París
INVIERNO DE
1684-1685
Los Esphahnian
Los armenios que vivían sobre el fabricante de pelucas y debajo de Jack no parecían tener ningún ajuste intermedio entre matar a los extraños y adoptarlos en la familia. Como Jack venía recomendado por St.-George, y además había establecido su bona fides regateando expertamente con Christopher por café, no podían matarle en realidad; por tanto, Jack se convirtió en el decimotercero de trece hermanos. Aunque una especie de medio hermano alejado e idiota, que vivía en el entresol, iba y venía con un extraño horario y por medios extraños, y no hablaba la lengua. Pero eso no inquietaba a la matriarca, madre Esphahnian. A ella nada le inquietaba, excepto la sugerencia de que algo la estuviese inquietando, o pudiese teóricamente inquietarla —si sugerías que algo la estaba inquietando, adoptaría una expresión de sorpresa, y te recordaría que había parido y criado a doce hijos—; por tanto, una vez más, ¿cuál era la dificultad? Christopher y los otros habían aprendido, simplemente, a no molestarla. Jack, igualmente, adoptó rápidamente el hábito de entrar y salir de su choza por los tejados de forma que no tuviese que decirle adiós a madame Esphahnian al irse, y hola al regresar. Ella no hablaba inglés, claro está, y el francés justo para permitirle a Jack impregnar su mente con coloridos y grotescos equívocos en cuanto intentaba decirle algo.
Su estancia en París era típica de sus vagabundeos: el primer día fue todo un acontecimiento, pero de pronto pasó un mes, y luego dos. Para cuando consideró seriamente el irse, no se trataba de una buena época del año para viajar al norte. Las calles se habían atestado más, ahora con un influjo de peludos vendedores de leña, venidos de zonas de Francia donde ser despedazados por bestias salvajes seguía siendo una causa importante de mortalidad. Los vendedores de madera derribaban a la gente como si fuesen bolos y eran un peligro para todos, especialmente cuando se peleaban entre sí. Los ocupantes de la buhardilla al otro lado de la calle frente a Jack empezaron a venderse a sí mismos como galeotes simplemente para mantenerse calientes.
Las extrañas visiones que habían convertido en memorable el primer día de Jack en París desaparecieron después de una noche de sueño, y normalmente no regresaban a menos que se cansase mucho o se emborrachase. Tendido en la hamaca y mirando la buhardilla, tenía razones, todos los días, para dar gracias a St.-George por acomodarlo en un lugar que no tenía tantos estallidos de tifus, asaltos súbitos de tenientes de policía, bebés mortinatos y otras molestias: vio a mujeres jóvenes —sirvientas huidas— presentarse un día para ser sacadas a rastras al siguiente, y (asumía) llevadas a las puertas de la ciudad para ser rapadas, azotadas y arrojadas al campo. O eso o se llegaría a algún otro acuerdo privado, y entonces Jack disfrutaría de los sonidos y (dependiendo del viento) el aroma de algún inspector de policía satisfaciéndose carnalmente, de una forma que ya no era posible para Jack.
Puso a la venta las plumas de avestruz, y lo hizo de su forma favorita: consiguiendo que fuese otro el que se encargase. Después de que andase por allí una semana, y no mostrase señales de estar preparándose para partir, Artan (el mayor de los hermanos Esphahnian que residía allí en ese momento) le preguntó a qué pensaba dedicarse en París —dejando claro que si la respuesta era «allanamiento de morada» o «la violación en serie» los Esphahnian no se lo tendrían en cuenta—; simplemente necesitaban saberlo. Para demostrar su mente abierta, Artan puso a Jack al corriente de la saga familiar.
Parecía que Jack se había topado con el cuarto o quinto acto de un drama —ni comedia ni tragedia, sino una historia— que se había iniciado cuando monsieur Esphahnian père había llevado el primer barco de café a Marsella, en 1644. Valía mucho dinero. La gran familia Esphahnian, que tenía su cuartel general en Persia, había invertido gran cantidad de sus beneficios mercantiles comprando ese cargamento de grano en Moca y llevándolo por el mar Rojo y el Nilo hasta Alejandría y de ahí a Francia. En cualquier caso, papá Esphahnian vendió los granos, obtuvo buenos beneficios, pero realizó la venta en reales—dinero español— piezas de ocho. ¿Por qué? Porque había una extremada falta de liquidez en Francia y no podría haber recibido el pago en dinero francés aunque hubiese querido, no lo había. ¿Y a qué se debía eso? Porque (y aquí es preciso imaginarse a un armenio golpeándose en la cabeza con ambas manos: imbecile!) las minas españolas en Méjico producían una cantidad ridícula de plata…
—Sí, eso lo sé —dijo Jack.
Pero no había forma de detener a Artan: había montones de plata en el suelo de Portobelo, insistió; por tanto su valor, comparado con el del oro, caía; por tanto, en España (donde usaban dinero de plata) había inflación, porque no valía tanto como antes, mientras que en Francia se atesoraban todas las monedas de oro, porque se esperaba que el oro valiese más en el futuro. Por tanto, monsieur Esphahnian tenía ahora un montón de plata que se depreciaba con rapidez. Debería haber viajado al Levante, donde siempre había demanda para la plata, pero no lo hizo. En su lugar fue a Amsterdam esperando ejecutar un negocio en materias primas sin especificar pero brillante que le hubiese recuperado sus pérdidas por la tasa de cambio. Pero (vaya una suerte) su barco encalló, y se quedó atrapado en la guerra de los treinta años. Resulta que Suecia estaba conquistando Holanda cuando el barco de monsieur Esphahnian se metió en el banco de arena y dejó de moverse; y, para resumir una larga historia, la fortuna dinástica de los Esphahnian se vio por última vez en dirección al norte, atada al culo de un caballo de carga sueco.
Eso, por cierto, era todo material de primer acto —en realidad, antes del primer acto—; si fuese una obra de teatro, se iniciaría con el joven monsieur Esphahnian acurrucado en el pecio varado de su barco, vomitando pentámetros expositorios, mirando tristemente al público mientras fingía ver una columna sueca que se perdía en la distancia.
El resultado fue, en cualquier caso, que ese monsieur Esphahnian, en ese punto, perdió el respeto de su propia familia. De alguna forma regresó a Marsella, recogió a madame Esphahnian y a sus (¡ya!) tres hijos, y quizás una hija o dos (a las hijas se las tendía a enviar al este al llegar a la pubertad), y, con el tiempo, llegó hasta París (fin del primer acto), donde, desde entonces, todos han intentado salir de la lista negra del resto de la familia en Isfahan. Principalmente lo hacían vendiendo café, pero la verdad es que se dedicarían a vender casi cualquier cosa…
—¿Plumas de avestruz? —soltó Jack, sin realmente confiar en sí mismo para ser sinuoso y taimado rodeado de gente como los Esphahnian. Y en ese punto la venta de esas plumas de avestruz, que Jack podría haber ejecutado en un santiamén un año y medio atrás en el mercado de ladrones de Linz, se convirtió en una conspiración global, uniendo a los Esphahnian de Londres, Alejandría, Moca e Isfahan, a medida que se enviaban cartas a esos lugares y algunos más inquiriendo el precio de las plumas de avestruz, y si la tendencia subía o bajaba, qué distinguía a una pluma de avestruz de grado A de una de grado B, cómo podía hacerse que una de grado B pareciese de grado A, etcétera. Mientras aguardaban a que los informes de inteligencia llegasen de vuelta, Jack tenía muy poco que hacer en el asunto de las plumas.
Su cerebro confuso se olvidó durante un tiempo de Turco. Cuando regresó finalmente al establo, el dueño estaba a punto de venderlo para pagar todo lo que se había estado comiendo. Jack pagó la deuda y comenzó a pensar seriamente en cómo convertir al caballo de batalla en dinero.
El mercado de caballos
En los días de antaño la cosa iba más o menos así: iría y se pasearía por la Place Dauphine, que era la punta aguda debajo de la Île de la Cité, en el centro del Pont-Neuf. Era el terreno de ejecuciones reales y por tanto siempre había algo que ver. Incluso cuando no se realizaban ejecuciones, había charlatanes, malabaristas, titiriteros, tragafuegos; a falta de eso, siempre podía mirar los restos colgantes de la gente ejecutada la semana pasada. Pero en los días de importantes desfiles militares, los aristócratas de diversos regimientos supuestamente al mando —al menos, los que cobraban del rey Looie para estar al mando— descendían de sus pieds-a-terre y hôtels particuliers en la orilla derecha atravesaban el Pont-Neuf, reclutando por el camino a los vagabundos para reforzar sus regimientos. La Place Dauphine se convertiría durante unas horas en un vigoroso mercado de cuerpos. Se entregarían armas de fuego, el dinero cambiaría de manos y los nuevos regimientos marcharían a la orilla izquierda, bajo de los vítores de los patrióticos espectadores. Seguirían a los corceles marchando al paso de esos aristócratas, saliendo por las puertas de la ciudad, allí en los cruces de caminos donde los peores criminales colgaban inconscientes de los postes para azotes, y llegarían a St. Germain des Prés, en el exterior de las murallas: un enorme cuadrángulo de residencias para monjes rodeado de tierra abierta, donde en ocasiones se reunían enormes ferias de bienes exóticos. Siguiendo el Sena corriente abajo, pasarían por los hoteles de algunas familias nobles, pero en general los edificios se volverían inferiores y más simples y acabarían dando paso a cultivos de verduras y flores atendidos por campesinos venidos a más. El río en su mayor parte era invisible debido a los montones de madera y bienes embalados que ocupaban la orilla izquierda. Pero después de un rato se curvaría al sur, y atravesarían la zona verde frente a Les Invalides —rodeado por su propia muralla y su propio foso— y llegarían a los Champs de Mars donde se encontraría el rey Looie, con toda su pompa, habiendo venido a caballo desde Versalles para inspeccionar las tropas, lo que, en aquellas días anteriores a Martinet, básicamente consistía en contar los soldados. De tal forma los passe-volantes (como se conocía a la gente como Jack) se pondrían firmes (y si eran incapaces de ponerse en pie, se sostendrían sobre alguien que pudiese) y se dejarían contar. Los aristócratas les pagarían, y los passe-volantes se dispersarían en innumerables tabernas y burdeles de la ribera izquierda y se gastarían el dinero. Jack había sabido de esa posibilidad económica durante un viaje desde Dunkerque a Waterloo con Bob, que había pasado algún tiempo de campaña a las órdenes de John Churchill, junto con los franceses, en Alemania, devastando varías regiones que habían tenido la temeridad de estar situadas adyacentes a La France. Bob se había quejado amargamente de que muchos regimientos franceses disponían prácticamente de fuerza cero debido a esa práctica. Para Jack sonaba como una oportunidad que sólo un idiota dejaría pasar.
En cualquier caso, ese procedimiento era el pilar central que sostenía toda la comprensión que Jack tenía del funcionamiento de París. Aplicado al problema de vender a Turco, le indicaba que en algún lugar de la zona sur del Marais, cerca del río, vivían hombres ricos que no tenían más remedio que estar interesados en comprar caballos de batalla, o, si tenían algo de cerebro en la cabeza, sementales capaces de producir otro. Jack habló con el hombre que se encargaba del establo, y siguió los carros de heno que venían del campo, y siguió a aristócratas que regresaban de los desfiles militares en el Champs de Mars, y descubrió que había un mercado de caballos par excellence en la Place Royale.
Bien, ése era uno de esos lugares que el tipo de persona que era Jack conocía sólo como un vacío en medio de la ciudad, sellado por puertas a través de las cuales un gandul atento podía en ocasiones obtener una visión fugaz de verde iluminado por el sol. Al intentar penetrarlo por todos lados, Jack descubrió que era cuadrado, con grandes puertas de granero en los cuatro puntos cardinales de la brújula, y grandes y altos edificios alzándose sobre esas puertas. En sus bordes había algunos hôtels, lo que en París significaba recintos privados para nobles ricos. Dos veces por semana, las puertas quedaban completamente abarrotadas con carros que traían heno y avena, y que se llevaban el estiércol, y un número asombroso de buenos caballos a los que cuidaban los mozos de cuadra. En las calles circundantes se realizaban algunos negocios relativos a los caballos, pero Jack podía ver claramente que era poco más que un mercadillo comparado con lo que fuese que se hacía en la Place Royale.
Sobornó a un granjero para que lo metiese en el lugar en un carro de heno. Cuando fue seguro salir, el granjero le dio en las costillas con el mango de la horca, y Jack se liberó y cayó al suelo, la primera vez que se encontraba sobre la hierba desde que había llegado a París.
La Place Royale resultó ser un parque sombreado por castaños (es decir, en teoría: cuando Jack lo vio las hojas ya habían caído y las habían rastrillado). En el centro había una estatua del papaíto querido del rey Looie, Looie trece, a caballo, naturalmente. Todo el cuadrado estaba rodeado por columnatas abovedadas, como las plazas de comercio de Leipzig y la Bolsa de Cambio de Amsterdam, pero éstas eran muy anchas y altas, como puertas de granero que daban paso a los patios privados al otro lado. Todas las puertas, y todas las bóvedas eran lo suficientemente grandes no sólo para un único jinete, sino para un coche tirado por cuatro o seis caballos. Era, entonces, como una ciudad dentro de la ciudad, construida enteramente para gentes tan ricas e importantes que vivían a caballo, o en coches privados.
Sólo eso podía explicar el tamaño del mercado de caballos que bramaba a su alrededor cuando Jack salió del carro de heno. Estaba tan atestado de caballos como las calles de París de gente; las únicas excepciones eran algunas zonas acordonadas donde la mercancía podía brincar con libertad y recibir el juicio y graduación de los compradores. Cada uno de los caballos que vio lo recordaría como el mejor caballo que hubiese visto nunca si se lo hubiese encontrado en un camino de Inglaterra o Alemania. Allí, no sólo tales caballos eran muy comunes, sino que se les acicalaba y cepillaba meticulosamente, casi hasta el punto de pulirlos, arreglándoles crines y colas, y se les enseñaba a hacer trucos. Había caballos preparados para llevar sillas, caballos en grupos a juego de dos, cuatro e incluso seis para tirar de los coches, y —en una esquina— corceles: caballos de batalla para pasearse bajo los ojos del rey en el Champs de Mars. Jack fue de paseo y dio un vistazo. No vio allí ni una sola montura por la que hubiese cambiado a Turco, si tuviese que cabalgar a la batalla. Pero estos caballos estaban en excelentes condiciones y bien herrados y cuidados comparados con Turco, quien había estado languideciendo en un establo durante semanas, con sólo un paseo ocasional alrededor del patio del establo para hacer ejercicio.
Jack sabía cómo corregirlo. Pero antes de abandonar la Place Royale, levantó la vista durante unos minutos, y pasó un rato mirando los edificios que se alzaban sobre el parque, intentando descubrir algo sobre sus futuros clientes.
Al contrario que la mayoría de París, estos edificios eran de ladrillo, lo que extrañamente alegró el corazón de Jack al recordarle la alegre Inglaterra. Los cuatro grandes edificios que se alzaban sobre las puertas en los cuatro puntos cardinales de la brújula tenían enormes tejados inclinados, de dos o tres pisos de alto, con balcones y buhardillas de cortinas de encajes, ahora mismo cerradas para evitar el frío, pero Jack podía imaginar con facilidad que un amante de los caballos acomodado tendría su pied-à-terre parisino allí mismo, de forma que podría seguir el mercado limitándose a mirar por la ventana.
En una de las grandes zonas cuadradas —Jack ya había perdido la cuenta— había visto una estatua del rey Looie cabalgando a la batalla, con espacios en blanco en el pedestal para cincelar los nombres de las victorias que todavía no había ganado, y los países que no había capturado. Igualmente, algunos edificios tenían nichos vacíos: aguardando (como debían comprender todos en París) para recibir las estatuas de los generales que le ganarían esas victorias. Jack precisaba encontrar a un hombre cuya ambición fuese alzarse para siempre en uno de esos nichos, y necesitaba convencerle de que era más probable que ganase batallas con Turco, o los retoños de Turco, entre las piernas. Pero primero necesitaba poner a Turco en condiciones físicas decentes, y eso significaba que había que cabalgar.
Salía de la Place Royale, caminando bajo la puerta del lado sur, cuando a su espalda se desató una conmoción. El susurro de los bordes de hierro de las ruedas triturando las piedras del pavimento, el claro trote de los caballos moviéndose en un trote nada natural, los gritos de sirvientes y espectadores para que dejasen paso. Jack todavía se movía por ahí con la muleta (no se atrevía a perder de vista la espada, y no podía llevarla abiertamente). Así que al no moverse con la rapidez suficiente, un sirviente fornido con una librea color azul pólvora lo apartó del camino y lo lanzó contra el pavimento de forma que su pierna «buena» se hundió hasta la rodilla en un canalón rebosante de mierda estancada.
Jack levantó la vista y vio a los Cuatro Jinetes del Apocalipsis cayendo sobre él, o eso imaginó por un momento, porque le parecieron tener ojos rojos y brillantes. Pero al pasar, la visión se aclaró, y decidió que sus ojos, en realidad, habían sido rosados. Cuatro caballos, los cuatro blancos como nubes, exceptuando los ojos rosa y los cascos moteados, enganchados con cuero blanco, tirando de un coche poco común, esculpido y pintado para darle el aspecto de una concha marina blanca cabalgando una ola espumosa sobre el océano azul, todo incrustado con guirnaldas y laureles, querubines y sirenas, en oro.
Esos caballos le recordaron la historia de Eliza; porque la habían cambiado por uno de ellos allá en Argel.
Jack atravesó la ciudad hasta Les Halles, donde las pescaderas —fingiendo consternación por la mierda en su pierna— le lanzaron cabezas de pescado mientras gritaban alguna especie de chiste sobre par-fum.
Jack preguntó si pasaba alguna vez que el sirviente de algún hombre rico viniese específicamente a comprar pescado podrido para su amo.
Quedo claro, por el gesto de las caras, que la pregunta había calado hondo, pero entonces, dándole un vistazo de arriba abajo, una de ellas produjo una especie de sonido gutural de mofa, y luego las pescaderas al completo le sonrieron burlonas y le dijeron que se volviese cojeando a Les Invalides con sus ridículas preguntas.
—No soy un veterano… ¿qué idiota va a luchar batallas por un hombre rico? —respondió Jack.
Eso les gustó, pero se encontraban de un humor cauteloso.
—¿Qué eres entonces?
—¡Passe-volante!
—¡Vagabundo!
Jack se decidió a probar lo que el Doctor llamaría un experimento:
—No cualquier vagabundo —dijo Jack—, aquí se encuentra Mediapicha Jack.
—L’Emmerdeur! —boqueó una joven, y no del todo gorgónica, pescadera, casi antes de que él terminase de hablar.
Se produjo un momento de silencio radical. Pero luego se emitió de nuevo el sonido gutural.
—Eres el cuarto vagabundo en afirmar lo mismo en el último mes…
—Y el menos convincente…
—L’Emmerdeur es un rey entre los vagabundos. De siete pies de alto.
—Va armado todo el tiempo, como un caballero.
—Porta una cimitarra enjoyada que personalmente arrancó de entre las manos del Gran Turco…
—Dispone de encantamientos mágicos para quemar brujas y confundir a los obispos.
—¡No es un tullido destrozado con una pierna consumida y la otra con merde!
Jack se quitó los pantalones, y luego la ropa interior, para revelar sus Credenciales. Luego, para demostrar que en realidad no era un tullido, dejó caer la muleta y empezó a bailar una giga con el culo al aire. Las pescaderas no podían decidirse entre desmayarse o amotinarse. Cuando recuperaron el control de sí mismas, empezaron a arrojarle puñados de ennegrecido denniers de cobre. Eso atrajo a mendigos, y músicos callejeros, y uno de éstos últimos empezó a tocar música de acompañamiento con una comemuse mientras se agitaba recogiendo las monedas sin valor formando pequeños montones con los pies, y dando patadas en la cabeza a los mendigos si era necesario.
Habiendo ahora verificado su identidad por inspección personal, cada una de las pescaderas brincaba, lanzando relucientes lluvias de escamas de sus faldas manchadas de tripas de pescado, y bailando con Jack, que no tenía paciencia para algo así, pero se aprovechó de la situación para susurrar a cualquier oído que se le acercase que si alguna vez tenía dinero se lo daría a quien le dijese el nombre del personaje noble al que le gustaba comer pescado podrido. Pero antes de que pudiese repetirlo más de dos o tres veces, tuvo que agarrar la ropa interior y salir corriendo, porque una conmoción al otro extremo de Les Halles le indicó que el teniente de policía venía de camino para una de sus demostraciones de fuerza, y para extraer cualquier soborno, favor sexual, y/o ostras gratis que pudiese sacar de las pescaderas a cambio de hacer la vista gorda ante ese imperdonable alboroto.
De allí Jack se dirigió al establo, cogió a Turco y también alquiló otros dos caballos. Cabalgó hasta la Casa de la Fragata Dorada en la rue Vivienne, e hizo saber que estaba de camino a Lyon.
—¿Algún mensaje?
Eso agradó enormemente al signor Cozzi. Su local estaba atestado con tensos italianos garabateando mensajes y vales de cambio, y porteadores remolcando lo que parecían cajas de dinero del ático hasta el sótano, y había una multitud dispersa de mensajeros callejeros y banqueros competidores en la calle, intercambiando elucubraciones sobre lo que sucedía allá dentro: ¿qué sabía Cozzi que nadie más sabía?, ¿o no era más que un farol?
Signor Cozzi garabateó algo en un trozo de papel y no se molestó en sellarlo. Se acercó y agarró la mano de Jack porque Jack no alargaba la suya con la suficiente rapidez, y le metió el mensaje en la palma:
—¡A Lyon! No me importa cuántos caballos mate para llegar allí. ¿A qué espera?
En realidad Jack esperaba para decir que no tenía interés especial en matar a su caballo, pero el signor Cozzi no estaba de humor para sentimentalismos. Así que Jack se giró, salió del edificio y montó a Turco.
—¡Tenga cuidado! —gritó alguien tras él—, ¡los rumores dicen que L’Emmerdeur está en la ciudad!
—Yo había oído que estaba de camino —dijo Jack—, a la cabeza de un ejército de vagabundos.
Hubiese sido divertido seguir en la misma vena, pero Cozzi estaba de pie en la puerta mirándole con furia, y por tanto, cabalgando a Turco y guiando a su espalda a los caballos alquilados, Jack galopó por la rue Vivienne en lo que esperaba fuese un estilo dramático, y cogió la primera izquierda disponible. Eso le llevó devuelta a Les Halles, así que se decidió a galopar a través del mercado de pescado, donde la policía lo ponía todo patas arriba buscando a un peatón de una sola pierna y pene corto. Jack le guiñó un ojo a una de las jóvenes pescaderas que le miró, desencadenando un entusiasmo que se extendió como la pólvora, y luego desapareció en el Marais, pasando justo por la Place Royale. Maniobró entre los carros de difícil movimiento hasta la misma Bastilla: no más que una gran roca bochornosa marcada con algunas ventanitas, con granaderos paseándose por la parte alta, la más alta y gruesa en una ciudad de muros. Estaba situada en un foso alimentado por un canal corto que llevaba hasta el Sena. El puente sobre el canal estaba atestado, así que Jack fue hasta el río y luego giró para seguir la orilla derecha y salir de la ciudad, y por ahí dejó París a su espalda. Temía que Turco ya estuviese agotado. Pero cuando el caballo de batalla vio campos abiertos frente a él, se lanzó, tirando de la cuerda y obteniendo quejidos furiosos de los caballos frescos que le seguían.
Hasta Lyon el viaje era largo, casi hasta llegar a Italia (que era, suponía, la razón por la que los bancos italianos estaban situados allí), o, si querías verlo de esa forma, casi hasta llegar a Marsella. El campo estaba dividido en innumerables pays separados con sus propios peajes, que normalmente se extraían en posadas que controlaban los cruces importantes. Jack, cambiando de caballos de vez en cuando, parecía correr todo el camino contra un escurridizo coche negro que correteaba por la carretera como un escorpión, tirado por cuatro caballos. Fue una buena carrera, lo que significaba que la cabeza cambiaba de vez en cuando. Pero al final, esas posadas, y la necesidad de cambiar frecuentemente de tiro, fueron demasiado para el avance del carruaje, y Jack fue el primero en entrar en Lyon con las noticias, fuesen cuales fuesen.
Otro banquero genovés con ropas de vivos colores recibió la nota del signor Cozzi. Jack tuvo que buscarlo en un mercado muy diferente a cualquiera en París, donde se vendían en grandes cantidades cosas como carbón vegetal, fardos de ropas viejas y rollos de telas sin teñir. El banquero pagó a Jack con dinero sacado del bolsillo y leyó la nota.
—¿Es inglés?
—Sí, ¿qué pasa?
—Su rey ha muerto. —Con eso el banquero se dirigió rápidamente a su oficina, de donde otros mensajeros partieron al galope en una hora, en dirección a Génova y Marsella. Jack dejó los caballos en un establo y vagó asombrado por Lyon, mascando algunos higos secos que compró en un mercado. El único rey que había conocido había muerto, e Inglaterra era ahora, de alguna forma, un país diferente, ¡gobernado por un papista!