Colegio de la Santísima e Indivisa Trinidad, Cambridge
1663

 

A un idiota se le puede enseñar por costumbre a escribir y leer, pero a ningún hombre se le puede enseñar el genio.

 

Memorias del ilustre villano John Hall, 1708

Daniel e Isaac en Trinity, 1663

Daniel ha estado fuera durante un tiempo, por la noche, se ha encontrado con Roger Comstock en una taberna, ha sido su testigo y ha intentado en vano traerle a Jesús. Ha fracasado. Daniel regresó a su habitación para encontrarse al gato sobre la mesa con la cara firmemente plantada en la cena de Isaac. Isaac estaba sentado a unas pulgadas. Se había metido varías pulgadas de una aguja de zurcir en el globo ocular.

Daniel lanzó un grito desde las entrañas. El gato, mórbidamente obeso de zamparse virtualmente todas las comidas de Isaac, se cayó de la mesa como un haggis de cuatro patas y se alejó. Isaac ni se inmutó, lo que probablemente fuese lo mejor. El grito de Daniel no tuvo más efecto en los asuntos del Trinity College; los que no estaban demasiado tullidos para oírlo probablemente asumieron que se trataba de una moza haciéndose la difícil.

—Durante mis disecciones de ojos de animales en Grantham, a menudo me maravillé de su perfecta esfericidad, que, en un cuerpo por lo demás formado por conjuntos irregulares de huesos, tubos, revoltijos y entrañas, parecía distinguirlos de los demás órganos. Como si el Creador hubiese concebido esos globos a la misma imagen de las esferas celestes, significando que unas deberían recibir luz de las otras —reflexiona Isaac en voz alta—. Naturalmente, me pregunté si un ojo que no fuese esférico funcionaría igual de bien. Hay tanto razones prácticas como teológicas para los ojos esféricos: una, que puedan moverse en las cuencas. Hay algo de tensión en su voz… la incomodidad debe ser terrible. Las lágrimas caían sobre la mesa como los escapes de un reloj de agua… la única vez que Daniel vio llorar a Isaac—. Otra razón práctica es simplemente que el humor acuoso presiona el globo ocular desde dentro.

—Dios mío, ¿no estarás sacándote el humor del ojo…?

—¡Mira con más atención! —respondió Isaac—. Observa… no imagines.

—No puedo soportarlo.

—La aguja no está atravesando nada… el globo está perfectamente intacto. ¡Ven y compruébalo!

Daniel se acercó, con una mano apretándose la boca, como si estuviese secuestrándose a sí mismo, no quería vomitar sobre el libro de notas abierto que Isaac usaba para tomar notas con la mano libre. Al mirar más de cerca vio que Isaac había insertado la aguja de zurcir no en el globo ocular en sí sino en el soporte lubricado donde el globo rotaba en la cuenca, simplemente debía haber tirado del párpado inferior y buscado entre esa zona y el ojo hasta dar con un camino para entrar.

—La aguja está roma… es perfectamente inocua —gruñó Isaac—. ¿Puedo solicitar tu ayuda durante unos minutos?

En principio, se suponía que Daniel era un estudiante, asistiendo a clases y estudiando las obras de Aristóteles y Euclides. Pero de hecho, durante el último año se había convertido en lo único, aparte de la Gracia de Dios, que mantenía a Isaac Newton con vida. Hacía tiempo que había dejado de plantear preguntas tan molestas y sin sentido como «¿Puedes recordar la última vez que te llevaste comida a la boca?» o «¿No te parece que un sueñecito de una o dos horas por la noche te haría bien?». Lo único que resultaba realmente eficaz era vigilar a Isaac hasta que se derrumbaba físicamente sobre la mesa, y luego arrastrarlo a la cama, como un ladrón de tumbas transportando el botín, luego seguir con sus propios estudios en las inmediaciones y vigilarle hasta que se iniciase el retorno de la consciencia, y entonces, durante los momentos en que Isaac todavía no sabía qué día era, y no había iniciado una línea de pensamiento totalmente nueva, hacerle tragar pan y leche para que no se muriese de hambre. Lo hacía voluntariamente —sacrificando su propia educación y quemando una ofrenda en forma del dinero de Drake— porque lo consideraba su deber cristiano. Isaac, todavía en teoría un sizar, se había convertido en su amo, y Daniel en el atento sirviente. Por supuesto, Isaac era totalmente inconsciente de todos los esfuerzos de Daniel, lo que sólo lo convertía en un ejemplo todavía más perfecto de abnegación cristiana. Daniel era como uno de esos papistas fanáticos que, después de morir, se descubría que llevaban en secreto camisas de pelo bajo sus vestimentas de satén.

—Puede que el diagrama te ofrezca una idea mejor del diseño del experimento de esta noche —dijo Isaac. Había dibujado una visión en sección del globo ocular, la mano y la aguja de zurcir en el libro de notas. Era lo más cercano a una obra de arte que había producido desde los extraños acontecimientos de Pentecostés el año pasado; desde esa fecha, la pluma sólo había dibujado ecuaciones.

—¿Puedo preguntárte por qué lo haces?

—La teoría de los colores es parte del programa —dijo Isaac, refiriéndose (Daniel lo sabía) a la lista de cuestiones filosóficas que Isaac recientemente había escrito en el libro de notas, y los estudios que había iniciado totalmente por su cuenta, con la esperanza de responderlas. Entre los dos jóvenes de esa habitación, Newton con su programa y Waterhouse con su responsabilidad divina por evitar que el otro se matase a sí mismo, ninguno había asistido ni a una clase, o había mantenido contacto con algún miembro del profesorado, en más de un año. Isaac siguió diciendo—: He estado leyendo lo último de Boyle, Experimento y consideraciones con respecto a los colores, y se me ha ocurrido: él emplea sus ojos para realizar sus observaciones, sus ojos son por tanto instrumentos, como telescopios, ¿pero comprende realmente cómo funcionan esos instrumentos? Un astrónomo que no comprendiese sus lentes sería ciertamente un pobre filósofo.

En ese momento Daniel podría haber dicho muchas cosas, pero lo que surgió fue:

—¿Cómo puedo serte de ayuda?

Y no estaba siendo un melindroso pelota. Se sintió, durante un momento, totalmente anonadado por la presunción absoluta de que un simple estudiante, de veintiún años, sin título, pusiese en cuestión la habilidad del gran Boyle de realizar simples observaciones. Pero al momento siguiente se le ocurrió a Daniel por primera vez: ¿y si Newton tuviese razón y todos los demás estuviesen equivocados? Era difícil de creer. Por otra parte, quería creerlo, porque si era cierto implicaría que al no asistir a clase no se había perdido nada, y al actuar como sirviente de Newton estaba de hecho obteniendo la mejor educación en Filosofía Natural que pudiese recibir un hombre.

—Necesito que dibujes una retícula en una hoja de papel y la sostengas frente a mi córnea a varias distancias calibradas… cuando lo hagas, yo moveré la aguja de zurcir de arriba abajo, creando mayores y menores distorsiones en la forma del globo ocular… Lo haré Con una mano y con la otra tomaré notas de lo que vea.

Así se desarrolló la noche; a la salida el sol, Isaac Newton sabía más sobre el ojo humano que cualquiera que hubiese vivido, y Daniel sabía más que cualquiera excepto Isaac. El experimento lo hubiese podido ejecutar cualquiera. Pero sólo una persona lo había hecho. Newton sacó la aguja del ojo, que estaba inyectado en sangre y casi cerrado por la hinchazón. Pasó a otra página del libro de notas y comenzó a emplearse con alguna matemática difícil de análisis cartesiano mientras Daniel bajaba para ir a la iglesia. El sol tornó las vidrieras de la capilla en matrices de joyas ardientes.

Daniel miró como nunca había mirado antes: su mente era un homúnculo sentado en medio del cráneo, observando a través de buenos pero imperfectos telescopios y cuernos para oír, reuniendo observaciones que habían sido distorsionadas por el camino, cómo las lentes añadían aberraciones cromáticas a la luz que las atravesaba. Un hombre que observase el mundo a través de un telescopio asumiría que la aberración era real, que las estrellas tenían efectivamente ese aspecto; por tanto, ¿qué falsas suposiciones habían realizado los filósofos naturales a partir de las evidencias de sus sentidos hasta la noche pasada? Sentado bajo el esplendoroso brillo de esas vidrieras escuchando el sonido del órgano y el canto del coro, con la mente agradablemente intoxicada por el agotamiento, Daniel experimentó un débil eco de lo que debía experimentarse siendo, continuamente, Isaac Newton: una epifanía permanente y continua, una interminable inmersión en un resplandor absoluto, un ahogo de luz, el resonar de las armonías cósmicas en los oídos.

 

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