XXXI

—¡Listos para virar! ¡Cazad a estribor! ¡Cerrad las portillas! ¡Arrancad la toldilla! ¡Arriad los juanetes!

Una vez dadas sus últimas instrucciones, Cartwright bajó a la cámara de oficiales, donde encontró a Teddy Mountcatten y su segundo de a bordo mamando güisqui melancólicamente. Aunque reprobaba categóricamente la revuelta de los republicanos con pretensiones celtas, hubiera preferido mil veces pelear con alemanes en alta mar a tener que bombardear algunos edificios civiles de Dublín, que, al fin y al cabo, formaban parte del Imperio británico.

—Hello! —dijo Cartwright.

—Hello! —dijo Mountcatten.

Cartwright se sirvió un gran vaso de güisqui y vertió en él una ínfima cantidad de soda. Miró unos instantes la transparencia del vaso, siguiendo vagamente las burbujas de gas carbónico que…

Tuvo algunas dudas sobre la naturaleza química de aquellas burbujas.

—¿Gas carbónico? —preguntó a Mountcatten.

Y señalaba con los ojos las ingrávidas esferas que ascendían del fondo del vaso hasta la superficie del líquido.

Yes —contestó Mountcatten, que había pasado por Oxford antes de ingresar en la Navy real.

Tras media hora de silencio, Mountcatten prosiguió:

—¡Vaya trabajito!

Tres cuartos de hora más tarde, Cartwright preguntó:

—¿Qué?

Después de reflexionar un rato, Mouncatten completó su pensamiento:

—¡Unos hijos de puta, desde luego, esos republicanos irlandeses! De todas formas, a quien quisiera bombardear yo es a los hunos.

Mountcatten tenía cierta propensión a parlotear, pero era aún mayor su self-control. Puso punto final a sus razones y encendió la pipa con aire disciplinado, es decir, sin manifestar la menor emoción.

Cartwright, que había vaciado su vaso de güisqui, se puso a pensar en su dulce prometida Gertie Girdle, funcionaria de correos en Dublín, Eden Quay.