LXVI
El comodoro Cartwright, acompañado de sus tenientes, bajó a tierra. Exponiéndose a ensuciarse los zapatos, penetraron en las ruinas de la estafeta de Eden Quay. Los marinos ya habían extendido los cadáveres en un rincón, por orden de estatura. Otro par de rebeldes, de cara a un trozo de muro, esperaban con los brazos en alto.
Cartwright vio a Gertie, que se arrojó a sus brazos.
—Darlin, darlin! —susurró la joven.
—¡Querida, querida! —contestó el comodoro.
Sólo le extrañó un poco el hecho de que fuese vestida de novia en semejantes circunstancias. Pero, tan rebosante de tacto como sus marinos, no dijo nada.
—Discúlpeme —le dijo—, pero me quedan por cumplir algunas obligaciones propias de mi cargo. Vamos a juzgar a esos dos rebeldes. Naturalmente, los condenaremos a muerte como rebeldes cogidos con las armas en la mano, ¿verdad, caballeros?
Teddy Mountcatten y el segundo de a bordo reflexionaron unos instantes antes de dar su aprobación.
—Querida, disculpe que se lo pregunte, pero esos rebeldes se han portado, ¿cómo diría yo…?, correctamente con usted, ¿verdad?
Gertie miró a Dillon, a Kelleher, y luego a los cadáveres.
—No —dijo.
Cartwright palideció. Kelleher y Dillon seguían impasibles.
—No —dijo Gertie—. Han querido levantarme ese precioso vestido blanco para verme los tobillos.
—Cabritos —gruñó Cartwright—. Así son los republicanos: unos lujuriosos indecentes.
—Perdónelos, darlin —maulló Gertie—. Perdónelos.
—Imposible, querida. Además, ya están condenados a muerte y vamos a ejecutarlos en el acto como manda la ley.
Se dirigió a ellos:
—¿Habéis oído? El tribunal militar que presido os ha condenado a muerte y os vamos a ejecutar en el acto. Rezad vuestras últimas oraciones. ¡Preparados, marinos!
Se formó el pelotón de ejecución.
—Quisiera añadir que, contrariamente a lo que pensáis, no merecéis figurar honrosamente en el capítulo de la Historia Universal dedicado a los héroes. Os habéis deshonrado con el gesto que, pese a su legítimo pudor, se ha visto obligada a describir mi prometida. ¿No os da vergüenza haber querido levantarle el vestido a una joven para admirarle los tobillos? Seres lúbricos, vais a morir como perros, con la conciencia sucia y llena de desesperación.
Kelleher y Dillon no temblaban. Gertie les sacó la lengua a espaldas de Cartwright.
—¿Tenéis algo que contestar a eso? —les preguntó el comodoro.
—Que siempre somos demasiado buenos con las mujeres —respondió Kelleher.
—Es verdad —suspiró Dillon.
Unos segundos más tarde, con el cuerpo atiborrado de plomo, estaban muertos.