Amsterdam
ABRIL 1685

 

El arte de la guerra está tan bien estudiado, y se conoce por igual en todos los lugares, que ahora es el mayor monedero el que conquista, y no la espada más larga. Si hay algún país cuya gente sea menos marcial, menos emprendedora y menos capaz para el campo, pero dispone de más dinero que sus vecinos, pronto los superarán en fuerza, porque el dinero es poder…

 

DANIEL DEFOE,
Un plan para el comercio inglés

 

Eliza y Monmouth en Amsterdam

—Fue fantástico en extremo, mademoiselle, fue más que francés

Como un estanque tranquilo al que un niño hubiese arrojado un puñado de gravilla, la belleza del duque de Monmouth —iluminada por la luz dorada de la tarde de Amsterdam— estaba ahora alterada por una idea. Las cejas se arquearon, los labios se fruncieron y posiblemente los ojos se cruzasen ligeramente, era difícil de saber, dada la posición actual tanto de él como de Eliza: directamente sacada de un friso hindú.

—¿Qué pasa?

—¿Realmente alcanzamos el… eh… ayuntamiento sexual en algún momento de esos… procesos?

—¡Bah! ¿Qué es, una especie de papista que debe hacer una lista de las horas de sus pecados?

—Sabe que no lo soy, mademoiselle, pero…

—¿Es de los que llevan la cuenta? Como un parroquiano de taberna orgulloso de las pintas anotadas en la pared junto a su nombre… excepto que en su caso, su gracia, son mozas.

Monmouth intentó parecer indignado. Pero en ese momento su cuerpo contenía menor cantidad de bilis amarilla que en cualquier periodo desde su infancia, y por tanto incluso su indignación estaba flácida.

—¡No creo que haya nada adverso en saber a quién he y a quién no he follado! Mi padre, que Dios se apiade de su alma, se follaba a todo el mundo. ¡Yo no soy más que el primero y más importante de toda una legión de bastardos reales! No estaría bien perder la cuenta.

—¿… de sus bastardos reales?

—Sí.

—Entonces sepa que no puede surgir ningún bastardo real de lo que acabamos de hacer.

Monmouth consiguió colocarse en una posición menos estrafalaria, a saber, sentado y mirando emotivo los pezones de Eliza.

—Dígame, ¿le gustaría ser duquesa o algo así?

Eliza arqueó la espalda y se rió. Monmouth desplazó su atención al ombligo oscilante y puso cara de herido.

—¿Qué tendría que hacer? ¿Casarme con un duque sifilítico?

—Claro que no. Ser mi amante… cuando sea rey de Inglaterra. Mi padre convirtió en duquesas a todas sus amantes.

—¿Por qué?

—¡En caso contrario no sería apropiado! —exclamó Monmouth escandalizado.

—Ya tiene una amante.

—Es común tener una

—¿Y noble tener varias?

—¿Qué sentido tiene ser rey si no te puedes follar a un montón de duquesas?

—¡Exacto, señor!

—Aunque no sé si «follar» es le mot juste para lo que acabamos de hacer.

—Lo que yo acabo de hacer. Usted no hizo más que agitarse y estremecerse.

—Bien, es como un baile de moda, ¿no?, en el que sólo uno conoce los pasos. No tiene más que enseñarme mi parte.

—Es un honor, su gracia… ¿significa eso que nos volveremos a ver?

Monmouth, ofendido y ligeramente desconcertado:

—Era sincero cuando me ofrecí a convertirla en duquesa.

—Primero tendría que convertirse en rey.

El duque de Monmouth suspiró y se dejó caer sobre el colchón, lanzando una nube de polvo, paja, bichos y heces de ácaros. Todo flotó hermosamente en el aire reluciente, como si uno de los Brueghel lo hubiese pintado sobre el lienzo.

—Ya sé que todo es muy cansado —dijo Eliza, retirándole al duque el pelo de la frente y colocándose cuidadosamente tras la oreja—. Más tarde se entretendrá en los terribles campos de batalla. ¡Esta noche vamos a la ópera!

Monmouth puso cara de asco.

—Prefiero el campo de batalla.

—Guillermo estará allí.

—Arg, no irá a actuar, ¿verdad?

—¿Quién, el príncipe de Orange…?

—Después de la paz de Breda organizó un ballet y apareció como Mercurio, trayendo las noticias del acercamiento anglo-holandés. Vergonzoso ver a un guerrero bastante bueno haciendo cabriolas con un par de putas alas de oca atadas a los tobillos.

—Eso fue hace mucho tiempo… es un hombre adulto, y ahora no se consideraría digno. Se limitará a mirar desde su reservado. Fingiendo susurrar bons mots a María, quien fingirá comprenderlos.

—Si él viene, podremos llegar más tarde —dijo Monmouth—. Tendrán que registrar el sitio en busca de bombas.

—Entonces debemos llegar temprano —le respondió Eliza—, porque así habrá mucho más tiempo para complots e intrigas.

 

La ópera

Como uno que sólo ha leído libros y ha escuchado relatos de una tierra remota, y al final va allí y la ve de verdad, bien, así fue con Eliza y la ópera. No tanto por el lugar (que no era más que un edificio) como por la gente, y no tanto por los que tenían títulos y rangos formales (a saber, raadspensionary y diversos regentes y magistrados, con sus esposas gordas y cargadas de joyas) como por los que tenían el poder de mover el mercado.

Eliza, como la mayoría de los miembros de esa multitud gritona y golpeamanos que migraba entre el Dam y la Bolsa, no disponía de dinero suficiente para comerciar con acciones reales de la V.O.C. Cuando andaba bien de dinero, compraba y vendía acciones ducado, y cuando no era así, compraba y vendía opciones y contratos para comprarlas y venderlas. Estrictamente hablando, las acciones ducado ni siquiera existían. Eran astillas, fragmentos de acciones V.O.C. de verdad. Eran una ficción inventada para que la gente que no poseía enormes fortunas pudiese participar en el mercado.

Sin embargo, por encima del nivel de aquellos que comerciaban con acciones completas de la V.O.C. se encontraban los príncipes del mercado, que habían acumulado grandes cantidades de esas acciones, y pedían dinero prestado usándolas como garantía, que luego prestaban a diversas empresas: minas, viajes por mar, fuerte de esclavos en la costa de Guinea, colonias, guerras, y (si las condiciones eran las adecuadas) el ocasional derrocamiento violento de un rey. Un hombre así podía mover el mercado simplemente presentándose en la Bolsa, y provocar un derrumbe o un remonte simplemente paseándose por allí con una expresión determinada en la cara, dejando un rastro de compras y ventas, como la nube de humo que sale del incensario de un obispo.

Todos esos hombres parecían encontrarse en la ópera con sus esposas o amantes. La multitud era similar a las tripas de un clavicordio, cada persona tensada para resonar o cantar al ser golpeada. En general se trataba de una cacofonía, como si los gatos hiciesen el amor sobre el teclado. Pero la llegada de ciertos Personajes provocaba la emisión de ciertas notas.

—Los franceses tienen una palabra para esto: lo llaman frisson —murmuró el duque de Monmouth tras una mano enguantada mientras se dirigían a su reservado.

—Como Orfeo, lucho contra el deseo de girarme y mirar a mi espalda…

—Alto, se le caería el turbante.

Eliza levantó la mano para tocar el ciclón de cerúlea seda turca. Diversos broches paganos, alfileres y clavijas lo mantenían anclado en su pelo.

—Imposible.

—En cualquier caso, ¿por qué querría mirar atrás?

—Para ver qué provocó ese frisson.

—Somos nosotros, tonta. —Y por una vez, el duque de Monmouth había dicho algo claramente cierto. Incontables pares de anteojos de ópera, enjoyados y dorados, se habían dirigido hacia ellos, haciendo que los propietarios adoptasen el aspecto de otros tantos anfibios de ojos saltones apelotonados en una orilla.

—Nunca antes la mujer del duque ha venido más gloriosamente vestida que él—aventuró Eliza.

—Y no volverá a pasar —gruñó Monmouth—. Sólo espero que su magnificencia no los distraiga de lo que realmente queremos que vean.

Se situaron frente a la barandilla del reservado mientras hablaban, presentándose a la inspección. Porque el proscenio donde retozaban los actores no era más que el escenario más obvio de los muchos del Palacio de la Ópera, y la historia que representaban no era más que uno de los muchos dramas que se ejecutaban a la vez. Por ejemplo, el reservado del Stadholder, a sólo unas yardas de distancia, estaba siendo puesto patas arriba por los guardias azules en busca de bombas francesas. Ese espectáculo se había vuelto tedioso, y por eso ahora el duque de Monmouth y su más reciente amante tenían la atención de casi todos. Mirar a tantas acciones importantes de la V.O.C. a través de tantas lentes talladas a mano, hizo que Eliza se sintiese bajo la lupa de un filósofo natural. Se alegraba de que su atavío de cortesana turca incluyese un velo que lo ocultaba todo excepto los ojos.

Incluso a través de la estrecha abertura del velo, algunos de los observadores posiblemente habían detectado algunos momentos de pánico, o al menos ansiedad, en los ojos de Eliza, porque el frisson se transformó en un murmullo general de confusión: asistentes a la ópera dándose codazos por lo bajo unos a otros, señalando arriba con movimientos de los ojos o gestos discretos de dedos enguantados y enjoyados, enmarañándose las pelucas al susurrarse elucubraciones unos a otros.

A la multitud incluso le llevó unos momentos descubrir quién era el acompañante de Eliza. La vestimenta de Monmouth era consternadamente práctica, como si fuese a subirse a un caballo de batalla inmediatamente después de la ópera y atravesar al galope terrenos pantanosos, profundos bosques y maleza hasta encontrar a un enemigo que desease morir. Incluso su espada era un sable de caballería, no un estoque. En ese sentido, al menos, el mensaje estaba más que claro. La pregunta era: ¿en qué dirección cabalgaría Monmouth, y, específicamente, qué cabezas tenía la intención de cortar con el sable?

—Lo sabía… ¡exponer su ombligo fue un error! —siseó el duque.

—Al contrario… es el ojo de la cerradura a través del cual se abrirá el acertijo —le respondió Eliza, haciendo que el velo se agitase sensualmente. Pero no tenía en absoluto tanta confianza como aparentaba, y por tanto, a riesgo de ser demasiado evidente, permitió que el ombligo vagase, en lo que esperaba fuese una forma inocente, alrededor del creciente de reservados hasta que encontró aquel donde estaba sentado el conde d’Avaux junto con (entre otros amsterdaneses que habían ido de compras a París) el señor Sluys, el traicionero acaparador de plomo.

D’Avaux apartó el par de binoculares de ópera de los ojos y miró la cara de Eliza contando hasta diez.

Sus ojos se movieron hasta el reservado de Guillermo, donde los guardias azules provocaban una sacudida interminable.

Volvió a mirar a Eliza. Su velo ocultaba su sonrisa, pero la invitación en sus ojos era más que evidente.

—No… está… saliendo bien —gruñó Monmouth.

—Está saliendo perfectamente —dijo Eliza. D’Avaux estaba en pie, excusándose ante la multitud en su reservado: Sluys y un regente de Amsterdam, y algún joven noble francés, que debía ser de alto rango, porque d’Avaux le dedicó una profunda reverencia.

Unos momentos más tarde estaba dedicando la misma reverencia al duque de Monmouth y besaba la mano de Eliza.

—La próxima vez que honre la ópera, mademoiselle, los guardias azules también tendrán que registrar su reservado… porque puede estar segura de que hasta la última dama de este edificio se siente humillada ante su esplendor. Ninguna de ellas se lo perdonará jamás. —Pero mientras decía esas palabras a Eliza su mirada recorría a Monmouth de arriba a abajo en busca de pistas.

El duque llevaba varios distintivos e insignias que era preciso mirar muy de cerca para interpretarlos adecuadamente: uno exhibía la simple cruz roja de un Cruzado, y otro las armas de la Liga Santa: la alianza de Polonia, Austria y Venecia que empujaba a los restos del ejército turco a lo ancho de Hungría.

—Su Gracia —dijo d’Avaux—, el camino al este es peligroso.

—Para mí, el camino al oeste está cerrado para siempre —respondió Monmouth—, y mi presencia en Holanda está produciendo todo tipo de rumores desagradables.

—Siempre hay un sitio para usted en Francia.

—Lo único que siempre se me ha dado bien es luchar… —empezó a decir Monmouth.

—No lo único… mi señor —dijo Eliza lasciva. D’Avaux dio un salto y se mordió los labios. Monmouth enrojeció ligeramente y siguió diciendo:

—… como mi tío[54] ha traído la paz a la cristiandad, debo buscar la gloria en tierras paganas.

Algo sucedía en el rabillo del ojo de Eliza: Guillermo y María entraban en su reservado. Todos se pusieron en pie y aplaudieron. Fue un aplauso seco y disperso, y no duró. El conde d’Avaux se adelantó y besó al duque de Monmouth en ambas mejillas. Muchos de los asistentes a la ópera no vieron el gesto, pero algunos sí. Los suficientes, en cualquier caso, para provocar una nueva nota en el público: una conmoción barítono que pronto quedó cubierta por las notas iniciales de la obertura.

Las damas y caballeros de Amsterdam se situaban en sus sitios, pero sus sirvientes y lacayos permanecieron en pie en las sombras bajo los reservados y salientes, y algunos de ellos se movían a requerimiento de sus amos: adelantándose e inclinado las cabezas para escuchar confidencias en susurros, o alargando las manos para aceptar notas garabateadas.

El mercado se movía, y Eliza desesperadamente quería estar en el Dam, moviéndose con él; pero su lugar estaba por ahora allí. Vio a d’Avaux regresar a su reservado y sentarse. Los actores habían empezado a cantar, pero los invitados de d’Avaux se inclinaban hacia él para susurrar y escuchar. El joven noble francés asintió con la cabeza, se volvió hacia Monmouth, se persignó y luego abrió las manos como si lanzase una plegaria al duque. Eliza medio esperaba ver a una paloma salirle volando de la manga. Monmouth fingió agarrarla en vuelo y besarla.

Pero el señor Sluys no estaba de humor para rezar. Estaba pensando. Incluso en la semioscuridad, a través de un miasma de humo de velas y tabaco, Eliza podía leer su rostro: Que Monmouth mate turcos en Hungría significa que no empleará a Holanda como plataforma para invadir Inglaterra, por lo que no habrá ninguna catástrofe en las relaciones anglo-holandesas, por lo que la marina inglesa no disparará andanadas contra la flota mercante holandesa, por lo que la acciones de la V.O.C. subirán. Sluys levantó ligeramente la mano derecha y acarició el aire con dos dedos. De pronto un sirviente decoró su charretera, memorizando algo, contando con los dedos. Asintió con fuerza, como una gaviota, y se fue.

Eliza se llevó la mano detrás de la cabeza, desató el velo y dejó que cayese sobre su pecho. Luego disfrutó de la ópera.

A cien pies de distancia, Abraham de la Vega se ocultaba entre bastidores con un catalejo, fabricado con lentes talladas hasta una tolerancia de unas pocas milésimas de pulgada por su fallecido primo segundo, Baruch de Spinoza. A través de esas lentes vio el descenso del velo. Tenía nueve años. Se movió por entre bastidores y salió del palacio de la ópera como la sombra proyectada por la luna de un ruiseñor. Aaron de la Vega, su tío, le esperaba subido a un caballo rápido.

 

—¿Ya se ha ofrecido a convertirla en duquesa? —preguntó d’Avaux durante el intermedio.

—Dijo que lo habría hecho… de no haber renunciado a sus pretensiones al trono —dijo Eliza.

A D’Avaux le divirtió el cuidado.

—Mientras su galán renueva su platónica amistad con la princesa, ¿puedo escoltarla hasta el reservado del señor Sluys? No puedo soportar ver que la desatienden.

Eliza miró hacia el reservado del Stadholder. María estaba allí, pero Guillermo ya se había escapado, dejando el campo libre para Monmouth, cuya valiente decisión de ir al este y luchar contra los turcos tenía a María en lágrimas.

—Ni siguiera vi al príncipe —dijo Eliza—, simplemente le entreví escabullirse en el último minuto.

—Tranquila, mademoiselle, no es un hombre que merezca mirarse. —Le ofreció a Eliza el brazo—. Si cierto galán parte pronto para el Oriente, necesitará nuevos jóvenes para divertirla. Francamente, ya le va conviniendo un cambio. La France hizo lo posible por civilizar a Monmouth, pero la contaminación anglosajona ha penetrado demasiado profundamente. Nunca desarrolló la discreción innata de los franceses.

—Me mortifica saber que Monmouth ha sido indiscreto —dijo Eliza alegremente.

—Toda Amsterdam, y aproximadamente la mitad de Londres y París, sabe de vuestros encantos. Pero aunque las descripciones del duque fueron groseramente vulgares, cuando no eran totalmente incoherentes, los caballeros cultivados saben ver más allá de la obscenidad e inferir que usted posee cualidades, mademoiselle, más allá de las simplemente ginecológicas.

—¿Cuándo dice «cultivados» quiere decir «franceses»?

—Sé que me toma el pelo, mademoiselle. Espera que diga «Claro, todos los caballeros franceses son cultivados». Pero no es así.

—Monsieur d’Avaux, me conmociona oírle decir tales cosas.

Casi se encontraban ya en la puerta del reservado de Sluys. D’Avaux se retiró.

—Normalmente, en el reservado al que estamos a punto de entrar sólo encontraríamos lo peor de la nobleza francesa, relacionándose con gente como Sluys… pero esta noche es una excepción.

 

—Luis el Grande, como ahora se hace llamar, se construyó un nuevo palacio en las afueras de París, en un lugar llamado Versalles —le había dicho Aaron de la Vega, durante uno de sus encuentros en el estrecho y atestado barrio judío de Amsterdam que, por coincidencia, resultaba estar construido junto al palacio de la ópera.

—Ha trasladado a toda la corte a ese sitio.

—Eso había oído, pero no lo creía —había dicho Gomer Bolstrood, con aspecto de sentirse más cómodo entre judíos de lo que nunca se había sentido entre ingleses—. Sacar a tanta gente de París… parece una locura.

—Al contrario… es un golpe maestro —había dicho de la Vega—. ¿Conoce el mito griego de Anteo? Para la nobleza francesa, París es como la Madre Tierra: si están encajados allí, tienen poder, información, dinero, pero Luis, obligándoles a trasladarse a Versalles, es como Hércules, que derrotó a Anteo levantándolo del suelo y consiguió controlarlo lentamente.

—Un bonito símil —había dicho Eliza—, ¿pero qué relación tiene con apretarle las clavijas a Sluys?

De la Vega se había permitido una sonrisa, y miró a Bolstrood. Pero Gomer no había tenido ganas de sonreír.

—Sluys es uno de esos holandeses ricos que busca la aprobación de los franceses. Se relaciona con ellos desde la guerra de 1672… en su mayor parte sin éxito, porque lo consideran estúpido y vulgar. Pero ahora la situación es diferente. Los nobles franceses podían vivir de sus tierras, pero ahora Luis les obliga a mantener una casa en Versalles, así como otra en París, y desplazarse en carruajes, bien vestidos y con peluca…

—Los miserables buscan lucro desesperadamente —había dicho Gomer Bolstrood.

 

En la ópera, frente a la puerta del reservado de Sluys, Eliza dijo:

—¿Se refiere, monsieur, al tipo de noble francés que no se contenta con las viejas costumbres y le gusta jugar en los mercados de Amsterdam, para poder permitirse un carruaje y una amante?

—Va a echarme a perder, mademoiselle —le dijo d’Avaux—, ¿porque cómo podría volver al tipo normal de mujer, estúpida e ignorante, después de haber conversado con usted? Sí, normalmente el reservado de Sluys estaría abarrotado de ese tipo de noble francés. Pero esta noche entretiene a un joven que obtuvo sus riquezas de la forma adecuada.

—¿Lo que significa…?

—Las heredó, o lo hará, de su padre, el duque d’Arcachon.

—¿Sería vulgar por mi parte preguntar cómo las obtuvo el duque d’Arcachon?

—Colbert transformó nuestra marina de veinte buques a trescientos. El duque d’Arcachon es almirante de esa marina… y fue responsable de la mayor parte de la construcción.

El suelo alrededor de la silla del señor Sluys estaba cubierto con papeles arrugados. A Eliza le hubiese encantado alisar algunos y leerlos, pero su alegría severa, y la forma en que servía champán, le indicaban que los negocios de la noche iban muy bien, o eso imaginaba él.

—Los judíos no van a la ópera… ¡va contra su religión!

—«No asistirás a la ópera»… ¿Aparece en Éxodo o en Deuteronomio? —preguntó Eliza.

D’Avaux, que de pronto parecía desacostumbradamente nervioso, tomó el comentario de Eliza como una muestra de ingenio y produjo una sonrisa fina y tan seca como el pergamino. El señor Sluys lo tomó por estupidez, y se excitó sexualmente.

—¡De la Vega sigue vendiendo acciones V.O.C. en descubierto! Lo seguirá haciendo durante toda la noche… ¡hasta que reciba las noticias mañana por la mañana y les diga a sus intermediarios que paren! —Sluys parecía casi indignado de ganar dinero con tanta facilidad.

El señor Sluys adoptó la expresión de poder contentarse con beber champán y mirar el ombligo de Eliza hasta que cantasen muchas gordas (lo que por otra parte, pasaría muy pronto), pero una especie de conmoción ruda, originándose en ese mismo reservado, le obligó a apartar la vista. Eliza se volvió a ver un joven noble francés, el hijo del duque d’Arcachon, en la barandilla del reservado, donde recibía el abrazo, apasionado y quizá algo ligeramente violento, de un hombre calvo con nariz ensangrentada.

La querida mamá de Eliza siempre le había dicho que no era educado el mirar fijamente, pero no pudo contenerse. Así, vio que el joven Arcachon había pasado las piernas sobre la barandilla, como si intentase saltar al espacio vacío. Sobre la misma barandilla, una peluca bastante buena ejecutaba precarios equilibrios. Eliza se adelantó y la cogió. Era inconfundiblemente la peluca de Jean Antoine de Mesmes, conde d’Avaux, quien debía ser, por tanto, el tipo calvo que intentaba evitar que Arcachon se suicidase.

D’Avaux, demostrando extraña fuerza para un hombre tan refinado, consiguió finalmente devolver al otro tipo a su silla, y tuvo la gracia de coreografiarlo de forma que él acabase de rodillas. Sacó un pañuelo bordado del bolsillo y se lo colocó bajo la nariz para retener la sangre; luego le habló a través de la tela, acalorado pero respetuoso, al joven noble, que se tapaba la cara con las manos. De vez en cuando miraba a Eliza.

—¿El joven Arcachon ha estado vendiendo acciones de la V.O.C. en descubierto? —le preguntó al señor Sluys.

—Al contrario, mademoiselle…

—Oh, lo había olvidado. No es de los que juegan en el mercado. Entonces, ¿por qué el hijo de un duque francés iba a visitar Amsterdam?

Sluys puso cara de tener algo metido en la garganta.

—No importa —dijo Eliza despreocupada—. Estoy segura de que es terriblemente complicado… y esas cosas no se me dan bien.

Sluys se relajó.

—Sólo me preguntaba por qué intentaba matarse… dando por supuesto que eso era lo que hacía.

—Étienne d’Arcachon es el hombre más cortés de Francia —dijo Sluys ominoso.

—Mm. ¡Quién lo diría!

—¡Sss! —Sluys ejecutó frenéticos y cortos movimientos con las aletas de carne de sus manos.

—¡Señor Sluys! ¿Quiere dar a entender que este espectáculo tiene alguna relación con mi presencia en este reservado?

Finalmente Sluys se puso en pie. Estaba bastante borracho y era muy pesado, por lo que se dobló agarrándose con una mano a la barandilla del reservado.

—Sería de ayuda si me confiase que, si Étienne d’Arcachon se mata en su presencia, usted se sentirá ofendida.

—¡Señor Sluys, verle cometer suicidio me arruinaría la noche!

—Muy bien. Gracias, mademoiselle. Tengo una enorme deuda con usted.

—Señor Sluys… no tiene ni idea.

 

Se produjeron intrigas en voz baja en esquinas oscuras, mensajes pasados de mano en mano, cejas arqueadas y sutiles gestos a la luz de las velas, que siguieron durante todo el acto final de la ópera, lo que fue una suerte, porque la ópera era muy aburrida.

Luego, de alguna forma, d’Avaux se las arregló para compartir un carruaje con Eliza y Monmouth. Mientras se zarandeaban, subían y bajaban, y traqueteaban por diversos bordes de canales y sobre diversos puentes levadizos, él explicó:

—Era el reservado del señor Sluys. Por tanto, él era el anfitrión. Por tanto, era responsabilidad suya presentar formalmente a Étienne d’Arcachon y a usted, mademoiselle. Pero era demasiado holandés, y estaba demasiado borracho y distraído para representar adecuadamente su papel. Nunca he carraspeado tantas veces en mi vida… pero sin éxito. ¡Monsieur d’Arcachon se encontró en una posición imposible!

—¿Así que intentó suicidarse?

—Era la única acción honorable —dijo d’Avaux simplemente.

—Es el hombre más cortés de Francia —añadió Monmouth.

—Salvó usted la situación —dijo d’Avaux.

—Oh, eso… fue idea del señor Sluys.

D’Avaux pareció vagamente repugnado ante la mención de Sluys.

—Tiene mucho de lo que responder. Mejor que esta soirée sea charmante.

 

La casa de Sluys

Aaron de la Vega, quien con toda seguridad no iba a asistir a la fiesta de esa noche, trataba las hojas de balance y las acciones de la V.O.C. como trataría un estudioso los viejos libros y pergaminos, lo que es lo mismo que decir que Eliza lo consideraba serio y sombrío en exceso. Pero podía mostrar alegría por algunas cosas, y una de ellas era la casa del señor Sluys, o más bien su creciente colección de las mismas. Porque mientras la primera había hecho descender el vecindario, convirtiéndolo en un paralelogramo, haciendo saltar los paneles de vidrio de las ventanas y aprisionado las puertas en las jambas, el señor Sluys se había visto obligado a ir comprándolas. Ahora poseía cinco casas en una fila, y podía permitírselo, siempre que siguiese administrando los fondos de la mitad de la población de Versalles. La de en medio, donde el señor Sluys guardaba su tesoro oculto de plomo y culpa, se encontraba al menos un pie más abajo que en 1672, y a Aaron de la Vega la gustaba bromear en su lengua madre diciendo que estaba «grávida», es decir, «embarazada».

Mientras el duque de Monmouth ofrecía a Eliza la mano para ayudarla a descender del carruaje frente a la casa, ella consideró que el apelativo era adecuado. Porque —especialmente cuando el señor Sluys mantenía miles de velas encendidas simultáneamente, como era el caso esta noche, y la luz salía de todas esas ventanas evidentemente inclinadas— ocultar el secreto era como si una mujer con un embarazo de siete meses intentase ocultar su condición haciendo un uso ingenioso de la ropa.

Mujeres y hombres ataviados con la moda de París entraban en la casa embarazada en lo que casi podía considerarse una fila continua. El señor Sluys —ocupando tardíamente su puesto de anfitrión— estaba situado justo tras la puerta, limpiándose el sudor de la frente cada pocos segundos, como si temiese secretamente que el peso adicional de tantos invitados hundiese definitivamente la casa en el lodo, como una estaca golpeada por una maza.

Pero cuando Eliza entró, y consintió que el señor Sluys le besase la mano, y dio una vuelta por la planta, pasando alegremente de las miradas envenenadas de esposas holandesas regordetas y mujeres francesas exageradamente vestidas, pudo encontrar indicaciones claras de que el señor Sluys había hecho venir a ingenieros de minas, o algo, para apuntalar la casa. Porque las vigas que cruzaban el techo, aunque ocultas tras guirnaldas y festones de escayola barroca, eran extrañamente enormes, y los pilares que se elevaban para soportar los extremos de esas vigas, aunque acanalados y con capiteles como los de un templo romano, tenían el tamaño de palos mayores. Aún así, creyó poder detectar una convexidad preñada en el tejado.

—No le diga directamente que quiere comprar plomo, dígale simplemente que desea aligerar su carga, mejor aún, que desea transferirla, por la fuerza, a los hombros de los turcos. O algo similar —dijo Eliza, distraída, a la oreja de Monmouth mientras el primer baile se aproximaba a su final. Se alejó ligeramente enfadado, pero al menos iba hacia Sluys. Eliza lamentó, brevemente, haber insultado su inteligencia, o al menos su cuna. Pero estaba demasiado acosada por repentinas inquietudes para considerar los sentimientos de Monmouth. La casa, a pesar de toda la escayola y velas, no le recordaba más que a la mina del Doctor, en las profundidades de Harz: un agujero en el suelo, lleno de metal, cuyo derrumbamiento lo impedía simplemente el ingenio y los continuos apuntalamientos.

El peso podía transferirse del plomo al suelo, y de ahí a viguetas, y de ella a vigas, de las vigas a los pilares, y de ahí a la base, y de ahí a pilas de troncos cuya fuerza derivaba del «agarre» (como lo llamaban los holandeses) entre ellos y el lodo en que los habían hundido. Allí se ejecutaba la contabilidad final: si el «agarre» era suficiente, la estructura superior era un edificio, y si no, era una avalancha gradual…

—Es muy curioso, mademoiselle, que los vientos fríos de La Haya fuesen una brisa cálida para usted… y sin embargo, en esta estancia cálida es la única que se abraza y tiene la piel de gallina.

—Pensamientos helados, monsieur d’Avaux.

—Y no es de extrañar… su galán está a punto de partir para Hungría. Debe buscar nuevos amigos… ¿quizás uno que viva en un clima más cálido?

No. Qué locura. Pertenezco aquí. Incluso Jack, que me ama, lo dijo.

De una esquina de la sala, nublada por los hombres y el humo de pipa, llegó una risa atronadora del señor Sluys. Eliza miró en esa dirección y vio a Monmouth manejándolo, probablemente recitando las frases que ella había compuesto para él. Sluys estaba mareado por la esperanza de que podría librarse de la carga, frenético por la ansiedad de que no llegase a suceder. Mientras tanto, el mercado se encontraba violentamente en movimiento por todo Amsterdam mientras Aaron de la Vega vendía V.O.C. en descubierto. Todo llevaría a una invasión de Inglaterra. Esa noche, todo era fluido. No era momento para estarse quieto.

Un hombre pasó bailando con una pluma de avestruz en el sombrero, y Eliza pensó en Jack. Cabalgando a través de Alemania con él, no había tenido nada más que las plumas, su espada y el ingenio común, sin embargo, se había sentido más segura entonces de lo que se sentía ahora. ¿Qué le haría falta para volver a sentirse a salvo?

—Es agradable tener amigos en lugares cálidos —dijo Eliza distraída—, pero no hay nadie allí que me acoja, monsieur. Sabe bien que no he nacido noble, ni siquiera de buena cuna… soy demasiado exótica para Holanda, demasiado común para Francia.

—La amante del rey nació esclava —dijo d’Avaux—. Ahora es marquesa. Comprenda, allí nada importa excepto el ingenio y la belleza.

—Pero el ingenio falla y la belleza se desvanece, y no deseo convertirme en una casa sobre pilares, hundiéndome en el cenagal un poco cada día —dijo Eliza—. Debo agarrarme en algún sitio. Debo tener unos cimientos que no estén siempre en movimiento.

—¿Dónde podría encontrarse semejante milagro en esta tierra?

—En el dinero —dijo Eliza—. Aquí puedo ganar dinero.

—Y sin embargo, ese dinero del que habla no es más que una quimera… un producto de la imaginación de unos pocos miles de judíos y chusma que se gritan unos a otros en el Dam.

—Pero al final podría convertirlo, poco a poco, en oro.

—¿Es eso todo lo que quiere? Recuerde, mademoiselle, que el oro sólo tiene valor porque alguien dice que lo tiene. Deje que le cuente algo de la historia reciente: mi rey fue a un lugar llamado Orange… ¿ha oído hablar de él?

—Un principado en el sur de Francia, cerca de Avignon… el feudo de Guillermo, por lo que sé.

—Mi rey fue a ese Orange, esa pequeña reliquia familiar del príncipe Guillermo, hace tres años. A pesar de las pretensiones de Guillermo a la gloria marcial, mi rey pudo entrar allí sin batalla. Fue a dar un paseo por las fortificaciones. Le Roí se detuvo, allá en las almenas de piedra, y arrancó un pequeño fragmento suelto, no más grande que su meñique, mademoiselle, y lo lanzó al suelo. Luego se alejó. En unos días, los regimientos de le Roi habían derribado todos los muros y fortificaciones de Orange, y quedó absorbida en Francia, con la misma facilidad con la que el señor Sluys podría tragarse una fruta madura.

—¿Qué sentido tiene la historia, monsieur, aparte de explicar por qué Amsterdam está atestada de refugiados de Orange, y por qué Guillermo odia tanto a su rey?

—Mañana, le Roi puede que coja un trozo de queso Gouda y se lo lance a sus perros.

—Amsterdam caería, me dice, y mi oro ganado con tantos esfuerzos no sería más que el botín de un regimiento de borrachos.

—Su oro… y usted, mademoiselle.

—Comprendo esas cuestiones mucho mejor de lo que imagina, monsieur. Lo que no comprendo es por qué finge interesarse por lo que me suceda. En La Haya, me vio como una muchacha bonita que sabía patinar, y que por tanto podría llamar la atención de Monmouth, y hacer infeliz a María y causar gran pesar en la casa de Guillermo. Y todo sucedió tal como pretendía. ¿Pero qué puedo hacer por usted ahora?

—Vivir una vida hermosa e interesante… y, de vez en cuando, hablarme.

Eliza rió en voz alta, lujuriosa, arrancando miradas de mujeres que nunca se reían de tal forma, si se reían.

—Quiere que sea su espía.

—No, mademoiselle. Quiero que sea mi amiga —dijo d’Avaux, así de simple y casi con tristeza, y pilló a Eliza por sorpresa.

En ese momento, d’Avaux viró elegantemente sobre los tacones y agarró el brazo de Eliza. No le quedó más remedio que caminar con él, y pronto quedó claro que caminaban directamente hacia Étienne d’Arcachon. Mientras tanto, en la esquina más oscura y humeante el señor Sluys reía y reía.

Azogue
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