EL CURA GUIBORG

Para solucionar las peculiares necesidades mágicas de Madame de Montespan, La Voisin solicitó los servicios de uno de sus principales cómplices, un sacerdote llamado Guiborg. Si se tratara de un personaje inventado para una novela, el autor habría sido duramente criticado por pretender abusar de la credibilidad del lector. Para cuando fue arrestado, a los sesenta años, había empleado su vida entera en la práctica de la depravación, el vicio y el sacrilegio. Descrito en los archivos judiciales como un libertino, alardeó de cómo durante por lo menos los veinte años anteriores había hecho una profesión de la celebración de la misas negras utilizando como altares cuerpos de mujeres y sacrificando “innumerables” niños durante estas ceremonias.

Usando el cuerpo desnudo de la Montespan como altar, Guiborg dijo tres misas negras sobre ella, invocando a Satán y a sus demonios de la lujuria y el engaño, Belcebú, Asmodeo, y Astaroth, para que concedieran a la amante del rey todos sus deseos. Mientras se quemaba una ofrenda de incienso, la garganta de un niño era cortada y su sangre vertida en un cáliz y mezclada con harina para fabricar la hostia, la cual era consagrada sobre los genitales de Madame de Montespan e introducida en su vagina antes de comulgar. El ritual culminaba con una orgía. Los cuerpos de los niños eran posteriormente quemados en un horno que a tal efecto existía en casa de La Voisin.

Imagen que retrata una de las misas negras que dio Guiborg para invocar a Satán y a sus demonios de la lujuria y el engaño: Belcebú, Asmodeo, y Astaroth.

A pesar de que la liturgia diabólica de estas ceremonias no ha llegado hasta nuestros días, existen fragmentos en los archivos judiciales que dan alguna idea del estilo y atmósfera que reinaba en tales ceremonias. En el momento de la oferta, Guiborg recitaba: “Astaroth y Asmodeo, príncipes de las tinieblas, os invoco para que aceptéis el sacrificio de este niño y concedáis a Madame de Montespan lo que solicita: que el Rey y el Delfín continúen su amistad con ella, que continúe siendo honrada por los príncipes y princesas de la familia real y que el Rey no le niegue nada de lo que ella le pida”.

A pesar de lo tremendo de estas revelaciones, Luis XIV seguía enamorado de su amante y fue regulando de manera progresiva la separación de su favorita, sin expulsarla de Versalles pero limitando sus apariciones públicas a lo estrictamente indispensable. El rey siguió visitándola para salvaguardar y evitar todo escándalo. No abandonó la corte hasta 1692 y dedicó los últimos años de su vida a la religión, retirándose al convento de San José, que ella misma había fundado años antes en la calle Saint Dominique de París. Finalmente, falleció el 27 de mayo de 1707.

Menos suerte tuvieron La Voisin, que fue a la hoguera, y el cura Guiborg, que murió en un calabozo.

Capítulo 3

FUEGO INFERNAL

A l contrario de lo que generalmente se piensa, el poder represivo de la Iglesia no era en absoluto algo generalizado, sino que funcionaba en gran medida en función de la extracción social, oprimiendo con más fuerza a las clases bajas y medias mientras que la aristocracia disfrutaba de privilegios impensables para el pueblo llano. A principios del siglo XVIII, una persona de buena familia podía ser moderadamente librepensador y llevar una conducta abiertamente libertina sin que tuviera que temer gran cosa de las autoridades civiles o eclesiásticas. Claro que, como casi siempre, España era la excepción a esta regla y en nuestro país la presión de la Iglesia permaneció activa e inapelable hasta la invasión napoleónica, y como una fuerza social de primer orden hasta las postrimerías del régimen del general Franco.

En otras regiones más afortunadas, grupos de jóvenes adinerados fundaron clubes específicamente instaurados para la celebración de la blasfemia y las prácticas satánicas. Eran los llamados “Clubes del Fuego Infernal”. Mucho antes de que Aleister Crowley hiciera famoso el lema “haz lo que quieras”, sir Francis Dashwood, fundador del club del fuego infernal más famoso de todos, ya lo empleaba; de hecho, lo había extraído de las reglas de la ficticia abadía de Telema, en la obra Gargantúa y Pantagruel del poeta francés Rabelais. A pesar de su extensa fama, la organización de Dashwood, que funcionó entre 1740 y 1760, nunca recibió formalmente el apelativo de club del fuego infernal, sino que tuvo nombres tan curiosos como los “Caballeros de St. Francis” o “Monjes de Medmenham”. Ni siquiera fue el primer club de este tipo. Ya en 1721 un edicto real mostraba el desagrado de la corona ante “la gente joven que se satisface junta, de la manera más impía y más blasfema, insulta los principios más sagrados de nuestra santa religión, afrenta al mismo dios todopoderoso y corrompe las mentes y la moral de todo el que se acerca a ellos”.

Este decreto no influyó demasiado a la hora de atemperar el comportamiento de los que durante el siglo XVII fueron conocidos como bucks, jóvenes sobrados de vigor, dinero y energía dispuestos a todo con tal de satisfacer sus deseos, incluido el asesinato. Estaba de moda en ese entonces que tales hombres fueran miembros, no solamente del Parlamento, sino también de varios “clubes”, la mayoría de los cuales estaban dedicados al hedonismo más desenfrenado.

Buck Whaley, uno de los bucks irlandeses más salvajes, antes de su muerte por cirrosis hepática a la edad de 33, escribió: “Nací con pasiones fuertes, una disposición imaginativa y animada, y un espíritu inacapaz de soportar ningún tipo de restricción. Poseí una inquietud y actividad mental que me empujaron a las búsquedas más extravagantes; y el ardor de mi disposición nunca disminuyó hasta que la saciedad había debilitado la energía de mi disfrute”.