VI
—He hecho una ronda —dijo Larry O’Rourke—. No queda ni un alma. Caffrey, Kelleher y Gallager lo han cerrado todo abajo, menos la puerta de la calle. Si hace falta, la atrancan en un momento.
—No hay peligro —dijo Dillon.
—¿Es decir? —preguntó Mac Cormack.
—Que no tendrán que atrancarla.
—¿Crees que los ingleses no reaccionarán?
—No. Tienen otras cosas que hacer. Eso es pan comido.
—¿Es decir? —preguntó Mac Cormack.
—Que capitularán sin disparar un tiro.
—¡Tonterías! —dijo Mac Cormack.
O’Rourke se encogió de hombros.
—Es inútil discutir. Ya se verá. Cumplamos las órdenes.
—De momento, no matan —dijo Dillon—. Sólo es cuestión de esperar.
—Pues esperemos —dijo O’Rourke.
Mac Cormack señaló el cadáver de Théodore Durand, del Civil Service.
—No vamos a dejar que fermente aquí.
—No tendrá tiempo —replicó Dillon—. Esta misma noche se lo devolveremos a los británicos, que lo enterrarán. Nada, un regalito justo antes de que se vayan.
—Podríamos cambiarlo de habitación —dijo Mac Cormack.
Miró el fiambre con asco, aunque, al fin y al cabo, era obra suya.
—Que lo corte O’Rourke —dijo Dillon— y nos lo llevamos a trozos para echarlo por el váter.
Mac Cormack dio un puñetazo en la mesa. Unas gotas de tinta saltaron del tintero.
—¡Me cago en la leche! ¿No puedes respetar a un muerto?
—Además, no tiene ni idea de lo que es la carrera de medicina —dijo O’Rourke, que estaba estudiando el último curso.
—¿No me negarás que despedazáis cadáveres?
—No es momento de discutir eso —dijo Mac Cormack.
—Tenemos tiempo de sobra —repuso Dillon—. Mientras esperamos a que se rindan los británicos, tenemos tiempo de sobra para discutir. Larry O’Rourke, explícame, pues, por qué soy un ignorante cuando afirmo que podrías cortar a trocitos a ese funcionario. Y que conste, Larry O’Rourke, que tienes tiempo de sobra para hablar. Lo mismo da que hablemos de eso que de otra cosa, porque poco trabajo tendremos hasta que vengan a anunciarnos que los británicos abandonan Dublín para regresar a su cielo inclemente constelado de zepelines.
—El momento es grave, Dillon —dijo Mac Cormack—. No hay que caer en un optimismo pueril.
—Bien dicho —dijo O’Rourke.
—Ya lo vetéis. Ya lo veréis. Los británicos…
—Dillon, aquí mando yo. Cállate.
Mac Cormack, muy molesto por tener que imponer la disciplina, fuerza de toda insurrección, comenzó a jugar con una barra de lacre. Callinan, con las manos en los bolsillos, hundido en un sillón, buscaba moscas en el techo para escupirles, pero el techo quedaba un poco alto. O’Rourke, en la ventana, miraba el muelle desierto y el puente O’Connell, donde los transeúntes eran cada vez más escasos. La única actividad que observó fue la del velero noruego, que se preparaba para zarpar a toda prisa. No le gustó nada. Se volvió hacia Mac Cormack. Éste se había hecho un bigote de adorno con la barra de lacre sujeta entre el labio superior y la nariz, y dijo con un tono monótono a Callinan:
—Llévate el funcionario al cuarto de al lado. Dillon te ayudará.
Así lo hicieron.