Gresham’s College, Bishopsgate,Londres
1672

 

El inquisitivo jesuita Riccioli se ha tomado grandes molestias para producir 77 argumentos con los que derribar la hipótesis de Copérnico… Creo que este descubrimiento les dará respuesta, y a 77 más, si tantos se pueden inventar y lanzar contra ella.

 

ROBERT HOOKE

 

Gresham’s College

Daniel pasó buena parte de dos meses en el tejado del Gresham’s College, trabajando en un agujero; haciéndolo, no arreglándolo. Hooke no podía hacerlo por que su vértigo se había disparado, y si le daba un ataque mientras estaba allá arriba, caería al suelo como una manzana con gusano de un árbol, su más reciente experimento en el estudio del misterioso poder de la gravitación.

Para un hombre que afirmaba odiar la apariencia de las cosas con filo cuando se las miraba bajo un microscopio, Hooke pasaba bastante tiempo afilando invectivas contra jesuitas inquisitivos. Mientras Daniel estaba subido al tejado haciendo el agujero, y una tapa de lluvia para cubrirlo, Hooke se encontraba a salvo en la planta baja, corriendo arriba y abajo por la galería. Atada a su entrepierna había una estrecha montura dura, y sobresaliendo de la montura una riostra con una rueda en un extremo, unida a un indicador mecánico: un podómetro de su propia invención, que le permitía calcular cuánta distancia había cubierto yendo a ninguna parte. El propósito —como le explicó a Daniel y a otros miembros pasmados de la R.S.— no era llegar del punto A al punto B, sino sudar. De alguna forma, sudar purgaría a su cuerpo de lo que fuese que causaba los dolores de cabeza, la nausea y el vértigo. De vez en cuando, se detenía y se refrescaba bebiendo un vaso de mercurio elemental. Había dispuesto una mesa en un extremo de la galería donde lo había colocado junto con varias de las medicinas de moda de mons. LeFebure. También había varios tipos de plumas. Algunas de ellas las usaba para tocarse el fondo de la garganta e inducir el vómito, otras afiladas, las mojaba en tinta y empleaba para anotar datos de su podómetro, o para decir lo que opinaba de los jesuitas que se negaban a admitir que la Tierra giraba alrededor del Sol, o para abocetar planes para Bedlam, o para escribir diatribas contra Oldenburg, o simplemente para registrar los asuntos rutinarios del topógrafo de la ciudad.

El inquisitivo jesuita Riccioli había señalado que si los cielos estaban tachonados de estrellas, algunas más cercanas y otras más lejanas, y si la Tierra estuviese dando vueltas alrededor del Sol en una vasta elipse, entonces la posición de esas estrellas unas con respecto a las otras cambiaría durante el año, de la misma forma que los árboles de un bosque cambian de posición relativa frente al ojo cuando un viajero pasa moviéndose. Pero no se había observado semejante paralaje, lo que demostraba (al menos para Riccioli) que la Tierra debía de estar fija en el centro del Universo. Para Hooke, sólo demostraba que todavía no se habían construido telescopios lo suficientemente precisos para realizar las mediciones adecuadas. Para obtener el nivel de amplificación necesario, debía construir un telescopio de 32 pies de largo. Para anular el efecto de curvatura de la luz de la atmósfera de la Tierra (evidente a partir del hecho de que el Sol se convertía en un óvalo cuando salía o se ocultaba), debía dirigirlo directamente hacia arriba, de ahí la exigencia de un pozo vertical que atravesase el Gresham’s College. La antigua mansión de Gresham era ahora como una vieja pared de yeso reparada en tan tas ocasiones que consistía por completo en trozos interconectados. Era un tejido cicatrizado sólido. Eso hacía que para Daniel el trabajo fuese más interesante, y le enseñó más de lo que realmente quería saber sobre cómo se levantaban los edificios y cómo se evitaba que cayesen.

La meta era mirar directamente arriba hacia el cielo, y contar las millas a las estrellas más cercanas. Pero como Daniel realizaba la mayor parte del trabajo durante el día, pasaba la mayoría de sus momentos de descanso mirando abajo hacia Londres —ahora seis años después del Incendio— pero con la reconstrucción apenas iniciándose.

Antiguamente el Gresham’s College se había encontrado entre edificios de la misma altura, pero el Incendio había llegado casi hasta su puerta principal, y por tanto ahora se alzaba como una casa señorial sobre una hacienda devastada. Si Daniel se ponía en pie en el borde del tejado, mirando al sur hacia el Puente de Londres a media milla de distancia, todo en su campo de visión exhibía las marcas del calor y el humo. Supongamos que la ciudad fuese un gigantesco reloj de Hooke, con Gresham’s College el eje central, y el Puente de Londres marcando las doce en punto. Entonces Bedlam se encontraba directamente detrás de Daniel a las seis en punto. La Torre de Londres se encontraba como a las diez en punto. El viento del este y la tierra de nadie la habían protegido de las llamas. El espacio entre la Torre y el Puente era una confusión de viejas calles con espiras chamuscadas de viejas iglesias sobresaliendo aquí y allá, literalmente como indicaciones de topógrafo. Eso para mortificación de Hooke, quien había presentado a la ciudad un plan para racionalizar las calles, sólo para ser frustrado por unos pocos impedimentos que habían sobrevivido a las llamas; porque aquellos que se opusieron a sus planes habían usado las puntas carbonizadas como marcas para mostrar dónde habían estado las calles, y dónde debían reconstruirse, aunque no tan estrechas y tortuosas. El espacio negativo entre zonas de obras definía ahora nuevas calles, sólo un poco más amplias y rectas que las antiguas. Justo en el centro de ese espacio se encontraba el punto de inicio del Incendio: un cráter lunar vacío ahora acordonado de forma que Hooke y Wren pudiesen construir allí un monumento.

Directamente frente a Daniel, en la cuña entre la una en punto hasta el mediodía, se encontraba el viejo distrito de orfebres de las calles Threadneedle y Cornhill, que convergía en la sede de la Royal Exchange —tan cercana que Daniel podía oír la eterna llama de las compras y las ventas en el patio del Exchange, alimentada por los últimos datos llegados del extranjero, y podía mirar por las ventanas de la casa de Thomas Ham y ver a Mayflower (como una matrona) ahuecando las almohadas y (como una colegiala) jugando a salta la rana con William Ham, el más joven de sus hijos, su cariñito.

Al oeste, la calle formada por la confluencia de Threadneedle y Cornhill se convertía en Cheapside, que Hooke había insistido en rehacer mucho más ancha de lo que había sido antes —lo que produjo aullidos de agonía y diatribas casi apocalípticas de muchos— ataques que Hooke, al que importaba menos que a nadie lo que la gente pensase de él, estaba en perfecta disposición para ignorar. Corría tan recta como Hooke podía hacerla hasta la antigua y futura St. Paul’s, ahora una morrena de piedra ennegrecida, plomo de tejado solidificado y huesos acumulados de las víctimas de la plaga. Wren todavía trabajaba en los planos y modelos de la nueva. Las calles limítrofes con el camposanto de St. Paul’s estaban bordeadas de talleres de imprentas, incluyendo las que producían la mayoría de las publicaciones de la Royal Society, de forma que el camino arriba y abajo por Cheapside se había hecho conocido para Daniel, al ir allí a recoger ejemplares de Micrographia de Hooke o para examinar las pruebas de Alfabeto Universal de Wilkins.

Levantando la vista un poco y mirando por encima de la costra de St. Paul’s (que se encontraba a las dos en punto), podía ver Bridewell al fondo: un antiguo palacio real, ahora hundido, donde putas, actrices y mozas vagabundas recogían estopa, aplastaban cáñamo y realizaban otras labores diversas que reforzaban el carácter, hasta que se reformasen. Señalaba el punto donde el Fleet River —que no era más que un arroyo lleno de mierda— intersectaba al Támesis. Lo que explicaba por qué la realeza se había mudado de Bridewell cediéndosela a los pobres. El fuego había saltado con facilidad el arroyo, y siguió comiéndose la ciudad hasta que la escasez de combustible, y la heroica campaña de voladura de casas del rey y el lord alcalde, finalmente habían conseguido enlazarlo. Por tanto siempre que lo hacía, Daniel debía trazar la línea divisoria entre las partes quemadas y no quemadas de la ciudad desde el río siguiendo por Fleet Street hasta Holborn (tres en punto). Allá, el lugar donde su padre había volado seis años atrás, se había dispuesto un cuadrángulo, bordeado de casas y tiendas, lleno de jardines, fuentes y estatuas. Otros similares crecían por todas partes, y empezaban a acumularse alrededor de las pocas grandes mansiones de Piccadilly, como la mansión Comstock. Pero esas construcciones, y los grandes éxitos que habían traído a Sterling y Raleigh, eran noticias pasadas para Daniel, y no le llamaban la atención tanto como cierta nueva iniciativa en los límites de la ciudad.

Si se volvía y miraba al norte sobre los huesos de la vieja muralla romana podía mirar directamente a Bedlam al menos a un cuarto de milla de distancia. No había ardido, pero igualmente la ciudad había contratado a Hooke para derribarlo y reconstruirlo, siempre que reconstruyese todo lo demás. El chiste era que Londres y Bedlam parecían haber intercambiado lugares: porque Bedlam había quedado vacío y derribado en preparación para su reconstrucción, y ahora era un sereno jardín de piedra, mientras que todo Londres (excepto algunos solares en particular, como el lugar del Monumento o St. Paul’s) se encontraba en las agonías de la construcción: piedras, ladrillos y madera se movían por las calles de la ciudad tan atascadas que verlas llenarse por la mañana era como ver llenarse una tripa con carne para hacer una salchicha. Roturas, edificios derribados, sótanos cavándose, mezclando mortero, piedras de pavimento saltando de los carros, el ajuste de ladrillos y piedras para que encajasen, los bordes de hierro de las ruedas sobre los guijarros, todo eso producía un ruido que se combinaba para formar un rechinar enloquecido, como un Titán mascando una colina.

Hasta ahora: bastante extraño. Pero más allá de Bedlam, al norte y al noreste, y cubriendo alrededor de la Torre siguiendo el borde este de la ciudad, había varios emplazamientos de artillería y campamentos del ejército. Últimamente habían estado ocupados, debido a la guerra anglo-holandesa. No la misma guerra anglo-holandesa a la que Isaac había escuchado en su manzanar en Woolsthorpe seis años atrás, porque ésa había terminado en 1667. Esta era una guerra anglo-holandesa nueva y totalmente diferente, la tercera en otras tantas décadas. Pero en esta ocasión, los ingleses habían acertado por fin: se habían aliado con los franceses. Ignorando toda consideración de lo que realmente representaba los mejores intereses para Inglaterra, y dejando de lado toda cuestión de rectitud moral (que al rey actual le preocupaba poco y no le afectaba en nada), éste parecía un plan mucho mejor que luchar contra Francia. Mucho oro francés había entrado en el país para hacer que el Parlamento se pusiese del lado de Luis XV, y para pagar la construcción de muchos barcos. Francia disponía de un ejército inmenso y en tierra precisaba de poca ayuda de Inglaterra; lo que Luis había comprado, y había pagado varías veces, era la marina real, y sus cañones, y su pólvora.

Por tanto, a Daniel le resultaba difícil dar sentido al proyecto que se desarrollaba el noreste de Londres. Durante varías semanas Daniel observó una zona plana de desfiles desarrollar pozos y arrugas, que lentamente se transformaron en canalones y montículos, que fueron tomando la forma y se manifestaron (como si se ajustase en foco de un vidrio prospectiva) en evidentes terraplenes. Daniel no había visto cosa similar, porque hasta ahora no se habían construido en Inglaterra, sino en libro y en pinturas de asedios, por los que sabía qué eran defensas, un bastión, fortificaciones, y semiluna. Pero si eran preparativos para una invasión holandesa, estaban muy mal planificados, porque las obras estaban aisladas y no protegían nada excepto un pasto con algunas docenas de vacas atontadas pero muy bien defendidas. Sin embargo, se sacaban cañones del almacén de artillería de la Torre, y se llevaban hasta los terraplenes por medio de bueyes esforzados: hernias con patas. El chasquido de los látigos de los boyeros junto con los bufidos y bramidos de las bestias volaban en la brisa del mar a millas de distancia hasta atravesar Hounsditch, pasar por encima de la muralla, trepar por el tejado embreado de Gresham’s College y llegar hasta los oídos de Daniel. Daniel por su parte miraba asombrado.

Más cerca del río, en la zona plana más allá de la Torre, las obras navales habían sustituido a las militares: astilleros atestados de madera amarilla venida de Escocia y Massachusetts, tablones humedecidos transformándose en los cascos curvos de los barcos, abetos muertos resucitados como palos. Torres colosales de humo negro extendiéndose en la dirección del viento, señalando las fundiciones Comstock donde toneladas de hierro se fundían y vertían en moldes subterráneos para cañones, y las hojas de los molinos girando en el horizonte, poniendo en movimiento los trenes de engranajes de poderosas maquinarias Comstock para taladrar agujeros en los centros de esos mismos cañones.

Lo que llevó la vista de Daniel de vuelta a la Torre, donde había empezado: el misterio central, donde barcos cargados de tesoros venidos de (como sabía ahora todo el mundo en Londres) Francia traían oro para ser convertido en guineas que pagaban todos los nuevos cañones y naves, y los servicios de Inglaterra en su nuevo papel de auxiliar naval de Francia.

 

Wilkins en su lecho de muerte

Un día, oyendo el tañer de las campanas de iglesia a la dos en punto, Daniel bajó por la escalera que ocupaba el pozo del telescopio. Hooke había salido a examinar no se qué pavimento nuevo, dejando atrás no más que un ligero olor a vómito metálico. Daniel atravesó directamente la calle, esquivando el tráfico sin control de carros pesados. Subió al carruaje de Samuel Pepys y se puso cómodo. Pasaron varios minutos. Por la ventana, Daniel observó a los transeúntes. A cien millas al sur, las calles estarían atestadas de brokers de acciones de las Indias orientales y vales de orfebre, pero este lugar, acomodado contra London Wall, era un extraño remolino, o remanso, y Daniel podía contemplar una combinación de marinos de la armada, predicadores disidentes, parásitos de la Royal Society, extranjeros y vagabundos agitándose y moviéndose unos alrededor de otros sin seguir ningún patrón fijo. Se trataba de un inescrutable nudo gordiano cortado de pronto por una escena de persecución: un muchacho desaliñado y descalzo llegó corriendo por Broad Street, perseguido por un alguacil con una porra. Entreviendo una calle lateral que corría a la izquierda, entre el Tesoro Naval y la iglesia holandesa, el muchacho dio la vuelta a la esquina —hizo una pausa— se lo pensó mejor y se deshizo de una carga lanzando un ladrillo pálido al aire. Se desmenuzó, quedando atrapado por el viento que lo empujó convertido en una nube de rectángulos agitados, girando misteriosamente en sus largos ejes. Para cuando Daniel, o cualquier otro, consideró la posibilidad de buscar al chico, éste ya había desaparecido. El alguacil cambió a un paso a horcajadas, como si cabalgase en un poni invisible, e intentó pisar todos los libelos simultáneamente, agarrándolos en los brazos, metiéndoselos en los bolsillos. Varios miembros de la Guardia llegaron corriendo e intercambiaron sonidos guturales monosilábicos con el alguacil, todos se volvieron y miraron con furia la fachada de la iglesia holandesa, y luego se dedicaron a recoger los folletos.

Samuel Pepys fue precedido por su colonia y su peluca, y perseguido por un lacayo que abrazaba un montón de gigantescos documentos enrollados.

—Creo que estuvo muy bien ejecutado, por parte del chiquillo —dijo, subiéndose al carruaje y entregándole a Daniel uno de los libelos.

—Un viejo truco del negocio —dijo Daniel.

Pepys parecía encantado.

—¿Drake le puso en las calles?

—Claro que sí… era el rito de madurez habitual de todos los chicos Waterhouse.

El folleto consistía en un dibujo representando al rey Luis XIV de Francia con los calzones enrollados en los tobillos y mostrando un culo peludo con el que depositaba un inmenso cagarro en la boca de un marinero inglés.

—¡Vamos a llevárselo a Wilkins! Le alegrará enormemente —sugirió Pepys y dio un golpe en el techo. El cochero hizo avanzar a los caballos. Daniel relajó el cuerpo de forma que no acumulase laceraciones por los ataques continuos de las paredes y el banco del vehículo.

—¿La ha traído?

—Siempre la tengo conmigo —dijo Pepys, produciendo un nódulo irregular del tamaño de una pelota de tenis—, como usted tiene todas sus piezas.

—¿Para recordarle su mortalidad?

—Una vez un hombre ha sido cortado por la piedra, a duras penas es necesario.

—Entonces, ¿por qué?

—Es mi elemento para iniciar la conversación de último recurso. Hace que cualquiera hable: alemanes, puritanos, pieles rojas… —Le pasó el objeto a Daniel. Era pesado. Pesado como una piedra.

—No puedo creer que esto saliese de su vejiga —dijo Daniel.

—¿Ve? ¡Nunca falla! —respondió Pepys.

Pero Daniel no obtuvo más respuesta por parte de Pepys, quien ya había desenrollado uno de los grandes documentos, creando una pantalla que dividía el carruaje en dos. Daniel había dado por supuesto que eran todos diagramas de buques de guerra. Pero cuando viraron al oeste en Cheapside el sol entró por la ventana del carruaje y atravesó el papel, revelando una rejilla de números. Pepys le murmuraba a su asistente, quien apuntaba. Daniel se quedó únicamente con la opción de hacer girar la piedra de vejiga en la mano y mirar Londres, tan diferente visto a nivel de la calle. Atravesando el camposanto de St. Paul’s, vieron el contenido completo de varios talleres de imprenta en la misma calle, varios alguaciles y uno de los lugartenientes de sir Roger L’Estrange registraban montones de hojas sin encuadernar y sostenían bloques de madera ante los espejos.

En cualquier caso, unos minutos después estaban en casa de Wilkins. Pepys dejó los papeles y a su ayudante en el carruaje y pisoteó los escalones con la piedra de vejiga en la mano como un caballero medieval sosteniendo un fragmento de la Cruz.

La agitó frente a la cara de Wilkins. Wilkins se limitó a reír. Pero era bueno que lo hiciese, porque por lo demás su habitación era un horror, sus calzones oscuros no podían ocultar que había estado orinando sangre, en ocasiones antes de que pudiese llegar a la escupidera. Simultáneamente se le veía marchito e hinchado, si tal cosa era posible, y el olor que salía de su cuerpo parecía sugerir que sus riñones no estaban cumpliendo con el contrato establecido.

Mientras Pepys exhortaba al obispo de Chester a permitir que le cortasen para extraer la piedra, Daniel miró a su alrededor, y se sintió desanimado pero no sorprendido al ver varias botellas vacías provenientes de la farmacia de monsieur LeFebure. Olisqueó una de ellas. Era Elixir Proprietalis LeFebure —la misma sustancia que Hooke tragaba cuando los dolores de cabeza lo llevaban al borde del suicidio— fruto de las investigaciones de LeFebure sobre las asombrosas propiedades de la familia de la adormidera. Era inmensamente popular en la corte, incluso entre aquellos que no sufrían de dolores de cabeza o de la piedra. Pero cuando Daniel vio a Wilkins sufrir un espasmo de la vejiga —reduciendo al lord obispo de Chester, y fundador de la Royal Society, a un animal estúpido durante varios minutos, convulsionándose y aullando— decidió que quizá monsieur LeFebure no era después de todo un tipo tan siniestro.

Cuando hubo pasado, y Wilkins era nuevamente Wilkins, Daniel le mostró el libelo, y mencionó el asalto de la gente de L’Estrange a las imprentas.

—Los mismos hombres haciendo lo mismo que hace diez años —se pronunció Wilkins.

De las palabras —«los mismos hombres»— Daniel supo que el origen de los folletos y blanco final del asalto de L’Estrange debía ser Knott Bolstrood.

—Y es por eso que no puedo detener lo que estoy haciendo para dejar que me extraigan la piedra —dijo Wilkins.

 

El «Asedio de Maastricht»

Daniel erigió un cierre de polea sobre el pozo de Gresham, Hooke dejó de lado durante un día la reconstrucción de Londres, y colocaron en su sitio el largo telescopio, con Hooke encogiéndose de miedo y gritando cada vez que recibía un golpe, como si el instrumento fuese una extensión de su propio globo ocular.

Mientras tanto, Daniel no podía mantener su atención centrada en los cielos, porque los murmullos y codazos cálidos de Londres no le dejaban en paz: notas deslizadas bajo la puerta, cejas arqueadas en los salones de café, acontecimientos extraños presenciados en la calle capturaban por completo su atención más de lo que debieran. En el exterior de la ciudad, los andamios se elevaban en los espacios entre esas misteriosas fortificaciones, y comenzaron a desarrollar largos bancos.

Luego, una tarde, Daniel, todas las personas de importancia de Londres y muchos de los carteristas se encontraban allí, sentados en esos bancos o tirados en los campos. El duque de Monmouth salió a caballo, vestido con un uniforme de caballero cuya magnificencia era tal que refutaba o demolía cualquier sermón jamás predicado por un calvinista, porque si esos sermones eran ciertos, un Dios celoso debería haber dado muerte de inmediato a Monmouth. John Churchill —posiblemente el único hombre en Inglaterra más guapo que Monmouth —vestía por tanto ropas ligeramente menos emocionantes. El rey de Francia no podía asistir a este acto, porque ahora mismo estaba muy ocupado conquistando la República Holandesa, pero un actor fornido cabalgó en su corcel, vestido con armiño real, y ocupó un trono en la colina artificial, y se ocupó de los adecuados detalles del espectáculo, es decir, mirar los actos a través de unas lentes; señalar ciertas partes a amantes enjoyadas que le rodeaban; levantar el cetro para ordenar el avance de las tropas; descender del trono para intercambiar algunas palabras amables con oficiales heridos que le habían acercado en camillas; ponerse en pie y adoptar una adecuada expresión de desafío en momentos de crisis, mientras extendía una mano firme para tranquilizar a las féminas nerviosas. De la misma forma se había contratado a un actor para interpretar el papel de D’Artagnan. Como todo el mundo sabía lo que le iba a pasar, fue el que más aplausos recibió durante la presentación, para visible molestia del (verdadero) duque de Monmouth. En cualquier caso, se descargaron cañones pintorescos desde las explanadas de «Maastricht» y los «holandeses» adoptaron poses desafiantes en las almenas, creando entre los espectadores un frisson de digna furia (¿¡cómo se atrevían esos insolentes holandeses a defenderse a sí mismos!?), transmutado con rapidez en fervor patriótico cuando, ante una señal de «Luis XIV», Monmouth y Churchill dirigieron el asalto por la pendiente de la semiluna. Después de un poco de emocionante lucha a espada y la salpicadura de mucha sangre falsa, plantaron las banderas francesa e inglesa juntas en el parapeto, le dieron la mano a «D’Artagnan» e intercambiaron todo tipo de cariñosos y respetuosos gestos con el «rey» en su colina.

Se produjo una ovación. Daniel no podía oír nada más, pero vio una extraña culada frente a él: un joven vestido con serías ropas negras, que había estado situado frente a Daniel bloqueándole la vista con una especie de sombrero de puritano, se volvió y extendió los brazos como un insecto aplastado, echó la cabeza atrás en el cuello blanco, sacó la lengua y puso los ojos en blanco. Se mofaba de la pose de varios defensores «holandeses» que eran ahora hors de combat en la semiluna. El joven no era un espectáculo muy agradable. Había algo terriblemente erróneo en su cara: una catástrofe dermatológica en las mejillas.

Tras él se producía un cambio de escena: los defensores muertos resucitaban y corrían por las explanadas preparándose para el siguiente acto. De la mima forma, el hombre frente a Daniel recuperó el equilibrio y resultó no ser un holandés muerto, sino un joven inglés con aspecto serio. Su vestimenta no era cualquier traje negro sino el traje negro específico que vestían hoy día los ladradores. Pero (aunque ahora que Daniel lo consideraba con un poco más de atención) era muy similar a la ropa vestida por los falsos holandeses que fingían defender Maastricht. Ahora que lo pensaba, esos «holandeses» se parecían bastante más a los disidentes religiosos ingleses que a los holandeses reales, quienes (si había que creer a los rumores) hacía tiempo que habían desechado las viejas ropas de peregrino (que en cualquier caso se habían inspirado en la moda española) y ahora vestían como todo el mundo en Europa. Por tanto, ¡además de ser una reconstrucción del asedio de Maastricht, este espectáculo era también una parábola sobre libertinos y galanes bien vestidos superando a los apagados y severos calvinistas en las calles de Londres!

Al joven ladrador, que tenía la cabeza en forma de bala de cañón y la poderosa mandíbula de un verdadero Bolstrood, sentado frente a él le enfurecía la lentitud con la que Daniel comprendía todo eso.

—¿Eres Gomer? —exclamó Daniel, cuando la ovación se apagó para convertirse en un murmullo de hacendados sedientos pidiendo cerveza. Daniel había conocido al hijo de Knott Bolstrood cuando era pequeño, pero no lo había visto desde hacía décadas.

Gomer Bolstrood respondió a la pregunta mirando a Daniel fijamente. Frente a cada una de sus mejillas, justo a cada lado de la nariz, había una vieja herida: un complejo de trincheras y explanadas de carne, formando en curva el tosco glifo «C.S.». Aquellas marcas habían sido realizadas por un hierro de marcar en el tribunal al aire libre de la Session House en el Old Bailey, momentos después de que hubiesen declarado a Gomer culpable de calumniador sedicioso.

Gomer Bolstrood no podía tener más de veinticinco años, pero aquella cabeza en forma de munición, en combinación con esas marcas, le otorgaban la presencia de un hombre mucho mayor. Dirigió la barbilla hacia un punto tras los asientos.

Gomer Bolstrood, hijo del secretario de estado de Su Majestad Knott, hijo del ladrador prototípico Gregory, guió a Daniel hasta un campamento de vagabundos formado por tiendas y carros montado para servir y apoyar esta gala de reconstrucción. Algunas de las tiendas eran para los actores y actrices. Gomer guió a Daniel entre un par de ellas, lo que implicaba luchar contra un flujo en sentido contrario de «cortesanas francesas» que regresaban del trono del «Rey Sol». De la misma forma que los ojos de Isaac Newton habían quedado semipermanentemente marcados con la imagen del disco solar durante sus experimentos sobre el color, las retinas de Daniel estaban ahora estampadas con una docena o más de escotes. Todos esos escotes debían de tener una cabeza encima, pero la única que notó le hablaba a una de las chicas con acento francés. De lo que dedujo (aunque posteriormente percibió que ingenuamente) que debía de ser francesa. Pero antes de que Daniel pudiese introducirse por completo en el sueño, Gomer Bolstrood le había agarrado del brazo y lo metía entre los faldones de una tienda cercana que vendía cerveza.

La cerveza era holandesa. También lo era el hombre sentado a la mesa. Pero el gofre que el hombre se estaba comiendo era claramente belga.

Daniel se sentó en la silla indicada y durante un rato miró cómo el caballero holandés se comía el gofre. En cualquier caso, a él dirigió la mirada. La imagen que todavía persistía frente a sus ojos eran los escotes, y el rostro de esa muchacha «francesa». Pero después de un rato, tristemente, se desvaneció, y quedó reemplazada por un gofre que le habían puesto delante en un plato de porcelana de Delft. Y nada del tosco material de peregrinos, sino porcelana de la buena, digna de exportación.

Percibió la demanda implícita de que debía comer. Así que diseccionó una esquina del gofre, se lo llevó a la boca y empezó a masticar. Estaba bueno. Sus ojos se ajustaban a la oscuridad de la tienda y empezaba a ser consciente de montones de libelos apilados en las esquinas, cuidadosamente envueltos en viejas hojas de prueba. Las palabras en las hojas de pruebas estaban escritas en todas las lenguas excepto inglés: habían sido impresos en Amsterdam y traídos aquí en un barco cervecero o quizás en una barcaza de gofres. De vez en cuando la entrada de la tienda se abría, y Gomer, o uno de los holandeses taciturnos y fumadores en pipa de las esquinas, miraba al exterior y arrojaba un paquete de impresos.

—¿Qué tienen en común loos goofres belgas y loos escootes de esas chicas? —dijo el embajador holandés; porque de él se trataba. Se limpió la mantequilla de los labios haciendo uso de una servilleta. Era rubio, y piramidal, como si hubiese consumido mucha cerveza y gofres—. Le vi miraarlas fijamente —añadió disculpándose.

—¡No tengo ni la más remota idea, señor!

—Espaacio negativo —entonó el embajador holandés, dejando que las vocales dobles resonasen como sólo podía hacerlo un holandés de calibre—. ¿Ha oído hablar de eso? Es un término del aarte. Sabemos del espaacio negativo porque nos gustan taanto los cuaadros.

—¿Es similar a un número negativo?

—Es el espaacio entre doos cosas —dijo el otro, y se llevó las manos al pecho y juntó los pectorales para crear una muy pobre impresión de un escote. Daniel miró con amable incredulidad, e intentó no estremecerse. El holandés cogió un gofre de un plato y lo sostuvo por una esquina, como un trapo mojado de algo desagradable—. De laa misma foorma… el goofre belga tiene la foorma y queda definido noo por su propia naturaleza esencial, sino por un paar de plaacas de hierro caliente que loo encierran por arriba y poor debaajo.

—Oh, comprendo… ¡habla de la Holanda española!

El embajador holandés puso los ojos en blanco y lanzó el gofre sobre su hombro. Antes de que golpease el suelo, un perro rechoncho y desconcertantemente parecido a un mono saltó en el aire, lo agarró y empezó a masticarlo, literalmente, porque el sonido que produjo era como el de un homúnculo agachado en el suelo murmurando «mastica, mastica, mastica».

—Atrapaada entre Fraancia y la República Holandesa, la Holaanda españoola está siendo ráapidamente consumida por Luis el Decimocuaarto Borbóon. Bien. Pero cuando Le Roy du Soleil llega a Maastricht tooca… ¿qué?

—¿El equivalente político y militar a una placa de hierro caliente?

El embajador holandés examinó el espacio negativo con un dedo mojado, fingiendo tocar algo y retirándose de pronto, produciendo entre los dientes un ruido a quemado. Quizá por suerte holandesa, quizá por algún exquisito sentido del tiempo, Daniel sintió la atmósfera estremeciéndole las entrañas. La rienda se hundió hacia dentro, para volver a inflarse. Los moldes para gofres entrechocaron y gimieron en la oscuridad, como dientes de esqueletos. El perro mono corrió a ocultarse bajo la mesa.

Gomer Bolstrood abrió la entrada de la tienda y ofreció una vista clara de lo alto de la semiluna, que había quedado roto por la detonación de su vasto almacén subterráneo de pólvora. Tenía el aspecto de un pan vaporoso partido por la mitad. Holandeses resurgentes brincando en la parte alta, pisoteando y quemado esas banderas francesa e inglesa. Los espectadores estaban al borde de la revuelta.

Gomer dejó que la tienda se cerrase de nuevo, y Daniel devolvió su atención al embajador, que no había apartado en ningún momento la vista de Daniel.

—Quizá Fraancia toma Maastricht, pero no con facilidaad, pierden a su héroe D’Artagnan. Sin embaargo, nosootros ganaremos la guerra.

—Me agrada saber que tendrán éxito en Holanda… ahora bien, ¿considerarían cambiar de táctica en Londres? —dijo Daniel bien alto para que Gomer pudiese oírlo.

—¿De qué foorma?

—Sabe lo que L’Estrange ha estado haciendo.

—¡Sé loo que L’Estrange noo haa podido hacer! —dijo el embajador holandés riendo con alegría.

—Wilkins intenta convertir Londres en Amsterdam… y no hablo de zapatos de madera.

—Muchas Iglesias… ninguna religióon oficiaal.

—Es la labor de su vida. Ha renunciado a la Filosofía Natural, estos últimos años, para dirigir todas sus energías hacia esa meta. Lo desea porque es lo mejor para Inglaterra, pero los altos anglicanos y los criptocatólicos de la corte se oponen a cualquier cosa que huela a disensión. Así que la tarea de Wilkins es muy difícil… pero cuando esos mismos disidentes quedan relacionados, en la mente del público, con el enemigo holandés, ¿qué esperanza de éxito le queda?

—En un aaño, cuando se cuenten los muertos y se comprendan loos coostes reales de esta guerra, la tarea de Wilkins seraá extremaadamente faácil.

—En un año Wilkins habrá muerto de la piedra. A menos que se la corten.

—Puedo recomendar un barbero cirujaano, muy raápido coon el cuchillo…

—No creo que pueda dedicar varios años a recuperarse, cuando la presión es tan inmediata y las apuestas tan altas. Está a punto de tener éxito, señor embajador, si ustedes dejasen…

—Lo dejaremos cuaando los franceses lo haagan —dijo el embajador, e hizo un gesto a Gomer, quien abrió de nuevo la tienda para mostrar la reconquista de la semiluna por parte de tropas francesas e inglesas, dirigidas por Monmouth. A un lado, «D’Artagnan» yacía herido en un hueco en el muro. John Churchill sostenía en el regazo la cabeza del viejo mosquetero, dándole de beber de un frasco.

La entrada de la tienda permaneció abierta durante bastante tiempo, y Daniel comprendió finalmente que le estaban diciendo que se fuese. Al salir cogió a Gomer del codo y le hizo salir a la calle de tierra.

—Hermano Gomer —dijo—, los holandeses están fuera de sí. Comprensible. Pero nuestra situación no es tan desesperada.

—Al contrario —dijo Gomer—, yo diría que estás en desesperado peligro, hermano Daniel.

Cualquier otra persona con ese comentario se hubiese referido a un peligro físico, pero Daniel había pasado gran parte de su vida rodeado de gente como Gomer —o lo que es lo mismo, como Daniel— y sabía que Gomer se refería a lo espiritual.

—¿Supongo que no lo dirás porque hace un rato miraba al pecho de una muchacha hermosa…?

A Gomer no le hizo mucha gracia la broma. Es más, antes de que las palabras hubiesen terminado de salir de su boca Daniel tuvo la sensación de que no harían más que confirmar la opinión de Gomer de que había caído, o en el mejor de los casos, caía rápido. Probó con otra cosa:

—¡Tu propio padre es secretario de estado!

—Entonces ve y habla con mi padre.

—Lo que quiero decir es que no hay nada de malo, o peligroso, si así quieres llamarlo, en emplear tácticas. Cromwell empleó tácticas para ganar batallas, ¿no es así? No dijo que careciese de fe. Al contrario: no hacer uso del cerebro que Dios te dio, y convertir todo enfrentamiento en un ataque frontal, es un pecado; ¡no debes tentar al Señor, tu Dios!

—Wilkins tiene la piedra —dijo Gomer—. Si en su vejiga la depositó Dios o el Diablo es asunto para jesuitas. En cualquier caso, la tiene, y probablemente morirá, a menos que tú y tus fellows podáis encontrar una forma de transmutarla en alguna forma acuosa que se pueda mear. Temiendo su muerte, ha concebido en tu mente la fantasía de que si yo, Gomer Bolstrood, dejase de distribuir panfletos en las calles de Londres, eso pondría en marcha una larga cadena de consecuencias que de alguna forma terminaría en Wilkins sufriendo alguna forma de cirugía para sacar la piedra, con él sobreviviendo a la operación, y viviendo feliz para siempre, como el tipo de padre que nunca tuviste. ¿Y tú afirmas que los holandeses están fuera de sí?

Daniel no pudo responder. El discurso de Gomer le había golpeado en la cara con no menos calor, fuerza y dolor absoluto que el hierro de marcar en la de Gomer.

—Como te imaginas ser un maestro de las tácticas, considera este espectáculo meretriz que hemos estado viendo. —Gomer indicó la semiluna. Subido en el parapeto, Monmouth plantaba de nuevo las banderas francesa e inglesa, para alegría y vítores de los espectadores, que se lanzaron a un lujurioso coro de «Picas en los Diques» incluso mientras «D’Artagnan» lanzaba su último aliento. John Churchill lo llevó en brazos por la pendiente del terraplén y lo depositó sobre una litera donde su cuerpo quedó cubierto por flores.

—¡Contempla al mártir! —aulló Gomer—. ¡Quien dio su vida por la causa y que es cariñosamente recordado por todas las personas de alcurnia! Bien, ahí tienes una táctica. Lamento que Wilkins esté enfermo. De ninguna forma lo pondría en peligro porque era amigo nuestro. Pero no tengo poder para evitar que la muerte visite su puerta. Y cuando la muerte llegue lo convertirá en un mártir, quizá no en uno tan romántico como D’Artagnan, pero con mayor efecto en una causa mejor. Mis disculpas, hermano Daniel. —Gomer se alejó, rompiendo el envoltorio de unos panfletos.

«D’Artagnan» era portado ante los grandes en un cortejo de caballeros hermosamente desarreglados y despeinados, y los espectadores hacían negocios con floristas ambulantes y lanzaban ramos y flores a los héroes vivos y «muertos». Pero incluso mientras los pétalos llovían sobre el falso mosquetero, Daniel Waterhouse encontró trozos de papel que caían a su alrededor, traídos por la brisa desde las gradas. Agarró uno en el aire y recibió el saludo de varios caballeros franceses violando en grupo a una lechera holandesa. Otro mostraba un mosquetero con cravate, en silueta frente a una iglesia protestante ardiendo, a punto de atrapar con la punta de la espada a un bebé lanzado al aire. Alrededor de Daniel, y en los asientos, los espectadores se pasaban los folletos de mano en mano, en ocasiones ocultándolos en las mangas y bolsillos.

Así que la cuestión era complicada. Y no hizo más que complicarse más diez minutos más tarde, cuando, durante un bombardeo de «Maastricht», un cañón estalló frente a todos los espectadores. La mayor parte de la gente asumió que se trataba de un truco teatral hasta que empezaron a llover entre ellos los fragmentos de artilleros, mezclándose con el torrente continuo de panfletos.

Daniel caminó de regreso a Gresham’s College y trabajó durante toda la noche con Hooke. Hooke permaneció abajo, mirando diversas estrellas, y Daniel permaneció en el tejado, mirando a una nova que relucía en el extremo oeste de Londres: una multitud de personas con antorchas, arremolinadas alrededor de St. James’s Field y descargando ocasionalmente algún mosquete. Más tarde, supo que habían atacado la mansión Comstock, supuestamente porque estaban furiosos por el cañón que había estallado.

A la mañana siguiente John Comstock en persona se presentó en el Gresham’s College. A Daniel le llevó varios minutos reconocerlo, tan alterado tenía el rostro por la conmoción, la furia e incluso la vergüenza. Exigió que Hooke y los demás dejasen lo que estuviesen haciendo a investigasen los restos del cañón reventado, que según él «mis enemigos» habían alterado de alguna forma.

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