El continente
A FINALES DEL VERANO DE 1683

 

Cuando una mujer queda así desolada y vacía de consejo, es igual que una bolsa de monedas o una joya arrojada al camino, presa fácil para el primero que pase.

 

DANIEL DEFOE, Moll Flanders

 

Jack va a luchar contra los turcos

Durante toda la primavera y todo el verano Jack había estado vigilando el tiempo. Había sido perfecto. Vivía con desacostumbrada comodidad en Estrasburgo. Se trataba de la ciudad en el Rin, anteriormente alemana y, muy recientemente, francesa. Estaba situada justo al sur de un país llamado el Palatinado que, por lo que Jack podía deducir, era una franja raída de tierra que bordeaba al Rin. Los soldados del rey Looie atacaban el Palatinado por el oeste, o los ejércitos del emperador lo violentaban y saqueaban por el este, cuando no se les ocurría nada mejor que hacer. A la persona al mando del Palatinado se la llamaba elector, que en esa parte del mundo significaba un tipo muy noble, más que un duque pero menos que un rey. Hasta muy recientemente los electores del Palatinado habían salido de una muy buena y noble familia, compuesta por demasiados hermanos para contarlos a todos, en su mayoría bastante magníficos; pero como sólo uno (el mayor) podía ser elector, todos los demás se habían marchado del país, para encontrar cosas mejores que hacer, o habían conseguido morir por métodos más o menos fascinantes. Finalmente el elector había muerto cediendo los asuntos a su hijo: un loco impotente llamado Carlos, a quien le gustaba montar representaciones de batalla alrededor del viejo castillo del Rin y que no valía para mucho más. La lucha era imaginaria, pero las trincheras, los asedios, la disentería y la gangrena eran reales.

Hasta ahora Jack se había ganado más o menos la vida, durante varios años, siendo un falso soldado en Francia, un puesto que había quedado arruinado por las insistentes reformas introducidas recientemente en el ejército francés por un tal Martinet. Cuando oyó hablar de ese elector loco, no había perdido el tiempo en correr al Palatinado y encontrar un lucrativo empleo como mosquetero fingido.

No mucho después, el rey Luis XIV de Francia había atacado la cercana ciudad de Estrasburgo y la había hecho suya, y como sucedía con frecuencia en las ciudades saqueadas de la época, se había producido un pequeño brote de la vieja amiga la Peste Negra. A la primera aparición de bubas en las entrepiernas y axilas de los pobres, los ricos de Estrasburgo habían cerrado sus casas y habían huido del país. Muchos se habían limitado a subirse a los botes y dirigirse corriente abajo por el Rin, lo que naturalmente los había hecho pasar frente a la ruina de castillo donde Jack y otros jugaban a la guerra para diversión de un loco elector palatino. Un estrasburgués rico había desembarcado del bote de río y había iniciado una conversación precisamente con Jack Shaftoe. No era común que los ricos hablasen con gente como Jack y, por tanto, todo el intercambio fue un misterio hasta que Jack notó que, sin que importase como se moviese él, el rico siempre encontraba un pretexto para situarse de cara al viento.

El rico contrató a Jack y dispuso que obtuviese algo llamado un Pase de Plaga: un documento grande con la tipografía gótica alemana y excursiones ocasionales en algo que parecía latín (cuando era deseable invocar la misericordia y la gracia de Dios) o francés (para hacerle la pelota al rey Looie, en estos momentos sólo un escalón por debajo de Dios).[37] Exhibiéndolo en los momentos adecuados, Jack pudo ejecutar su misión, que consistía en ir a Estrasburgo, dirigirse a la casa del rico, limpiar las cruces de tiza roja que la señalaban como casa infestada, arrancar las tablas que habían clavado sobre puertas y ventanas, echar a los ocupas, rechazar a cualquier saqueador y vivir allí durante un tiempo. Si, después de unas pocas semanas, Jack no había muerto por la peste, debía enviar recado de que era seguro para el rico regresar del retiro en el campo.

Jack había ejecutado la primera parte del encargo en algún momento de mayo pero, a principios de junio, de alguna forma había olvidado la última. Hacía mediados de junio llegó otro tipo con aspecto de vagabundo. El rico lo había contratado para que fuese a la casa, sacase el cuerpo de Jack para que no atrajese alimañas y luego viviese en ella durante un tiempo y, después de unas semanas, si no había muerto de la peste, enviase un recado. Jack, que ocupaba el dormitorio principal, acomodó al tipo nuevo en una de las habitaciones de los niños, le mostró la cocina y la bodega y le invitó a instalarse como en casa. A finales de julio, se presentó otro vagabundo y explicó que lo habían contratado para sacar los cuerpos de los otros dos, etcétera, etcétera.

El tiempo fue ideal durante la primavera y el verano: lluvia y sol en las proporciones ideales para el cultivo de cereales. Los vagabundos entraban y salían con libertad de Estrasburgo, dando grandes rodeos alrededor de los montículos de víctimas de la plaga en descomposición. Jack buscaba a los que habían venido del este, los regalaba con el brandy del rico, mantenía con ellos una conversación entrecortada en zargón y les dejaba claro dos hechos importantes: uno, que el tiempo había sido igual de bueno, si no mejor, en Austria y Polonia. Dos, que el gran visir kan Mustafa seguía asediando la ciudad de Viena encabezando un ejército de doscientos mil turcos.

Alrededor de septiembre, él y sus compañeros de ocupación se vieron en la necesidad de abandonar aquella buena casa. No se sintió infeliz. Fingir estar muerto no era algo que le resultase natural a un vagabundo. La población de la casa se había hinchado hasta alcanzar la docena y media, en su mayoría gente tediosa, y la bodega estaba casi vacía. Una noche Jack hizo que abriesen las contraventanas y encendiesen las velas, e interpretó el papel de anfitrión y señor de un gran baile de ocupas. Músicos vagabundos ejecutaron tonadas estridentes con chirimías y flautas metálicas, actores vagabundos representaron una comedia en zargón, los perros callejeros copularon en la capilla familiar y Jack, presidiendo a la cabeza de la mesa, vestido con los satenes del rico, casi se queda dormido. Pero incluso a pesar de la conmoción del baile, sus oídos detectaron el sonido de los cascos que se aproximaban, las espadas que salían de las vainas, las armas cargándose. Él desaparecía escaleras arriba mientras el propietario y sus hombres echaban la puerta abajo. Deslizándose por una cuerda de huida que tiempo atrás había atado a la barandilla del balcón, se dejó caer perfectamente sobre la montura del rico, la silla todavía caliente por haber sostenido el culo regordete del amo. Galopó hasta un cementerio para pobres en el límite de la ciudad donde había almacenado algunas provisiones en previsión de este evento, y se adentró en el camino bien aprovisionado de bacalao salado y galletas. Cabalgó hacia el sur durante toda la noche hasta que el caballo quedó agotado, quitándole a continuación la buena silla y arrojándola a una zanja, para cambiar luego el caballo por un pasaje al otro lado del Rin por cortesía de un encantado barquero. Al encontrar la carretera de Munich, se dirigió al este.

La cosecha de la cebada estaba en su apogeo, y en su mayoría tenía el mismo destino que Jack. Pudo subirse a un carro de cebada, y convencerles para que le dejasen atravesar el Neckar y el Danubio, diciéndole a la gente que iba a unirse a las legiones de la cristiandad para repeler la amenaza turca.

No era del todo mentira. Jack y el hermano Bob habían ido a Holanda en más de una ocasión como soldados bajo John Churchill, que pertenecía a la casa del duque de York. York pasaba mucho tiempo en el extranjero porque era católico y la mayoría de los ingleses le odiaba. Pero finalmente había regresado a casa. Bob, siendo un soldado leal, había regresado a casa con Churchill. Jack se había quedado en el continente, donde había más países, más reyes, y más guerras.

A la derecha, en la distancia, eran visibles unos grandes montículos oscuros. Como seguían allí varios días después, comprendió que debían ser montañas. Había oído hablar de ellas. Había caído en una caravana de carros perteneciente a un mercader de cebada de Augsburgo, que despreciaba los bajos precios de los cereales en el gran mercado de Munich y había decidido llevar su producto más cerca del lugar donde era necesario. Atravesaron durante días grandes planicies verdes, salpicadas de campesinos doblados que recogían la cosecha de cebada. Las iglesias eran todas papistas, claro, y en estas regiones tenían un aspecto extraño, con cúpulas con la forma de cebollas maduras encajadas sobre soportes esbeltos.

Con el paso de los días esas montañas se acercaron para recibirles, y a continuación llegaron hasta un río llamado Salzach que atravesaba el muro de montañas. Iglesias y castillos vigilaban el valle desde los precipicios de piedra. Un número interminable de caravanas de cebada se reunió, para chocar y fundirse con las legiones del Papa de Roma que venían desde Italia, y también con bávaros y sajones: desfiles de una milla de largo de caballeros voluntarios, decorados como caballeros de antaño con la cruz roja de los cruzados, obispos y arzobispos con los cayados enjoyados, regimientos de caballería que golpeaban la tierra como si fuese un tronco hueco, cada jinete acompañado por un cheval de bataille, uno o dos cheval de marche frescos, un cheval de poursuite para cazar venados o turcos y un cheval de parade para las necesidades ceremoniales, y los mozos de cuadra para cuidar de ellos. Había ejércitos de mosqueteros y, finalmente, una vasta y revuelta masa de piqueros descalzos, marchando con sus armas de veinte pies de largo apoyadas sobre los hombros, dando a las formaciones el aspecto de puercoespines cuando se encuentran de un humor tranquilo y complaciente y han aplanado las púas.

Allí el mercader de cebada de Augsburgo había encontrado finalmente un mercado y bien podría haber vendido su mercancía con un margen considerable. Pero la visión de la Cristiandad en guerra había inflado tanto su avaricia como su piedad, y le atenazó la pasión de seguir por el camino y ver qué maravillas se encontraban en el este. De la misma forma, Jack, valorando a los piqueros, y comparando sus harapos y pies descalzos con sus ropas de viaje robadas y las excelentes botas de piel, sospechaba que podría conseguir un trato mejor más cerca de Viena. Así que se unieron al flujo general y siguieron, en marchas cortas y confusas, hasta la ciudad de Linz, donde (según el mercader) había una Messe muy importante. Jack sabía que Messe era la palabra alemana para misa, y supuso que herr Augsburgo tenía la intención de asistir a un servicio en alguna gran catedral.

En Linz recorrieron la orilla sur del río Danubio. En la llanura que seguía al río había un buen mercado tragado y casi digerido por un vasto campamento militar, pero ninguna catedral.

¡Die Messe! —exclamó herr Augsburgo y fue en ese momento cuando Jack comprendió algo sobre la lengua alemana: como tenía un conjunto limitado de palabras, con frecuencia empleaba una palabra para indicar varias cosas diferentes. Messe no sólo significaba misa sino también un mercado.

En este mismo punto, otro ejército había llegado desde el norte y trabajosamente atravesaba el Danubio, goteando por los puentes de Linz y manteniendo ocupados a los barqueros de Linz durante todo el día y toda la noche, atravesando la corriente con los botes cargados de piezas de artillería, barriles de pólvora, metralla, raciones, equipaje, caballos y hombres; Jack Shaftoe hablaba algunas palabras de alemán. Había aprendido bastante francés y por supuesto sabía inglés y zargón. Los hombres que habían venido desde le norte no hablaban ninguna de esas lenguas, y no podía suponer si eran suecos, rusos o de alguna otra nación. Pero, un día, de los puentes y transbordadores surgieron vítores, mezclados con el tronar de miles de caballos de guerra, y desde el bosque de la orilla norte surgió la más majestuosa caballería que Jack hubiese visto en todos sus viajes por Inglaterra, Holanda y Francia. Encabezándola cabalgaba un hombre que no podía ser más que un rey. Bien, no era el primer rey de Jack, y había visto al rey Looie en más de una ocasión durante los desfiles militares franceses. Pero el rey Looie no hacía más que interpretar, era como un actor hijo de puta en un teatro del Southwark, vestido con ropas elegantes, actuando como imaginaba que actuaría un rey guerrero. El tipo que venía del norte no interpretaba, y atravesó el río con una expresión solemne en el rostro que presagiaba días amargos para el gran visir kan Mustafa. Jack deseaba saber quién era, y finalmente al encontrar a alguien que hablaba un poco de francés descubrió que lo que tenían allí era el ejército de Polonia-Lituania, y que su terrible rey era Juan Sobieski, quien había aceptado una alianza con el Sacro Imperio Romano para expulsar a los turcos hasta Asia, y su poderosa y reluciente caballería se llamaba los húsares alados.

Una vez que el rey Juan Sobieski y los húsares alados hubieron atravesado el Danubio y establecido el campamento, y se había dicho una Messe en el sentido religioso, y la emociones se habían calmado un poco, tanto herr Augsburgo el mercader de cebada y Jack Shaftoe el soldado vagabundo realizaron sus cálculos privados de lo que aquello significaba para ellos. Dos o (según los rumores) tres grandes fuerzas de caballería se encontraban ahora acampadas alrededor de Linz. Eran la vanguardia de formaciones mucho mayores de mosqueteros y piqueros, que tenían que comer. Las raciones se llevaban en carromatos y los carromatos los tiraban caballos. Todo era inútil sin la artillería, de la que, también, tiraban los caballos. Lo que al final daba, por tanto, la más grande y competitiva Messe de cebada del mundo. Los precios triplicaban los del estrecho del Salzach y eran diez veces mayores que en Munich. Herr Augsburgo, habiendo escogido con cuidado el momento, atacó, enfrentando a los compradores de cebada de Juan Sobieski contra los de lores bávaros, sajones y austríacos.

Por su parte, Jack comprendió que una fuerza de caballería tan señorial, tan magnífica, como los húsares alados no podía existir, ni por un día, sin una vasta multitud de campesinos especialmente miserables que lo hiciese posible, y que un número tan grande de campesinos no podía mantenerse en condiciones tan míseras durante mucho tiempo a menos que los lores de Polonia-Lituania fuesen hombres especialmente crueles. Efectivamente, después del llamativo cruce del Danubio por parte de Juan Sobieski, una niebla gris de desgraciados se filtró por el bosque y se coaguló en la orilla norte del río. Jack no quería ser uno de ellos. Así que fue a buscar a herr Augsburgo, sentado en un carro de cebada vacío rodeado por sus ganancias: notas de cambio emitidas por casas de comercio en Génova, Venecia, Lyon, Amsterdam, Sevilla y Londres, apiladas en alto sobre las maderas del carro y sujetas por piedras. Subido al carromato, Jack el soldado se convirtió, durante un cuarto de hora, en Jack el actor. En el mal francés que herr Augsburgo comprendía más o menos, habló del inminente Apocalipsis frente a las puertas de Viena, y su disposición, no, deseo, de morir en medio del mismo, y sus esperanzas llenas de oraciones de que al menos se pudiese llevar a un turco con él, o en su caso, infligir alguna pequeña herida a un turco, ya fuese por golpearle con un palo afilado o lo que tuviese a mano, de forma que dicho turco se distrajese o retrasase el tiempo justo para que otro soldado de la cristiandad, armado con un arma de verdad, como un mosquete, pudiese apuntar y matar a dicho turco. Todo esto entremezclado con muchas referencias bastante papistas a Dios y citas que sonaban a bíblicas que Jack afirmaba haber memorizado del Apocalipsis.

En cualquier caso, tuvo el efecto deseado, que herr Augsburgo, como contribución al Apocalipsis, fuese con Jack a un mercado de armamento en el centro de Linz y le comprase un mosquete y otros elementos.

Equipado de tal suerte, Jack fue y ofreció sus servicios a un regimiento austríaco. El capitán prestó igual atención al mosquete de Jack y a sus botas. Los dos elementos eran impresionantes en grado máximo. Cuando Jack demostró que efectivamente sabía como cargar y disparar el arma, se le ofreció un puesto. Así fue como Jack se convirtió en mosquetero.

Pasó las siguientes dos semanas observando las espaldas de otros hombres a través de nubes de polvo, y pisando tierra que ya habían pisado otros millares de hombres y caballos. Tenía los oídos llenos de los golpes de pies, botas y cascos, los gemidos de los carros de cebada demasiado cargados, las exhortaciones sin sentido de los carreteros, canciones en lenguas desconocidas y el resonar de trompetas y el golpear de tambores por parte de los encargados de señales de los regimientos que intentaban desesperadamente que sus muchedumbres no se mezclasen con muchedumbres extranjeras.

Tenía un enorme sombrero de fieltro de color gris-marrón con una gigantesca ala que era preciso fijar por un lado para que no cayese y le cegase. Los mosqueteros más veteranos tenían bonitos broches de plumas para ese propósito, pero Jack se las arreglaba con un alfiler. Como todos los mosqueteros ingleses, Jack llamaba a su arma Brown Bess. Era del diseño más reciente, el percutor contenía un pequeño tornillo que sostenía un fragmento de pedernal, y cuando Jack presionaba el gatillo, salía disparado y golpeaba con fuerza contra una placa de acero sobre la cazoleta de la pólvora, llenando la cazoleta con chispas y encendiéndola en la mayoría de los casos. La mitad de las formaciones de mosqueteros llevaban armas más antiguas sin pedernal llamadas arcabuces. Cada uno de esos arcabuceros tenía que ir por ahí con una cuerda larga y rizada enhebrada entre los dedos, uno de cuyos extremos estaba siempre humeando, contando con que no se humedeciese y se acordase de soplarlo con frecuencia. Sujeto al mismo tipo de mecanismo que sostenía el fragmento de pedernal de Jack, encendía la pólvora, casi siempre, por contacto directo.

Jack, como todos los otros mosqueteros, se pasaba un cinturón de cuero sobre el hombro del que colgaba una docena de receptáculos de madera del tamaño de un pulgar y con su misma forma, cada uno cerrado con su propio tapón, cada uno del tamaño justo para contener una carga de pólvora para el arma. Había un cuerno de pólvora que se usaba para rellenarlos durante los respiros. En el punto más bajo de la bandolera había una bolsita que contenía una docena de bolas de plomo.

Una compañía estaba formada por unos doscientos hombres como Jack corriendo por ahí formando un cuadrado bien apretado, no porque disfrutasen de las multitudes sino porque de esa forma al enemigo le resultaba más difícil acercarse a ellos a caballo blandiendo un arma con filo y cortarlos en trocitos. La razón por la que resultaba más difícil se debía a que en el centro del cuadrado había un cuadrado más pequeño compuesto por hombres cargando palos puntiagudos extremadamente largos llamados picas. Las dimensiones del cuadrado y la longitud de las picas estaban calculadas de forma que cuando las picas apuntaran hacia el enemigo (haciéndolas pasar entre los mosqueteros que las rodeaban) las puntas sobresaldrían más allá del borde de la formación —siempre que los mosqueteros se mantuviesen bien juntos—, lo que desanimaba a los jinetes y los limitaba a acercarse y cebarse en los mosqueteros cuando éstos se dedicaban al ritual de recarga, que, incluso en las mejores circunstancias, parecía llevar tanto tiempo como una Misa.[38]

Ése era el plan general. No se había aclarado qué sucedería exactamente cuando los turcos tensasen sus arcos llamativamente curvados e hiciesen llover flechas con punta de hierro sobre esas formaciones. En cualquier caso, desde Linz en adelante, Jack caminó en medio de semejante organización. Producía muchos, muchos ruidos, y cada uno de ellos se podía remontar hasta un recipiente de madera lleno de pólvora. A diferencia de una compañía de arcabuces, no emitía humo, y no se oían soplidos.

Se apartaron del Danubio, dejándolo a la izquierda, y luego las formaciones se apilaron unas sobre las otras porque ahora iban colina arriba, asaltando la cola de esa cordillera montañosa. Los tambores y trompetas, ahora apagados por los árboles, resonaban en los valles fluviales a medida que las formaciones se dividían una y otra vez, encontrando pasos por entre las colinas. Jack se encontraba confuso con frecuencia, pero cuando no lo estaba, le parecía que los polacos estaban a su derecha, los bávaros y sajones a la izquierda.

Comparadas con las colinas de Inglaterra, éstas eran altas, inclinadas y con muchos bosques. Pero entre ellas había amplios valles que facilitaban la marcha, e incluso cuando tenían que subir las colinas, en lugar de colarse entre ellas, el paso era más fácil de lo que parecía, los árboles eran altos y esbeltos, con desnudos troncos blancos, y la poca maleza que había ya la había aplastado el paso de los otros para cuando Jack llegaba hasta ella.

La única forma en que supo que había alcanzado las inmediaciones de Viena fue que dejaron de avanzar y empezaron a acampar. Montaron un vivaque en un estrecho valle donde el sol se levantaba tarde y se ponía pronto. Algunos de los hermanos de armas de Jack se mostraban impacientes por continuar, pero él comprendía que el Ejército de la Cristiandad se había convertido en una inmensa maquinaría para convertir la cebada en mierda de caballo y que la cebada se terminaría pronto. Pronto tendría que pasar algo.

Después de haber acampado durante dos noches, Jack sé escapó una mañana antes del amanecer y subió colina arriba hasta que el terreno quedó plano bajo sus pies. Lo hizo en parte para alejarse del pestazo del campamento y en parte porque deseaba dar un vistazo a la ciudad desde lo alto. La luz roja del sol se entretejía por entre los árboles blancos mientras él caminaba hacia un acantilado alto desde el que podría ver bien varias millas hasta la ciudad.

Viena era una ciudad pequeña reducida aún más por sus propias defensas, rodeadas a su vez por una enorme ciudad turca de sólo unos meses de antigüedad. La ciudad en sí, entonces, era la parte más pequeña de lo que veía, pero era al resto como un cáliz a una catedral. Incluso a millas de distancia podía ver que se trataba de un lugar miserable, no se podían ver calles reales, sólo las tejas rojas de altos edificios flacuchos que alcanzaban hasta seis y siete pisos de altura, y entre ellos gargantas oscuras que indicaban calles, que podía suponer eran trincheras sin sol, llenas de mierda arrojada y voces chillonas. Podía ver la mancha espumosa de la ciudad extenderse por el canal adyacente, corriente abajo, hasta el mismo Danubio, y por el color casi podía afirmar que se estaba produciendo una epidemia, como así era en el campamento turco.

Ligeramente apartado del centro de Viena se encontraba el edificio más alto que Jack hubiese visto nunca, una catedral con una torre en punta coronada por un curioso símbolo, una estrella encajada en el arco de una luna creciente, como un palo encajado en la boca de un tiburón. Parecía un mapa profético de toda la escena. Viena quedaba protegida al norte por un canal separado del Danubio, que formaba un foso alrededor de la ciudad por ese lado y luego volvía a reunirse con el río. Habían destruido los puentes, para que nadie pudiese entrar o salir por ese lado. El resto de la ciudad estaba rodeado por el campamento turco, más estrecho en los dos puntos que tocaban el río, y en medio tan grueso como la propia Viena, es decir, un creciente con la ciudad atrapada entre sus cuernos. Se trataba de un mundo agitado al viento de tiendas, banderas y banderines de colores paganos, con las ruinas de los suburbios quemados de Viena sobresaliendo aquí y allá como las costillas de barcos siniestrados en el mar espumoso.

Entre el campamento turco y la ciudad cristiana se encontraba un cinturón que una persona ingenua consideraría un terreno vacío (pero curiosamente esculpido y marcado). Jack, un profesional entrenado, entrecerrando los ojos y moviendo la cabeza de un lado a otro, podía imaginar que estaba tan densamente atravesado por líneas de visión y arcos de cañón y otras fantasías de ingenieros como el espacio sobre la cubierta de un barco con sus aparejos y cuerdas. Porque ese corredor entre campamento y ciudad había sido reclamado por los ingenieros, como descubriría cualquiera que pusiese el pie en él el tiempo que le llevaría a una bala de mosquete cubrir la distancia. Jack se había dado cuenta de que el Imperio ingeniero crecía a medida que los más antiguos se debilitaban. De igual forma que los turcos y francos tenían sus propios estilos de construcción, los ingenieros también ensayaban, una y otra vez, las mismas formas: muros inclinados, reforzados por tierra (para desviar y absorber las balas de cañón), dispuestos en zigzags anidados, un baluarte en cada esquina desde el que disparar a cualquiera que intentase trepar los muros vecinos. Oh, Viena tenía un muro tradicional anterior a los ingenieros: una gruesa cortina de albañilería, almenada en lo alto. Pero ahora no era más que una curiosidad de anticuario, rodeada y humillada por las nuevas obras.

Además de la catedral, sólo había otro edificio en Viena que mereciese una segunda mirada, y se trataba de un enorme y gran edificio de color crema y con muchas ventanas, de cinco pisos de alto y la longitud de un tiro de arco, construido junto en el borde de la ciudad y que se elevaban bien por encima de la muralla, con alas tras los patios cubiertos que Jack no había visto nunca. Era evidentemente el palacio del Sacro Emperador Romano. El tejado era alto e inclinado —mucho espacio para el ático— con una fila de diminutas buhardillas coronadas por graciosas cúpulas de cobre como cascos con punta. Cada buhardilla disponía de una ventanita, y a través de una de ellas (aunque la distancia era enorme) Jack se convenció de poder ver una figura vestida de blanco que miraba al exterior. Quería pensar en algo que implicase una princesa atrapada, un arrojado rescate y una recompensa; sin embargo, entre él y quien fuese que miraba por la ventana se interponían varias complicaciones, a saber, directamente debajo del palacio, un enorme baluarte penetraba en la tierra de nadie, como un gigantesco arado dividiendo un campo vacío, y contra esa misma fortaleza el gran visir había decidido montar el ataque.

Aparentemente, los turcos habían tenido demasiada prisa para acarrear piezas de asedio hasta la misma Hungría, por lo que estaban desmontando el trabajo de los ingenieros paletada a paletada. Las murallas y baluartes de Viena habían tenido formas regulares, por lo que la labor de los turcos era tan evidente como una topera en medio del campo de bolos de un duque. Habían excavado una metrópoli de trincheras en lo que había sido una zona perfectamente plana. Cada trinchera estaba rodeada por la tierra que habían sacado de ella, lo que le daba el aspecto hinchado de una herida infectada. Algunas de esas trincheras llegaban directamente desde el corazón del campamento turco hasta el palacio del emperador, pero no eran más que las grandes trincheras avenidas desde las que brotaban incontables trincheras-calles a derecha e izquierda, corriendo en general paralelas a las murallas de la ciudad, y espaciadas lo justo para evitar que colapsasen. Las trincheras eran como travesaños en una escalera horizontal por la que había avanzado los turcos hasta llegar al pie de los primeros revellines: obra externa en forma de cabeza de flecha entre baluartes. Allí habían penetrado bajo tierra para socavar los revellines, habían llenado las galerías con pólvora negra y los habían volado, creando avalanchas allí donde habían estado los muros, como lo que sucede cuando la cera fundida cae de la parte superior de una vela y afea su forma regular con cataratas grumosas. A continuación, se habían cortado nuevas trincheras por entre los montones irregulares de escombros, llevando a los turcos a una posición desde la que podían disparar los mosquetes contra las murallas de la ciudad, para proteger a sus zapadores y mineros a medida que avanzaban, zanja a zanja, sobre el foso seco. Ahora atacaban de la misma forma el gran baluarte directamente frente al palacio. Pero era una guerra de estilo gradual, como observar la absorción de una valla de piedra por parte de un árbol, y en este momento no sucedía nada.

Todo bien y correcto; pero la pregunta que Jack tema en mente era: ¿dónde podría encontrarse el mejor botín? Escogió algunos blancos probables, tanto en el campamento turco como en la propia ciudad de Viena, y memorizó algunas referencias geográficas, de forma que pudiese encontrar lo que deseaba cuando las cosas se llenasen de humo y confusión.

Cuando se volvió para regresar al campamento, descubrió que había otro hombre en lo alto de la colina, a un tiro de piedra: un monje u hombre santo, quizá, porque estaba vestido con un basto hábito de arpillera, sin adornos. Pero a continuación el tipo sacó una espada. No era uno de esos estoques delgados como agujas, como los que los petimetres se clavaban unos a otros en las calles de Londres o París, sino una especie de reliquia de las cruzadas, un instrumento para dos manos con sólo una cruz en lugar de una defensa adecuada, algo similar a lo que Ricardo Corazón de León hubiese empleado para degollar camellos en las calles de Jerusalén. El hombre se apoyó en el suelo sobre una rodilla, y lo hizo con brío y entusiasmo. Ves a un rico arrodillarse en una iglesia y le lleva dos o tres minutos, y puedes oír el restallar de las rodillas y tendones, y se tambalea de un lado a otro, creando un poco de alarma entre los sirvientes que le sostienen. Pero este bruto se arrodilló con facilidad, incluso con lujuria si tal cosa fuese posible, y mirando a la ciudad de Viena plantó la espada en el suelo para que se convirtiese en una cruz de hierro. La luz del amanecer le iluminaba directamente el rostro canoso y también se reflejaba en la hoja de acero y relucía en algunas joyas de colores indiferentes montadas en el mango y la cruz. El hombre inclinó la cabeza y se dedicó a murmurar en latín. La mano que no agarraba la espada iba repasando un rosario, —la indicación de Jack para que saliera de escena por la derecha. Justo cuando se iba reconoció al hombre de la espada como el rey Juan Sobieski.

 

Alivio de Viena

Más tarde esa misma mañana, a cada hombre se le hizo entrega de una ración de coñac, ya que era un axioma militar que un soldado borracho era un soldado eficiente. El coñac ofreció a los hombres, al fin, algo con lo que apostar, por lo que de los bolsillos salieron dados y cartas. Tal cosa llevó a que Jack acabase con media docena de raciones de coñac en el estómago, y a que sus compañeros de armas le mirasen con furia y murmurasen feas acusaciones en lenguas bárbaras. Pero a continuación sonaron las trompetas y resonaron los tambores y todos se pusieron en pie (Jack apenas), y de nuevo algunas horas más de caminar mirando las espaldas de los hombres frente a él, el horizonte en todas direcciones convertido en un pelaje de bayonetas y picas.

Como una tormenta caída desde las montañas, las compañías y regimientos fluyeron entre árboles a los barrancos y de los barrancos a los valles, reuniéndose en una atronadora riada oscura que finalmente atravesó la planicie y corrió hacia Viena.

La artillería comenzó a disparar, primero de un lado, luego del otro. Pero si las balas de cañón de los turcos descuartizaban a los hombres, tal cosa no sucedía cerca de Jack. Se movían el doble de rápido. Dejaron atrás el limpio aire cálido y penetraron en tormentas de polvo, luego pasaron de las tormentas de polvo a bancos permanentes de humo de pólvora.

A continuación la tierra pareció encogerse bajo sus pies y toda la formación pareció asustarse, hombres cayendo unos sobre otros, y el humo se estremeció y se apartó. A través del humo se agitaron reflejos de oro y metal pulido, y Jack comprendió que justo a su flanco el rey Juan Sobieski cargaba contra los turcos a la cabeza de sus húsares alados.

Mucho después de que hubiesen pasado seguían lloviendo los terrones de tierra. Tras la estela de los polacos quedó un pasillo vacío que atravesaba el campo de batalla, y de pronto Jack no tenía a ningún hombre delante. Una yarda de espacio abierto era más invitadora que una jarra de cerveza. No podía no correr hacia adelante. Los otros hombres hicieron lo mismo. La formación quedó rota y hombres de diversos regimientos se limitaron a seguir el camino dejado por la caballería polaca. Jack siguió el mismo camino, en parte por el deseo de no quedar aplastado por los hombres que venían tras él y también para alcanzar el botín. Prestaba cuidadosa atención a los sonidos de los cañones turcos, o el estruendo de los húsares en retirada, que volviesen presa del pánico, pero no oyó nada de eso. Se oían muchos disparos de mosquete, pero no las oleadas atronadoras del combate organizado.

Casi tropezó con un brazo cortado, y vio que estaba vestido con una curiosa tela oriental. Después de los miembros llegaron los cuerpos, en su mayoría turcos, algunos ataviados con finas cotas de malla adornadas con insignias enjoyadas y estrellas de oro. Los hombres que le rodeaban vieron lo mismo, y se alzaron los vítores. Ahora todos corrían, y se separaban cada vez más, dispersándose hacia un lugar que, entre el polvo y el humo, Jack sabía que era una ciudad, quizá no tan grande como Londres, pero mucho mayor que, digamos, Estrasburgo o Munich. Era una ciudad de tiendas: enormes conos sostenidos por postes centrales y fijados a los lados por muchas líneas radiantes, y con cortinas que colgaban de los bordes de los conos para formar las paredes. Las tiendas no estaban fabricadas con una tela basta sino con un material bordado, decorado con crecientes, estrellas y palabras sinuosas.

Jack corrió al interior de una tienda y se encontró con una gruesa alfombra bajo los pies, con un dibujo tejido en forma de flores hermanadas, y a continuación descubrió a un gato del tamaño de un lobo, con un pelaje dorado y manchado, encadenado a un poste, con un collar enjoyado alrededor del cuello. Nunca antes había visto un gato del tamaño suficiente para devorarlo por completo, por lo que retrocedió para salir de la tienda y siguió vagando. En la intersección de grandes avenidas, descubrió una fuente alicatada con enormes peces de colores que nadaban en su interior. El agua que salía se derramaba en una zanja que llegaba hasta un jardín plantado con dulces flores blancas.

Un árbol crecía en un macetón, con las ramas pesadas con extraños finitos y habitadas por pájaros verde esmeralda y rojo rubí de picos ganchudos, que le gritaron complejas maldiciones en alguna lengua que jamás había oído. Un turco muerto con un enorme bigote encerado y un turbante de seda color asalmonado yacía tendido en un baño de mármol lleno de sangre. Otros piqueros y mosqueteros vagaban por allí, demasiado pasmados para dedicarse al pillaje.

Jack tropezó y cayó de cara sobre una tela roja, luego se puso en pie para descubrir que había pisado una bandera escarlata de veinte pies de lado, bordada en hilo dorado con espadas y letras paganas. Era demasiado grande para llevársela, así que la dejó allí, y vagó por entre calles y avenidas de tiendas salpicadas de linternas plegables, quemadores de incienso de plata labrada, mosquetes con culatas taraceadas con madreperla, lapislázuli y oro, granadas de mano del tamaño de pomelos, turbantes sujetos con insignias enjoyadas, tambores de mano, y morteros de asalto del tamaño de cubas, con la munición cerca, medio cubierta por una telaraña de mechas. Estandartes, con largas borlas de crin de caballo, coronados por lunas crecientes de metal boqueando al cielo como un muerto. Aljabas adornadas y baquetas desechadas, tanto de madera como de hierro. Arcabuceros bávaros perdidos corrían de un lado a otro, con las cuerdas humeantes todavía enhebradas entre los dedos, reluciendo en rojo por el viento de su movimiento de forma que se manifestaban entre el polvo y el humo como oscilantes chispas rojas, arrastrando tras ellos vaporosos tentáculos de humo.

A continuación se oyó cerca el sonido de cascos acercándose y Jack se volvió para mirar a la cara de un caballo, con una reluciente armadura. Encima del animal un hombre armado ataviado con un casco alado, que le gritaba en lo que ahora reconocía como polaco, sosteniendo unas riendas. Las riendas pertenecían a un segundo caballo, un cheval de bataille, también con una lujosa armadura, pero de un estilo totalmente diferente, adornada con crecientes en lugar de cruces, y estribos cuadrados de metal. Debía ser el caballo de batalla de algún señor turco. El húsar alado le alargaba las riendas a Jack y aullaba órdenes en su lengua marcada y sarcástica. Jack alargó la mano y aceptó el puñado de riendas.

¿Ahora qué? ¿El lord polaco quería que Jack se subiese al caballo y cabalgase con él por el campo de batalla? ¡No era probable! Señalaba al suelo, repitiendo una y otra vez las mismas palabras hasta que Jack asintió, fingiendo comprender. Finalmente, sacó la espada, apuntó al pecho de Jack y dijo algo muy poco amable antes de alejarse galopando.

Ahora Jack comprendía: ese húsar alado tenía grandes ambiciones para el pillaje del día. Muy pronto había encontrado ese caballo. Era un premio que se merecía conservar, pero no haría más que retrasarle si intentaba llevarlo con él. Si lo ataba a un árbol, alguien lo robaría. Así que buscó a un campesino armado (para él, todo el que iba a pie era un campesino) y lo alistó como una especie de amarre de carne y hueso. El trabajo de Jack consistía en permanecer de pie e inmóvil sosteniendo las riendas hasta que el húsar alado regresase, todo el día si fuese preciso.

Jack apenas tuvo tiempo para reflexionar sobre el aspecto fundamentalmente poco razonable de ese plan cuando una bestia apareció corriendo de entre el humo, dirigiéndose hacia él, para luego cambiar de dirección y pasar a su lado. Era lo más extraño que Jack hubiese visto jamás, ciertamente digna del Libro de las Revelaciones: de dos patas, con plumas, por tanto, posiblemente, un pájaro. Pero más alta que un hombre, y aparentemente incapaz de volar. Corría con el paso de un pollo, golpeando el aire con el pico cada vez que daba un paso para mantener el equilibrio. El cuello era tan largo y estaba tan desnudo como el brazo de Jack y tan arrugado como él mismo.

Tras él apareció corriendo una pequeña multitud de soldados de infantería.

Bien, Jack no tenía ni la más remota idea de qué era ese gigantesco pájaro peripatético (suponiendo que fuese un pájaro). No se le había ocurrido perseguirlo, excepto quizá por curiosidad. Pero sin embargo ver a otros hombres esforzándose, con esas miradas de desesperación en el rostro, le generó el potente impulso de hacer lo mismo. Debían estar persiguiéndolo por alguna razón. Debía valer algo, o ser bueno para comer.

El pájaro había pasado muy rápido, dejando atrás con facilidad a los desdichados perseguidores. Nunca lo pillarían. Por otra parte, Jack sostenía las riendas de un caballo, y (empezó a darse cuenta) se trataba de un magnífico caballo, con una silla como no había visto nunca, decorada con hilos de oro.

Probablemente no se le había ocurrido a ese húsar alado que Jack sabría montar a caballo. En su zona del mundo, un siervo no sabría montar a caballo de la misma forma que no sabría hablar latín o bailar un minueto. Y desobedecer la orden de un lord armado era todavía menos probable que cabalgar por ahí.

Pero Jack no era escoria polaca, descalzo y encadenado a la tierra, ni siquiera escoria francesa, con zuecos de madera y esclavo del sacerdote y el recaudador de impuestos, sino escoria inglesa con buenas botas, equipada con ciertos derechos concedidos por Dios que se encontraban (decía el rumor) redactados en una Carta de algún lugar, y equipado con un arma cargada. Se subió al caballo como un lord, lo hizo virar con facilidad, alargó la mano y le dio un golpe en el culo y salió cabalgando. En unos momentos había atravesado el grupo de hombres que esperaba atrapar al pájaro gigante. Su única esperanza había sido que la presa olvidase que la perseguían y dejase de correr. Jack no tenía intención de permitir que sucediese tal cosa, así que clavó las espuelas de sus botas en los laterales de la montura y salió tras el pájaro de una forma que estaba calculada para hacerle correr como si lo persiguiese el diablo. Cosa que hizo, y Jack galopó tras él, dejando muy atrás a la competencia. Pero el pájaro era asombrosamente rápido. Mientras corría, extendía las alas de un lado a otro como la barra de equilibrio de un acróbata. Al ver esas alas desde atrás, Jack recordó los adornos que había visto en los sombreros de los nobles caballeros franceses, y sus amantes, durante los desfiles militares: eran plumas de, cómo lo llamaban…, avestruz.

Ahora comprendía la razón de esa alegre persecución: el avestruz, si lo capturaban, podría desplumarse, y esa plumas venderse allí donde se venden los productos de tierras exóticas, a cambio de plata.

Bien, calculó Jack. Si recorría todo el campamento turco, podría encontrar cosas mejores que saquear, pero las legiones de la cristiandad recorrían como salvajes el lugar y era probable que otros las hubiesen encontrado primero. Las mejores cosas se las quedarían los lores a caballo, y a los mosqueteros y piqueros no les quedaría más que reñir por fruslerías. Las plumas del avestruz no eran el mejor premio del campamento, pero un pájaro en mano valía más que ciento volando, y a ése casi lo tenía en la mano. Las plumas de avestruz eran pequeñas y ligeras, fáciles de ocultar a los ojos y dedos inquisitivos de los agentes de aduanas, y no costaría cargarlas hasta el otro extremo de Europa si fuese necesario. Y a medida que continuaba la persecución sus posibilidades mejoraban, porque el avestruz corría alejándose del ruido y la conmoción, tendiendo hacia la zona del campamento del Gran Turco donde no pasaba nada. Si al menos se quedase quieto el tiempo suficiente para derribarlo con un disparo de mosquete.

El avestruz se agitó, chilló y desapareció. Jack refrenó la montura y se acercó con cuidado, y llegó al borde de una trinchera. No tenía ni la más remota idea de dónde estaba, pero la trinchera parecía una de las grandes. Hizo avanzar al caballo, esperando que se resistiera, pero en su lugar avanzó con alegría, plantando con cuidado los cascos sobre la tierra suelta de las paredes inclinadas de la trinchera y descendiendo. Jack vio huellas recientes del avestruz en el lodo del fondo, y puso al caballo a trotar en esa dirección.

Cada pocas yardas, una trinchera más pequeña intersectaba a la suya. Ninguna de las trincheras tenía las estacadas de afilados palos apuntando al exterior que los turcos hubiesen instalado de haber esperado un ataque, y por lo tanto Jack dedujo que esas trincheras no pertenecían a las obras exteriores del campamento, que se habían instalado para defenderlo de los ejércitos de cristianos que lo rodeaban. Esas trincheras, por tanto, debían formar parte del asalto contra Viena. El humo y el polvo eran tales que Jack no podía ver si la ciudad quedaba al frente o detrás del avestruz y él. Pero observando que la tierra se había apilado a un lado de esas trincheras, para proteger a los ocupantes de los disparos de mosquete, cualquier tonto podría decir en qué dirección caía la ciudad. El avestruz se dirigía hacia Viena, y por tanto Jack también.

Las paredes de la trinchera grande se volvieron más altas e inclinadas, hasta el punto de que tenían que sostenerlas con pilares y apuntalar las paredes con troncos cortados. Entonces de pronto los muros se curvaron sobre su cabeza formando un arco. Jack refrenó el caballo y miró al túnel oscuro, de tamaño suficiente para que dos o tres jinetes cabalgasen juntos. Estaba cortado en la base de una colina alta que se elevaba de pronto en medio de un terreno generalmente plano. A través de una momentánea división de las nubes de humo, Jack levantó los ojos y vio el rostro mutilado del gran baluarte alzándose frente a él, y entrevió el alto tejado del palacio del emperador allá atrás.

Debía ser una mina, una enorme, que los turcos habían excavado bajo el baluarte con la esperanza de volarlo hasta el cielo. Habían cubierto el suelo del túnel con troncos que el peso de bueyes y carros que servían para sacar la tierra y meter la pólvora habían hundido en el lodo. En el fango, Jack podía ver las pisadas del avestruz. ¿Por qué el pájaro iba a limitarse a enterrar la cabeza en la arena cuando podía meterse por completo bajo tierra y así no tener ni que inclinarse? A Jack no le gustaba la idea de seguirlo, pero ya había lanzado el dado; en lo que a pillaje se refería, era el avestruz o nada.

Como esperaría uno en cualquier operación minera bien organizada, había antorchas disponibles cerca de la entrada, empapándose cabeza abajo en un bote de aceite. Jack agarró una, la metió entre los carbones de un fuego moribundo hasta que surgió la llama y luego hizo avanzar el caballo por el túnel.

Lo habían apuntalado muy bien para evitar que se desmoronase. El túnel descendía suavemente durante un rato, hasta que atravesaba el nivel freático y se convertía en un lodazal desagradable, y luego volvía a subir. Jack vio luz frente a él. Comprobó que el suelo del túnel estaba cubierto de líneas brillantes de sangre humeante. Eso disparó lo poco que Jack tenía de instintos prudentes: lanzó la antorcha a un charco y empujó al caballo para que avanzase lentamente.

La luz frente a él iluminaba un espacio mucho mayor que el túnel: una sala excavada bien por debajo… ¿de dónde? Recordando los últimos minutos de trote, Jack comprendió que habían cubierto una larga distancia —debía haber pasado por completo bajo el baluarte—, al menos hasta la muralla interior de la ciudad. Ya medida que se acercaba a las luces (varias antorchas grandes), podía ver que las obras de los turcos y los maderos de soporte estaban todos imbricados con los que habían plantado en la tierra hacía cientos de años; soportes embreados, clavados unos junto a otros, y bases de piedras y ladrillos unidos por argamasa. Los turcos habían cavado atravesando los cimientos de algo enorme.

Siguiendo los riachuelos de sangre hasta el espacio iluminado, Jack vio algunas tiendas pequeñas, brillantes y ondeantes que habían montado, por alguna incomprensible razón turca, en medio de esta cámara. Algunas seguían en pie, otras se habían derrumbado sobre el suelo. Un par de hombres batían las alegres tiendas con golpes secos de espada. El avestruz se mantenía a un lado, inclinado la cabeza con curiosidad. Las tiendas caían al suelo con la sangre fluyendo de ellas.

¡Había personas en esas tiendas! Las estaban ejecutando, una a una.

Sería fácil matar al avestruz con un disparo de mosquete, pero tal gesto ciertamente llamaría la atención de esos ejecutores turcos. Eran tipos de aspecto formidable con sables considerables, los únicos turcos que Jack había visto en todo el día que seguían con vida, y los únicos que se encontraban en condiciones para ejecutar violencia contra los cristianos. Prefería dejarlos en paz.

Un sable golpeó la parte superior de una de esas coloristas tiendas, y una mujer gritó. Un segundo golpe la silenció.

Por tanto, eran mujeres. Probablemente uno de esos famosos harenes. Jack se preguntó, ociosamente, si las alondras del lodo del este de Londres le creerían si regresase a casa y afirmase haber visto un avestruz vivo y un harén turco.

Pero pensamientos como ése quedaban desplazados por otros. Había llegado uno de esos momentos: a Jack se le había presentado la oportunidad de ser estúpido de una forma mucho más interesante que ser astuto. Esos momentos parecían presentarse ante Jack cada pocos días. Casi nunca se le presentaban a Bob, y a Bob le sorprendía que dos hermanos, viviendo vidas similares, pudiesen ser tan diferentes que uno tuviese la oportunidad de ser temerario e imprudente continuamente, mientras que el otro casi nunca era así. Jack llevaba todo el día esperando la llegada de este momento. Había supuesto, hasta hacía unos momentos, que ya había llegado: es decir, cuando se había decidido a montar el caballo y cabalgar tras el avestruz. Pero allí tenía una rara oportunidad de una estupidez aún más flagrante y gloriosa.

Bien, Bob, que llevaba muchos años estudiando a Jack con atención, había observado que a la llegada de esos momentos, Jack quedaba invariablemente poseído por algo sobre lo que Bob había oído hablar en la iglesia llamado el Demonio de la Perversidad. Bob estaba convencido de que el Demonio de la Perversidad cabalgaba silencioso sobre el hombro de Jack susurrándole malas ideas al oído, y que el único elemento equilibrador era el propio Bob, de pie a su lado, aconsejando sentido común, prudencia, cautela y otras virtudes puritanas.[39]

Pero Bob estaba en Inglaterra.

—Entonces, será mejor que acabe con esto —murmuró Jack, y clavó con vigor las espuelas en el corcel turco y avanzó galopando. Uno de los turcos levantaba en ese mismo momento el sable para derribar la última de las mujeres vestidas con tiendas. Y así lo hubiese hecho, excepto que esa mujer se apartó con rapidez (en la medida en que una persona vestida de esa forma podía hacerlo), forzando un aplazamiento del ataque. El turco se movió hacia delante, directamente en el camino de Jack y el caballo de Jack, que se limitaron a derribarlo. Estaba claro que el caballo estaba muy bien entrenado en esa maniobra, Jack registró la nota mental de tratar al animal con cariño.

A continuación, con una mano, Jack dio un fuerte tirón a las riendas mientras descolgaba el mosquete del hombro opuesto. El caballo dio una vuelta, ofreciéndole a Jack una panorámica del terreno que acababa de atravesar. Uno de los turcos estaba tendido en el suelo, aplastado en dos o tres lugares por los cascos del caballo, y el otro se acercaba a Jack dando zancadas y agitando el sable como un hombre calentando la muñeca antes de una demostración de esgrima. Como no quería ver tal cosa, Jack apuntó con cuidado al turco y apretó el gatillo. El turco miró con calma a los ojos de Jack, siguiendo el cañón del arma. Tenía pelo castaño y ojos verdes y un bigote poblado salpicado de oro, imagen que desapareció por completo en un resplandor humeante cuando la pólvora se encendió. Pero el mosquete no produjo retroceso. Oyó el zumbido del resplandor, pero no la detonación del cañón.

Se conocía como fuego retenido. El fuego de la cazoleta no había llegado hasta el cañón, quizás el oído del arma se hubiese bloqueado con la tierra. En cualquier caso, Jack mantuvo el arma apuntada en la dirección del turco (lo que implicaba ciertas conjeturas porque el turco quedaba oculto tras la nube de humo de la cazoleta). Podría ser que el fuego lento todavía se estuviese abriendo paso por el oído; durante los siguientes minutos era probable que el mosquete se disparase, sin previo aviso, en cualquier momento.

Para cuando Jack pudo volver a ver, el turco había agarrado las riendas del caballo y levantaba el otro brazo para golpear. Jack, mirando de soslayo a través de ojos quemados, hizo girar el mosquete para usarlo de barrera entre él y el sable sangriento y sintió el terrible encontronazo al chocar las dos armas, seguido instantáneamente por una ráfaga caliente que le hizo apartar las manos y escupió metal a su cara. El caballo se encabritó. En otras circunstancias, Jack podría haber estado preparado para la eventualidad. Tal como estaban las cosas, ciego, conmocionado y quemado, ejecutó un salto mortal inverso sobre el culo musculoso del animal, cayó al suelo y luego rodó a ciegas, aterrorizado ante la idea de que los cascos traseros fuesen a caer sobre él.

En ningún momento de esa demostración acrobática dejó Jack de sostener con firmeza la culata del mosquete en la mano derecha. Se puso en pie tambaleándose, se dio cuenta de que tenía los ojos completamente cerrados, enterró el rostro en el interior del codo del brazo izquierdo e intentó retirar el calor y el dolor. La sensación cruda de la manga contra los párpados le indicó que había sufrido una quemadura, pero no muy grave. Apartó el brazo y abrió los ojos, luego giró como un borracho, intentando ver al enemigo. Volvió a levantar el mosquete, para defenderse de más ataques con espada. Pero se movió con demasiada facilidad. El arma había quedado rota por la mitad a sólo unas pulgadas del pedernal, una yarda de cañón simplemente había desaparecido.

La mujer de la tienda ya se había adelantado y agarrado las riendas del caballo, y ahora le hablaba con tonos tranquilizadores. Jack no podía ver al segundo turco, lo que durante un momento le produjo terror, hasta que finalmente lo vio en el suelo, con los brazos alrededor de la cara, rodando de un lado a otro y emitiendo gritos apagados. Eso estaba bien, pero la situación, en general, no era satisfactoria: Jack había perdido el arma en un accidente, y la montura ante una mujer sarracena, y todavía no había logrado ningún botín.

Corrió para agarrar las riendas del caballo, pero un resplandor en el suelo le llamó la atención: la espada del turco. Jack la cogió, luego apartó a la mujer de un codazo, volvió a montar el caballo y lo hizo virar para poder tener bien a la vista la situación. ¿Dónde estaba el maldito avestruz? Allá, acorralado. Jack se acercó, cortando el aire en un par de ocasiones para hacerse con el equilibrio del sable. Cortar cabezas, subido a un caballo en movimiento, era normalmente tarea de especialistas muy bien entrenados, pero simplemente porque el cuello de un hombre era un blanco muy pequeño. Decapitar un avestruz, que consistía casi por completo de cuello, era casi demasiado fácil para ser satisfactorio. Jack ejecutó la proeza con un rápido revés. La cabeza cayó sobre el suelo y se quedó ahí, con los ojos abiertos, realizando movimientos de tragar. El resto del avestruz cayó, luego volvió a ponerse en pie y comenzó a correr por la cámara con la sangre rociando desde el cuello cortado. Se cayó con frecuencia. Jack no tenía especial interés en mancharse de sangre, así que guió al caballo para que se apartase, ¡pero el pájaro cambió de dirección y fue a por él! Jack cabalgó al otro lado y el avestruz una vez más cambió de rumbo y trazó una ruta de intercepción.

La mujer se reía de él. Jack la miró con furia. La mujer se reprimió. Luego de la tienda salió una voz, diciendo algo en una lengua bárbara. Jack sorteó otro ataque a ciegas del avestruz, moviendo el caballo con elegancia.

—Noble hidalgo, no conozco ninguna de las lenguas de la cristiandad, excepto francés, inglés, Qwghlmiano y algo de húngaro.

 

Jack rescata a una odalisca

Era la primera vez que a Jack Shaftoe lo llamaban «noble» o le confundían con un hidalgo. Miró malhumorado al avestruz, que seguía dando vueltas en círculo pero perdía las fuerzas para mantenerse en pie. La mujer, mientras tanto, había cambiado a otra lengua extraña. Jack la interrumpió:

—Mi Qwghlmiano está bastante oxidado —anunció—. En una ocasión llegué hasta Gttr Mnhrbgh cuando era un muchacho, ya que habíamos oído rumores del naufragio de un galeón español y que había piezas de ocho dispersas por toda la costa, tan abundantes como los mejillones. Pero lo único que encontramos fue a algunos franceses borrachos, robando pollos y prendiendo fuego a las casas.

Estaba preparado para relatar más detalles dramáticos, pero en ese momento titubeó porque se había producido un violento desplazamiento en el contenido de la tienda, exponiendo, hacia su parte alta, una compleja disposición de pañuelos de seda: uno atado sobre el puente de la nariz, ocultando todo lo que había debajo, y otro dispuesto alrededor de la frente, ocultando todo lo de arriba. Entre ellos, una franja por la que le miraba un par de ojos. Ojos azules.

—¡Eres inglés! —exclamó la mujer.

Jack se dio cuenta de que la afirmación no venía precedida por «noble hidalgo». Para empezar, a los ingleses no se les concedía el respeto ofrecido naturalmente a hombres de grandes países, como Francia o Polonia-Lituania. Entre los ingleses, el modo de hablar de Jack, evidentemente, lo señalaba como un No Caballero. Pero incluso si hablase como un arzobispo, dada la naturaleza de la historia que le había estado contando, relacionada con un viaje de pillaje a Qwghlm, quedaba bien claro que él había sido en algún momento un vagabundo. ¡Maldición! No por primera vez, Jack se imaginó cortándose su propia lengua. Su lengua recibía la admiración de esa pequeña parte de la humanidad que, debido a alguna carencia de dignidad o ingenio, estaba dispuesta a hacerle saber que admiraba alguna parte de Jack Shaftoe. Y sin embargo si se hubiese limitado a contenerla, refrenándola, esa mujer de ojos azules quizá siguiese dirigiéndose a él como Noble Hidalgo.

Esa parte de Jack Shaftoe que, hasta este momento de su vida, le había mantenido con vida, le aconsejó tirar con fuerza de una rienda u otra, hacer girar al caballo y alejarse de los Problemas al galope. Se miró las manos, sosteniendo las riendas, y se dio cuenta de que no se movían: evidentemente, la parte de Jack que perseguía una vida corta y feliz volvía a tener el control.

Con frecuencia los puritanos venían a los campamentos de vagabundos, trayendo con ellos la información de que desde el momento de la creación del universo —¡hacía miles de años!— Dios había predestinado a algunos de los presentes a experimentar la salvación. El resto estaba condenado a pasar la eternidad ardiendo en el infierno. Los puritanos denominaban a esa información la Buena Nueva. Durante días, después de que los puritanos hubiesen huido perseguidos por la masa, cualquier niño vagabundo que se tiraba un pedo afirmaba que el Todopoderoso había predestinado el suceso, apuntándolo en un Libro celestial, al comienzo del tiempo. Todo muy divertido. Pero ahora Jack Shaftoe estaba sentado a lomos de un corcel turco, deseando que sus manos tirasen de una rienda u otra, deseando que las espuelas se hundiesen en los costados de la bestia, de forma que lo llevase lejos de esa mujer, pero no sucedió nada. Debía ser la Buena Nueva de Dios haciendo de las suyas.

Los ojos azules miraban al suelo.

—Al principio pensé que eras un hidalgo —dijo ella.

—¿Qué, con esta ropa?

—Pero el caballo es magnífico, y de alguna forma me afecta a la visión —dijo Problemas—. La forma en que te enfrentaste a esos jenízaros… como un Galahad.

—Galahad… ¿ése es el que nunca se acostaba con nadie? —La lengua otra vez. Una vez más la sensación de predestinación en sus actos, de que su cuerpo era un carruaje cerrado que corría sin control colina abajo, directamente hacia la entrada del Infierno.

—Es de las pocas cosas que yo tengo en común con ese legendario caballero.

—¡No!

—Yo era gozde, lo que significa que el sultán había percibido mi presencia; antes de que me hiciese ikbal, que significa usada, me entregó al gran visir.

—Bien, no soy un hombre con estudios —dijo Jack Shaftoe—, pero por lo poco que sé de los hábitos de los visires turcos, no es habitual que tengan a hermosas esclavas rubias y coquetas en sus campamentos… como vírgenes.

—No para siempre. Pero tiene su interés reservar a algunas vírgenes para celebrar alguna ocasión especial… como la caída de Viena.

—¿Pero no habría vírgenes de sobras a robar en Viena?

—Por los relatos traídos por los agentes secretos que el wazir envió a la ciudad, temía que no quedase ninguna en absoluto.

Jack se inclinaba por la suspicacia. Pero no era menos plausible que el visir, o el wazir, como le había llamado Ojos Azules, tuviese vírgenes inglesas que el que tuviesen avestruces, grandes gatos enjoyados y frutales en maceta.

—¿Esos soldados no se aprovecharon de ti? —preguntó Jack. Agitó el sable en dirección a los turcos muertos, lanzando sin querer gotas de sangre por la punta.

—Son jenízaros.

—He oído hablar de ellos —dijo Jack—. En cierto momento consideré ir a Constantinopla, o como la llamen ahora, y unirme a ellos.

—¿Pero qué hay del Voto de Celibato de los jenízaros?

—Oh, eso a mí no me importa, Ojos Azules… Mira. —Luchaba con la bragueta.

—Un turco ya habría terminado —dijo la mujer, observando con paciencia—. Tienen, en la parte delantera de sus pantalones, una especie de portilla, para acelerar los procesos de mear y violar.

—No soy turco —dijo, levantándose finalmente contra los estribos para que pudiese ver bien.

—¿Se supone que ése es su aspecto?

—Oh, eres traviesa.

—¿Qué sucedió?

—Cierto barbero cirujano en Dunkerque hizo correr el rumor de que había aprendido de un alquimista errante una cura para el mal francés. Mis compañeros y yo, que acabábamos de regresar de Jamaica, fuimos allí una noche…

—¿Padecías de mal francés?

—Sólo quería cortarme la barba —dijo Jack—. Mi colega Tom Flinch tenía un dedo malo que había que cortar. Se había doblado del otro lado durante un encuentro naval con corsarios franceses, y había empezado a oler tan mal que nadie quería sentarse a su lado, y tenía que comer en cubierta. Es por eso que fuimos y es por eso que estábamos borrachos.

—¿Perdona?

—Tuvimos que emborrachar a Tom para que molestase menos cuando el dedo le saliese volando por la barbería. Las reglas de etiqueta aclaraban que los demás debíamos estar tan borrachos como él.

—Te lo ruego, continúa.

—Pero cuando descubrimos que ese barbero también curaba el mal francés, bien, las braguetas volaban como balas de cañón.

—Así que padecías de dicho mal.

—Pues ese barbero, cuyos ojos se habían vuelto tan grandes como doblones, llenó el brasero y empezó a calentar los hierros. Mientras realizaba la amputación del dígito de Tom Flinch, los hierros pasaron del rojo al amarillo. Mientras tanto, su joven aprendiz mezclaba una cataplasma de hierbas, según las indicaciones del alquimista. Bien, para resumir, fui el último del grupo al que cauterizó el miembro. Mis colegas estaban tirados en el suelo, sosteniendo cataplasmas sobre las pollas y aullando, porque había completado el tratamiento. El barbero y su aprendiz me ataron a una silla con un montón de cuerdas gruesas y correas, y me metieron un trapo en la boca…

—¿¡Te robaron!?

—No, no, señorita, formaba parte del tratamiento. Bien, la parte afectada de mi miembro, el punto que era preciso cauterizar, estaba en la parte alta, como a medio camino. Pero en ese momento la serpiente de mis pantalones estaba toda contraída, por el miedo. Así que el aprendiz me agarró la punta de mi martillo con unas tenacillas y estiró al viejo Willy el tuerto con una mano, sosteniendo con la otra mano una vela para que la enfermedad fuese claramente visible. Luego el barbero rebuscó en el brasero y escogió el hierro adecuado; creo que eran todos iguales, pero quería dar un buen espectáculo de habilidad para justificar su precio. Justo cuando el barbero hacía descender el hierro reluciente a la posición, no pasó otra cosa sino que el recaudador de impuestos y sus ayudantes echaron abajo las puertas delantera y trasera al mismo tiempo. Era una redada. El barbero dejó caer el hierro.

—Es muy triste, un tipo fornido como tú, fuerte y musculoso, con nalgas como las mitades de una nuez inglesa, un buen par de pantorrillas, en cierta forma guapo, destinado a no tener hijos jamás.

—Oh, el barbero llegó demasiado tarde, ya tengo dos niños, que es por lo que me dedico a cazar avestruces y matar jenízaros: tengo que mantener a la familia. Y como todavía sigo padeciendo el mal francés, me quedan pocos años antes de que enloquezca y muera. Así que éste es el momento de ganarme un buen legado.

—Tu esposa tiene suerte.

—Mi esposa está muerta.

—Lo lamento.

—Bah, no la amaba —dijo Jack con bravura—, y después de que el barbero dejase caer el hierro, no tenía uso para ella. De la misma forma que tú no me sirves de nada práctico, Problemas.

—¿Por qué lo dices?

—Bien, dale un vistazo. No puedo hacerlo.

—Quizá no como lo hacen los ingleses. Pero ciertos libros de la India me han enseñado ciertas artes.

Silencio.

—Nunca he tenido en demasiada consideración lo que se aprende de los libros —dijo Jack, con una voz que sonaba ligeramente como si estuviesen apretándole un dogal al cuello—. Prefiero siempre la experiencia práctica.

—También la he tenido.

—Ajá, ¿pero dijiste que eras virgen?

—Practiqué con mujeres.

—¿¡Qué!?

—¿Crees que el harén al completo se pasa el da sentado esperando a que al amo se le ponga dura?

—Pero ¿qué sentido tiene, cuál es el propósito de hacerlo cuando no hay un pene disponible?

—Es una pregunta que quizá te hayas planteado a ti mismo —dijo Ojos Azules.

Jack tuvo la sensación, no por primera vez, de que era urgente un Cambio de Tema. Dijo:

—Sé que mentías cuando dijiste que era guapo, cuando en realidad estoy aporreado, avejentado, marcado por la sífilis, quemado por las cuerdas, quemado por el sol y demás.

—A algunas mujeres les gusta —dijo Ojos Azules, e incluso agitó las pestañas. Sus ojos, y algunas zonas de piel vecinas, eran las únicas partes de la mujer que Jack podía ver, y eso magnificó el efecto.

Era importante que presentase cierta defensa.

—Pareces muy joven —dijo—, y hablas como una niña que necesita unos azotes.

—Los libros de la India —dijo ella con serenidad— dedican capítulos enteros a ese apartado.

Jack hizo caminar al caballo alrededor de la cámara, inspeccionado los muros. Apartando con la mano la tierra apretada, observó las duelas de un barril, marcado con símbolos turcos, y excavando y rascando un poco más encontró más barriles amontonados, todo un escondrijo, acumulados en un nicho en el muro de la cámara y fijado con tierra.

En el centro de la cámara había un montón de madera y tablones donde los carpinteros turcos habían construido los refuerzos para evitar que la cámara cediese. Había herramientas diversas tiradas por ahí, donde las habían arrojado los turcos cuando decidieron huir.

—Haz algo útil, niña, y tráeme el hacha —dijo Jack.

Ojos Azules le llevó el hacha, mirándole fríamente a los ojos al tiempo de pasársela. Jack se elevó en los estribos y la agitó para golpear uno de los toneles turcos. Una duela se rompió. Otra saltó, y la madera cedió por completo, y el polvo negro salió y descargó sobre el suelo.

—Nos encontramos en el sótano del palacio —dijo Jack—. Directamente encima de nosotros se encuentra la corte del Sacro Emperador Romano, y a nuestro alrededor se encuentran sus bóvedas, llenas de tesoros. ¿Sabes lo que podríamos conseguir si encendiésemos lo que hay aquí?

—¿Sordera prematura?

—Tengo la intención de taparme los oídos.

—¿Toneladas de roca y tierra cayéndonos encima?

—Podemos disponer un hilo de pólvora por el túnel, encenderlo allí y mirar desde una distancia segura.

—¿No crees que una explosión súbita y el derrumbamiento del palacio del Sacro Emperador Romano llamarían la atención?

—Es una idea.

—Si lo haces, vas a perderme, hermano… Además, no es así como te conviertes en noble. Volando agujeros en el suelo de palacio y escurriéndote como una rata, con el humo saliendo de tus ropas…

—¿Se supone que debo recibir consejo sobre nobleza de una esclava?

—Una esclava que ha vivido en palacios.

—Entonces, ¿cómo propones que lo hagamos? Si eres tan lista… oigamos tu plan.

Ojos Azules los puso en blanco.

—¿Quiénes son nobles?

Jack se encogió de hombros.

—Los nobles.

—¿Cómo se convierten en nobles la mayoría de ellos?

—Tenían padres nobles.

—Oh. Vaya.

—Claro que sí. ¿Es diferente en las cortes turcas?

—No es diferente. Pero por tu forma de hablar, pensé que, en las cortes de la cristiandad, tenía alguna relación con la inteligencia.

—No creo que tenga ninguna relación con la inteligencia —dijo Jack, y se preparó para narrar una historia sobre el elector palatino. Pero antes de que pudiese hacerlo, Ojos Azules preguntó:

—Entonces no necesitamos para nada un plan inteligente, ¿no?

—Esta conversación es ociosa, niña, pero soy un hombre ocioso, por lo que no me importa. Dices que no necesitamos un plan inteligente para convertirnos en nobles. Pero como no hemos nacido nobles… ¿cómo te propones convertirte en noble?

—Es fácil. Compramos el título.

—Eso requiere dinero.

—Entonces salgamos de este agujero y consigamos algo de dinero.

—¿Cómo te propones hacerlo?

—Necesitaré un escolta —dijo la muchacha esclava—. Tú tienes un caballo y una espada.

—Ojos Azules, estamos en un campo de batalla. Hay muchos hombres con caballo y espada. Búscate un hidalgo.

—Soy una esclava —dijo—. Un hidalgo se tomaría lo que quisiera y me dejaría.

—¿Así que buscas matrimonio?

—Algún tipo de asociación. No hace falta que sea matrimonial.

—Yo cabalgaré delante, matando jenízaros, dragones, caballeros y tú irás detrás y harás… ¿exactamente qué? Y no vuelvas a hablarme de libros de la India.

—Yo administraré el dinero.

Pero no tenemos dinero.

—Es por eso que necesitas a alguien para administrarlo.

Jack no entendía, pero sonaba astuto, así que asintió con sabiduría, como si el sentido estuviese del todo claro.

—¿Cómo te llamas?

—Eliza.

Elevándose en los estribos, quitándose el sombrero e inclinándose ligeramente por la cintura, él dijo:

—Y yo soy Mediapicha Jack, al servicio de la dama.

—Búscame ropas de cristiano. Cuanto más ensangrentadas mejor. Yo desplumaré al pájaro.

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