PERO HABERLAS, HAILAS…

Por supuesto, tal jerarquía era una completa invención de la Iglesia y no tenía ninguna semejanza con la brujería y el culto al Diablo reales. Al tener asumidas tanto la esencia masculina como femenina de la divinidad y al entender a Dios como algo presente en todas partes del mundo físico, la tradición pagana no tenía ninguna necesidad de clasificaciones jerárquicas estrictas.

El Papa Juan XXII formalizó la persecución de la brujería en 1320, cuando autorizó a la Inquisición para intervenir en procesos de esta índole. A partir de entonces, sermones, cartas pastorales y encíclicas se hicieron cada vez más vehementes en su condena de la brujería y de todo lo que supusiera hacer un pacto con el infierno. En 1484, el papa Inocencio VIII emitió la bula Summis desiderantes, autorizando a dos inquisidores, Kramer y Sprenger, a sistematizar la persecución de brujas. Dos años más tarde fue publicado su manual, Malleus Maleficarum, con 14 ediciones entre 1487 y 1520 y al menos 16 ediciones entre 1574 y 1669. Una carta papal de 1488 apelaba a las naciones de Europa para que rescatasen a la Iglesia de Cristo que se encontraba “en peligro por las artes de Satán”. El papado y la Inquisición habían transformado satisfactoriamente el concepto de bruja: de algo cuya existencia habían negado rigurosamente, a considerarlo algo verdadero, espantoso, la antítesis de cristianismo y absolutamente merecedor de persecución.

A tal punto llegó la inversión de términos, que a partir de cierto momento la herejía consistía en no creer en la existencia o la presencia de las brujas. Como los autores del Malleus Maleficarum hacían notar: “La creencia de que hay tales cosas como brujas es una parte tan esencial de la fe católica que mantener obstinadamente la opinión contraria es herejía”. Tanto Calvino como Knox creyeron que al negar la brujería se estaba negando la autoridad de la Biblia. En el siglo XVIII, el fundador del metodismo, John Wesley, advirtió a los escépticos en cuanto a la existencia de la brujería: “Dudar de la brujería es, sin duda, dudar de la Biblia”, y un eminente abogado inglés puntualizó que “negar, no ya la posibilidad, sino la existencia real de la brujería, es contradecir rotundamente la Palabra revelada de Dios en varios pasajes tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento”.

Cuando el Santo Oficio intuía la presencia de endemoniados, recurría a métodos “sutiles” para extraer la verdad de la víctima.