Bohemia
INVIERNO 1683-1684

 

Jack recuerda el asedio de Maastricht

Durante las dos semanas posteriores al milagro cristiano de Jack consistente en alimentar a mil vagabundos con un saquito de pólvora, él y Eliza hablaron muy poco, excepto de los detalles inmediatos para permanecer con vida. Dejaron atrás campos ondulantes de castillos quemados y estanques de carpas, con sus anchos valles planos, pasando a una zona montañosa mucho más al norte que, o no había sufrido demasiado durante la guerra, o se había recuperado con mayor rapidez. Desde lo alto de las colinas y los pasos de montañas miraban campos marrones donde los montones de heno salpicaban el paisaje como burbujas en un estanque tranquilo, y limpios pueblecitos prósperos cuyas chimeneas se alzaban como si fuesen picas y mosquetes blandidos contra el frío. Jack intentó comparar esas vistas con las historias que los vagabundos le habían contado. Ciertas noches, tenía la completa seguridad de que iban a perecer, pero entonces encontraban una choza, o una cueva, e incluso una hendidura en la cara de un acantilado donde podían hacerse un nido con hojas caídas y encender un fuego.

Finalmente un día llegaron, tan súbitamente como una emboscada, a un valle donde las ramas de los árboles estaban ocultas por la neblina y el vapor se elevaba de un arroyuelo oloroso que corría por un lecho fluvial de extraña forma y coloración.

—Ya hemos llegado —dijo Jack, y dejó a Eliza oculta entre los árboles mientras él salía a campo abierto a hablar con un par de mineros que trabajaban con picos y palas en la corriente, extrayendo una roca frágil que olía como Londres durante la Plaga. ¡Azufre! Jack hablaba poco alemán y ellos no hablaban nada de inglés, pero estaban muy impresionados con la espada, el caballo y sus botas, y por medio de gruñidos, encogimiento y señas le hicieron saber que no causaría ningún problema si acampaba durante el invierno en la fuente del manantial caliente, media milla valle arriba.

Así lo hicieron. El manantial surgía de una pequeña cueva que siempre estaba caliente. No podían quedarse allí durante mucho tiempo por el mal aire, pero servía como refugio al que podían retirarse, y los mantuvo con vida el tiempo suficiente para reconstruir una choza en ruinas que habían encontrado en la orilla de la corriente vaporosa. Jack cortaba madera y la llevaba hasta Eliza, quien la colocaba en su sitio. El tejado no podía impedir la entrada de la lluvia, pero mantenía la nieve fuera. Jack todavía tenía un poco de plata. La empleaba para comprar venado y conejos a los mineros, quienes disponían trampas ingeniosas para los animales del bosque.

Por tanto, el primer mes en el manantial consistió en pequeñas batallas ganadas y olvidadas al día siguiente, y nada pasaba entre ellos excepto los planes sencillos y los chismes de los campesinos. Pero, con el tiempo, las cosas se asentaron hasta el punto de que no tenían que pasar hasta el último minuto trabajando. A Jack le daba igual. Pero Eliza dejó claro que ciertas cuestiones habían estado ocupando su mente durante todo ese periodo.

—¿Te importa? —tuvo que soltar Jack, un día de lo que probablemente era diciembre.

—No prestes atención —resopló Eliza—. El tiempo está un poco lóbrego.

—Si el tiempo está lóbrego, ¿qué estás ?

—Sólo pienso en… cosas

—¡Deja de pensarlas! Este cuchitril apenas tiene espacio suficiente para tenderse, muestra un poco de consideración, hay un reguero de lágrimas corriendo por el suelo. ¿No hablamos, hace meses, de los humores femeninos?

—Tu preocupación es tan encantadora… ¿Cómo podría agradecértela?

—¡Deja de lloriquear!.

Ella dio algunas aspiraciones temblorosas que hicieron estremecer la choza, y luego crucificó a Jack con una sonrisa falsa.

—El regimiento, entonces…

—¿Qué es esto? —preguntó Jack—. ¿Mantenerte con vida no es suficiente? ¿También tengo que ofrecerte entretenimiento?

—Pareces mostrarte renuente a hablar de ello. ¿Quizá tú también estás un poco melancólico?

—Tienes una cabecita inteligente que nunca deja de maquinar. Vas a emplear mis historias para malos propósitos. Hay ciertos detalles, que realmente no tienen importancia, a los que dedicarás un excesivo interés.

—Jack, estamos viviendo como brutos en medio de un territorio salvaje… ¿qué podría hacer yo con una historia al menos tan vieja como yo misma? Y por amor de Dios, ¿qué otra cosa podría hacer careciendo de hilo y aguja?

—Otra vez lo del hilo y aguja. ¿De dónde crees que podrían obtener estos brutos cosas así?

—Pídele a los mineros que la traigan la próxima vez que vayan al pueblo. Continuamente traen avena para Turco… ¿por qué no hilo y aguja?

—Si lo hago, sabrán que tengo una mujer.

—No por mucho tiempo, si no me cuentas una historia o me traes hilo y aguja.

—Vale, vale. La parte de la historia a la que con toda seguridad reaccionarás en exceso es que a pesar de que sir Winston Churchill no era realmente un hombre importante, su hijo John fue brevemente importante. Ya no lo es. Probablemente nunca lo vuelva a ser, excepto en el mundo de los cortesanos.

—Pero diste a entender que su padre no estaba más que un peldaño por encima de los vagabundos.

—Sí… y por tanto John nunca hubiese podido alcanzar la alta posición que obtuvo de no haber sido inteligente, guapo, valiente, encantador y bueno en el catre.

—¿Cuándo vas a presentármelo?

—Sé que sólo intentas provocarme con ese comentario.

—Exactamente, ¿a qué «alta posición» llegó?

—La cama de la amante favorita del rey Carlos segundo de Inglaterra.

Una breve pausa para que se elevase la presión, y luego Eliza emitió una risa volcánica. De pronto era abril.

—¿Quieres que crea que , Mediapicha «no me llames vagabundo» Jack, conoces personalmente al amante de una amante del rey?

—Tranquilízate… aquí no hay cirujanos en caso de que te rompas algo. Y si supieses algo del mundo exterior más allá de los harenes asiáticos, no te sorprendería: la otra amante favorita del rey es Nell Gwyn… una actriz.

—Tuve siempre la impresión de que eras una Persona de Alcurnia, Jack. Pero por favor dime, ahora que al fin he puesto en marcha tu lengua, ¿cómo llegó John Churchill del regimiento de su papá en Dorset al catre real?

—Oh, disculpa, John nunca estuvo asignado a ese regimiento… simplemente lo visitaba acompañando a su papá. La familia vivía en Londres. John asistió allí a una escuela de petimetres. Sir Winston tiró de los pocos hilos de los que disponía, probablemente lloriqueando sobre su gran lealtad durante el Interregno, y consiguió que asignasen a John como paje de Jacobo, duque de York, el hermano papista del rey, quien, por lo último que he oído, se encuentra en Edimburgo, volviéndose loco y torturando escoceses. Pero en aquella época, claro, alrededor de 1670, el duque de York se encontraba en Londres, y por tanto John Churchill, al ser miembro de su casa, también se encontraba allí. Pasaron los años. Bob y yo engordamos y crecimos como el ganado para el mercado comiendo los restos de la mesa de los soldados.

—¡Vaya si lo hiciste!

—No finjas admirarme… conoces mis secretos. Perseveramos en nuestros deberes regimentales. John Churchill fue a Tánger durante unos años a luchar contra los piratas de Berbería.

—Ooh, ¿por qué no me rescató él?

—Quizá lo haga algún día. Pero a lo que voy, sin embargo, es al Asedio de Maastricht… una ciudad holandesa.

—Eso no está cerca de Tánger.

—Intenta seguir lo que digo: regresó de Tánger, cubierto de gloria. Mientras tanto, Carlos II había llegado a un acuerdo con, de entre todos los posibles, el rey Looie de Francia, el ultrapapista, tan rico que no sólo sobornó a la oposición inglesa, sino también al otro bando, simplemente para que las cosas fuesen interesantes. De tal forma, Inglaterra y Francia, unidas, guerrearon, por tierra y mar, contra Holanda. El rey Looie, acompañado por una ciudad móvil de cortesanos, amantes, generales, obispos, historiadores oficiales, poetas, retratistas, cocineros, músicos y el séquito de toda esa gente, fue hasta Maastricht y montó un asedio como los reyes normales montan una fiesta. Su campamento no estaba tan exquisitamente decorado como el del Gran Visir frente a Viena, pero el personal era de más alta alcurnia, todo el que fuese alguien en Europa tenía que estar allí. Y John Churchill estaba bastante de moda. Allí fue. Bob y yo fuimos con él.

—Bien, eso es lo que me cuesta comprender. ¿Por qué invitar a dos chicos malos?

—Primero: hacía un cierto tiempo que no habíamos sido malos. Segundo: incluso la mayor reunión de nobles precisa de alguien que vacíe las escupideras y (si hay batalla) detenga los disparos antes de que lleguen a la gente de más alcurnia.

—¿Tercero?

—No hay tercero.

—Mientes. Sé que había una tercera razón. Abriste los labios, medio levantaste el dedo, y luego te lo pensaste mejor.

—Vale, bien. La tercera era que John Churchill, cortesano, en ocasiones gigoló, conocido hombre de ciudad, es el mejor comandante militar que he visto nunca.

—Oh.

—Juan Sobieski no estaba mal. En cualquier caso… me cuesta admitirlo.

—Evidentemente.

—Pero es cierto. Y al ser un excelente comandante, a punto de irse a una batalla de verdad, tuvo la suficiente astucia para llevarse a algunas personas que realmente podían hacer algunas cosas por él. Puede que te cueste creerlo, pero presta atención: cuando las personas serías y competentes precisan hacer algo en el mundo real, todas las consideraciones de tradición y protocolo vuelan por la ventana.

—¿Qué suponía él que Bob y tú podíais hacer en el mundo real?

—Llevar mensajes por el campo de batalla.

—¿Tenía razón?

—A medias.

Uno de vosotros tuvo éxito, y el otro…

—No fallé. Simplemente encontré formas más inteligentes de emplear mi tiempo.

—John Churchill te dio una orden, ¿y te negaste?

—¡No, no, no! Fue así. Bien, ¿prestaste atención al Asedio de Viena?

—Observé atentamente. Recuerda que mi virginidad colgaba de la balanza.

—Dime cómo la organizó el Gran Visir.

—Cavó una trinchera tras otra frente a las murallas, cada trinchera unas yardas más cerca de la anterior. Desde la más próxima, excavó túneles bajo una especie de fortaleza con forma de flecha que se encontraba en el exterior de la ciudad…

—Se llama revellín. Todas las fortalezas modernas los tienen, incluida Maastricht.

—La voló. Avanzó. Y así.

—Así es cómo se realizan todos los asedios. Incluyendo Maastricht.

—¿Y qué…?

—Toda la labor de pico y pala ya se había ejecutado cuando llegaron los chanchis. Se habían cavado minas y trincheras. Era el momento adecuado para atacar una zona exterior, que un ingeniero denominaría semiluna, pero es similar a los revellines que viste en Viena.

—Una fortaleza separada justo en el exterior de la principal.

—Sí. El rey Luis quería que los caballeros guerreros ingleses al concluir la batalla le debiesen la gloria o acabasen en la tumba, así que les concedió el honor de asaltar la semiluna. John Churchill y el duque de Monmouth, el bastardo del rey Carlos, dirigieron el asalto y triunfaron ese día. Churchill en persona plantó la bandera francesa (me disgusta contarlo) en el parapeto de la fortaleza conquistada.

—¡Qué genial!

—Te dije que en una ocasión había sido importante. Regresaron por la tierra de nadie marcada por las trincheras, hasta el campamento en una zanja, para una noche de celebración.

—¿Así que nunca te pidieron que llevarás un mensaje?

—Al día siguiente, sentí como la tierra se daba la vuelta y miré hacia la semiluna para ver a cincuenta soldados franceses volando por los aires. Los defensores de Maastricht habían detonado una vasta contramina bajo la semiluna. Los holandeses cargaron contra ese espacio y se enfrentaron a los supervivientes con espadas y bayonetas. Parecía seguro que reconquistarían la semiluna y desharían la gesta gloriosa de Churchill y Monmouth. Yo no estaba a más de diez pies de John Churchill cuando sucedió. Sin vacilar un momento, había salido disparado, espada en mano, porque era evidente que un mosquete no serviría para nada. Para ganar tiempo, corrió sobre la superficie, pasando de las trincheras, exponiéndose al fuego de mosquete de los defensores de la ciudad, a plena vista de todos los historiadores y poetas que observaban por medio de anteojos de ópera desde las ventanas de sus carruajes, situados justo más allá del alcance del fuego de artillería. Yo permanecí paralizado por el asombro que me provocaba su estupidez, hasta que me di cuenta de que el hermano Bob iba justo tras él, igualando cada uno de sus pasos.

—¿Entonces?

—Entonces también me asombró la estupidez de Bob. Lo que me dejaba, no tengo que aclarártelo, en una situación incómoda.

—Siempre pensando en ti mismo.

—Por suerte el duque de Monmouth apareció frente a mí, en ese mismo instante, con un mensaje que quería que llevase a una compañía cercana de mosqueteros franceses. Así que corrí por las trincheras y localicé a monsieur D’Artagnan, el oficial al man…

—¡Oh, un momento!

—¿Qué?

—¡Incluso yo he oído hablar de D’Artagnan! ¿Esperas que crea que tú…?

—¿Te importa si sigo con el relato?

Un suspiro.

—Adelante.

—Monsieur D’Artagnan, quien parece que no comprendes que se trataba de un ser humano real y no una figura de leyendas románticas, ordenó el avance de sus mosqueteros. Todos nosotros avanzamos sobre la semiluna con evidente valor.

—¡Estoy cautivada! —dijo Eliza con sólo un poco de sarcasmo. Al principio no creía que Jack hubiese conocido al célebre D’Artagnan, pero ahora que se había hecho a la idea estaba atrapada por el relato.

—Como no nos molestamos en usar las trincheras, como hubiesen hecho los cobardes, alcanzamos el punto de lucha desde una dirección que los holandeses no se habían molestado en defender adecuadamente. Todos nosotros, mosqueteros franceses, bastardos y gigolós ingleses y mensajeros vagabundos, llegamos allí en el mismo instante. Pero no podíamos avanzar más que por una abertura del tamaño justo para admitir a un hombre. D’Artagnan llegó allí primero y se interpuso en el paso del duque de Monmouth y le rogó de la forma más galante y amable de los franceses que no atravesase ese paso peligroso. Monmouth insistió. D’Artagnan aceptó: pero sólo con la condición de que él, D’Artagnan, pasase primero. Así lo hizo y le dispararon en la cabeza. Los demás avanzaron por encima suyo y fueron a ganar una gloria ridícula, mientras yo permanecía detrás para cuidar de D’Artagnan.

—¿¡Seguía con vida!?

—Demonios, no, tenía sus sesos cubriéndome el cuerpo.

—¿Pero te quedaste atrás para velar su cuerpo…?

—En realidad, le había echado el ojo a unos pesados anillos enjoyados que llevaba.

Durante más o menos medio minuto, Eliza adoptó la pose de alguien que acabase de recibir un disparo de mosquete en la cabeza y sufriese una herida de gravedad desconocida. Jack decidió pasar a detalles más atractivos del relato, pero Eliza clavó el pie.

—Mientras tu hermano lo arriesgaba todo, ¿tú saqueabas el cadáver de D’Artagnan? Nunca he oído nada peor.

—¿Por qué?

—Es tan… es tan mezquino.

—No hace falta que lo hagas parecer un acto cobarde… Yo corría más peligro que Bob. Los disparos de mosquete me atravesaban el sombrero.

—Aun así…

—La lucha había terminado. Aquellos anillos tenían el tamaño de tiradores de puerta. Hubiesen enterrado a ese afamado mosquetero con esos anillos en sus dedos… si alguien no los hubiese saqueado primero.

—¿Te los llevaste, Jack?

—Se los había puesto cuando era un hombre más delgado y joven. Era imposible moverlos. Así que allí estaba con el pie plantado en su sobaco de mierda, no es el peor lugar donde he metido el pie pero se acercaba bastante, doblándome las uñas intentando hacer que el anillo superase los montones de grasa que se habían acumulado a su alrededor durante sus días de vino y mujeres… preguntándome si no debería limitarme a cortar el dedo. —Eliza puso la cara de alguien que se hubiese tragado una semilla de ostra. Jack decidió continuar a toda prisa—. Cuando, adivina quién se presenta sino el hermano Bob, con una mirada de horror petulante en el rostro, como un vicario que hubiese sorprendido a un monaguillo masturbándose en la sacristía, o como , ya que estamos, todo vestido con su trajecito de tamborilero, portando un mensaje, terriblemente urgente por supuesto, de parte de Churchill a uno de los generales del rey Looie. Se detuvo para dedicarme una charla sobre el honor militar. «¿De verdad crees todo eso?», pregunto. «Hasta hoy no lo hacía, Jack, pero si pudieses ver lo que acabo de ver… las hazañas que esos hermanos de armas, John Churchill, el duque de Monmouth y Louis Héctor de Villars, han realizado… tú también creerías.»

—Y luego salió corriendo para entregar el mensaje —dijo Eliza, poniendo esa mirada lejana que de alguna forma molestaba a Jack, quien quería que se quedase con él en la choza—. Y John Churchill jamás olvidó la lealtad y el valor de Bob.

—Sí… vaya, sólo unos meses después Bob fue a Westfalia con él y luchó bajo generales franceses, como mercenario, contra indefensos protestantes, saqueando el Palatinado por enésima vez. No recuerdo exactamente qué tenía eso que ver con el honor militar.

, por otra parte…

—Cogí algunos tragos de coñac de la petaca de D’Artagnan y me escurrí a las trincheras.

Eso al menos la trajo de vuelta a aquí (choza en Bohemia) y ahora (finales del año del señor de 1683). Dirigió contra él toda la potencia de su mirada de ojos azules.

—Siempre mostrándote como un bueno para nada, Jack… diciendo que hubieses cortado los dedos de D’Artagnan… proponiendo volar el palacio del Sacro Emperador Romano… pero no creo que seas tan malo como dices.

—Mi deformidad me ofrece menos oportunidades de ser malo de las que me gustaría tener.

—Es curioso que lo menciones, Jack. Si pudieses conseguirme un trozo de buen intestino de ciervo o oveja que no esté roto…

—¿Para qué?

—Una práctica turca… es más fácil de mostrar que de explicar. Si pudieses dedicar unos minutos en el manantial caliente a ponerte un poco más limpio de lo que estás ahora… podría presentarse la oportunidad de ser malos.

 

Chakras

—Vale, vamos a ensayar de nuevo. «Jack, muéstrale al caballero el rollo de seda amarilla.» Vamos… ésa es tu entrada.

—Sí, milady.

—Jack, llévame por encima del charco de lodo.

—Con placer, milady.

—No digas «con placer»… suena atrevido.

—Como deseéis, milady.

—Jack, eso ha estado muy bien… los progresos son evidentes.

—¿No crees que guarda alguna relación con que me has metido el puño por el culo?

Eliza rió con alegría.

—¿Puño? Jack, no son más que dos dedos. Un puño sería más bien como… ¡esto!

Jack sintió como su cuerpo se volvía del revés, —hubo algunos forcejeos y gritos que quedaron cortados cuando su cabeza se sumergió accidentalmente en el agua sulfurosa. Eliza lo agarró del pelo y le sacó la cabeza al aire con la otra mano.

¿Estás segura de que así es como lo hacen en la India?

—¿Te gustaría presentar… una queja?

—¡Ah! Jamás.

—Recuerda, Jack: cuando la gente seria y competente necesita hacer cosas en el mundo real, todas las consideraciones de tradición y protocolo salen volando por la ventana.

Siguió un largo, muy largo, procedimiento misterioso; tedioso, pero simultáneamente lo opuesto.

—¿Qué andas buscando? —murmuró Jack débilmente—. Mi vejiga está justo a la izquierda.

—Intento localizar cierto chakra… debería andar por aquí…

—¿Qué es un chakra?

—Lo sabrás cuando lo encuentre.

Un poco después, así lo hizo, y el procedimiento ganó en intensidad, cuando menos. Suspendido entre las dos manos de Eliza, como una balanza en el mercado, Jack podía sentir como su punto de equilibrio se modificaba a medida que ciertas cantidades de fluido se desplazaban entre contenedores internos, todo en preparación para un Suceso. Finalmente, la crisis; las piernas de Jack se agitaron en el agua caliente como si su cuerpo intentase huir, pero estaba atravesado, empalado. Una burbuja de luz numinosa, como si el sol confundido intentase elevarse dentro de su cabeza. Se ejecutó algún tipo de Apocalipsis hindú. Murió, fue al infierno, ascendió a los cielos, se reencarnó como diversas bestias rebuznantes, chillonas y aulladoras, y repitió el ciclo muchas veces. Al final quedó reencarnado, apenas, como hombre. Y uno que además no estaba muy despierto.

—¿Obtuviste lo que querías? —preguntó Eliza. Muy cerca de él.

Durante un rato, Jack rió o lloró sin emitir sonido.

—En algunas de esas extrañas ciudades góticas alemanas —dijo al fin—, tienen relojes antiguos que son tan grandes como casas, cerrados la mayor parte del tiempo, con una puertecita por la que cada hora sale un cuco para cantar. Pero una vez al día, el reloj hace algo especial, con muchas más puertas, y una vez por semana, algo todavía más especial, y, por lo que sé, cada año, década y siglo, filas de grandes puertas, selladas por el polvo y el tiempo, se abren crujiendo, guiadas por el repentino descenso de antiguos pesos y cadenas oxidadas, y todo el mecanismo interno surge por esas aberturas. Máquinas hasta entonces invisibles se ponen en marcha, cosas extrañas y sorprendentes salen volando, se agitan banderas, cantan pájaros mecánicos, con la antigua mierda de paloma y las telas de arañas lloviendo sobre las cabezas de los espectadores. La muerte sale y baila un fandango. Los ángeles soplan las trompetas. Jesús se agita en la cruz y muere. Se ejecuta una falsa batalla naval con repetidas descargas de los cañones… y ahora por favor ¿podrías sacarme el brazo del culo?

—Hace tiempo que lo saqué… ¡casi me lo rompes! —dijo retirando el trozo anudado de tripa de oveja como una dama elegante quitándose un guante de seda.

—¿Así que esta condición es permanente?

—Deja de lloriquear. Hace unos momentos, Jack, a menos que mis ojos me engañasen, observé una cantidad asombrosamente grande de bilis amarilla partiendo de tu cuerpo y flotando corriente abajo.

—¿De qué hablas? No vomité.

—Piensa, Jack.

—Oh… ésa. Yo no diría que es amarilla, sino de un blanco perlífero desvaído. Aunque han pasado años desde que la vi por última vez. Quizá con el paso del tiempo haya amarilleado, como el queso. ¡Muy bien! Digamos que era amarilla.

—¿Sabes a qué humor corresponde la bilis amarilla, Jack?

—¿Qué soy, médico?

—Es el humor de la furia y el mal humor. Cargabas con una buena cantidad.

—¿Yo? Es una suerte que no permitiese que me afectase al comportamiento.

—En realidad, esperaba que cambiases de opinión con respecto al hilo y la aguja.

—Oh, ¿eso? Nunca me opuse. Considéralo hecho, Eliza.

Azogue
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