VIII
Tras haber depositado el cadáver del conserje en un despachito vacío, Gallager y Kelleher se reunieron con Caffrey, que se había quedado vigilando frente a la puerta que daba a Eden Quay. Los mirones y los simpatizantes habían desaparecido. Un ciclista cruzó el puente O’Connell; llevaba levita y chistera; debía de tener veinticinco años. Al llegar frente a la estatua de O’Connell, dio media vuelta y tiró hacia Trinity College.
—Todo está tranquilo —dijo Gallager.
—Muy tranquilo —respondió Caffrey.
Kelleher sacó un paquete y empezaron a fumar apoyados en sus chopos.
Enfrente, los del velero noruego ultimaban los preparativos para hacerse a la mar. Se veía ir y venir al capitán y al segundo de a bordo dirigiendo las maniobras.
—Los vikingos se largan —dijo Caffrey. Se van acojonados.
—Hacen bien —dijo Gallager—. Que se vayan con los británicos y demás sajones.
Entretanto, los marineros habían soltado las amarras, y el pequeño velero se alejaba lentamente, siguiendo la corriente del Liffey, camino del mar. Los tres insurrectos agitaron los brazos en señal de despedida. Los escandinavos respondieron.
—¡Buen viaje! —gritó Kelleher—. ¡Buen viaje!
El velerito llevaba buena marcha. Pronto estuvo en el recodo del río y desapareció. Los tres hombres guardaban silencio. Acabaron el pitillo juntos.
—Extraño motín —suspiró Caffrey—. Extraño motín. No me imaginaba que sería tan sencillo.
—¿Crees que ya está todo? —le preguntó Gallager.
—¿Tú no?
Gallager y Kelleher se echaron a reír.
—¿Te figuras que los británicos se van a marchar así por las buenas?
—En cualquier caso, tardan en reaccionar.
—Es posible.
—Además, teniendo la otra guerra, a lo mejor abandonan la partida, ahora que ven nuestra fuerza.
Su discurso fue interrumpido por la llegada brusca de un coche descubierto, con banderín verde, blanco y anaranjado, que se detuvo chirriando. Un individuo saltó del coche y corrió hacia ellos.
—¡Finnegans wake! —les gritó.
—¡Finnegans wake! —contestaron los tres, iniciando, con todo, una retirada agresiva.
—¿Estáis ocupando esta casa? —preguntó el fulano, autoritario.
—Sí.
—¿Cuántos sois?
—Siete. Puede hablar con nuestro jefe. John Mac Cormack.
Pero éste, avisado por O’Rourke, se asomaba ya a la ventana.
—¡Finnegans wake! —gritó.
—¡Finnegans wake! —respondió el hombre—. ¿Es usted el jefe?
—Sí.
—¿Qué armas tiene?
—Nuestros fusiles. Y revólveres.
—¿Municiones?
—En los bolsillos.
—¿Víveres?
—Ninguno.
—Bueno. Venid. Os daré una ametralladora, y algunas cajas de municiones y víveres.
—¿Vamos a sufrir un asedio? —preguntó Caffrey.
—Podría ser. Venid.
Caffrey se quedó en la puerta. Gallager y Kelleher transportaron el artefacto y las cajas. Dillon y Callinan los miraban con interés.
—¿Sabéis dónde hay que instalar la ametralladora? —preguntó el tipo.
—Sí —contestó Mac Cormack.
Pero el tipo no estaba muy convencido.
—La enfocáis hacia el puente. Desde aquella ventana de la planta baja.