Woolsthorpe, Lincolnshire
PRIMAVERA 1666

 

Descubrió las cosas más profundas y secretas: conocía lo que habitaba en la oscuridad, y la luz era con él.

 

DANIEL 2:22

 

Daniel e Isaac en Woolsthorpe

Según las instrucciones de Isaac («Gira a la izquierda en Grimethorpe») había esperado encontrar unas casuchas aferradas el borde de una pendiente azotada por el viento, pero Woolsthorpe resultó ser el más agradable espécimen de campo inglés que hubiese visto nunca. Al norte de Cambridge, el terreno era terriblemente llano, una planicie marcada por zanjas de desecación. Pero más allá de Peterborough los terrenos pantanosos costeros desaparecían quedando reemplazados por pastos de un verde radiante, como vidrieras infestadas de ovejas. Había unos pocos pinos altos que hacían que el lugar pareciese estar situado más al norte de lo que estaba realmente. Un día más al norte y el campo empezaba a allanarse, y la tierra se volvía tan marrón como el café, con piedras color crema sobresaliendo de la tierra aquí y allá: en su momento, salientes irregulares, ahora racionalizados en bloques cuadrados por los esfuerzos de los canteros. Woolsthorpe daba la impresión de estar en lo alto del mundo, cerca del cielo, y los árboles que bordeaban el camino a la villa tenían todos la misma inclinación evidente, lo que sugería que el lugar podía ser tan agradable durante todo el año como la mañana de la llegada de Daniel.

La hacienda Woolsthorpe era una casa muy simple, con forma de una T gruesa con un travesaño mirando al camino, fabricada con la piedra pálida y blanda que aquí usaban para todo, su tejado era una masa sólida de líquenes. Estaba edificada de soslayo a una larga inclinación que se elevaba hacia el norte, y por tanto, en el lado sur, la tierra descendía, lo que le ofrecía una buena exposición al sol. Pero los constructores habían malgastado esa oportunidad, porque en ese lado apenas habían puesto ventanas, sólo un par, apenas mayores que troneras, y un diminuto portal allá en el ático que al principio para Daniel no tenía sentido. Como se dio cuenta Daniel al subir a caballo por la colina atravesando el difícil fango de primavera, Isaac ya se había aprovechado del muro al norte para trazar diversos relojes de sol. Extendiéndose desde la casa, colina abajo y en dirección contraría al camino, había largos establos y graneros que indicaban que el lugar era una granja en activo, y eso era algo de lo que Daniel no tenía que preocuparse.

Salió del camino. La casa no estaba ni a veinte pies de él. Sobre la entrada se encontraba un escudo familiar tallado en la piedra: sobre un escudo blanco un par de fémures humanos entrecruzados. Una bandera pirata, menos el cráneo. Daniel permaneció en el caballo y contempló su total atrocidad durante un rato y saboreó la aburrida y palpitante vergüenza de ser inglés. Estaba aguardando a que un sirviente notase su llegada.

Isaac había mencionado en su carta que su madre se había ausentado durante unas semanas, lo que para Daniel era totalmente aceptable; todo lo que sabía de la madre era que había abandonado a Isaac cuando éste tenía tres años, y se había ido a vivir con su nuevo y rico marido a algunas millas de distancia, dejando la crianza del renacuajo en esta casa a cargo de su abuela. Daniel se había dado cuenta de que había algunas familias (como los Waterhouse) con la habilidad de presentar al mundo una fachada agradable, sin que importase lo que realmente pasaba de verdad; eran todo mentiras, claro, pero al menos era conveniente para los visitantes. Pero había otras familias donde las heridas emocionales de los miembros nunca sanaban, nunca se cerraban y cicatrizaban, y nadie se molestaba en ocultarlas, como ciertas efigies terribles en las iglesias papistas, con corazones sangrantes expuestos y chorreantes estigmas. Cenar o incluso mantener una conversación tranquila con ellos era como sentarse alrededor de una mesa participando en el experimento canino de Hooke; todo lo que hacías o decías era como darle una vez más al fuelle, y podías mirar a través de la ausencia de costillas y ver los órganos respondiendo sin poder evitarlo, el corazón agitándose con su propia energía interna de movimiento perpetuo. Daniel sospechaba que la de Newton era una de esas familias, y se alegraba de que madre no estuviese. Su escudo familiar era prueba, con certidumbre euclidiana, de que tenía razón.

—¿Eres tú, Daniel? —dijo la voz de Isaac Newton, no muy alto. Una diminuta burbuja de euforia llegó a la corriente sanguínea de Daniel: reencontrarse con alguien, después de tanto tiempo, durante los años de la plaga, y encontrarlo todavía con vida, era un milagro. Miró colina arriba. El extremo norte de la casa miraba a, y estaba protegido por, una elevación del terreno. En ese lateral se había establecido un bosquecillo de manzanos. Sentado en un banco, de espaldas a Daniel y al sol, un hombre o mujer de pelo largo e incoloro disperso sobre una manta colocada sobre los hombros como si fuese un chal.

—¿Isaac?

La cabeza se volvió ligeramente.

—Soy yo.

Daniel salió del fango y entró en el jardín de manzanas, a continuación desmontó y ató el caballo a la rama baja de un manzano, una guirnalda de flores blancas. Los pétalos caían como la nieve. Daniel dio una vuelta alrededor de Isaac en un amplio arco copernicano, observándole a través de la nevada fragante. El pelo de Isaac siempre había sido pálido, y prematuramente teñido de gris, pero en el año que había pasado desde la última vez que Daniel le había visto se había vuelto casi totalmente plateado. El pelo le caía como una capucha; a medida que Daniel se acercaba a verle la cara, esperaba ver los ojos saltones de Isaac, pero en su lugar vio dos discos de oro mirándole, como si los ojos de Isaac hubiesen sido reemplazados por monedas de cinco guineas. Daniel debió de lanzar un grito, porque Isaac dijo:

—No te alarmes. Me fabriqué yo mismo estos anteojos. Estoy seguro de que sabes que el oro es casi infinitamente maleable… pero ¿sabías que si lo golpeas lo suficiente puedes ver a través? Pruébalos. —Se quitó los anteojos con una mano mientras con la otra se cubría los ojos. Daniel casi los deforma porque eran más ligeros de lo que había esperado: no tenían lentes sino membranas de oro colocadas sobre el marco como si fuesen la piel de un tambor. Al llevárselos a los ojos el color cambió.

—¡Son azules!

—Otra pista sobre la naturaleza de la luz —dijo Isaac—. El oro es amarillo: refleja la parte de la luz que es amarilla, pero permite que el resto lo atraviese, que al carecer de la componente amarilla, parece azul.

Daniel observaba una tenue visión de manzanos con flores azules frente a una casa de piedra azul, un Isaac Newton azul sentado dando la espalda a un sol azul, con una mano azul cubriéndose los ojos.

—Perdóname por la tosca construcción: los fabriqué en la oscuridad.

—¿Te pasa algo en los ojos, Isaac?

—Nada que no pueda sanar, si Dios quiere. He estado mirando demasiado al sol.

—Oh —dijo Daniel algo estupefacto por la culpa puritana de haber dejado a Isaac solo durante tanto tiempo. Era una suerte que no se hubiese matado.

—Todavía puedo trabajar en habitaciones a oscuras, con el espectro que el sol produce a través de un prisma. Pero el espectro de Venus es demasiado tenue.

—¡¿De Venus?!

—He realizado observaciones sobre la naturaleza de la luz que contradicen las teorías de Descartes, Boyle y Huygens —dijo Isaac—. He dividido la luz blanca del sol en colores y a continuación volví a combinar esos rayos para volver a producir luz blanca. He realizado el experimento muchas veces, cambiando el aparato para descartar posibles fuentes de error. Pero hay uno que todavía me queda por eliminar: el sol no es una fuente puntual de luz. Su disco ocupa un arco considerable en los cielos. Los que deseen encontrar errores en mi trabajo, y atacarme, afirmarán que eso, el hecho de que la luz que entra en mi prisma, proveniente de partes diferentes del disco solar, llega con ángulos ligeramente diferentes, vuelve sospechosas mis conclusiones, y por tanto inútiles. Para poder derrotar esas objeciones debo repetir los experimentos no empleando la luz del sol sino la de Venus: un punto de luz casi infinitamente estrecho. Pero la luz de Venus es tan tenue que mis ojos quemados no la pueden ver. Te necesito para que realices las observaciones con tus buenos ojos, Daniel. Empezaremos esta noche. ¿Te apetecería dormir un poco?

La casa estaba dividida en dos mitades, norte/sur: la parte norte, que tenía ventanas pero no luz solar, era el dominio de la madre de Newton; un salón en la planta baja y un dormitorio en el de arriba, los dos amueblados con el estilo de pocos-muebles-pero-grandes obligatorio en la época. La mitad sur —que sólo disponía de diminutas aberturas para admitir la abundante luz— era de Isaac: en la planta baja, una cocina con una vasta chimenea, ideal para labores alquímicas, y encima un dormitorio.

Isaac persuadió a Daniel para que se tendiese en, o al menos encima de, la cama de su madre para una pequeña siesta, cometiendo a continuación el error de mencionar que era la misma cama en la que había nacido Isaac, prematuro por varías semanas, veinticuatro años atrás. Así que después de media hora de estar tendido en esa cama, tan rígido como una víctima del tétano, mirando entre sus pies a lo primero que había visto Isaac (la ventana y el bosquecillo), Daniel se levantó y volvió a salir. Isaac seguía sentado en el banco con un libro en el regazo, pero los anteojos de oro apuntaban al horizonte.

—Los derrotamos totalmente, diría yo.

—¿Perdona?

—Cuando empezó, estaba más cerca de la costa… pero se ha ido alejando.

—¿De qué estás hablando, Isaac?

—La batalla naval; estamos luchando contra los holandeses en el Canal. ¿No puedes oír el sonido de los cañones?

—He estado tendido en cama y en silencio y no he oído nada.

—Allá fuera, es muy claro. —Isaac alargó la mano y agarró un pétalo flotante—. Los vientos favorecen a nuestra marina. Los holandeses escogieron el momento equivocado para atacar.

Justo entonces Daniel sufrió un ataque de mareo. En parte se debía a la idea de que Jacobo, duque de York, que un par de semanas antes había estado de pie frente a Daniel discutiendo sobre la sífilis, en este momento estuviese sobre la cubierta de un buque insignia, disparando a y recibiendo disparos de la flota holandesa; y las explosiones corrían sobre el mar y se acumulaban en las grandes aurículas del Wash Deeps, el Boston Deeps y el Lynn Deeps, Long Sand y Brancaster Roads sirviendo quizá como las engrasadas circunvoluciones del oído, y se propagaban por el canal del Welland, se dispersaban por sus riachuelos y arroyos tributarios hasta las depresiones y colinas de Lincolnshire para llegar finalmente a las orejas de Isaac. Era en parte eso y en parte la visión que llenaba sus ojos: miles de pétalos blancos caían de los manzanos y seguían el mismo camino diagonal hasta el suelo, el descenso alterado por una brisa que soplaba hacia el mar.

—¿Recuerdas cuando murió Cromwell y el viento de Satanás vino para llevarse su alma al infierno? —preguntó Isaac.

—Sí. Yo marchaba en su procesión funeraria, viendo como el viento tiraba a los viejos puritanos.

—Yo estaba en el patio de la escuela. Resultaba que estábamos celebrando una competición de salto. Gané el premio, a pesar de que era pequeño y frágil. De hecho, quizá gané porque lo era: sabía que debería usar el cerebro. Me situé de forma que el viento del diablo me diese de espalda, y luego cronometré el salto de forma que diese el salto justo durante una ráfaga particularmente potente. El viento llevó mi pequeño cuerpo por el espacio como a estos pétalos. Durante un momento me atenazó una emoción, en parte entusiasmo y en parte terror, al imaginarme que el viento podría llevarme lejos, que mis pies no volverían a tocar el suelo, que seguiría volando, justo por encima de la superficie, hasta que hubiese circunnavegado el globo. Por supuesto, no era más que un muchacho. No sabía que los proyectiles se elevan y caen siguiendo curvas parabólicas. Esas curvas se alejan tanto del plano que siempre tienden a la Tierra. Pero supón que una bala de cañón, o un niño atrapado en un viento sobrenatural, volase tan rápido que la fuerza centrífuga (como la ha denominado Huygens) de su movimiento alrededor de la Tierra contrarrestase su tendencia a caer.

—Mm… depende de lo que asumas sobre la naturaleza de la caída —dijo Daniel—. ¿Por qué caemos? ¿En qué dirección?

—Caemos hacia el centro de la Tierra. El mismo centro sobre el que pivota la fuerza centrífuga… como una piedra atada al extremo de un cordel.

—Supongo que si consiguieses equilibrar las fuerzas, seguiría dando vueltas, sin caer o salir disparado nunca. Pero parece terriblemente improbable, Dios tendría que establecerlo todo con cuidado, como puso a los planetas en sus órbitas.

—Si realizas ciertas suposiciones sobre la fuerza de la gravedad, y de cómo el peso de un cuerpo disminuye al alejarse, no es improbable en absoluto —dijo Isaac—. Simplemente sucede. Seguirías dando vueltas por siempre.

—¿En un círculo?

—Una elipse.

—Una elipse… —Y en ese punto estalló por fin la bomba en su cabeza, y Daniel tuvo que sentarse en el suelo, con la humedad de las manzanas caídas el año pasado atravesándole los calzones—. Como un planeta.

—Exacto… si pudiésemos saltar con la suficiente rapidez, o nos diese en la espalda un viento lo suficientemente fuerte, todos podríamos ser planetas.

Era una idea tan pura y tan evidentemente correcta que a Daniel no se le ocurrió pedirle detalles a Isaac hasta horas más tarde, mientras el sol descendía, y se preparaban para la aparición de Venus en el cielo meridional.

—He desarrollado un método de fluxiones que lo deja perfectamente claro —dijo Isaac.

La primera idea de Daniel fue «Tengo que contárselo a Wilkins» porque Wilkins, que había escrito una novela sobre hombres que volaban a la Luna, estaría encantado con la frase de Isaac: «Todos podríamos ser planetas.» Pero eso le recordó a Hooke y sus experimentos en el fondo del pozo. Alguna premonición le aconsejó que por el momento era mejor mantener a Newton y a Hooke en celdillas diferentes.

El dormitorio de Isaac podría haber sido diseñado específicamente para realizar experimentos con prismas, porque uno requería una abertura del tamaño justo para admitir un rayo de luz en el que centrar el prisma, pero por lo demás la habitación precisaba oscuridad de forma que el espectro se pudiese apreciar con claridad sobre la pared. Para Daniel el único inconveniente era chocar con los restos. En esta habitación había vivido Isaac antes de irse a Cambridge. Daniel infirió que habían sido años solitarios. El suelo estaba repleto de objetos que Isaac había fabricado pero había estado demasiado ocupado para tirar, y las paredes de yeso blanco estaban cubiertas de dibujos que había esbozado con carboncillo o había rayado con las uñas: diseños de molinos, representaciones de pájaros, demostraciones geométricas. Daniel se arrastró en la oscuridad, sin levantar nunca un pie del suelo no fuese a caer sobre un mueble para muñecas o los restos irregulares de un experimento de pulido de lentes, los delicados mecanismos de un reloj de agua, el cráneo como de papel de un pequeño animal, o un crisol espumoso coronado por gotas congeladas de metal.

Isaac había calculado durante qué horas de la noche Venus emitiría su luz perfectamente unidireccional sobre el muro sur de la casa Woolsthorpe, y lo había hecho no sólo para esta noche, sino para todas las noches de varias semanas por adelantado. Todas las horas estaban ocupadas: había planeado todo un programa completo de experimentos. A Daniel le quedó claro que Isaac había estado defendiendo su posición contra todo un tribunal de jesuitas imaginarios que le lanzaban, desde todas direcciones, indirectas en latín, poniendo objeciones en ocasiones ridículas a sus métodos; que Isaac se veía a sí mismo como una especie de combinación de Galileo y santa Ana, pero que al contrario que Galileo no tenía intención de dejarse someter, y al contrario que santa Ana no acabaría acribillado por las flechas de sus torturadores, estaba preparándose para cazar las flechas al vuelo y lanzarlas de vuelta.

Era algo con lo que Hooke jamás se molestaba porque para Hooke tener razón era suficiente, y no le importaba lo que nadie más pensase de él o sus ideas.

Cuando Isaac tuvo el prisma situado en la ventana y hubo apagado la vela, Daniel quedó ciego, y dolorosamente avergonzado, durante varios minutos, se sentía ansioso de que al carecer de los precisos sentidos de Isaac no pudiese ver el espectro proyectado contra la pared por la luz emitida por Venus.

—Ten paciencia —dijo Isaac con una ternura que Daniel no le había oído en años. Se le ocurrió a Daniel, sentado en la oscuridad con Isaac, que Isaac podría tener más de una razón para llevar continuamente esos anteojos. Sí, protegían sus ojos quemados de la luz. Pero igualmente, ¿podrían proteger su corazón quemado de los ojos de Daniel?

Entonces Daniel notó una mancha multicolor sobre la pared; una franja, roja en un extremo y violeta en el otro. Dijo:

—Lo tengo.

Le tomó por sorpresa un potente alboroto directamente encima, en el ático, un rasgar de garras.

—¿Qué ha sido eso?

—Arriba hay un pequeño ventanuco: una invitación a los búhos para que construyan nidos en el ático —dijo Isaac—. De esa forma las alimañas no se comen el grano almacenado ahí.

Daniel se rió. Durante un momento él e Isaac fueron niños levantados hasta tarde jugando con sus juguetes, habiendo olvidado las complicaciones del pasado y sin pensar en los peligros del futuro.

Un profundo chillido, como el tono resonante de un órgano de tubo. Luego el alboroto de plumas cuando el pájaro se metió por la abertura, y el ritmo de alas potentes, como el latido de un corazón, alejándose en el cielo. El espectro de Venus desapareció, para volver de nuevo, cuando el búho eclipsó momentáneamente al planeta. Cuando Daniel volvió a mirar, descubrió que ahora no sólo podía ver el espectro de Venus, sino diminutas y fantasmales líneas de color por toda la pared: los espectros producidos por las estrellas que rodeaban a Venus en el cielo meridional. Pero espectros era todo lo que podía ver. La Tierra giraba y las franjas de color se movían sobre la pared invisible, una pulgada por minuto, fluyendo sobre el yeso basto como charcos relucientes de azogue movidos por el viento, revelando, en colores excelsos, diminutas tiras de las imágenes que Isaac había dibujado o rayado en aquellas paredes. Cada uno de los pequeños arcos iris mostraba sólo un fragmento de una imagen, pero cada imagen a su vez no era más que una parte del tapiz de bosquejos de Isaac, pero Daniel suponía que si permanecía allí durante el número suficiente de largas y frías noches y se concentraba intensamente, podría componer en su mente una idea esquemática del conjunto. Que en cualquier caso era la forma en que debía aproximarse a Isaac Newton.

 

Pero creía, y todavía creo, que el final de nuestra Ciudad será por medio del fuego y el azufré del cielo, y por tanto he escapado.

 

JOHN BUNYAN, El progreso del peregrino

 

Incendio

Cambridge intentó arrancar en primavera, pero Daniel e Isaac apenas se habían acomodado en su habitación cuando alguien murió de la plaga y tuvieron que volver a irse, Isaac de vuelta a Woolsthorpe, Daniel de regreso a una vida errante. Pasó algunas semanas con Isaac trabajando en el experimento sobre el color, otras con Wilkins (ahora de regreso en Londres, celebrando reuniones regulares de la Royal Society) trabajando en el manuscrito del Alfabeto Universal, otras bajo orden de Drake, para aguardar el Apocalipsis. El Año de la Bestia, 1666, iba por la mitad, luego dos tercios. La plaga había desaparecido. La guerra continuó, y ahora era algo más que una guerra anglo-holandesa, porque los franceses se habían unido a los holandeses contra los ingleses. Pero los planes que el duque de York hubiese podido concebir con sus almirantes en aquel día frío de Epsom no debieron ser del todo inútiles, porque les iba bien. Drake debía estar dividido entre el fervor patriótico y la sensación de decepción al no haber ninguna indicación de que se pudiese estar convirtiendo en una guerra digna del Armageddon. No era más que una sucesión de encuentros navales, y el resumen era que la flota inglesa estaba expulsando a las holandesa y francesa del Canal. En general, se producía una falta de acontecimientos que se ajustasen al programa establecido en los libros de Daniel y en las Revelaciones, lo que obligaba a Drake a releerlos casi cada día, conjurando interpretaciones nuevas y cada vez más forzadas. Por parte de Daniel, en ocasiones pasaba días sin pensar en absoluto en el fin del mundo.

Una noche a principios de septiembre, cabalgaba de regreso a Londres desde el norte. Había estado en Woolsthorpe ayudando a Isaac a calcular cifras en su teoría de las órbitas planetarias, pero con resultados poco concluyentes, porque no sabían a qué distancia exactamente se encontraban del centro de la Tierra cuando se situaban en su superficie y pesaban objetos. Se había detenido en la ciudad de Cambridge azotada por la plaga para recoger un libro que afirmaba especificar esa cifra crucial: ¿cuál era el diámetro de la Tierra? Y ahora se dirigía a visitar a su padre, que le había enviado una carta alarmante, afirmando haber calculado otra cifra crucial: la fecha exacta (resulta que a principios de septiembre) del fin del mundo.

Daniel estaba todavía a veinte millas de la ciudad, cabalgando a finales de la tarde, cuando un mensajero vino galopando por el camino y le gritó:

—¡Londres lleva días ardiendo y sigue ardiendo! —Y siguió cabalgando.

Daniel lo sabía, en cierta forma, pero había estado negándolo. Durante todo el día el aire había traído un olor a quemado, y una neblina de humo colgaba sobre los árboles y las hondonadas protegidas en los campos. El Sol había sido una mancha reluciente que parecía ocupar el cielo meridional. Ahora, a medida que avanzaba el día y se hundía por el horizonte, se volvió naranja y luego rojo, y comenzó a lanzar vastas olas y torres de humo, portentos y augurios que parecían incomparablemente más vastos que el (todavía desconocido) radio de la Tierra.

Daniel cabalgó hacia la derecha pero no hacia la oscuridad. Una bóveda de luz naranja se elevaba a una milla de alto sobre Londres. Golpes sordos se propagaban por la tierra; al principio supuso que debían ser los impactos de los edificios cayendo, pero comenzaron a llegar en lentos y premeditados asaltos y llegó a la conclusión de que debían de estar volando con pólvora edificios enteros con la intención de crear cortafuegos por toda la ciudad.

Al principio había creído que era imposible que cualquier fuego llegase hasta la casa de Drake en las afueras de la ciudad, en Holborn, pero el número de las explosiones, el diámetro del arco de luz, le indicaron que nada estaba a salvo. Ahora iba corriente arriba contra un tráfico intenso de desdichados manchados de ceniza. Reducía la velocidad de su marcha, pero no había nada que pudiese hacer. Los pliegues de su ropa, incluso los huecos de sus orejas, estaban recogiendo polvo negro, nódulos, astillas y copos de carbón que llovían sobre todo lo que le rodeaba.

—¡Mira, está nevando! —exclamó un niño con el rostro hacia arriba para ver la luz reflejada.

Daniel —que en realidad no quería verla— levantó lentamente los ojos, y encontró el cielo lleno con una especie de paja suelta, agitándose en vórtices lentos de un lado a otro pero generalmente cayendo. Cogió una del aire: era la página 798 de una Biblia, quemada en los bordes. Alargó la mano de nuevo y agarró una hoja escrita a mano de un libro de contabilidad de un orfebre, todavía reluciente de oro en los bordes. Luego un panfleto, un libelo atacando la libre acuñación. Una carta personal de una dama a otra. Se acumularon en sus hombros como hojas caídas y después de un rato dejó de leerlas.

Le llevó tanto tiempo llegar que se conmocionó cuando al fin vio una casa ardiendo junto al camino. Sólidas vigas de llamas surgían de las ventanas, destacando en silueta a personas con cubos de cuero, joyas de agua saliendo por sus bordes. Los refugiados habían ocupado los campos de la Gray’s Inn Road y, cansados de contemplar el fuego, habían empezado a improvisar refugios con lo que pudiesen encontrar.

No lejos de Holborn, el camino estaba bloqueado por un terraplén de albañilería rota que se había acumulado cuando volaron edificios a ambos lados; incluso por encima del olor de Londres ardiendo, Daniel podía detectar el olor a azufre de la pólvora. En ese momento estalló un edificio justo a su derecha; para Daniel, un instante de advertencia, una llamarada amarilla por el rabillo del ojo, y a continuación gravilla hundida en un lado de su cara (pero lo sintió como si simplemente le hubiesen arrancado un lado de la cabeza) y sordera. El caballo se encabritó e instantáneamente se rompió una pierna en el montón de escombros, para luego lanzar a Daniel. Éste cayó sobre piedras y esquirlas duras, y se puso en pie después de permanecer tendido no se sabe cuánto. Se habían producido más explosiones, ahora más rápidas a medida que el frente principal del fuego se acercaba. El calor del incendio arrancaba cortinas de vapor y humo de las paredes y las ropas de las personas vivas y muertas en la calle. Daniel se aprovechó de la luz del fuego para pasar por encima del muro de escombros y llegar a un trozo de camino todavía despejado, pero condenado a arder.

Al llegar a Holborn, dio la espalda al fuego y corrió hacia el sonido de las explosiones. Una parte de su mente había estado realizando operaciones geométricas, marcando los puntos de las explosiones y extrapolándolos, y cada vez estaba más seguro de que la curva estaba destinada a pasar cerca de la casa de Drake.

Había otro montón de escombros en Holborn, tan reciente que todavía estaba desplazándose hacia su ángulo de reposo. Daniel pasó por encima, casi temeroso de mirar abajo, no fuese a descubrir a sus pies el mobiliario de Drake. Pero desde lo alto del montón obtuvo una vista perfecta de la casa de Drake, todavía en pie, ahora sola, en una postura pandeada, porque habían volado las casas a cada lado. Los muros habían empezado a humear, los tizones llovían a su alrededor como meteoros, y Drake Waterhouse se encontraba en el tejado sosteniendo una Biblia sobre su cabeza con ambas manos. Aullaba algo que no se podía oír, y tampoco era necesario hacerlo.

La calle abajo estaba atestada por un número poco habitual de caballeros y personas de alcurnia, agitando espadas —sus alegres ropas de cortesanos quemadas y ennegrecidas —y también mosquetes, con aspecto algo infeliz por estar de pie en semejante lugar con contenedores de pólvora atados a las cinturas. Hombres muy ricos e importantes miraban a Drake, quien gritaba y señalaba la calle, insistiendo en que bajase. Pero Drake sólo tenía ojos para el fuego.

Daniel se volvió para mirar lo que su padre veía, y casi cayó al suelo por el calor y el espectáculo: el Incendio. Todo entre el este y el sur estaba en llamas, y todo lo que había bajo las estrellas. Saltaba y se agitaba, escupía y palpitaba, y los edificios caían bajo el fuego como hojas de hierba bajo la rueda gigante de John Wilkins.

Y se aproximaba, tan rápido que alcanzó a algunas personas que intentaban huir de él; se transformaron en fantasmas de humo y estallaron en llamas, sus formas veloces convirtiéndose en luz: el Éxtasis. Ese detalle no se le había escapado a Drake —lo señalaba— pero la multitud de petimetres de la corte no parecía estar interesada. Para Drake, esos hombres en particular habían sido demonios del infierno incluso antes de que Londres ardiese, porque eran los lameculos personales del rey Carlos II, y primer demonio del rey Luis XIV en persona. Ahora, aquí estaban, perversamente reunidos frente a su casa.

Daniel había estado agitando los brazos sobre la cabeza para llamar la atención de Drake, pero ahora comprendía que debía de ser una forma negra indefinida frente a un vasto resplandor, el objeto más interesante en el panorama de Drake.

Todos los cortesanos se habían vuelto hacia el interior del grupo, atentos al mismo hombre —incluso Drake le miraba. Daniel vio al lord alcalde, y pensó que quizás él fuese el centro de atención— pero el lord alcalde sólo tenía ojos para otro. Trasladándose a una posición diferente sobre el montón, Daniel finalmente vio a un hombre alto y oscuro vestido con ropas imposiblemente gloriosas y una vasta peluca, que se movía exasperado de un lado a otro. El hombre de pronto se trasladó hacia delante, cogió una antorcha de manos de un cobista, miró por última vez a Drake, y a continuación se inclinó y tocó la calle con el fuego. Una brillante estrella humeante corrió por el pavimento hacia la puerta principal de Drake, que habían derribado de antemano.

El hombre de la antorcha se volvió, y Daniel lo reconoció como Inglaterra.

Se produjo una especie de explosión preliminar de humanidad alejándose de la casa. Los cortesanos y mosqueteros formaron una multitud tras el rey para protegerlo de cualquier clavicordio volador. En lo alto del tejado, Drake apuntó un dedo a Su Majestad y levantó la Biblia para solicitar una nueva maldición. Por la madera ardiente que ahora caía de los Cielos como lanzas de fuego lanzadas por ángeles vengadores, debió de pensar, en esos momentos, que había representado un papel importante en el Día del Juicio. Pero ninguno golpeó al rey.

La chispa subía por los escalones de la entrada. Daniel se lanzó corriendo desde la pila de entrañas de casas, porque estaba bastante seguro de que podría correr más qué la chispa, llegar a la mecha y arrancarla antes de que tocase ningún barril de pólvora que hubiesen colocado en el salón de Drake. Su camino quedó bloqueado por los guardaespaldas personales del rey que corrían en sentido contrario. Miraron con curiosidad a Daniel mientras Daniel cambiaba de rumbo para rodearlos. Por el rabillo del ojo vio que uno de ellos comprendía lo que Daniel hacía, esa relajación del rostro, esa ampliación de los rasgos que sobrevenía a las caras de los estudiantes cuando de pronto comprendían. Ese hombre se apartó del grupo y se llevó un tubo de gran boca al hombro. Daniel miró la casa de su padre y vio la estrella penetrar en el pasillo oscuro. Se tensó para recibir la explosión, pero le vino desde atrás; al mismo momento recibió mordeduras en cientos de lugares y cayó de boca sobre la calle.

Se colocó de espaldas, intentando aplacar los fuegos de dolor que ardían por todo él, y vio su padre ascender a los cielos, sus ropas negras tornándose en una túnica de fuego. Su mesa, libros y reloj de pie no iban muy a la zaga.

—¿Padre?—dijo.

Lo que no tenía sentido, si el único sentido que exigías era el de la Filosofía Natural. Incluso suponiendo que Drake estuviese vivo en el momento en que Daniel le habló —una proposición arriesgada, ciertamente, y no el tipo de cosas que contribuía a la reputación de un joven en la Royal Society —estaba muy lejos, y se alejaba todavía más, rodeado de un rugido y tumulto apocalípticos, acosado por muchas distracciones, y probablemente sordo por la explosión. Pero Daniel acababa de ver estallar su casa y le habían disparado al mismo tiempo con un trabuco y todo sentido del estilo Filosofía Natural había huido de él. Iodo lo que quedaba para dar forma a sus actos era la lógica sentimental de un niño de cinco años al que su padre parece estar abandonando: lo que difícilmente era el orden correcto y natural de las cosas. Más aún, Daniel había tenido otros veinte años más para decirle cosas importantes a su padre. Había pecado contra Drake, se confesaría y le absolverían, y Drake había pecado contra él y sería necesario pedirle cuentas. Decidido a poner final a ese abandono terrible y antinatural, empleó el único medio de autopreservación disponible para un niño de cinco años: la voz. La que por sí misma no hizo más que agitar el aire. En un hogar lleno de amor, hubiese levantado alarma y proveído de ayuda.

—¿Padre? —dijo de nuevo.

Pero su hogar era una tormenta de ladrillos y tierra humeante, y su padre era una nube brillante. Como una teofanía del Viejo Testamento. Pero mientras que para YHWH las nubes de fuego eran una manifestación, una forma de presentarse ante Sus hijos, ésta se tragó a Drake y no lo escupió sino que lo hizo uno con el Mysterium Tremendum. Ahora quedaría para siempre oculto a Daniel.

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