adonis como el duque de Monmouth y John Churchill. Sus ojos, en especial, habían sido de un belleza destacable; quizás eso explicase su habilidad para atrapar y retener al joven Daniel Waterhouse con la mirada. Al contrario que Churchill, no había envejecido bien. Los años en Londres, sirviendo como oficial de justicia del duque de York, luego como fiscal acusador de supuestos conspiradores, luego como lord jefe de justicia y ahora lord canciller, habían dejado sobre él capas de manteca, como un riñón sobre la mesa de un carnicero. Sus cejas se habían convertido en grandes alas retorcidas, o cuernos quizá. Los ojos eran tan hermosos como siempre, pero en lugar de mirar desde el bello rostro sin mácula de un joven, miraban a través de una especie de troneras, entre pliegues de carne fofa por debajo y una frente arrugada por encima. Habían pasado al menos quince años desde que Jeffreys podía repetir, de memoria, la lista de todos los hombres a los que había asesinado por medio del sistema judicial; si no había perdido la cuenta extirpando la conspiración papista, ciertamente así había sido durante los Juicios Sangrientos.

En cualquier caso, ahora Daniel no podía apartar los ojos de los de Jeffreys. En cierto sentido, Jeffreys había planeado muy mal el espectáculo. Debieron meter la droga en la bebida de Daniel en el salón de café, y los adláteres de Jeffreys debieron secuestrarle después de quedarse dormido en un bote de paso. Pero el elixir le había dejado tan grogui que no había sentido miedo hasta ese momento.

Bien, Drake nunca hubiese sentido miedo, ni aún completamente despierto; sentado en esa sala había desafiado al arzobispo Laud a la cara, sabiendo lo que le harían. Daniel había sido valiente, hasta ahora, sólo porque la droga lo había vuelto estúpido. Pero en ese momento, mirando los ojos de Jeffreys, recordó todas las historias de terror que habían surgido de la Torre mientras florecía la carrera de ese hombre: disidentes que «se suicidaban» cortándose ellos mismos el cuello hasta las vértebras; grandes árboles de Taunton decorados con hombres colgados, muriendo lentamente; el duque de Monmouth, a quien Jack Ketch le había cortado la cabeza gradualmente, con cinco o seis golpes de hacha, mientras Jeffreys miraba con esos ojos.

Los colores desaparecían del mundo. Algo blanco y esponjoso apareció cerca del rostro de Jeffreys: una mano rodeada por un puño de encaje. Jeffreys había agarrado una de las barras que sobresalían del collar de Daniel.

—Dices que tu revolución no tiene que ser violenta —dijo—. Yo opino que debes pensar más profundamente en la naturaleza de la revolución. Porque como puedes ver, esta barra está ahora arriba. Hay otra diferente en la parte inferior. Cierto, podemos elevar la de abajo con una simple revolución… —Jeffreys hizo girar el collar, con todo el peso depositado sobre la nuez de Daniel, lo que dio a Daniel todas las razones del mundo para gritar. Pero no emitió más sonido que un lastimoso intento de tragar algo de aire—. Por desgracia, estamos donde empezamos; la de arriba está arriba, la de abajo sigue abajo, ¿y por tanto qué sentido tiene una revolución? —Jeffreys volvió a repetir la demostración, riéndose de los intentos de Daniel por respirar—. ¡Quién podría soñar una carrera mejor! —exclamó—. ¡Decapitar lentamente a los hombres con los que fui a la universidad! Hicimos que Monmouth durase todo lo posible, pero el hacha es imprecisa, Jack Ketch es un carnicero, y todo acabó demasiado pronto. Pero este collar es un dispositivo excelente para cortar gradualmente, ¡podría hacerle durar días! —Jeffreys suspiró de placer. Daniel ya no podía ver, excepto unas manchas violeta nadando en un gris turbulento. Pero Jeffreys debía haber hecho una señal a los alguaciles para que volviesen a colocar la silla derecha, porque de pronto tenía el peso del collar sobre la clavícula y podía respirar—. Confío en haberte desengañado de cualquier idea ridícula sobre la naturaleza de las revoluciones. Si el bajo se convierte en alto, Daniel, entonces el alto debe convertirse en bajo, pero al alto le gusta ser alto, y tiene ejército y armada. Nunca sucederá sin violencia. Y con el tiempo fracasará, como fracasó tu padre. ¿Has aprendido la lección? ¿O debo repetir la demostración?

Daniel intentó decir algo: a saber, rogar para que no se repitiese la demostración. Tenía que hacerlo, porque dolía demasiado y podría matarle. Pedir clemencia era totalmente razonable, y el acto de un cobarde. Lo único que le impidió hacerlo fue que la laringe no le funcionaba.

—Es costumbre que un juez regañe al culpable para ayudarle a enmendarse —comentó Jeffreys—. Esa parte del proceso ya está concluida… ahora vamos a la sentencia. En ese aspecto, tengo una mala noticia y una buena noticia. Es una antigua costumbre ofrecer al receptor de buenas y malas noticias la posibilidad de escoger cuál quiere oír primero. Pero como las buenas noticias para mí son malas para ti, y viceversa, permitirte elegir no haría más que aumentar la confusión. Por tanto: la mala noticia para mí es que sí, tienes razón, la Star Chamber no se ha reconstituido formalmente. No es más que un pasatiempo para algunos de nuestros juristas importantes y no tiene autoridad legal para ejecutar sentencias. La buena noticia, para mí, es que puedo pronunciar para ti la sentencia más severa sin necesitar autoridad legal. Te sentencio, Daniel Waterhouse, a ser Daniel Waterhouse durante el resto de tus días, y a vivir, durante ese tiempo, cada día consciente de tu propia y desagradable cobardía. ¡Vete! ¡Eres un insulto para esta cámara! Tu padre era un hombre vil que merecía lo que obtuvo aquí. ¡Pero tú eres un insulto a su memoria! ¡Sí, eso es, de pie, date la vuelta, vete! ¡Sal de aquí! ¡El que debas vivir contigo mismo no significa que los demás tengamos que soportar la misma degradación! ¡Alguaciles, arrojad a este montón de mierda temblorosa a la cuneta, y recemos para que el pis que le corre por las piernas lo arrastre al Támesis!

 

Daniel en Hogs-den

Lo arrojaron como a un cadáver en los campos abiertos río arriba de Westminster, entre la abadía y el pueblo de Chelsea. Cuando lo colocaron en la parte trasera del carro, estuvo muy cerca de perder la cabeza, porque una de las barras se quedó atrapada en un listón en el borde del carro y le dio un tirón al cuello tan potente que casi le arrancó el alma del cuerpo. Pero la madera cedió antes que el hueso, y cayó a tierra, o al menos eso es lo que infirió a partir de las pruebas al recuperar el sentido.

Su deseo en este punto era tenderse tan largo como era sobre el suelo y llorar hasta morir deshidratado. Pero el collar no permitía tenderse. Tenerlo alrededor del cuello era un poco como tener a Drake subido encima regañándole por no levantarse. Así que se levantó, dio vueltas y lloró durante un rato. Suponía que debía encontrarse en Hogs-den, Pimlico como les gustaba llamarle a los hombres del negocio inmobiliario: ni campo ni ciudad, sino una mezcla de las peores características de los dos. Perros callejeros perseguían a pollos salvajes sobre un paisaje revuelto por los cerdos en busca de raíces y pelado por las cabras. Los fuegos nocturnos de panaderos y fabricas de cerveza lanzaban rayos de tenebrosa luz roja por entre los espacios de sus paredes improvisadas, arponeando a putas y borrachos con su brillo.

Podría haber sido peor: podrían haberle tirado en un lugar con vegetación. El collar estaba diseñado para evitar la huida de esclavos: convertía a toda rama, caña, parra y tallo en un condestable que agarraría al huido por el cogote al pasar. Mientras Daniel daba vueltas, examinó el cierre con los dedos y descubrió que estaba cerrado con una clavija de madera que habían metido a golpes entre los aros. Pudo sacarlo moviéndolo de un lado a otro. El collar se abrió y pudo sacar el cuello. Sintió el impulso dramático de llevarlo hasta la orilla del río y arrojarlo al Támesis, pero luego recuperó el sentido y recordó que había una milla de terreno inseguro antes de llegar a los límites de Westminster, y un montón de perros y vagabundos a los que podría ser necesario golpear en ese intervalo. Así que lo conservó, agitándolo de vez en cuando en la oscuridad de un lado a otro, para sentirse mejor. Pero ningún asaltante vino a por él. Sus enemigos eran de los que no se podían derrotar con una barra de hierro.

 

Daniel descifra una carta de Eliza

En el borde sur de la zona habitada y civilizada de Westminster se construía una calle que pronto estaría de moda. Era el proyecto más reciente de Sterling Waterhouse, quien era ahora conde de Willesden, y pasaba la mayor parte de su tiempo en su modesta hacienda campestre al noroeste de Londres, intentando elevar la autoestima de sus inversores.

Una de las personas que había invertido dinero en esa calle de Westminster era la mujer llamada Eliza, que era ahora condesa de Zeur. Últimamente Eliza ocupaba como el cincuenta por ciento de las ideas de Daniel cuando estaba despierto. Evidentemente se trataba de una cifra desproporcionada. Si se hubiese dado el caso de que a Daniel se le hubiesen ocurrido continuamente ideas nuevas y originales sobre el tema Eliza, entonces podría haber justificado pensar en ella un diez o un veinte por ciento del tiempo. Pero se limitaba a pensar lo mismo una y otra vez. Durante la hora o así que había pasado en la Star Chamber, apenas había pensado en ella, y ahora tenía que compensarlo pensando exclusivamente en Eliza durante una hora o más.

Eliza había venido a Londres en febrero, y por la fuerza de las recomendaciones personales de Leibniz y Huygens había asistido a una reunión de la Royal Society, una de las pocas mujeres que habían asistido a una, a menos que contases a los monstruos de la naturaleza traídas para mostrar sus múltiples vaginas o amamantar a sus bebés de dos cabezas. Daniel había escoltado a la condesa de Zeur al Gresham’s College algo nervioso, temiendo que Eliza se pusiese en evidencia, o que los miembros se confundiesen y que la usasen como sujeto de vivisección. Pero se había vestido y comportado con modestia y todo fue bien. Más tarde Daniel la había llevado a Willesden para conocer a Sterling, con quien se llevó de miedo. Daniel ya sabía que así sería; seis meses atrás los dos habían sido plebeyos, y ahora paseaban por lo que se convertiría en el jardín francés de Sterling, decidiendo dónde situar urnas y estatuas, y comparaban notas sobre cuáles eran las mejores tiendas para comprar viejas reliquias familiares.

En cualquier caso, los dos tenían ahora dinero invertido en ese intento de traer la civilización a Hogs-den. Incluso Daniel había invertido algunas libras (no es que se considerase un gran inversor, pero la moneda inglesa había empeorado aún más en los últimos veinte años, si eso era imaginable, y no tenía sentido conservar el dinero en esa forma). Para evitar que el lugar de construcción sufriese todas las noches el asalto de sus antiguos habitantes (humanos y no humanos), habían colocado un vigilante, con un gran número de perros más o menos dementes. Daniel se las arregló para despertarlos a todos saltando la valla a las 3.00 A.M. con el cuello medio cortado. Por supuesto, el vigilante fue el último en despertar, y no llamó a los perros hasta que no hubieron arrancado la mitad de las ropas que le quedaban a Daniel. Pero en ese momento de la noche, esas ropas no se podían considerar una gran pérdida.

Daniel se sintió feliz sólo por el hecho de que alguien le reconociese, y se inventó la historia habitual respecto a un ataque de pillos. A eso el vigilante respondió con el guiño obligatorio. Le dio cerveza a Daniel, un acto de bondad pura que le hizo llorar, y mandó a su chico corriendo a Westminster para llamar a una silla de alquiler. Esa especie de ataúd vertical de un par de barras cuyos extremos sostenían hombres grandes y taciturnos. Daniel se sentó y se quedó dormido.

Cuando despertó ya amanecía, y se encontraba frente al Gresham’s College, al otro lado de Londres. Le aguardaba una carta de Francia.

 

LA CARTA EMPEZABA:
¿El clima de Londres sigue siendo tan malo? Desde la estratégica posición de Versalles, le puedo asegurar que la primavera se acerca a Londres. Pronto, yo también me acercaré.

 

Daniel (que la leía en el vestíbulo) se quedó allí parado, se metió la carta en el cinturón y entró en los recovecos internos de la Pila. Ni siquiera sir Thomas Gresham en persona podría ahora orientarse por allí, si pudiese regresar en forma de fantasma. La R.S. llevaba tres décadas haciendo lo que le daba la gana con el edificio y estaba casi totalmente consumido. Daniel se mofaba de todas las propuestas de construir una nueva estructura diseñada por Wren y trasladar allí la sociedad. La Royal Society no se podía reducir a un inventarío de objetos extraños, y no podía trasladarse moviendo el inventarío a ese nuevo edificio, de la misma forma que un hombre no podía viajar a Francia cortándose los órganos internos, metiéndolos en un barril y enviándolos al otro lado del Canal. De la misma forma que una demostración geométrica contenía, en sus términos y referencias, toda la historia de la geometría, los montones de cosas de la gran Pila que era el Gresham’s College codificaban el desarrollo de la Filosofía Natural desde las primeras reuniones de Boyle, Wren, Hooke y Wilkins hasta hoy. Su disposición, el orden de estratificación, reflejaba lo que pasaba por las mentes de los miembros (especialmente Hooke) en una época dada, y mover, u ordenar, todo eso sería como quemar una biblioteca. Cualquiera que no pudiese encontrar allí lo que buscaba no merecía que se le concediese acceso. Daniel sentía por el edificio lo mismo que un francés por la lengua francesa, es decir, que todo tenía pleno sentido una vez que lo comprendías, y si no lo comprendías, entonces podías irte a la mierda.

Encontró un ejemplar del I Ching como en un minuto, en la oscuridad, y lo llevo a donde un amanecer de dedos sonrosados trepaba desesperadamente por una ventana sucia, encontró el hexagrama 19, Lin, Aproximación. El libro dedicaba mucho espacio a discutir la infinita importancia de ese símbolo, pero el único significado que importaba a Daniel era 000011, que es como se traducía el patrón de líneas sólidas y rotas a notación binaria. En notación decimal era 3.

Hubiese sido perfectamente razonable que Daniel hubiese trepado a su buhardilla en lo alto para dormir, pero creía que haber quedado aletargado por el opio durante una noche y un día debería ser suficiente para recuperar el sueño, y los acontecimientos de la Star Chamber y luego Hogs-den le habían dejado bastante tenso. Cualquiera de estas tres cosas era suficiente para impedirle el sueño: las heridas abiertas en el cuello, la conmoción de la ciudad que despertaba y la lujuria bestial e incontrolable que sentía por Eliza. Subió a una sala que con optimismo llamaban Biblioteca, no porque contuviese libros (los había en todas las estancias) sino porque tenía ventanas. Extendió la carta de Eliza, toda tiznada y surcada por manchas inquietantes, sobre la mesa. A su lado situó un rectángulo de papel (en realidad una prueba de grabado en madera para el volumen III de las Principia Mathematica de Newton). Examinó uno a uno los caracteres en la carta de Eliza, asignándole a cada uno el alfabeto 0 o el alfabeto 1 y escribió el dígito correspondiente en el trozo de papel, disponiéndolos en grupos de cinco. Por tanto

 

D O C T O  R W A T E  R H O U S E

0 1 1 0 0  0 0 1 0 0  1 0 0 0 0 0

 

El primer grupo de dígitos binarios formaban el número 12, el segundo el 4, el siguiente el 16 y el otro el 6. Escribiéndolos en una nueva línea y sustrayendo el 3, obtuvo

 

 12 4 16 6

  3 3  3 3

------------

  9 1 13 3

 

Que formaban las letras

 

I A M C

 

La luz mejoró mientras trabajaba.

Leibniz construía una espléndida biblioteca en Wolfenbüttel, con una alta rotonda que esparciría luz por la mesa de abajo…

Tenía la frente sobre la mesa. No era una buena forma de trabajar. Tampoco una buena forma de dormir, a menos que tuvieses el cuello tan roto como para que fuese imposible tenderse, en cuyo caso era la única forma de dormir. Y Daniel había estado durmiendo. Las páginas que tenía bajo la cara eran un mar de luz terrible, la sucia luz del mediodía.

—Ciertamente es usted una inspiración para todos los filósofos naturales, Daniel Waterhouse.

Daniel se sentó. Estaba tan rígido como una estatua grotesca. Podía sentir cómo se rompían las costras de las heridas del cuello. Sentado a dos mesas de distancia, con la pluma en la mano, se encontraba Nicolas Fatio de Duilliers.

—¡Señor!

Fatio levantó la mano.

—No pretendo molestarle, no hay necesidad de…

—Ah, pero sí es necesario que le exprese mi gratitud. No le he visto desde que salvó la vida del príncipe de Orange.

Fatio cerró los ojos un momento.

—Fue como una conjunción planetaria, algo totalmente fortuito, sin que reflejase ninguna distinción en mi persona, y no digamos más.

—Hace muy poco que supe que estaba en la ciudad… que su vida estaba en peligro si permanecía en el Continente. Si lo hubiese sabido antes, le hubiese ofrecido hospitalidad en el grado que me fuese posible…

—Y si yo fuese merecedor del título de caballero, hubiese aguardado a esas ofertas antes de acomodarme aquí —respondió Fatio.

—Isaac, evidentemente, le ha enseñado el lugar, lo cual es espléndido.

Daniel se dio cuenta de que Fatio le observaba ahora con una mirada penetrante y analítica que le recordaba a Hooke mirando por una lente. Por alguna razón, en el caso de Hooke no era inaceptable. Pero en el de Fatio, era ligeramente ofensivo. Por supuesto, Fatio se preguntaba cómo sabía Daniel que había estado confraternizando con Isaac. Daniel podría haberle contado toda la historia de Jeffreys y la Star Chamber, pero eso no hubiese hecho más que confundir las cosas.

Fatio pareció apreciar, por primera vez, las heridas en el cuello de Daniel. Sus ojos lo veían todo, pero eran tan grandes y luminosos que le resultaba imposible ocultar a qué miraba; al contrario que los ojos de Jeffreys, que podían mirar en secreto de un lado a otro por entre las sombras de sus profundas troneras, los ojos de Fatio no podían usarse con discreción.

—No pregunte —dijo Daniel—. Usted, señor, sufrió una honorable herida en la playa. Yo sufrí una, no tan honorable, pero por la misma causa, en Londres.

—¿Está usted bien, doctor Waterhouse?

—Espléndido que lo pregunte. Estoy bien. Una taza de café y estaré como nuevo.

Momento en el que Daniel cogió sus papeles y se trasladó al salón de café, que estaba lleno de gente pero donde sin embargo sentía más intimidad que bajo los ojos de Fatio.

Los dígitos binarios ocultos bajo las sutilezas de la letra de Eliza se convirtieron, en notación decimal, en:

 

4 16  6 18 16 12 17 10

 

que cuando se restaba 3 de cada uno (siendo la clave oculta en la referencia al I Ching) se convertían en:

 

9  1 13  3 15 13  9 14 7…

 

que decía

 

I AM COMING…

(Llegaré)

 

El descifrado total le llevó un rato, porque Eliza le ofrecía detalles relativos a sus planes de viaje, y escribió todo lo que quería hacer mientras se encontraba en Londres. Cuando hubo terminado de escribir todo el mensaje, Daniel fue consciente de que llevaba mucho tiempo sentado, y que había consumido mucho café, y que necesitaba orinar enseguida. No podía recordar la última vez que lo había hecho. Así que se dirigió a una especie de meadero en una esquina de un diminuto patio en la parte posterior del salón.

No pasó nada, por lo que después de medio minuto se inclinó como si saludase y apoyó la frente contra la pared de piedra. Había aprendido que eso ayudaba a relajar algunos de los músculos del bajo vientre y hacía que la orina fluyese con mayor libertad. La estratagema, combinada con hábiles movimientos de cadera y una respiración profunda, provocaron algunos chorros de orina color óxido. Cuando dejó de tener efecto, se volvió, se recogió las prendas alrededor de la cintura y se puso en cuclillas al estilo árabe. Desplazando de tal forma su centro de gravedad, pudo iniciar una especie de filtración tibia y gradual que le ofrecería alivio si conseguía mantenerla durante un rato.

La espera le ofreció mucho tiempo para pensar en Eliza, si el enhebrar fantasías se podía llamar pensar. Por la carta quedaba claro que esperaba visitar el palacio de Whitehall. Lo que no significaba mucho, ya que cualquier persona que fuese vestida y no llevase una granada encendida podía vagar por el lugar. Pero como Eliza era una condesa que vivía en Versalles, y Daniel (a pesar de Jeffreys) una especie de cortesano, cuando decía que deseaba visitar Whitehall quería decir que esperaba pasear por allí y reunirse con Personas de Alcurnia. Lo que podía arreglarse con facilidad, ya que los francófilos católicos que conformaban la mayor parte de la corte del rey chocarían unos con otros para agasajar a Eliza, aunque sólo fuese para dar un vistazo a la moda de primavera.

Pero concertarlo requeriría planificación, una vez más, si soñar sueños fatuos se podía considerar planificación. Como un astrónomo preparando sus tablas de mareas, Daniel debía proyectar el lento revoloteo de las estaciones, el calendario litúrgico, las sesiones del parlamento y el progreso de las obligaciones de varías personas importantes, enfermedades terminales y embarazos hasta la época del año en la que se esperaba la visita de Eliza.

Su primera idea había sido que Eliza vendría justo en el momento adecuado: porque en dos semanas el rey emitiría una nueva Declaración de Indulgencia que convertiría a Daniel en héroe, al menos entre los inconformistas. Pero mientras estaba agachado empezó a contar semanas, tic, tic, tic, como las gotas de orina que se soltaban de la punta de su depósito, y fue consciente de que pasaría mucho más tiempo antes de la llegada de Eliza, no llegaría antes de mediados de mayo. Para entonces los sacerdotes de la Alta Iglesia tendrían varios domingos para denunciar desde sus púlpitos la indulgencia; dirían que no era en absoluto un acto de tolerancia cristiana, sino un pretexto para el papado, y Daniel Waterhouse un idiota en el mejor de los casos y un traidor en el peor. Por esa época Daniel quizá tuviese que vivir en Whitehall, para estar seguro.

Fue mientras imaginaba esa parte —vivir como un rehén en una cámara sombría de Whitehall, protegido por los guardias de John Churchill— que Daniel recordó otro dato de su efemérides mental, uno que detuvo por completo la meada.

La reina estaba embarazada. Hasta ahora no había producido ningún hijo. El embarazo parecía haberse desarrollado con mayor rapidez de lo habitual en los embarazos humanos. Quizá no se habían dado prisa en anunciarlo porque habían esperado que terminase en otro aborto. Pero parecía progresar, y el tamaño de su abdomen era ahora motivo de controversias alrededor de Whitehall. Se esperaba que diese a luz a finales de mayo o principios de junio, justo cuando Eliza estaría de visita.

Eliza usaba a Daniel para entrar en el palacio de forma que ella pudiese saber lo antes posible si el rey Jacobo II tenía un heredero legítimo, y ajustar sus inversiones según esa información. Lo que debería haber sido tan evidente como que Daniel tenía una enorme piedra en la vejiga, pero de alguna forma Daniel se las arregló para terminar lo que hacía y regresar al salón de café sin ser consciente de ninguno de esos dos detalles.

La única persona que parecía entender las cosas era Robert Hooke, que se encontraba en el mismo salón de café. Le hablaba, como era habitual, a sir Christopher Wren. Pero durante todo él proceso había estado observando a Daniel a través de una ventana abierta. En su rostro tenía la expresión de un hombre dispuesto a hablar claramente de algunos hechos desagradables, y Daniel se las arregló para evitarle.

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