Colegio de la Santísima e Indivisa
Trinidad, Cambridge
1661
Los disidentes carecen de toda decoración que pueda satisfacer a los sentidos exteriores, lo que sus maestros pueden esperar de asistencia humana se encuentra totalmente en sus propios esfuerzos, y no tienen nada más con qué reforzar su doctrina (además de lo que pueden decir de ella) que la probidad de sus actos y sus vidas ejemplares.
Los males que con justicia podrían comprenderse de un gobierno de los rebeldes presbiterianos,
Anónimo, atribuido
a Bernard Mandeville, 1714
Daniel en Trinity, 1661
Una conmoción abajo en el patio. No la jarana habitual, o no se hubiese molestado en oírla.
Daniel salió de la cama y se encontró a solas en la cámara. Las voces que venían de abajo sonaban enfadadas. Se acercó a la ventana. La cola de la Osa Mayor era como la aguja de un reloj celestial, y Daniel había estado estudiando cómo leerlo. Eran probablemente alrededor de las tres de la madrugada.
Debajo varias figuras se aglomeraban en tenebrosos charcos de luz de lámpara. Una de ellas estaba vestida como siempre se habían vestido los hombres, según la experiencia de Daniel, hasta hacía muy poco: un abrigo negro y calzones negros sin adornos. Pero los otros estaban llenos de encajes y emplumados como pájaros exóticos.
El de negro parecía defender la puerta de los otros. Hasta hacía muy poco, todos en Cambridge habían tenido su mismo aspecto, y se había permitido la existencia de la Universidad exclusivamente porque una nación de Dios precisaba de teólogos que conociesen bien el griego, el latín y el hebreo. Les impedía la entrada porque los hombres con encajes, terciopelo y seda intentaban entrar a una moza. ¡Y no era la primera vez! Pero este hombre, aparentemente, ya había visto mozas de más y se había decidido a plantar cara.
Un muchacho en escarlata apareció en medio de la luz de lámpara, un bouquet espumoso de ornamentos y volantes. Tenía los brazos cruzados sobre el cuerpo. Los apartó con un agudo ruido tintineante. En cada una de sus manos había aparecido una barra de luz argentina, una larga en la derecha, una corta en la izquierda. Se agachó. Sus compañeros gritaban; Daniel no podía distinguir las palabras, pero los sentimientos expresados eran una mezcla de temor y júbilo. El tipo vestido de negro sacó una espada propia, un objeto romo y estruendoso, un espadón más pesado, y el muchacho escarlata fue a por él como una nube hirviente, con el relámpago surgiendo de su centro. Luchó como luchan los animales, con movimientos demasiado rápidos para que el ojo los siguiese, y el hombre de negro luchó como los hombres, con vacilaciones y reflexiones. Pronto tuvo muchos agujeros en su cuerpo, y quedó reducido a un montón de ropas sombrías y manchadas de sangre sobre la hierba verde del patio, agitándose y balanceándose, intentando dar con una posición que no fuese horriblemente dolorosa.
Todos los caballeros se alejaron corriendo. El duque de Monmouth se puso la moza al hombro como si fuese un saco de grano y se la llevó a la carrera. El muchacho de escarlata se demoró lo justo para plantar una bota sobre el hombro del moribundo, ponerlo de espaldas y escupirle en la cara.
Alrededor del patio empezaron a cerrarse de golpe las contraventanas.
Daniel se puso el abrigo, sacó un par de botas, encendió una lámpara propia y corrió escaleras abajo. Pero era demasiado tarde para darse prisa, el cuerpo ya había desaparecido. La sangre parecía alquitrán sobre la hierba. Daniel siguió las gotas de una en una, atravesando la zona verde, saliendo del College y dirigiéndose a los campos, la llanura pantanosa del río Cam, que corría por detrás de la universidad. Se había levantado un poco de viento, haciendo que los árboles produjesen un ruido que casi superaba al vadeo. Un testigo menos deseoso que Daniel habría afirmado no haber oído nada, y no hubiese sido una mentira.
Entonces se detuvo, porque su mente había despertado al fin, y tuvo miedo. Estaba en medio de un terreno pantanoso y vacío, siguiendo a un hombre muerto hacia un río oscuro, y el viento intentaba apagar la lámpara.
Un par de hombres desnudos apareció en la luz, y Daniel gritó.
Uno de ellos era alto y tenía los ojos más hermosos que Daniel hubiese visto en el rostro de un hombre; eran los ojos de una pintura de la Piedad que Drake había arrojado a la hoguera en una ocasión. Miró hacia Daniel como diciendo: «¿Quién se atreve a gritar?»
El otro hombre era más bajo, y reaccionó echándose atrás. Daniel finalmente lo reconoció como Roger Comstock, el sizar.
—¿Quién es? —preguntó—. ¿Mi señor? —fue su suposición.
—No soy el señor de nadie —dijo Daniel—. Soy yo. Daniel Waterhouse.
—Somos Comstock y Jeffreys. ¿Qué hace aquí en medio de la noche? —los dos hombres estaban desnudos y empapados, con los largos cabellos pegados y goteando sobre los hombros. Sin embargo Comstock parecía estar más cómodo que Daniel, que estaba seco, vestido y equipado con una lámpara.
—Podría preguntarles lo mismo. ¿Dónde están sus ropas?
Jeffreys se adelantó. Comstock sabía que debía callarse.
—Nos quitamos nuestras ropas cuando nadamos en el río —dijo Jeffreys, como si fuese perfectamente evidente.
Comstock vio el fallo de la historia tan rápido como Daniel, y se apresuró a corregirlo:
—Cuando salimos, descubrimos que lo habíamos hecho corriente abajo y no fuimos capaces de encontrarlas en la oscuridad.
—¿Por qué nadaban en el río?
—Perseguíamos a ese rufián.
—¿¡Rufián!?
El estallido provocó que los ojos hermosos se entrecerrasen. En el rostro de Jeffreys apareció una expresión de ligero disgusto. Pero a Roger Comstock no le importaba continuar con la conversación:
—¡Sí! Un fanático… un puritano, o posiblemente un ladrador… ¡ahora mismo acaba de desafiar a mi señor Upnor en el patio! Debe haberlo visto.
—Lo vi.
—Ah. —Jeffreys se volvió de lado, cogió el pene chorreante entre dos dedos y orinó tremendamente sobre el suelo. Miraba a la universidad—. La ventana de su cámara y mi señor Monmouth está mal situada… ¿se inclinó?
—Quizá me incliné un poco.
—En caso contrario, ¿cómo hubiese podido ver el duelo de los dos hombres?
—¿Lo llama duelo o asesinato?
Una vez más, Jeffreys pareció sufrir disgusto ante el hecho de estar manteniendo una conversación con alguien como Daniel. Comstock representó una buena imitación de falso asombro.
—¿Afirma haber presenciado un asesinato?
Daniel quedó demasiado sorprendido para responder. Jeffreys siguió lanzando orina contra el suelo; ya había producido un enorme charco humeante, como si tuviese la intención de cubrir su desnudez con una nube. Frunció el ceño y preguntó:
—Asesinato, dice. ¿Entonces ha muerto un hombre?
—Yo… supongo que sí —tartamudeó Daniel.
—Mm… suponer es una práctica peligrosa, cuando se supone que un conde ha cometido un crimen capital. Quizá será mejor que muestre el cuerpo al juez de paz, y permita que el juez establezca la causa de la muerte.
—El cuerpo ha desaparecido.
—Dice «cuerpo». ¿No sería correcto decir «hombre herido»?
—Bien… no comprobé personalmente que el corazón se hubiese detenido, si se refiere a eso.
—Entonces, hombre herido sería el término correcto. A mí me pareció un hombre herido, y no muerto, cuando Comstock y yo lo perseguíamos campo a través.
—Sin duda no estaba muerto. —Comstock estuvo de acuerdo.
—Pero lo vi tendido…
—¿Desde la ventana? —preguntó Jeffreys habiendo terminado por fin de mear.
—Sí.
—Pero ahora no mira por la ventana, ¿verdad, Waterhouse?
—Es evidente que no.
—Gracias por indicarme lo que es evidente. ¿Saltó por la ventana o bajó por las escaleras?
—¡Bajé por las escaleras, por supuesto!
—¿Se ve el patio desde la escalera?
—No.
—Por tanto, al bajar perdió de vista al hombre herido.
—Naturalmente.
—En realidad, no tiene ni la más remota idea, no, Waterhouse, de lo que sucedió en el patio durante el intervalo en que bajaba las escaleras.
—No, pero….
—Ya pesar de esa ignorancia… ignorancia total, oscura y completa… se permite acusar al conde, un amigo personal del rey, de haber cometido… ¿qué era?
—Creo que dijo asesinato, señor —dijo Comstock solícito.
—Muy bien. Vayamos a despertar al juez de paz —dijo Jeffreys. Al pasar junto a Waterhouse cogió la lámpara, y a continuación inició el regreso al College. Comstock le siguió, riéndose.
Primero Jeffreys tuvo que secarse, y llamar a su propio sizar para que le arreglase el pelo y le pusiese la ropa, un caballero no podía ir a visitar al juez de paz estando desaliñado. Mientras tanto, Daniel tuvo que quedarse sentado en su cámara acompañado de Comstock, quien se movió por ahí limpiando el lugar con más diligencia de la que jamás había demostrado antes. Como Daniel no tenía ganas de hablar, Roger Comstock se encargó de llenar los silencios.
—Louis Anglesey, conde de Upnor… maneja la espada como un demonio, ¿no? ¡Nunca supondría qué sólo tiene catorce años! Es porque él, Monmouth y todos los demás pasaron el interregno en París, tomando lecciones de esgrima en la academia de monsieur du Plessis, cerca del palacio cardenalicio. Allí aprendieron una concepción muy francesa del honor, y todavía no se han ajustado a Inglaterra… a la mínima ofensa, real o imaginaria, desafían a un hombre a duelo. No ponga esa cara de congoja, señor Waterhouse, recuerde que si encuentran al tipo con el que mantenía el duelo, y se le encuentra muerto, y se descubre que las heridas fueron la causa de su muerte, y esas heridas se descubren causadas por Mi Señor Upnor, y no en un duelo per se sino en un ataque sin provocación, y si se puede persuadir a un jurado a que desestime las incoherencias de su versión, en una palabra, si se le juzga con éxito por ese hipotético asesinato, ¡entonces no tendrá nada de qué preocuparse! Después de todo, si es culpable, entonces no podrá afirmar que mancilla su honor con la acusación, ¿no? Todo limpio y claro, señor Waterhouse. Admito que algunos de sus amigos podrían estar muy furiosos con usted… oh, no, señor Waterhouse, no pretendía dar a entender lo que piensa. Yo no soy su enemigo… recuerde, pertenezco a los Comstock dorados, no a los plateados.
No era la primera vez que había dicho algo así. Daniel sabía que los Comstock eran una familia grotescamente enorme y complicada, que había empezado a aparecer en pequeños papeles desde el reinado de Ricardo Corazón de León, y suponía que esa dicotomía plateado/dorado era algún tipo de enemistad entre ramas diferentes del clan. Roger Comstock quería dejarle bien claro a Daniel que no tenía nada en común, excepto el apellido, con John Comstock: el anciano magnate de la pólvora, ultra-monárquico y ahora lord canciller, que había sido autor de la reciente Acta de Uniformidad, la ley que llenó la casa de Drake con oradores, ladradores, cuáqueros, etcétera sin trabajo.
—Su gente —dijo Daniel—, los Comstock dorados, como los llama… dígame, ¿qué son?
—¿Perdone?
—¿Alta iglesia? —Lo que quería decir anglicanos de la escuela del arzobispo Laud, que según Drake y los suyos no eran muy diferentes de los papistas… y Drake creía que el Papa era literalmente el anticristo—. ¿Baja iglesia? —Lo que se refería a los anglicanos de inclinación más calvinista, nacionalista, y que sospechaban de los sacerdotes con ropas elegantes—. ¿Independientes? —Se refería a los que habían cortado todos sus lazos con la Iglesia oficial, y habían creado iglesias propias a su gusto. Daniel no se aventuró más por el continuo, porque ya se había pasado bastante de los límites teológicos de Roger Comstock.
Roger levantó las manos y se limitó a decir:
—Debido a las desavenencias con la rama plateada, las recientes generaciones de los Comstock dorados han pasado bastante tiempo en la República Holandesa.
Para Daniel, la República Holandesa significaba lugares temerosos de Dios como Leiden, a donde habían viajado los peregrinos antes de ir a Massachusetts. Pero al final quedó claro que Roger hablaba de Amsterdam.
—Hay todo tipo de iglesias en Amsterdam. Unas junto a otras. Por extraño que suene, ese hábito se ha ahondado mucho a lo largo de los años.
—¿Lo que significa que se ha acostumbrado a preservar su fe a pesar de estar rodeado de herejes?
—No. Más bien, como si tuviese un Amsterdam en mi cabeza.
—¿¡Un qué?
—Muchas sectas y credos diferentes que discuten entre sí. Una babel de disputas religiosas que nunca se calma. Me he acostumbrado.
—¿¡No cree en nada!?
El debate posterior —si escuchar a Roger parlotear pudiese considerarse tal— quedó cortado por la llegada de Monmouth, quien entró con aspecto ofensivamente relajado. Roger Comstock tuvo que prestarle atención durante un rato, quitándole las botas, soltándole el pelo, desvistiéndolo. Comstock ofreció entretenimiento relatando la historia de la persecución del malvado puritano a campo traviesa y hasta el río Cam. Cuando más oía el duque esa historia, más le gustaba, y más adoraba a Roger Comstock. Y sin embargo Comstock realizó tantas referencias congraciadoras a Waterhouse que Daniel comenzó a sentir que seguía formando parte del mismo grupo feliz; y Monmouth incluso le dirigió un par de guiños amables.
Finalmente Jeffreys llegó ataviado con una peluca recién peinada, capa forrada en piel, jubón de seda púrpura, calzones con flequillos, un estoque con empuñadura de rubíes colgando junto a una pierna, y unas botas fantásticas tan dobladas en la parte superior que casi rozaban el suelo. Tenía por tanto aspecto de ser el doble de viejo y diez veces más rico que Daniel, aunque era un año más joven y probablemente estuviese arruinado. Guió al vacilante Daniel y al implacablemente alegre Comstock escaleras abajo —deteniéndose allí durante un momento para reflexionar respecto de la imposibilidad total de ver el patio desde allí— y a través del gran césped de Trinity para salir por la puerta a las calles de Cambridge, donde los surcos de las ruedas, ahora llenos de agua que reflejaba la luz del crepúsculo, tenían el aspecto de serpientes apáticas y fluorescentes. En unos minutos llegaron a la casa del juez de paz, y les informaron de que estaba en la iglesia. Jeffreys por tanto les guió hasta una cervecería donde pronto estuvieron rodeados de mozas. Hizo que trajesen bebida y comida. Daniel permaneció sentado y le miró hundirse en una enorme y sangrienta pieza de ternera mientras se bebía dos pintas de cerveza y cuatro vasos pequeños de la bebida irlandesa conocida como usquebaugh. No tuvo efecto en Jeffreys; era una de esas personas que pueden emborracharse del todo y se vuelven más tranquilas y silenciosas.
Las mozas mantuvieron a Jeffreys ocupado. Daniel permaneció sentado y conoció el miedo; no el temor abstracto que decía sentir cuando los predicadores hablaban del fuego del infierno, sino la sensación física real, un sabor en la boca, una sensación de que cualquier movimiento, en cualquier dirección, haría que una hoja de acero francés pudiera invadir sus órganos vitales e inaugurar un lento proceso de desangramiento o putrefacción hasta la muerte. ¿Para qué si no le habría traído Jeffreys a este cubil? Era el lugar perfecto para ser asesinado.
La única forma de distraerse era hablar con Roger Comstock, que seguía con sus esforzados pero totalmente carentes de sentido intentos por congraciarse con él. Volvió una vez más al tema de John Comstock, con quien —no podía repetirlo demasiadas veces— no tenía nada en común. Había oído de fuentes fiables que la pólvora ofrecida por los talleres de Comstock estaba llena de arena, y conseguía no estallar en absoluto o hacía que los cañones reventasen. Por esa razón ahora todos, excepto algunos puritanos que se engañaban a sí mismos, comprendían que la derrota del primer rey Carlos no se había producido porque Cromwell fuese tan gran general, sino por la pólvora defectuosa que Comstock había suministrado a la caballería. Daniel —muerto de miedo —no estaba en posición de comprender las distinciones genealógicas entre los Comstock llamados plateados y los dorados. El resultado era que Roger Comstock parecía, de alguna forma, desear ser su amigo, y lo intentaba con desesperada insistencia, y que ciertamente era el mejor tipo que alguien podía ser, aún habiendo pasado la noche arrojando al río el cadáver de una víctima de asesinato.
El tañido de las campanas de la iglesia les indicó que el juez de paz probablemente hubiese terminado con su desayuno de pan y vino. Pero Jeffreys, habiéndose puesto cómodo, no tenía prisa por irse. De vez en cuando miraba fijamente a Daniel, desafiándole a ponerse en pie y dirigirse a la puerta. Pero Daniel tampoco tenía prisa. Su mente buscaba una excusa para no hacer nada.
Por la que se decidió decía más o menos: Upnor sería juzgado —por fin— dentro de cinco años, cuando Jesús regresase. ¿Qué sentido tenía hacer que las autoridades seglares lo juzgasen ahora? Si Inglaterra fuese una nación santa, como lo había sido hasta hacía poco, entonces procesar a Louis Anglesey, conde de Upnor, sería una adecuada demostración de su autoridad. Pero el rey había vuelto, Inglaterra era Babilonia, Daniel Waterhouse y el desdichado puritano que había muerto la pasada noche eran extranjeros en tierra extraña, como los primeros cristianos en la Roma pagana, y Daniel no haría más que mancharse las manos implicándose en un largo proceso legal. Mejor mantenerse por encima de la disputa y fijar los ojos en el año mil seiscientos sesenta y seis.
Así que regresó al Colegio de la Santísima e Indivisa Trinidad sin decir una palabra al juez de paz. Había empezado a llover. Cuando Daniel llegó a la universidad, la hierba estaba limpia.
El cuerpo del muerto apareció dos días más tarde, enredado en unos juncos a media milla Cam abajo. Era un fellow del Trinity College, un estudioso del hebreo y el arameo que conocía ligeramente a Drake. Sus amigos hicieron algunas preguntas, pero nadie había visto nada.
Se celebró un funeral alborotado en una iglesia primitiva que se había establecido en un establo a cinco millas de Cambridge. Exactamente cinco millas. Porque el Acta de Uniformidad establecía entre otras cosas que los independientes no podían establecer iglesias a menos de cinco millas de cualquier parroquia oficial (es decir, anglicana), así que últimamente muchos puritanos habían estado ocupados con brújulas y mapas, y muchos desolados terrenos habían cambiado de manos. Drake vino, y trajo consigo a los medio hermanos mayores de Daniel, Raleigh y Sterling. Se cantaron himnos y se celebraron homilías, afirmando que la víctima había partido a su recompensa eterna. Daniel rezó, bastante en alto, para que se le librase del furibundo cubil de reptiles que era el Trinity College.
Luego, por supuesto, tuvo que sufrir el consejo de sus mayores. Primero, Drake lo llevó a un lado.
Drake hacía tiempo que se había acostumbrado a la pérdida de su nariz y orejas, pero no tenía más que volver la cara en dirección a Daniel para recordarle que lo que estaba sufriendo en Trinity no estaba tan mal. Así que Daniel apenas prestó atención ni a una palabra de lo que Drake le dijo. Pero llegó a la conclusión de que era algo similar a que regresar a sus habitaciones todas las noches para encontrarse dormitando en su cama una puta diferente, cuyos servicios ya habían sido pagados, constituía una severa tentación para un joven y que Drake estaba totalmente a favor de ello, viéndolo como una forma de acercar el pie de ese joven al fuego eterno y descubrir de qué material estaba hecho.
En todo eso estaba implícito que Daniel pasaría la prueba. No tuvo valor para decirle a su padre que ya había fallado.
Segundo, Raleigh y Sterling llevaron a Daniel a una cervecería extremadamente rural de camino de vuelta a la ciudad y le dijeron que debía ser medio idiota, por no decir ingrato, si no estaba en estado de dicha. Drake y su primera camada de hijos habían ganado una considerable cantidad de dinero a pesar (ahora que lo piensa, gracias a) la persecución religiosa. Entre ese grupo, el sentido de ir a Cambridge era codearse con los mejores y los poderosos. La familia había enviado a Daniel, con considerable gasto (como nunca se cansaban de recordarle), y si Daniel ocasionalmente se despertaba para descubrir que el duque de Monmouth se había desmayado encima de él, sólo significaba que sus sueños, los de ellos, se habían hecho realidad.
Quedaba implícito que Raleigh y Sterling no creían que el mundo fuese a acabar en 1666. Si así era, eso implicaba que la excusa de Daniel para no chivarse de Upnor era nula.
Aparentemente, todos en Trinity olvidaron el incidente, excepto Waterhouse y Jeffreys. Jeffreys, por su parte, en general hacía caso omiso de Daniel, pero de vez en cuando, por ejemplo, se sentaba frente a él y lo miraba fijamente durante toda la cena, para perseguirle luego por el césped:
—No puedo dejar de mirarle. Es usted fascinante, señor Waterhouse, la viva y móvil encarnación del apocamiento. Vio como un hombre era asesinado, y no hizo nada. Su rostro reluce como un hierro al rojo vivo. Quiero grabármelo en la memoria de forma que al envejecer pueda rememorarlo como una especie de ideal platónico de la cobardía.
»Voy a dedicarme a la ley, sabe. ¿Sabe que el símbolo de la justicia es una balanza? De un eje cuelgan dos platos. En uno, lo que se pesa: el acusado. En el otro, un peso estándar, un cilindro de oro pulido grabado con la marca del tasador. Usted, señor Waterhouse, será el estándar por el que mediré a todos los culpables cobardes.
»¿Qué sofistería puritana conjuró, señor Waterhouse, para justificar su inacción? Otros como usted se subieron a un barco y partieron hacia Massachusetts para poder apartarse de nosotros los pecadores, y vivir una vida pura. Supongo que piensa usted igual, señor Waterhouse, pero navegar en un barco por el Atlántico norte no es para cobardes, y por tanto sigue aquí. ¡Creo que se ha retirado a una especie de Massachusetts de la mente! Su cuerpo está aquí, en Trinity, pero su espíritu ha volado a una especie de Plymouth Rock nocional. Cuando nos sentamos en la mesa principal su mente se imagina en un tepe arrancando patas de pavo y masticando maíz indio y dando un buen repaso con los ojos a una muchacha de piel roja.
Daniel e Isaac en Trinity, principios de la década de 1660
Ese tipo de cosas llevó a Daniel a pasar mucho tiempo dando paseos por las zonas verdes y los jardines de Cambridge, donde, si escogía su ruta con cuidado, podía pasear durante un cuarto de hora sin toparse con el cuerpo inconsciente de un joven estudiante, o (con el clima más cálido) tener que disculparse al toparse con Monmouth, o uno de sus cortesanos, copulando con una prostituta al fresco. Más de una vez, se apercibió de un joven solitario paseando por el campo. Daniel no sabía nada de él, no había provocado ninguna impresión en el College. Pero una vez que Daniel adquirió la costumbre de mirarle, comenzó a verle aquí y allá, rondando en los límites de la vida universitaria. El muchacho era un sizar, un don nadie de las provincias intentando escapar de una clase baja entrando en las órdenes sagradas e intentando pescar una posición de diácono en alguna parroquia azotada por el viento. A él y a los otros sizars (como Roger Comstock) podía vérseles descendiendo al comedor después de que las clases altas —pensionistas (como Daniel) y commoners (como Monmouth y Upnor)— hubiesen partido, para comer de sus sobras y limpiar.
Como un par de cometas atraídos, a través de un espacio desolado, por alguna misteriosa acción a distancia, se atrajeron el uno al otro a través de las zonas verdes y páramos de Cambridge. Los dos eran tímidos, por lo que al principio simplemente adoptaban trayectorias paralelas durante sus largos paseos. Pero con el tiempo las líneas convergieron. Isaac era tan pálido como la luz de las estrellas, y de aspecto tan frágil que nadie hubiese supuesto que llegase a vivir tanto como lo había hecho. Su pelo era excepcionalmente rubio y ya estaba manchado de gris. Ya poseía sobresalientes ojos claros y una nariz prominente. Daba la sensación de que pasaban muchas cosas en su cabeza, que no tenía ni la más mínima inclinación a compartir con nadie. Pero como Daniel, era un puritano alienado con un interés secreto en la Filosofía Natural, así que naturalmente llegaron a juntarse.
Arreglaron un intercambio de habitación. Otro hijo de mercader aceptó entusiasmado el sitio de Daniel, considerándolo un movimiento hacia arriba por la escalera del mundo. El Colegio de la Santísima e Indivisa Trinidad no segregaba a las clases con tanta rigidez como otros, así que permitió que Isaac y Daniel se reuniesen. Compartieron un diminuto cuarto con una ventana que miraba a la población; para Daniel, una considerable mejoría con respecto a la vista del patio, tan lleno de sangrientos recuerdos. Durante la Guerra Civil se habían disparado mosquetes a través de esa ventana, y los agujeros de bala seguían siendo visibles en el techo.
Daniel descubrió que Isaac provenía de una próspera familia según los estándares de Lincolnshire. Su padre había muerto antes de que Newton naciese, dejando tras de sí un legado de hacendado medio. Su madre había vuelto a casarse pronto, con un clérigo más o menos acomodado. No parecía, según la descripción de Isaac, una madre cariñosa. Le había enviado a una escuela en un pueblo llamado Grantham. Entre su herencia del primer matrimonio y lo que había adquirido del segundo, fácilmente podría haberle enviado a Cambridge como pensionista. Pero por miseria, o resquemor, u hostilidad hacia la educación en general, lo había mandado como sizar, lo que significaba que Isaac estaba obligado a servir como el limpiabotas y camarero de algún otro estudiante. La querida madre de Isaac, incapaz de humillar a su hijo en la distancia, lo había dejado todo arreglado para que algún otro estudiante —no importaba quién— lo hiciese por ella. Esto, combinado con el hecho de que Newton era evidentemente mucho más brillante que Daniel, hacía que Daniel se sintiese incómodo con la situación. Daniel propuso que hiciesen causa común, que juntasen lo que tenían, y que viviesen juntos como iguales.
Para sorpresa de Daniel, Isaac no aceptó. Siguió realizando labores de sizar, sin quejarse. Según cualquier medida, su vida ahora era mejor. Pasaron horas, días, en aquella habitación, consumiendo velas por libras y tinta por cuartos, abriéndose paso por separado a través de Aristóteles. Era la vida que los dos habían ansiado. Incluso así, Daniel consideraba extraño que Isaac lo ayudase por las mañanas con su ropa, y dedicase un cuarto de hora, o más, a arreglarle el pelo. Medio siglo más tarde, Daniel podía recordar, sin vanidad, que había sido un joven muy bien parecido. Tenía un pelo grueso y largo, e Isaac descubrió que si lo peinaba de cierta forma podía hacer aparecer una cierta ondulación natural sobre la frente de Daniel. No descansaba, todas las mañanas, hasta no haberlo logrado. Daniel le siguió la corriente, algo incómodo. Incluso entonces, Isaac tenía el aire de un hombre que podía ser peligroso si le ofendían, y Daniel sentía que si se negaba, Isaac no se lo tomaría bien. Así fue hasta un Pentecostés, cuando Daniel se despertó para encontrarse con que Isaac no estaba. Daniel se había ido a dormir bien pasada la medianoche, Isaac como era habitual se había quedado hasta más tarde. Las velas estaban todas quemadas hasta abajo del todo. Daniel supuso que Isaac estaría fuera vaciando la escupidera, pero no regresó. Daniel se acercó a la pequeña mesa de trabajo para buscar pruebas, y encontró una hoja de papel en la que Isaac había dibujado un retrato asombrosamente bueno de un joven dormido. Una belleza angélica. Daniel no sabía si se suponía que era un chico o una chica. Pero acercándolo a la ventana y mirándolo a la luz del día, apreció, sobre la frente del joven, un detalle en el pelo. Sirvió como clave críptológica para descifrar el mensaje. De pronto se reconoció en la página. No como era realmente, sino purificado, embellecido, perfeccionado, como si por medio de algún refinamiento alquimia) —eliminadas la escoria y la basura— se permitiese brillar al espíritu radiante, como el Mercurio Filosófico. Era un dibujo del aspecto que Daniel Waterhouse hubiese tenido de haber ido al juez de paz para acusar a Upnor, hubiese sido perseguido y hubiese sufrido una muerte cristiana.
Daniel bajó y finalmente encontró a Isaac inclinado y arrodillado en la capilla, foto de agonía, rezando desesperadamente por la salvación de su alma inmortal. Daniel no podía sino simpatizar, aunque sabía demasiado poco del pecado y demasiado poco de Isaac para suponer de qué podría estar arrepintiéndose su amigo. Daniel se sentó cerca y rezó también un poco. Con el tiempo, el dolor y el miedo parecieron desaparecer. La capilla se llenó. Había comenzado un servicio. Sacaron el Libro de Plegarías Comunes y fueron a la página para Pentecostés. El sacerdote entonó:
—¿Qué se requiere de aquellos que se acercan a la Cena del Señor?
Ellos respondieron:
—Examinarse a sí mismos para ver si se arrepienten de sus antiguos pecados, decidiendo incondicionalmente llevar una nueva vida.
Daniel observó el rostro de Isaac mientras recitaba ese catecismo y vio el mismo fervor que siempre iluminaba los rasgos rotos de Drake cuando pensaba haber dado realmente con algo. Los dos tomaron la comunión. Éste es el Cordero de Dios que borra los pecados del mundo.
Daniel observó a Isaac transformarse de un desgraciado torturado, literalmente retorciéndose por el dolor espiritual, en un santo sagrado y puro. Habiéndose arrepentido de sus antiguos pecados —y decidiendo incondicionalmente llevar nuevas vidas— regresaron a la habitación. Isaac arrojó el dibujo al fuego, abrió su libro de notas, y empezó a escribir. Sobre la página en blanco escribió Pecados cometidos antes de Pentecostés 1662 y comenzó a detallar toda cosa mala que hubiese hecho alguna vez y que pudiese recordar, remontándose a su infancia: desear la muerte de su padrastro, dar una paliza a un chico de la escuela, y demás. Escribió durante todo el día y toda la noche. Cuando se hubo agotado, comenzó una nueva página titulada Desde Pentecostés 1662 y la dejó, por el momento, en blanco.
Mientras tanto, Daniel regresó a Euclides. Jeffreys seguía recordándole que había fallado en el intento de ser un hombre santo. Jeffreys lo hacía porque suponía que era una forma de torturar a Daniel el puritano. De hecho, Daniel jamás había deseado ser un predicador, excepto en el sentido de que deseaba satisfacer a su padre. Desde su encuentro con Wilkins, sólo había deseado ser un filósofo natural. Fallar la prueba moral le había liberado para serlo, a costa de un caro precio en autorreprobación. Si la Filosofía Natural le conducía a la condenación eterna, no había nada que pudiese hacer para evitarlo, como Drake, al creer en la predestinación, sería el primero en afirmar. Un intervalo de años o incluso décadas podría separar el Pentecostés de 1662 y la llegada de Daniel a las puertas del infierno. Suponía que podía ocupar ese tiempo con algo que al menos le resultase interesante.
Un mes más tarde, cuando Isaac no se encontraba en la habitación, Daniel abrió el libro de notas y fue a la página intitulada Desde Pentecostés 1662. Seguía en blanco.
La volvió a comprobar dos meses más tarde. Nada.
Entonces asumió que Isaac simplemente la había olvidado. ¡O quizás había dejado de pecar! Años más tarde, Daniel comprendió que ninguna de esas suposiciones era cierta. Isaac Newton había dejado de creerse capaz de pecar.
Era un juicio muy severo sobre una persona, y el proverbio decía: «No juzgues y no serás juzgado.» Pero igualmente, cuando tratabas con un hombre como Isaac Newton, el más cruel y precipitado de los jueces que hubiese vivido jamás, debías ser firme y rápido en tus propios juicios.