Londres
PRIMAVERA 1685

 

La filosofía está escrita en un libro inmenso que permanece siempre abierto frente a nuestros ojos (hablo del Universo), pero no es posible leerlo a menos que uno aprenda primero la lengua y reconozca los caracteres en que está escrito. Está escrito en una lengua matemática, y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es humanamente imposible comprender una palabra; sin ellas, la filosofía es una errancia confusa por un laberinto oscuro.

 

GALILEO GALILEI, Il Saggiatore
(El ensayador) en Opere, v. 6,
p. 197, traducción de Julian Barbour

 

El aire del salón de café hacía que Daniel se sintiese como enterrado en trapos.

Roger Comstock miraba la longitud de su pipa de arcilla como un astrónomo borracho que apuntase una lente sobre algo. En este caso, el blanco era Robert Hooke, miembro de la Royal Society, apenas visible (por la penumbra y el humo) y sólo esporádicamente (por todos los parroquianos que ocupaban las mesas). Hooke se había ocultado tras una barricada de bolsas, botellas y frascos en miniatura como de una tienda de apotecario, y estaba mezclando su cena: un compuesto de mercurio, limaduras de hierro, flores de sulfuro, aguas purgativas de diversas fuentes, muchas de las cuales eran letales para aves acuáticas y extractos de varias plantas, incluyendo el ruibarbo y la amapola del opio.

—Veo que sigue con vida —comentó Roger—. Si Hooke pasa más tiempo ocupando la puerta de la muerte, Satanás en persona lo expulsará por vagabundo. Y sin embargo, justo cuando me encuentro preguntándome si podré encontrar tiempo para asistir a su funeral, descubro por varias fuentes que recorre todos los burdeles de Whitechapel como si fuese un regimiento francés.

A Daniel no se le ocurrió nada más que añadir.

—¿Qué hay de Newton? —exigió Roger—. Me dijiste que iba a morir.

—Bien, yo era el único camino por el que obtenía comida —dijo Daniel, timorato—. Desde que ocupamos la misma habitación hasta mi expulsión en el 77, lo mantuve con vida como si fuese un ama de cría. Así que tenía buenas razones para hacer esa predicción.

—Desde entonces alguien debe haber estado llevándole comida… ¿uno de sus estudiantes?

—No tiene estudiantes —le señaló Daniel.

Pero debe comer —contraatacó Roger.

Daniel miró cómo Hooke agitaba el brebaje usando una varilla de vidrio.

—Quizás haya inventado el Elixir Vitae y ahora sea inmortal.

—¡No juzgues si no quieres ser juzgado! Creo que ése es tu tercer vaso de usquebaugh —dijo Roger severamente, mirando fijamente el chupito ámbar frente a Daniel. Daniel alargó la mano para protegerlo entre los dedos doblados de la mano izquierda.

»Lo digo completamente en serio —siguió diciendo Roger—. ¿Quién cuida de él?

—¿Por qué importa eso, siempre que alguien lo haga?

—Importa quién es el alguien —dijo Roger—. Me contaste que cuando era estudiante Newton prestaba dinero, ¡y seguía el rastro de esos préstamos como un judío!

—La verdad, tengo entendido que los prestamistas cristianos también prefieren que les devuelvan el dinero…

—No importa, sabes a qué me refiero. De la misma forma, Daniel, si alguien ofrece a Newton gastos y mantenimiento, puede que espere algo a cambio.

Daniel se sentó más recto.

—Crees que es una hermandad esotérica.

Roger arqueó las cejas en una parodia cruel de la inocencia.

—No, pero evidentemente lo piensas.

—Durante un tiempo Upnor intentó clavar sus dardos en Isaac —admitió Daniel—, pero eso fue hace mucho tiempo.

—Permíteme recordarte que entre la gente que sigue el rastro de las deudas, en oposición a los que las perdonan, «hace mucho tiempo» significa «muchos y muchos intereses compuestos». Bien, me contaste que cada año se ausenta varías semanas.

—No necesariamente con propósitos siniestros. Tiene tierras en Lincolnshire que debe atender.

hiciste que sonase siniestro, cuando me lo contaste.

Daniel suspiró, renunció al chupito, y se apretó las sienes entre el pulgar y los dedos de una mano. Sólo podía ver la palma rosada, ahora cubierta de cráteres de viruela. La enfermedad había convertido como una cuarta parte del cuerpo de Tess en pústulas, y había eliminado la mayor parte de la piel de su rostro y torso, antes de que se rindiese y muriese.

—Para ser totalmente sincero contigo, no me importa —dijo—. Intenté retenerlo. Intenté que centrase su atención en la astronomía, la dinámica, la física… la filosofía natural, en lugar de la teología sobrenatural. Fracasé; me fui; aquí estoy.

—¿Te fuiste? ¿O te echó?

—Me equivoqué.

—¿En qué ocasión?

—El sentido era metafórico, cuando usé el verbo «echar».

—¡Eres un maldito mentiroso, Daniel!

—¿¡Qué has dicho!?

—Oh, lo lamento, hablaba metafóricamente.

—Intenta comprender, Roger, que las circunstancias de mi ruptura con Isaac fueron… son… complicadas. Siempre que intente expresarlas con un único verbo, a saber, «ir», «echar», seré en cierto sentido un mentiroso, y en la medida en que mienta, condenable.

—Entonces, dame más verbos —dijo Roger, mirando a los ojos a una de las sirvientas con una mirada que decía Ya le tengo, sigue sirviéndole y mantén alejados a los pedigüeños. Luego se inclinó hacia adelante, atravesando alarmantemente el humo que cubría la mesa, recibiendo la luz de una vela bajo la barbilla—. ¡Corre el año mil seiscientos setenta y seis! —rugió Roger—. ¡Leibniz viene a Londres por segunda vez! ¡Oldenburg está furioso con él porque no ha traído el computador digital como había prometido! ¡En lugar de eso, Leibniz ha dedicado los últimos cuatro años en París a tonterías con la matemática! Ahora está haciendo algunas preguntas extremadamente incómodas sobre un trabajo matemático que Newton realizó hace años. Hay en marcha algo misterioso: Newton te tiene a ti, doctor Waterhouse, copiando escritos y cifrando arcanas fórmulas matemáticas, Oldenburg está fuera de sí, de alguna forma Enoch Root está implicado; hay rumores de cartas, e incluso conversaciones, entre Newton y Leibniz. Luego Oldenburg muere. No mucho después se produce e un incendio en vuestras cámaras de Trinity, y muchos de los escritos alquímicos de Newton se desvanecen en llamas multicolores. Luego te mudas a Londres y te niegas a decir por qué. ¿Cuál es el verbo correcto? ¿«Ir» o «echar»?

—Simplemente allí no había sitio para mí… mi cama ocupaba un espacio que podría emplearse para otro horno.

—¿Conspirar? ¿Tramar?

—Los vapores de mercurio me volvan nervioso.

—¿Quemar? ¿Incendiar?

Daniel agarró los brazos de la silla, amenazando con ponerse en pie e irse. Roger levantó una mano.

—Soy presidente de la Royal Society… mi deber es ser curioso.

—Yo soy secretario, y mi deber es mantenerla unida cuando el presidente se comporta como un idiota.

—Mejor ser un idiota en Londres que combustible en Cambridge. Debes perdonarme por preguntarme qué pasó.

—Como ahora finges ser católico, puedes esperar gracia de saldo de un sacerdote francés, pero no de mí.

—Estás manifestando la petulancia que asocio con los hombres rectos que secretamente han hecho algo mal… que no es afirmar que guardes secretos oscuros, Daniel, sino que actúas como si así fuese.

—¿Tiene esta conversación algún propósito aparte de provocarme ganas de matarte, Roger?

—Simplemente quiero saber qué demonios hace Newton.

—Entonces, ¿a qué hostigarme preguntándome que sucedió en el 77?

Roger se encogió de hombros.

—No quieres hablar sobre el ahora, así que pensé que debería, probar suerte con el entonces.

—¿Por qué ese súbito interés en Newton?

—Por De Motu Corporum in Gyrum. Halley dice que es estupendo.

—Sin duda.

—Dice que no es más que un esbozo de un vasto trabajo que ahora consume todas las energías de Newton.

—Me agrada que Halley tenga una explicación para la órbita de su cometa, y me agrada aún más que haya aceptado la responsabilidad de cuidar y alimentar a Isaac. ¿Qué quieres de mí?

—A Halley le ciega la luz del cometa —se mofó Roger—. Si Newton decide desentrañar los misterios de la gravedad y el movimiento planetario entonces a Halley no le importa el porqué: ¡es un astrónomo feliz! Y con Flamsteed por ahí para rebajar las estadísticas, precisamos más felicidad en la profesión astronómica.

En el anno domini de 1674, el sieur de St. Pierre (cortesano francés, cuyos detalles carecen de importancia) se encontraba en alguna excelente soirée real cuando Louise de Kéroualle y su escote se presentaron ante sus ojos alzándose tras el borde de una copa. Como la mayoría de los hombres que se encontraban en su presencia, el sieur quedó prisionero de la inexplicable necesidad de impresionarla, de alguna forma, como fuese. Sabiendo que la Filosofía Natural era muy importante en la corte de Carlos II, empleó el siguiente gambito: comentó que uno podía resolver el problema de encontrar la longitud trazando el movimiento de la luna sobre las estrellas y empleando los cielos como un reloj gigantesco. Kéroualle se lo había comentado al rey durante alguna conversación en la cama sobre Filosofía Natural, y su majestad había encargado a cuatro miembros de la Royal Society (el duque de Gunfleet, Roger Comstock, Robert Hooke y Christopher Wren) que comprobasen si tal cosa era realmente posible. Ellos le habían preguntado a un tal John Flamsteed. Flamsteed tenía la misma edad que Daniel. Demasiado enfermizo para asistir a la escuela, se había quedado en casa y había aprendido astronomía por sí mismo. Más tarde su salud mejoró hasta el punto de poder asistir a Cambridge y aprender lo que allí podían enseñarle, lo que en aquella época no era mucho. Cuando recibió la pregunta de los cuatro miembros de la Royal Society, se encontraba terminando sus estudios, y buscaba algo que hacer. Sagazmente respondió que la propuesta del sieur de St. Pierre, aunque podría ser posible en teoría, era perfectamente absurda en la práctica, debido a la falta de datos astronómicos fiables, que sólo podría remediarse con un programa de investigación larga y costoso. Fue el primer y último comentario político de Flamsteed. Sin vacilación, Carlos II lo nombró astrónomo real y fundó el observatorio real.

Las estancias temporales de Flamsteed, durante el primer par de años, se encontraban en la Torre de Londres, sobre la torreta redonda de la torre Blanca. Allí realizó sus primeras observaciones mientras se construían instalaciones permanentes sobre un terrero de propiedad real sin uso en Greenwich.

Enrique VIII, no contento con seis esposas, mantenía a varías amantes, almacenándolas, cuando no las usaba, en una especie de escondrijo en lo alto de la colina sobre el palacio de Greenwich. Sus sucesores no habían compartido sus apetitos, así que el folladero real era prácticamente un conjunto de ruinas. Sin embargo, los cimientos seguían siendo muy buenos. Sobre ellos, Wren y Hooke, trabajando apresuradamente, y con muy poco dinero, habían construido varios apartamentos, que servían de plinto a una casa octogonal. En lo alto se encontraba la torrecilla, una alusión en miniatura a las torretas normandas de la Torre de Londres. Los apartamentos eran para que Flamsteed viviese en ellos. El octógono se construyó esencialmente para que el contingente de petimetres cortesanos de la Royal Society tuviese un lugar al que ir y mirar eruditamente a través de telescopios. Pero como se había construido sobre los cimientos del picadero en la colina de Enrique VIII, todo el edificio estaba incorrectamente orientado. Para realizar observaciones de verdad, fue necesario construir un muro de caliza solitario en el jardín de atrás, orientado de norte a sur. En parte quedaba protegido por una especie de choza sin techo. Unidos a la pared había un par de cuadrantes diseñados por Hooke, uno al norte y el otro mirando al sur, cada uno equipado con un tubo de mira. A partir de entonces, la vida de Flamsteed consistió en dormir de día, luego salir por la noche, apoyarse en esa pared, mirar por los tubos las estrellas que pasaban y apuntar sus posiciones. Cada pocos años, la aparición de un cometa animaba el trabajo.

—¿Qué hacía Newton hace un año, Daniel?

—Las fuentes me dicen que calculaba la fecha y la hora exactas del Apocalipsis, basándose en fragmentos de datos ocultos sacados de la Biblia.

—Debemos tener las mismas fuentes —dijo Roger manifestando su acuerdo—. ¿Cuánto les pagas tu?

—A cambio les cuento cosas. Se llama mantener una conversación, y para algunos es pago más que suficiente.

—Debes tener razón, Daniel. Porque, hace varios meses, Halley se presentó y mantuvo una conversación con Newton: «Dime, viejo, ¿qué hay de los cometas?» Y Newton deja el Apocalipsis y se concentra en Euclides. En unos meses tenía De Motu.

—Produjo la mayoría de ese tratado en el 79, durante su última riña con Hooke —dijo Daniel—, y lo extravió y tuvo que rehacerlo por segunda vez.

—¿Doctor Waterhouse, qué tienen en común la alquimia, el Apocalipsis y las órbitas elípticas de los cuerpos celestes? Aparte de que Newton esté obsesionado con todos ellos.

Daniel no dijo nada.

¿Algo? ¿Todo? ¿Nada? —exigió Roger y golpeó el borde de la mesa—. ¿Newton es una bola de billar o un cometa?

—¿Perdona?

—Oh, vamos, Daniel —cloqueó Roger, poniéndose súbitamente en movimiento. En lugar de ponerse primero en pie y luego caminar, bajo la peluca, alzó los cuartos traseros y se lanzó contra la multitud como un toro, y a pesar de la masa corporal, la mediana edad, la gota y la bebida, se abrió paso a través del salón de café más rápido de lo que Daniel podía seguirle. Cuando Daniel volvió a ver a Roger, el marqués se abría paso apartando a codazos a un petimetre. El petimetre agarraba un instrumento de madera con la forma vaga de un recogedor de harina de mango largo y apuntaba a una esfera quieta sobre un firmamento de bayeta verde.

—¡Observa! —exclamó Roger, y empujó la bola con la mano desnuda. Chocó con otra bola y se detuvo; la segunda bola se alejó rodando. El petimetre agarraba el palo con ambas manos y lo agitaba para romperlo sobre la cabeza de Roger cuando éste hábilmente dio la espalda a la mesa, permitiendo que el petimetre le viese perfectamente la cara. El palo cayó de entre las manos del petimetre.

—Excelente disparo, mi señor —empezó a decir—, aunque no del todo acorde con el espíritu o la letra de las reglas…

—¡Soy un filósofo natural, y mis reglas son las reglas divinas del universo, no las arbitrarias de un deporte insípido! —atronó Roger—. La bola transfiere su vis viva a otra bola, se conserva la cantidad de movimiento, todo es más o menos ordenado. —Roger abrió en ese punto la mano para mostrar que había cogido otra bola—. O podría arrojarla al aire así… —cosa que hizo—y describe una trayectoria galileana, una parábola. —La bola cayó directamente en un tazón de chocolate, a medio camino del otro lado de la sala; el dueño se recuperó con rapidez, levantando el tazón a la salud de Roger—. Pero los cometas no se adhieren a ninguna ley, vienen de sólo Dios sabe dónde, en momentos impredecibles, y atraviesan el cosmos siguiendo sus propias trayectorias insondables. Por tanto, te pregunto, Daniel: ¿es Newton como un cometa? ¿O, al igual que una bola de billar, sigue alguna trayectoria racional que mi ingenio no puede comprender?

—Ahora comprendo tu pregunta —dijo Daniel. Los astrónomos solían explicar el aparente movimiento retrógrado de los planetas imaginando un árbol de ejes provistos de esferas cristalinas. Ahora saben que de hecho los planetas se mueven en precisas elipses y que el movimiento retrógrado es una ilusión creada por el hecho de que realizamos nuestras observaciones desde una plataforma en movimiento.

—A saber, la Tierra.

—Si pudiésemos ver los planetas desde algún punto de referencia fijo, el movimiento retrógrado desaparecería. Y tú, Roger, observando la trayectoria errante de Newton, un año diseñando nuevas recetas para el Mercurio Filosófico, el siguiente trabajando duramente en secciones cónicas, intentas descubrir si hay algún sistema de referencia desde el cual todos los movimientos de Isaac tengan algún puto sentido.

—Ni Newton en persona lo hubiese expresado mejor —dijo Roger.

—Quieres saber si su trabajo reciente en gravitación es un cambio de tema, o simplemente un nuevo punto de vista… una nueva forma de percibir el mismo Tema de antaño.

Ahora hablas como Leibniz —dijo Roger malhumorado.

—Y con buenas razones, porque Newton y Leibniz trabajan los dos en el mismo problema, y así ha sido desde al menos el 77 —dijo Daniel—. Se trata del problema que Descartes no pudo resolver. Se reduce a si la colisión de esas bolas de billar se puede explicar por medio de geometría y aritmética… o si tenemos que ir más allá del pensamiento puro y aventurarnos en los dominios empírico y/o metafísico.

—Calla —dijo Roger—. Ya tengo un mortal dolor de cabeza. No quiero saber nada de metafísicas. —En parte parecía sincero, pero miraba a alguien que se acercaba detrás de Daniel. Daniel se volvió y se encontró cara a cara con…

—¡Señor Hooke! —dijo Roger.

—Mi señor.

—¡Usted, señor, le enseñó a este hombre a fabricar termómetros!

—Así fue, mi señor.

—Justo le estaba explicando que deseaba que fuese a Cambridge y midiese el calor de esa ciudad.

—Todo el país me parece cálido, mi señor —dijo Hooke con seriedad—, en particular el linde oriental.

—He oído que el calor se está extendiendo a la zona oeste.

—Aquí hay un pretexto —dijo el marqués de Ravenscar, metiendo unas páginas en el bolsillo derecho de Daniel—, y aquí tienes algo para que ojees durante el viaje… lo último de Leipzig. —Metió algo bastante más pesado en el bolsillo izquierdo—. ¡Buenas noches, compañeros filósofos!

—Vayamos a dar un paseo por las calles de Londres —le dijo Hooke a Daniel. No tuvo que añadir: la mayoría de las cuales tracé personalmente.

 

—Ravenscar odiaba a su primo John Comstock, lo arruinó, compró su casa, y la derribó —dijo Hooke, como si lo hubiese acorralado en una esquina y le hubiese obligado a admitirlo—, ¡pero aún así aprendió de él! ¿Por qué John Comstock respaldó a la Royal Society en sus primeros días? ¿Porque sentía curiosidad por la Filosofía Natural? Quizá. ¿Porque Wilkins lo convenció? En parte. Pero es imposible que se te haya escapado que la mayor parte de nuestros experimentos en aquella época…

—Estaban relacionados con la pólvora. Evidentemente.

Roger Comstock no posee ninguna fabrica de pólvora. Pero su interés en los trabajos de nuestra sociedad no es menos pragmático. No te confundas. Ahora los franceses y los papistas controlan el país… ¿controlan a Newton?

Daniel no dijo nada. Después de años de pelearse con Hooke por la gravitación, desde la visita de Halley, Isaac había ascendido muy por encima del alcance de Hooke.

—Comprendo —dijo al fin Daniel—. Bien, de todas formas debo ir al norte, para jugar a ser el Moisés de los puritanos.

—Entonces, valdría la pena hacer una excursión a Cambridge, para…

—Para limpiar el nombre de Newton de cualquier acusación calumniosa que rivales celosos pudiesen hacer contra él —dijo Daniel.

—Iba a decir para apartarle de los defensores extranjeros de un rey condenado —dijo Hooke—. Buenas noches, Daniel. —Y tras unos pasos vacilantes se lo tragó la niebla sulfurosa.

 

Viaje a Ipswich

Todo el país me parece cálido… especialmente el linde oriental. Puede que Hooke lanzase acusaciones sin mayor preocupación, pero no las palabras. Entre los hombres que miraban a través de telescopios, «linde» significaba el borde del disco de un cuerpo celeste, como el creciente de la luna iluminado por un lado. Saliendo para el noreste al día siguiente, Daniel ojeó un mapa de Essex, Suffolk y Norfolk y notó que había formado un borde semicircular, limitado por el Támesis al sur y el Wash al norte, y entre ellos, saltando al este hacia el mar del Norte. Una luz intensa encendida sobre La Haya recorrería cien millas náuticas sobre el mar e iluminaría todo la costa, encendiéndola como una luna creciente, como el símbolo alquímico de la plata. La plata era el elemento de la luna, el complemento y contrapartida del sol, cuyo elemento era el oro. Y como el rey sol derramaba mucho oro en Inglaterra, la posible existencia de una creciente luna plateada justo al norte de Londres tenía su importancia. Roger no tenía paciencia para las suposiciones y supersticiones alquímicas, pero la política sí la conocía bien.

El paralelo cincuenta y dos corría directamente desde Ipswich hasta La Haya, por lo que cualquier idiota con un sextante y unas efemérides podía navegar infaliblemente de un sitio al otro y volver. Daniel conocía bien el territorio: el mar del Norte infiltraba la costa de Suffolk con tantos rayos extendidos de agua salobre que cuando mirabas a la salida del sol al este el terreno parecía estar cuarteado por ríos de luz. Era imposible viajar por la costa en sí. La carretera desde Londres estaba situada entre diez y veinte millas tierra adentro, más o menos recta desde Chelmsford a Colchester a Ipswich, y todo lo que se encontraba a la derecha —entre el camino y el mar— era un caso perdido, desde el punto de vista de un rey o cualquiera que quisiese controlarlo: una larga franja de pantanos cortada por estuarios y por tanto igualmente intransitable para caballos y botes, más fácil de alcanzar desde Holanda que desde Londres. Estar allí no estaba tan mal, y estar en otro sitio era mejor, pero el movimiento rara vez valía la pena. Los objetos no se mueven en un medio resistente a menos que los empuje una potente fuerza; ergo, cualquier viajero en esa franja costera debía ser un contrabandista, atraído por el beneficio y la repulsa de la ley, llevando a Holanda los toscos bienes ingleses e importando los productos elaborados holandeses. Por tanto, Daniel, al igual que sus hermanos Sterling, Oliver y Raleigh antes que él, había pasado de joven mucho tiempo en ese territorio, cargando y descargando botes holandeses de fondo plano que aguardaban bajo los sauces llorones en oscuros riachuelos.

La primera parte del viaje fue como estar atrapado, con otras personas, en un ataúd transportado por una mina de carbón por portadores epilépticos. Pero en Chelmsford algunos pasajeros bajaron del carruaje y a partir de ese momento el camino se volvió lo suficientemente recto y plano como para que Daniel intentase leer. Sacó el documento impreso que Roger le había dado en el salón de café. Era un ejemplar de Acta Eruditorum, la revista erudita que Leibniz había fundado en su ciudad natal de Leipzig.

Leibniz llevaba mucho tiempo intentando organizar a los alemanes inteligentes. Los británicos inteligentes tendían a verlo como una burla mezquina de la Royal Society, y los franceses inteligentes lo consideraban un esfuerzo empalagoso por parte del Doctor (que vivía en Hannover desde el 77) por sostener un espejo defectuoso y manchado ante la radiante vida intelectual de París. Aunque Daniel (renuentemente) veía algo de justicia en esas opiniones, sospechaba que Leibniz lo hacía en general porque era una buena idea. En cualquier caso, Acta Eruditorum era la respuesta de Leibniz (y por tanto de Alemania) a Journal des Savants, y tendía a transmitir las ideas más recientes y mejores que surgían de Alemania, a saber, lo que Leibniz hubiese estado pensando últimamente.

Ese número en particular lo habían impreso unos meses atrás y contenía un artículo de Leibniz sobre matemática. Daniel lo ojeó y de inmediato apreció algunos términos claramente familiares, que no veía desde el año 77…

—¡Que me apuñalen en los órganos vitales —murmuró Daniel—, al final lo ha hecho!

—¿¡Hecho qué!? —exigió saber Exaltation Gather, que estaba sentado frente a Daniel abrazando una caja grande llena de dinero.

—¡Ha publicado el cálculo!

—¿Y qué, dime, es eso, hermano Daniel? Aparte de algo que crece en los dientes. —El tesoro de monedas en la caja de seguridad de Exaltation Gather producía un apagado tintineo cuando el carruaje se agitaba de un lado a otro sobre la Suspensión… una de esas ideas francesas enojosamente buenas.

—Nueva matemática, fundamentada en el análisis de cantidades infinitesimales y evanescentes.

—Suena muy metafísico —dijo el reverendo Gather. Daniel lo miró. Nada ni nadie había sido jamás menos metafísico que él. Daniel había crecido en compañía de hombres como ése y durante un tiempo los consideró de aspecto normal. Pero varios años pasados en los salones de café, teatro y palacios reales de Londres le habían alterado claramente el gusto. Ahora cuando miraba a un miembro de la secta puritana siempre se estremecía por dentro. Que era precisamente el efecto que los puritanos buscaban. Si el nombre de pila del reverendo Gather hubiese sido Exultation, sus ropas hubiesen sido extremadamente inapropiadas. Pero era Exaltation, y para esa gente la exaltación era un asunto muy lúgubre.

Daniel finalmente había convencido al rey Jacobo II de que las afirmaciones de Su Majestad relativas a apoyar a todos los disidentes religiosos parecerían mucho más convincentes si retiraba el cráneo de Cromwell de la pica donde había estado situado durante todo el reinado de un cuarto de siglo de Carlos II, y lo devolvía a la tumba cristiana con el resto de Cromwell. Para Daniel y otros, un cráneo en un palo era un objeto conspicuo y la petición de retirarlo totalmente razonable. Pero Su Majestad y todos los cortesanos a su alrededor se habían mostrado sobresaltados: ¡se habían olvidado de que estaba allí! Era parte del paisaje de Londres, era como la cagada de pájaro en una ventana a la que jamás prestas atención. La petición de Daniel, el decreto posterior de Jacobo y la retirada y enterramiento del cráneo no habían hecho más que llamar la atención. La atención, en una corte moderna, significa ingenio cruel, y por tanto la moda reciente había sido dirigirse a los ministros puritanos errantes como «Oliver», siendo el chiste que muchos de ellos —sin pelucas, demacrados y delgados— parecían cráneos sobre un palo. Exaltation Gather se parecía tanto a un cráneo sobre un palo que Daniel casi tuvo que contenerse físicamente para no derribar al hombre y taparlo con tierra.

—Newton parece estar de acuerdo con usted —dijo Daniel—, o si no teme que algún jesuita lo diga, lo que viene a ser lo mismo.

—No hace falta ser jesuita para ser escéptico con las imaginaciones vanas… —empezó a decir el ahora ofendido Gather.

—Ahí debe haber algo —dijo Daniel—. Mire por la ventana. Los surcos de agua, algunos naturales y otros trazados por granjeros industriosos, dividen el pantanal en incontables parcelas pequeñas. Cada rectángulo de tierra podría convertirse en dos más pequeños… no hay más que pasar un palo por el lodo y el agua llenará el surco en el suelo, como el éter ocupa el vacío entre las partículas de materia. ¿Eso ya es metafísica?

—No, es una buena similitud, terrenal, concreta, como algo sacado de la Biblia ginebrina. ¿Ha repasado recientemente la Biblia ginebrina o…?

—¿Qué sucede entonces si seguimos subdividiendo? —preguntó Daniel—. ¿Es así continuamente? ¿O se da el caso de que algo sucede finalmente, de que llegamos a un lugar en el que no son posibles más subdivisiones, donde se manifiestan propiedades fundamentales de la Creación?

—Eh… no tengo ni idea, hermano Daniel.

—¿Es vanidad plantearse la pregunta? ¿O nos dotó Dios de cerebros por una razón?

—Ninguna religión, con la posible excepción del judaísmo, ha mostrado una disposición más favorable hacia la educación que la nuestra —dijo el hermano Exaltation—, así que esa pregunta se responde antes de plantearse. Pero debemos considerar esos, eh, infinitesimales y evanescentes de una forma rigurosa, pura, libre de la idolatría pagana o la vanidad francesa o los encaprichamientos metafísicos de los papistas.

—Leibniz está de acuerdo… y el resultado de aplicar la aproximación que acaba de describir, en el terreno matemático, está aquí, y se llama cálculo —dijo Daniel, golpeando el documento que tenía sobre las rodillas.

—¿El hermano Isaac está de acuerdo?

—Estaba de acuerdo hace veinte años, cuando inventó todo esto —dijo Daniel—. Ahora no tengo ni idea.

—He oído de uno de nuestros hermanos en Cambridge que el comportamiento del hermano Isaac en la iglesia ha planteado preguntas sobre su fe.

—Hermano Exaltation —dijo Daniel mordaz—, antes de extender rumores que podrían mandar a Isaac Newton a prisión, mejor será que saquemos de allí a algunos de nuestros hermanos… ¿no le parece?

 

Ipswich había sido desde siempre un puerto textil, pero ese comercio pasaba por una muy mala época debido a la combinación fatal de material barato de la India y transporte holandés para traerlo a Europa. Era el prototipo del pueblecito inglés ridículamente antiguo, situado en el punto donde el río Orwell se convertía en un estuario, el punto evidente donde cualquiera, desde un cavernícola a un caballero, clavaría una estaca en el lodo y se asentaría. Daniel estimó que la cárcel había sido la primera estructura en levantarse, unos cinco o seis mil años atrás, y que las ratas habían ido a vivir allí una semana o dos después. Ipswich era la sede del condado, y por tanto cuando Carlos II había decidido caprichosamente hacer cumplir las leyes penales, había retenido a todos los cuáqueros, ladradores, oradores, congregacionalistas, presbiterianos y judíos más destacados de Suffolk y los había depositado allí. Bien podrían haberlos liberado un mes atrás, pero era importante para el rey que Daniel, su representante elegido, viniese y se ocupase del asunto en persona.

El carruaje se detuvo frente a la cárcel y Exaltation Gather permaneció sentado agarrando nervioso la caja de seguridad mientras Daniel entraba y medio mataba de miedo al carcelero agitando un documento del tamaño de un mantel del que colgaba un sello de cera de las dimensiones del corazón de un hombre. Luego Daniel entró en la celda, interrumpiendo una oración, y declamó una perorata que ya había empleado en otra media docena de cárceles, un discurso tan alambicado, tan vacío y banal y que no tenía ni idea de si tenía algún contenido o se limitaba a hablar en lenguas. Las expresiones sorprendidas y cautelosas de los rostros de los puritanos encerrados sugerían que extraían algo de sentido de las verbalizaciones de Daniel, no tenía ni idea de que exactamente. Daniel no sabía hasta tarde cómo se interpretaba su discurso. A los prisioneros había que liberarlos de uno en uno. Cada uno de ellos tenía que pagar la minuta por sus comidas y otras necesidades, y muchos llevaban años allí.

De ahí Exaltation Gather y la caja de dinero. El gesto del rey no tendría mucho sentido si la mitad de los prisioneros permanecían en prisión por las deudas acumuladas durante su (injusto y poco cristiano) encarcelamiento, y por tanto el rey había (por intermediación de Daniel) animado a que se realizaran colectas especiales en iglesias simpatizantes y había añadido dinero (aunque esto se suponía que era un secreto de extrema gravedad) de parte de sus reservas personales para asegurarse de que todo salía bien. En la práctica, eso significaba que los inconformistas de Londres y el rey de Inglaterra habían empleado la caja de seguridad de Exaltation Gather como cubo de basura para deshacerse de las monedas más viejas, negras, ligeras de peso, más recortadas, gastadas, limadas y adulteradas. El valor real de cualquiera de esos objetos debería ser motivo de debate entre el carcelero de Ipswich por un lado, y por el otro, Exaltation Gather y cualquier puritano recientemente liberado que (a) se mostrase muy astuto en lo relativo al dinero y (b) disfrutase de una disputa verbal, a saber, todos ellos.

Daniel ejecutó una retirada ordenada a un patio de iglesia con vista al puerto, donde el sonido de la discusión quedaba parcialmente enmascarado por el entrechocar de las olas. Varios puritanos le pillaron allí e hicieron cola para decirle lo que pensaban. Eso sucedió durante casi todo el día, pero como ejemplo, Edmund Palling vino y le dio la mano a Daniel.

Edmund Palling era un viejo perpetuo. A Daniel siempre se lo había parecido. Había que admitir que su estrategia de calvicie radical hacía difícil adivinar su edad. Pero ya había parecido un viejo corriendo con Drake durante la guerra civil, y como hombre mayor había marchado en la procesión funeraria de Cromwell. Como viejo comerciante se había presentado con frecuencia en la feria de Stourbridge vendiendo esto o aquello, y había entrado en Cambridge para infligir visitas alarmantes a Daniel. El Viejo Palling había asistido al servicio en memoria de Drake, y durante sus años de vida en Londres, Daniel se había encontrado con el anciano por las calles.

Ahora allí estaba:

—¿Qué es, Daniel, estúpido o loco? Tú conoces al rey.

Edmund Palling era un hombre razonable. Era, de hecho, uno de esos ingleses tan razonables que era un chalado. Porque cómo explicaría cualquier cortesano influido por Francia, insistir en que todo fuese razonable, en un mundo que no lo era, era, en sí mismo, irrazonable.

—Estúpido —dijo Daniel. Hasta ahora había sido hasta la última pulgada un hombre de la corte, pero no podía disimular tanto frente a Edmund Palling. Estar con ese viejo era retroceder cuatro décadas, a una época en que se había vuelto habitual que los ingleses normales y razonables pudiesen hablar libremente y llegar al acuerdo del hecho, anteriormente inmencionable, de que la monarquía era una mierda. El detalle de que, desde esos días, se hubiese producido la Restauración y que Europa estuviese gobernada por grandes reyes no tenía importancia. En cualquier caso, Daniel se sentía perfectamente seguro y en paz entre esos hombres, lo que no dejaba de ser ligeramente alarmante considerando que era un consejero personal del rey Jacobo II. No podía defender a ese rey, o cualquier monarca, delante de Edmund Palling de la misma forma que no podía ir a una reunión de la Royal Society y afirmar que el Sol giraba alrededor de la Tierra.

Edmund Palling estaba fascinado y asintió sabiamente.

—Algunos han estado diciendo que loco, ya sabes… por la sífilis.

—No es cierto.

—Eso es extraordinario, porque todos están convencidos de que tiene sífilis.

—Así es. Pero como he llegado a conocer a Su Majestad razonablemente bien, señor Palling, en mi opinión, como secretario de la Royal Society, cuando él, eh…

—Hace algo que es simplemente asombrosamente ridículo.

—Como dirían algunos, sí, señor Palling.

—¡Como dejarnos salir de la cárcel con la esperanza de que no lo percibiremos como una estratagema cínica, y suponiendo que alabaremos su persona como si realmente le importase un higo la Libertad de Conciencia!

—Sin plantarme en ninguna posición relativa a lo que acaba de decir, señor Palling, le animaría a mirar más hacia la estupidez en la búsqueda de una explicación. Sin rechazar por completo algún ataque de locura sifilítica, claro está…

—¿Cuál es la diferencia entonces? ¿O se trata de una distinción sin diferencia?

Este tipo de cosas —dijo Daniel, agitando la mano en dirección a la cárcel de Ipswich—, es estupidez. En contraste, un ataque de locura sifilítica llevaría a resultados de una naturaleza totalmente diferente: arrebatos de violencia arbitraría, esclavitud en masa, decapitaciones.

El señor Palling agitó la cabeza y luego se volvió hacia el agua.

—El sol pronto se alzará de más allá del mar y desterrará la niebla de la estupidez y las sombras de la locura sifilítica.

—Muy poético, señor Palling… ¡pero he estado con el duque de Monmouth, he compartido habitación con el duque de Monmouth, el duque de Monmouth me ha vomitado encima, y le digo que el duque de Monmouth no es Carlos II! Por no hablar de Oliver Cromwell.

El señor Palling puso los ojos en blanco.

—Entonces, muy bien: si Monmouth fracasa me subiré al próximo barco a Massachusetts.

 

Daniel de recado en Trinity

Estira una línea, y otra que la intersecte, gira la primera sobre la segunda y formará un cono. Ahora encaja el cono a través de un plano (figura 1) y marca todos los puntos del plano donde toca el cono. Normalmente el resultado es una elipse (figura 2), pero si la inclinación del cono es paralela al plano forma una parábola (figura 3), y si es paralelo al eje forma una curva en dos partes llamada hipérbola (figura 4).

Una característica interesante de todas esas curvas —la elipse, la parábola y la hipérbola— es que se generaban por medio de cosas rectas, a saber, dos líneas y un plano. Una característica interesante de la hipérbola es que, muy lejos, sus astas se acercan bastante a ser líneas rectas, pero cerca del centro hay una curvatura dramática.

 

Los griegos, por ejemplo Euclides, habían hecho todas esas cosas hacía mucho tiempo y habían descubierto diversas propiedades más o menos interesantes de las secciones cónicas (como se conocía a esa familia de curvas) y de otras construcciones geométricas como círculos y triángulos. Pero ellos lo habían hecho como exploración de ideas puras, como un matemático podría calcular la suma de dos números. Toda afirmación realizada por Euclides, et al., sobre geometría venía sostenida por una cadena de pruebas lógicas que podían remontarse hasta unos pocos axiomas que eran evidentemente ciertos, por ejemplo: «la distancia más corta entre dos puntos es una línea recta». Las verdades de la geometría eran verdades necesarias; la mente humana podía concebir un universo en que el nombre de Daniel fuese David, o en el que Ipswich hubiese sido construida al otro lado del Orwell, pero la geometría y la matemática tenían que ser verdad, no había universo concebible en el que 2+3 fuese igual a 2+2.

Ocasionalmente uno descubría correspondencias entre cosas del mundo real y los objetos de la matemática pura. Por ejemplo: la trayectoria de Daniel de Londres a Ipswich había sido casi una línea recta, pero después de que cada uno de los disidentes hubiese salido de la celda, Daniel había ejecutado un tremendo cambio de dirección y a la mañana siguiente inició una cabalgadura sobre un caballo alquilado hacia Cambridge, siguiendo una trayectoria que se hacía más recta cuanto más se alejaba. Estaba, en otras palabras, describiendo una especie de sendero hiperbólico atravesando Essex, Suffolk y Cambridgeshire.

Pero no lo hacía porque se tratase de una hipérbola, o (por examinarlo de otra forma) no se trataba de una hipérbola porque él la estuviese haciendo así. Era simplemente la ruta que los comerciantes habían tomado siempre, yendo de mercado en mercado a medida que se alejaban de Ipswich con los carros cargados de productos importados o traídos de contrabando. Podría haber seguido una ruta en zigzag. Que tuviese el aspecto de una hipérbola cuando se la trazaba sobre un mapa de Inglaterra era suerte. Era una verdad contingente.

No significaba nada.

En su bolsillo estaban las notas que su patrono, el buen marqués de Ravenscar, le había metido con la explicación «Aquí tienes el pretexto». Las había escrito John Flamsteed, el astrónomo real, aparentemente en respuesta a preguntas enviadas por Isaac. Daniel no se atrevió a abrirlas y leerlas, el sobrenaturalmente sensitivo Isaac olería las huellas de Daniel o algo. Pero la carta de presentación era visible. Encajados en las fisuras entre grandes bloques de verborrea barroca había algunos tallos de información, y arrancándolos y juntándolos Daniel pudo deducir que Newton había pedido información relativa al cometa de 1680, una conjunción reciente de Júpiter y Saturno y el flujo y reflujo de mareas en el océano.

Si cualquier otro académico hubiese pedido datos de temas tan aparentemente dispares se hubiese revelado como un chiflado. El simple hecho de que Isaac estuviese considerándolos simultáneamente era una prueba tan buena como cualquier otra de que estaban relacionados. Evidentemente, las olas tenían algo que ver con la Luna porque las alturas de las primeras estaban relacionadas con las fases de la otra; ¿pero qué influencia podría conectar la distante esfera de roca con todos los mares, lagos y charcos en la tierra? Júpiter, orbitando siguiendo un camino interior, ocasionalmente adelantaba a Saturno, que se demoraba en las fronteras del sistema solar. A Saturno se le había visto demorarse cuando Júpiter lo alcanzaba, para acelerar luego después de que Júpiter hubiese pasado a su lado. La distancia que separaba a Júpiter de Saturno era, en el mejor de los casos, dos mil veces la que había entre la Luna y las mareas; ¿que influencia podría superar semejante abismo? Y los cometas, casi por definición, se encontraba por encima de las leyes (fuesen cuales fuesen éstas) que gobernaban a las lunas y los planetas, los cometas no eran cuerpos astronómicos, o fenómenos naturales, sino más bien metáforas de lo extraño, lo exento, lo trascendente, eran monstruos, truenos, cartas de Dios. Colocarlos bajo la jurisdicción de cualquier sistema de leyes naturales era un acto de hubris colosal y probablemente fuese buscarse problemas.

Pero unos años atrás un cometa había llegado desde lejos, y un poco más tarde se había visto uno en sentido contrario, cada uno moviéndose en líneas diferentes, y John Flamsteed se había jugado el cuello como diez millas y había planteado una pregunta: ¿y si no se tratase de dos cometas sino uno?

La réplica evidente era señalar que las dos líneas eran diferentes. Una línea, un cometa; dos líneas, dos cometas. Flamsteed, quien era tan dolorosamente consciente de los caprichos y limitaciones de las observaciones astronómicas como cualquier otro hombre vivo, había respondido que los cometas no se movían siguiendo líneas y que jamás lo habían hecho; los astrónomos sólo habían observado fragmentos cortos de trayectorias cometarias que podrían ser fragmentos relativamente rectos de curvas vastas. Se sabía, por ejemplo, que gran parte de una hipérbola era prácticamente indistinguible de una línea recta; por tanto, ¿quién podría decir que los cometas de 1680 no podrían ser un solo cometa que hubiese ejecutado un brusco cambio de dirección al encontrase cerca del Sol y lejos de los ojos de los astrónomos?

En alguna otra era, esa idea hubiese situado a Flamsteed a la altura de Kepler y Copérnico, pero vivía ahora, y por tanto le había convertido en una especie de vaca de datos a la que había que mantener encerrada en Greenwich para ser ordeñada en cuanto Newton tenía sed. Daniel ejecutaba su papel de lechero, corriendo a Cambridge con el cubo humeante.

En esto había muchas más cosas que exigían la atención de cualquier europeo que afirmase ser culto.

(1) Los cometas atravesaban libremente el espacio, con trayectorias a las que sólo daban forma interacciones (todavía misteriosas) con el Sol. Si se movían en secciones cónicas, no era un accidente. Un cometa que siguiese una trayectoria precisamente hiperbólica a través del éter era un objeto completamente diferente al hecho de que Daniel casualmente trazase una ruta razonablemente hiperbólica a través del campo inglés. Si los cometas y los planetas se movían en secciones cónicas, debía ser algún tipo de verdad necesaria, una característica intrínseca del universo. Significaba algo. ¿Exactamente qué?

(2) La idea de que el Sol ejercía alguna fuerza centrípeta sobre los planetas estaba ahora bastante bien aceptada, pero pidiendo datos sobre la interacción de la Luna y el mar, y de Júpiter y Saturno, Isaac a todos los efectos decía que todos esos fenómenos eran fragmentos, que todo atraía a todo, que las influencias (digamos) sobre Saturno del Sol, de Júpiter y de Titán (la luna de Saturno descubierta por Huygens) sólo eran diferentes en la medida en que venían de direcciones diferentes y tenían magnitudes diferentes. Como los diversos artículos en algún almacén mercante de Amsterdam podrían venir de lugares diferentes y tener valores diferentes, pero al final lo que importaba es cuánto oro obtendrían en la Damplatz. El oro que se pagaba por una libra de pimienta de Malabar se fundía y se mezclaba con el oro que se pagaba por un cargamento de arenque del mar del Norte, y todo era simplemente oro, sin rastro u olor del pescado o la especie por el que se había cambiado. En el caso de la dinámica celeste, el oro —el medio universal de intercambio, a lo que todo se reducía— era la fuerza. La fuerza que el Sol ejercía sobre Saturno no era diferente a la ejercida por Titán. Al final, las dos fuerzas se sumaban para formar un vector, una fuerza resultante combinada que no llevaba ningún rastro de sus orígenes. Era un tipo de alquimia muy poderosa, porque traía los movimientos de los cuerpos celestes de las regiones inaccesibles y los situaba al alcance de hombres que habían dominado las artes ocultas de la geometría y el álgebra. Poderes y misterios que habían sido derechos exclusivos de Dios, Isaac los estaba reclamando como propios.

 

Un ejemplo de las consecuencias de tal fusión alquímica de fuerzas sería que un cometa que escapase del Sol por el brazo externo de la hipérbola, viajando esencialmente siguiendo una línea recta, si resultase pasar cerca de un planeta se sentiría atraído por él. El Sol no era un monarca absoluto. No poseía ningún poder especial concedido por Dios. El cometa no tenía que respetar su fuerza más que la fuerzas de los simples planetas; de hecho, el cometa ni siquiera percibiría esas dos influencias como separadas, ya se habrían convertido a la moneda universal de las fuerzas, y se habían fundido en un único vector. Lejos del Sol, cerca del planeta, la influencia de este último predominaría, y el cometa cambiaría de rumbo.

Y así lo hizo Daniel, después de cabalgar casi en línea recta atravesando el territorio pantanoso al noreste de Cambridge durante casi todo un día, y atravesando el llano de lodo pisoteado y lleno de mierda donde se celebraba la feria de Stourbridge, de pronto viró un recodo del Cam y adoptó una órbita cuyo centro era cierto conjunto de cámaras a un lado de la gran puerta del Trinity College.

Daniel todavía tenía la llave de ese sitio, pero no quería entrar aún. Llevó al caballo a un establo en la parte posterior y entró por la puerta trasera, lo que resultó ser una mala idea. Sabía que se había iniciado la construcción de la biblioteca de Wren, porque Trinity le había apremiado, junto con Roger y todos los demás que habían contribuido. Y según el ingenioso y desesperado informe de progresos que Wren ofrecía a la R.S. en cada reunión, era consciente de que el proyecto se había detenido y reiniciado más de una vez. Pero no había considerado las consecuencias prácticas. La antiguamente verde y nivelada planicie entre el Cam y la parte posterior del college era ahora un bullicioso campamento de albañiles, animales de carga y otros elementos de cualquier campamento (no sólo putas, sino también taberneros itinerantes, afiladores y chicos para todo). Así que tuvo que vadear entre estiércol de caballo, vagar por callejones sin salida en lo que antes había sido una zona para jugar a la pelota, esquivar gallinas y rechazar propuestas carnales más o menos atractivas antes de que Daniel pudiese siquiera llegar a ver la biblioteca.

La mayor parte de Cambridge se había hundido en el crepúsculo mientras Daniel buscaba una ruta a través del campamento. No es que importase demasiado: durante todo el día el cielo había tenido el aspecto del plomo machacado. Pero la planta superior de la Biblioteca Wren estaba lo suficientemente alta para poder mirar al oeste y saber el tiempo de mañana, que sería agradable y despejado. El tejado estaba completo en su mayoría, y donde no lo estaba, su forma quedaba marcada por vigas y soportes de roble rojo que parecían resonar bajo la cálida luz de la puesta de sol, no limitándose a bloquear los rayos sino canturreando en simpatía con la luz. Daniel se detuvo y la miró durante un rato porque sabía que cualquier momento de tal belleza no podía durar, y quería describírselo al dolorido Wren cuando regresase a Londres.

La campana empezó a sonar, llamando a los fellows al comedor, y Daniel se lanzó entre los arcos vacíos de la biblioteca y atravesó la plaza de Neville con el tiempo justo para ponerse una toga y unirse a sus colegas en la gran mesa.

El oporto y la luz de las velas calentaban los rostros alrededor de la mesa, que exhibían un rango de emociones. Pero en general parecían satisfechos. El último rector que había intentado imponer algo de disciplina en ese lugar había sufrido un ataque mientras le gritaba a unos estudiantes bulliciosos. Nada impedía a los estudiantes y al profesorado extraer pesadas conclusiones de tal suceso. Su sustituto era un amigo de Ravenscar, un conde que se presentaba con puntualidad a las reuniones de la R.S. desde principios de los años 70 y que con igual puntualidad se quedaba dormido a la mitad. Sólo venía a Cambridge cuando en la universidad se encontraba alguien más importante que él. El duque de Monmouth ya no era canciller; le habían privado del título durante uno de sus destierros, y le había reemplazado el duque de Tweed, también conocido como general Lewis, la L en la Camarilla de Carlos II.

No es que él o cualquier otro canciller importase nada. El college lo dirigían los Senior Fellows. Veinticinco años atrás, justo cuando Daniel e Isaac entraban en Trinity, Carlos II había echado a patadas a los eruditos puritanos que lo habían ocupado bajo Wilkins y los reemplazó con caballeros que sería mejor describir como caballeros-eruditos, en ese orden. Mientras Daniel e Isaac se educaban por su cuenta, esos hombres habían convertido el college en su termitero personal. Ahora eran Senior Fellows. La dieta de sebo, queso y oporto de la gran mesa había causado su efecto natural, y habría que lanzar una moneda para dirimir qué se les había reblandecido más: mente o cuerpo.

Nadie podía recordar la última vez que Isaac había puesto el pie en el comedor. Su falta de interés no se consideraba como prueba de que había algo mal en Trinity sino que había algo mal en Isaac. Y en cierta forma, así era; si el deber de un college era propagar una cierta forma de ser a la siguiente generación, éste funcionaba a la perfección, y si Isaac se hubiese molestado en participar no habría hecho más que perturbar la institución.

Los Fellows parecían saberlo (así es como los consideraba Daniel: no como una estancia llena de individuos sino como Los Fellows, una especie de colmena o rebaño, un agregado. Leibniz se había estado preocupando intensamente de la cuestión de los agregados. Un rebaño de ovejas está compuesto de varias ovejas individuales y no es más que un rebaño por convención —los humanos introducían la cualidad de rebañez—, sólo existía en alguna mente humana como una percepción. Sin embargo, Hooke había descubierto que el cuerpo humano estaba compuesto de células, por tanto era tan agregado como un rebaño de ovejas. ¿Significaba eso que también el cuerpo era producto de la percepción? ¿O había alguna influencia unificadora que convertía a esas células en un cuerpo coherente? ¿Y la gran mesa en Trinity College? ¿Era más como un rebaño de ovejas o un cuerpo? A Daniel en ese momento le parecía totalmente un cuerpo. Para cumplir la misión que Roger Comstock le había encomendado, tendría que interrumpir ese misterioso principio unificador, disgregar el college y luego apartar a algunas ovejas del rebaño). El agregado llamado Trinity había percibido que Isaac sólo iba a la iglesia una vez por semana, el domingo, y su comportamiento en la capilla provocaba las suspicacias de Trinity, aunque al contrarío que los puritanos esos caballeros de alta iglesia nunca decían a las claras lo que pensaban sobre religión. A Daniel eso le daba igual, porque sabía perfectamente bien lo que Newton estaba haciendo y lo que esos hombres opinaban al respecto.

Pero más tarde, después de que Daniel y otros fellows hubiesen salido del comedor para dirigirse al piso de arriba a estancias más pequeñas, para sentarse alrededor de una mesa más pequeña y beber oporto, Daniel lo empleó como una especie de señuelo, arrastrándolo por el estanque para ver si algo surgía del fondo para morderlo.

—Dada la compañía que se sabe mantiene Newton, no puedo evitar preguntarme si ha sido atraído por el Papado.

Silencio.

—¡Caballeros! —siguió diciendo Daniel—, no tiene nada de malo. Recuerden que nuestro rey es católico.

En la habitación había otras trece personas. Once de ellas consideraron que su comentario era de un mal gusto atroz (lo que era cierto) y no dijeron nada. A Daniel no le importaba; le perdonarían porque había estado bebiendo y estaba bien relacionado. Uno de ellos comprendió de inmediato lo que Daniel pretendía: se trataba de Vigani, el alquimista. Si Vigani había estado siguiendo a Isaac tan cerca y escuchando lo que decía con tanta concentración como había seguido y escuchado a Daniel esa noche, sabría muchas cosas. De momento, los extremos de su bigote se arquearon perversamente y ocultó su diversión tras una copa.

Pero un hombre, el más joven y el más borracho de la sala —un hombre que no mantenía en secreto el hecho de que deseaba desesperadamente entrar en la Royal Society—, mordió el anzuelo.

—¡La verdad es que esperaría más que los visitantes nocturnos del señor Newton se convirtiesen a su religión que él a la de ellos!

Eso produjo algunas risitas, lo que no hizo más que animarle.

—Aunque Dios les ayude si luego intentasen refugiarse en Francia… considerando lo que el rey Luis les hace a los hugonotes, imaginen la bienvenida que dispensaría a…

—Por no hablar de España con la Inquisición —dijo Vigani chistoso. Pero fue un intento heroico y bien ejecutado por cambiar de tema, dado que no valía la pena discutirlo: después de todo, la Inquisición española tenía muy pocos defensores locales.

Pero Daniel no había soportado años entre cortesanos sin desarrollar algunas habilidades.

—¡Me temo que tendremos que esperar a la Inquisición inglesa para descubrir lo que nuestro amigo iba a decir!

Llegará cualquier día de éstos —murmuró alguien.

¡Empezaban a romper las filas! Pero Vigani se había recuperado.

—¿Inquisición? ¡Tonterías! El rey jura por la Libertad de Conciencia… o eso es lo que el doctor Waterhouse le ha estado contando a todo el mundo.

—No he sido más que un simple conducto para lo que el rey tiene que decir.

—Pero acaba de volver de liberar a muchos disidentes de la cárcel, ¿no?

—Es asombroso lo bien que conoce mis pasatiempos, señor —dijo Daniel—. Es correcto. Ahora mismo hay un montón de celdas vacías y disponibles.

—Una pena malgastarlas —ofreció alguien.

—El rey encontrará algún uso para esas vacantes —predijo alguien.

—Una predicción fácil. He aquí una más difícil: ¿cuál será el nombre de ese rey?

—Inglaterra.

—Me refiero a su nombre de pila.

—Entonces ¿asume que será cristiano?

—¿Asume usted que lo es ahora?

—¿Estamos hablando del rey que vive en Whitehall o del que ha sido visto en La Haya?

—El de Whitehall se ha visto marcado desde sus años en Francia: marcado en la cara, en las manos, en el…

—Caballeros, caballeros, esta habitación está demasiado caldeada y mal ventilada para su ingenio, les ruego —dijo el fellow más importante de los presentes, que tenía aspecto de encontrarse al borde de un ataque propio—. El doctor Waterhouse simplemente preguntaba por su viejo amigo, nuestro colega, Newton…

—¿Es ésta la versión que todos vamos a contar a la Inquisición inglesa?

—¡Es usted un gracioso, demasiado gracioso! —protestó el fellow, ahora con el rostro enrojecido, y no por la vergüenza—. El doctor Newton podría servirle de ejemplo, porque se dedica a su trabajo con gravedad, y es una obra sólida sobre geometría, matemática, astronomía…

—Escatología, astrología, alquimia…

—¡No! ¡No! Desde que el señor Halley vino a preguntar por el tema de los cometas, Newton ha tenido muchos menos visitantes del exterior, y el signore Vigani ha tenido que buscar compañía en el comedor.

—No tengo más que entrar en el comedor y encuentro compañía —dijo Vigani con calma—, nunca tengo que buscar.

—Por favor, discúlpenme —dijo Daniel—, parece que Newton agradecería un visitante.

—Podría agradecer una costra de pan —dijo alguien—; últimamente ha estado arañando en su jardín como una gallina hambrienta.

 

No puedo sino condenar a esas personas que considerándose demasiado embelesadas por el lustre de las nobles acciones de los antiguos, dedican sus estudios a elevarlos a los cielos; sin percibir que las eras recientes nos han ofrecido otras más heroicas y maravillosas.

 

GEMELLI CARERI

 

Isaac trabajando

Atravesando la gran puerta, tomó prestada una lámpara de un portero y salió a un paso que llevaba a la calle, encerrada entre paredes almenadas. Usando la vieja llave, Daniel abrió la cerradura de esa puerta y penetró en un jardín bastante grande. Estaba dispuesto como una rejilla de senderos de gravilla con cuadrados verdes. En algunos de los cuadrados había plantados pequeños frutales, en otros arbustos o hierba. A la izquierda, una fila de árboles altos cubría las ventanas de la fila de cámaras que ocupaban el espacio entre la Gran Puerta y la capilla. Las yemas de las ramas iniciaban su evolución hacia hojas nacientes, y donde había luz en las ventanas de Isaac relucía como explosiones congeladas, de un verde fósforo. Pero casi todas las ventanas estaban a oscuras, y las estrellas sobre los cierres de las chimeneas se veían claras y cristalinas, no difuminadas por el calor o apagadas por el humo. Los hornos de Isaac estaban fríos, el material de sus crisoles solidificado. Todo el calor había penetrado en su cráneo.

Daniel dejó que la lámpara colgase a su lado de forma que la luz iluminase el sendero de gravilla desde la altura de sus rodillas. El efecto fue hacer que los arañazos de gallina de Isaac destacasen.

Todos empezaban igual: con Isaac moviendo la punta del zapato, o la punta de su bastón, sobre el suelo para trazar una curva. No una curva específica —no un círculo o una parábola— sino una curva representativa, todo en el universo era curvo, y esas curvas eran evanescentes y fluxionales, pero con ese gesto Isaac conjuraba una curva en particular —no importaba cuál— de entre el cosmos burbujeante, como una rana que lanzase la lengua para, atrapar un mosquito de un enjambre. Una vez encerrada en la gravilla, quedaba congelada e indefensa. Isaac podía mirarla todo el tiempo que quisiese, como sir Robert Moray contemplando una anguila disecada en una caja de vidrio. Después de un rato Isaac empezaba a trazar líneas rectas sobre la gravilla, construyendo un andamio de rayos, perpendiculares, tangentes, cuerdas y normales. Al principio parecería que crecía al azar, pero a continuación las líneas se cruzarían unas con otras para formar un triángulo, que milagrosamente resultaría ser el eco de otro triángulo en un lugar diferente, y ese hecho abriría una especie de compuerta que liberaría la información para fluir de una parte del diagrama a otra, o para saltar a otro diagrama completamente diferente, pero a Daniel los resultados nunca le quedaban claro porque en ese momento el diagrama se abortaba y una serie de pisadas —cráteres lunares sobre la grava— marcarían el apresurado regreso de Isaac a sus cámaras, donde podría fijarlo en tinta.

Daniel siguió esas pisadas a las cámaras que una vez habían compartido. La planta baja estaba atestada de excrementos alquímicos, pero no tan peligrosos como era habitual, ya que todo estaba frío. Daniel iluminó con la lámpara una sala tranquila, y luego otra, todo lo que reflejaba la luz era material mineral duro, los elementos refractarios inertes a los que la naturaleza siempre regresaba: crisoles con costras, retortas llenas de cenizas, tenazas corroídas, cristales negros de carbón, gotas de azogue atrapadas en las grietas del suelo, una caja de guineas de oro que habían dejado abierta cerca de una ventana como si quisiesen demostrar a todos los que pasaban que al hombre que allí vivía no le importaba nada el oro.

Sobre una mesa vio cartas en latín de caballeros de Praga, Nápoles, St.Germain, dirigidas a JEOVA SANCTUS UNUS. Por los huecos entre las cartas Daniel vio parte de un dibujo mayor que habían fijado a la superficie de la mesa. Parecía la planta de un edificio. Daniel movió algunos papeles y libros para ver más. Se preguntó si Isaac —como Wren, Hooke y el propio Daniel— se había metido en la arquitectura.

Isaac parecía estar diseñando una plaza cuadrada y amurallada con una estructura triangular en medio. Pasando un trapezoide de luz de lámpara sobre una parte escrita, Daniel leyó lo siguiente: El mismo Dios entregó a Moisés las dimensiones del tabernáculo y a David y Ezequiel el templo con sus patios, y no alteró las proporciones de las arenas sino sólo las duplicó en el Templo… Entonces, estamos de acuerdo en que Salomón y Ezequiel duplican a Moisés.

—Sólo intento recuperar los conocimientos de Salomón —dijo Isaac.

Sabiendo que la lámpara cegaría los ojos quemados de Isaac, Daniel la levantó y la apagó antes de volverse. Isaac había descendido en silencio por una escalera de piedra. El estudio en la primera planta tenía velas encendidas, y éstas iluminaban la piedra detrás de Isaac con una luz naranja. Era una silueta negra vestida con una bata, la cabeza cubierta de plata. No había ganado peso desde sus días de estudiante, lo que no era sorprendente si eran ciertos los rumores sobre sus hábitos alimenticios.

—No puedo evitar preguntarme si tú, quizás incluso yo, no sabrás muchísimo más que Salomón sobre prácticamente todos los temas —dijo Daniel.

Isaac no dijo nada durante un momento, pero algo en su silueta parecía resentido, o entristecido.

—La Biblia lo dice claramente, Daniel. Primer capítulo: el Jardín del Edén. Ultimo capítulo: el Apocalipsis.

—Lo sé, lo sé, el mundo se inició perfectamente bueno y no ha hecho más que empeorar desde entonces, y la única pregunta es a qué nivel de maldad llegará antes de que Dios eche el telón. Me educaron para creer que esa tendencia era tan fija e inevitable como la gravedad, Isaac. Pero el Apocalipsis no se produjo en 1666.

—Se producirá no mucho después de 1867 —dijo Isaac—. Ese año caerá la Bestia.

—La mayoría de los chiflados anglicanos estiman 1700 para la desaparición de la Iglesia Católica.

—No es lo único en que se equivocan los anglicanos.

—¿Podría ser, Isaac, que las cosas estén mejorando, o en el peor de los casos permanezcan más o menos igual, en lugar de empeorar continuamente? Porque realmente creo que sabes algunas cosas que jamás penetraron en la cabeza de Salomón.

—En el piso de arriba estoy trabajando en el Sistema del Mundo —dijo Isaac de improviso—. No es irracional pensar que Salomón y otros antiguos conociesen ese Sistema, y lo cifrasen en el diseño de sus templos.

—Pero según la Biblia, esos diseños les fueron entregados directamente por Dios.

—Pero sal al exterior, mira las estrellas y verás a Dios intentando ofrecerte lo mismo, si prestas atención.

—Si Salomón sabía todas esas cosas, ¿por qué no se limitó a decir, «El Sol se encuentra en medio del sistema solar y los planetas dan vueltas en elipses»?

—Creo que lo dijo, en el diseño del templo.

—Sí, pero ¿por qué tanto Dios como Salomón son tan oblicuos en todo? ¿Por qué no decirlo y ya está?

—Está bien que no malgastes mi tiempo con cartas tediosas —dijo Isaac—. Cuando leo una carta, puedo seguir las palabras, pero no puedo sondear la mente del que me escribe. Es mejor que vengas a visitarme de noche.

—¿Como un alquimista?

—O uno de los primeros cristianos de la Roma pagana…

—¿Trazando curvas en el suelo?

—… o cualquier cristiano que se atreva a oponerse a los idólatras. Si me contases esas cosas en una carta, concluiría que estás al servicio de la Bestia, como algunos dicen que estás.

—Vaya, ¿simplemente por sugerir que el mundo hace algo más que pudrirse?

—Claro que se pudre, Daniel. No hay máquina de movimiento perpetuo.

—Excepto el corazón.

—El corazón se pudre, Daniel. En ocasiones se pudre mientras su dueño sigue con vida.

Daniel no se atrevió a seguir por ese camino. Después de un silencio, Isaac siguió hablando, con voz más gutural:

—¿Dónde encontramos a Dios en el mundo? Eso es todo lo que quiero saber. Todavía no Le he encontrado. Pero cuando veo algo que no se pudre, el funcionamiento del sistema solar, o una demostración euclidiana, o la perfección del oro, siento que me acerco a la Divinidad.

—¿Ya has encontrado el Mercurio Filosófico?

—En el 77 Boyle estaba seguro de tenerlo.

—Lo recuerdo. —Durante un breve periodo estuve de acuerdo con él… pero era una ilusión. Ahora lo busco en la geometría… o más bien lo busco allí donde falla la geometría.

—¿Falla?

—Sube conmigo, Daniel.

Daniel reconoció la primera demostración tan fácilmente como su propia firma.

—Objetos controlados por una fuerza centrípeta conservan el momento angular y barren áreas iguales en tiempos iguales.

—¿Has leído mi De Motu Corporum in Gyrum?

—El señor Halley ha dado a conocer su contenido a la Royal Society —dijo Daniel secamente.

—Algunos de los lemas de apoyo surgen de aquí —dijo Isaac, colocando otro diagrama sobre el primero—; y de éste podemos pasar directamente a…

—Éste es el importante —dijo Daniel—. Si la fuerza centrípeta viene descrita por una ley del inverso del cuadrado, entonces el cuerpo se mueve en una elipse, o en cualquier caso una sección cónica.

—Yo diría: «El que los cuerpos celestes se muevan según secciones cónicas demuestra la ley del inverso del cuadrado.» Pero por ahora sólo hablamos de ficciones. Estas demostraciones sólo se aplican a concentraciones infinitesimales de masa, que no existen en el mundo real. Los cuerpos celestes de verdad poseen geometría: están compuestos de un vasto número de partículas diminutas dispuestas en forma de esfera. Si la Gravitación Universal existe, entonces cada una de las motas que forman la Tierra atrae a las otras, también atrae a la Luna, y viceversa. Y cada una de las partículas de la Luna atrae al agua de los océanos de la Tierra para crear las mareas. ¿Pero cómo la geometría esférica de un planeta informa a su gravedad?

Isaac sacó otra hoja, de aspecto mucho más reciente que el resto.

Daniel no la reconoció. Al principio pensó que era él diagrama de un ojo, como el que Isaac había realizado de estudiante. Pero Isaac hablaba de planetas, no de ojos.

Se sucedieron algunos momentos incómodos.

—Isaac —dijo Daniel al fin—, puedes dibujar un diagrama como éste y decir «Observa», y la prueba está terminada. Yo necesito algunas explicaciones.

—Muy bien. —Isaac señaló el círculo en medio del diagrama—. Considera un cuerpo esférico, en realidad un agregado de incontables partículas, cada una de las cuales produce atracción gravitatoria según la ley del inverso del cuadrado. —Alargó la mano hasta el objeto más cercano, un tintero, y lo situó en una esquina de la página, tan lejos del «cuerpo esférico» como podía situarse—. ¿Qué siente ese satélite, aquí, en el exterior, si las atracciones separadas de todas esas partículas se suman y funden en una fuerza agregada?

—Nada más lejos de mi intención el decirte cómo hacer física, Isaac, pero me suena a un problema ideal para el cálculo integral… por tanto, ¿por qué lo estás resolviendo geométricamente?

—¿Por qué no?

—¿Se debe a que Salomón no tenía cálculo?

—El cálculo, como lo llaman algunos, es un método áspero. Yo prefiero desarrollar mis demostraciones con métodos más geométricos.

—Porque la geometría es antigua, y todo lo antiguo es bueno.

—Esta conversación es ociosa. El resultado, como cualquiera puede ver contemplando mi diagrama, es que un cuerpo esférico, un planeta, luna o estrella, que posee una cantidad dada de materia, produce una atracción gravitatoria que es la misma que si toda la materia estuviese concentrada en un único punto geométrico en el centro.

—¿La misma? ¿Quieres decir exactamente la misma?

—Es una demostración geométrica —se limitó a decir Isaac—. Que las partículas se dispongan en una esfera no plantea ninguna diferencia por ser la geometría de la esfera la que es. La gravedad es la misma.

Daniel tuvo que buscar una silla; la sangre de sus piernas parecía estar corriéndole a la cabeza.

—Si eso es cierto —dijo—, entonces todo lo que has demostrado antes sobre objetos puntuales… por ejemplo, que se mueven siguiendo trayectorias descritas por secciones cónicas…

—Se aplica sin cambios a los cuerpos esféricos.

—Los de verdad. —Daniel tuvo la extraña visión de un templo derruido que se reconstruía a sí mismo: columnas caídas elevándose de entre los escombros, y los escombros reagregándose para formar querubines y serafines, y un fuego ardiendo en el altar central—. Entonces lo has hecho… has creado el Sistema del Mundo.

Dios lo creó. Yo no he hecho más que encontrarlo. Redescubrir lo que estaba olvidado. Mira este diagrama, Daniel. Todo está aquí, es verdad manifiesta, epifanía.

—Bien, pero antes me dijiste que buscabas a Dios donde falla la geometría.

—Evidentemente. En esto no hay elección —dijo Isaac, acariciando el diagrama con una mano—. Ni siquiera Dios hubiese podido hacer el mundo de otra forma. El único Dios que hay aquí… —Isaac golpeó el diagrama con fuerza— es el Dios de Spinoza, un Dios que lo es todo y por tanto nada.

—Pero da la impresión de que lo has explicado todo.

—No he explicado la ley del inverso del cuadrado.

—Aquí mismo tienes una prueba que dice que si la gravedad se rige por una ley del inverso del cuadrado, los satélites se mueven sobre secciones cónicas.

—Y Flamsteed dice que así lo hacen —dijo Isaac, arrancando las hojas de notas del bolsillo de Daniel. Pasando de la carta de presentación, rompió la cinta y comenzó a hojear las páginas—. Por tanto la gravedad efectivamente se rige por una ley del inverso del cuadrado. Pero sólo podemos decirlo porque es consistente con las observaciones de Flamsteed. Si esta noche Flamsteed observase a un cometa moviéndose en espiral, todo mi trabajo estaría mal.

—Lo que dices es ¿por qué necesitamos a Flamsteed?

—Digo que el hecho de que necesitemos de él demuestra que Dios toma decisiones.

—O las tomó.

Eso produjo una especie de gesto de burla en el rostro de Isaac. Cerró los ojos y movió la cabeza.

—No soy uno de los que creen que Dios fabricó el mundo y se fue, que a Él no le queda nada más que elegir, ninguna presencia continua en el mundo. Creo que El está en todas partes, tomando decisiones continuamente.

—Pero sólo porque hay ciertas cosas que no has explicado con demostraciones geométricas.

—Como ya te he dicho, busco a Dios allí donde falla la geometría.

—Pero quizás exista una demostración no descubierta para la ley del inverso del cuadrado. Quizá tenga alguna relación con los vórtices del éter.

—Nadie ha conseguido dar sentido a los vórtices.

—Entonces, ¿alguna interacción de partículas microscópicas?

—¿Partículas que recorren la distancia entre el Sol y Saturno y de vuelta, a velocidad infinita, sin que les afecte el éter?

—Tienes razón, es imposible tomárselo en serio. ¿Cuál es tu hipótesis, Isaac?

Hypothesis non fingo.

—Pero eso no es realmente cierto. Comienzas con una hipótesis… vi varios de esos bocetos en la gravilla de ahí fuera. Luego se te ocurre uno de esos diagramas. No puedo explicar cómo logras esa parte, a menos que Dios te esté empleando como conducto. Cuando has terminado, ya no es una hipótesis sino una verdad demostrada.

—La geometría no podrá explicar jamás la gravedad.

—¿Entonces el cálculo?

—El cálculo no es más que una conveniencia, una forma taquigráfica de hacer geometría.

—Así que lo que queda fuera del alcance de la geometría también está más allá del alcance del cálculo.

—Evidentemente, por definición.

—Pareces decir que el funcionamiento interno de la gravedad está más allá de la comprensión o incluso del alcance de la Filosofía Natural. Entonces, ¿a quién debemos apelar? ¿A los metafísicos? ¿A los teólogos? ¿A los hechiceros?

—Para mí son todos lo mismo —dijo Isaac—, y yo soy uno de ellos.

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