XLI
Mac Cormack y O’Rourke volvieron a entrar en la estafeta. Los esperaban Callinan, Gallager, Dillon y Kelleher. Otra vez levantaron un parapeto para defender la puerta.
—¿Qué? —preguntó Dillon.
—Naturalmente, piden que nos rindamos. Dicen que somos los últimos. Que la insurrección está sofocada.
—Mentiras —dijo Gallager.
—No, creo que es cierto.
—Pensaba que no íbamos a rendirnos nunca —dijo Kelleher.
—¿Quién habla de rendirse? —exclamó Mac Cormack.
—Yo no —dijo Kelleher.
—¿Y cuáles son las condiciones? —preguntó Dillon.
—Ninguna.
—Entonces ¿qué? ¿Nos fusilarán?
—Si quieren, sí.
—¿Por quién nos toman? —dijo Gallager.
Reflexionaron unos instantes sobre la pregunta, y se hizo el silencio.
—¿Y la inglesa? —dijo Kelleher de repente—. Podríamos deshacernos de ella, ¿no?
—En cualquier caso —observó Larry O’Rourke—, si decidimos morir aquí, no podemos arrastrarla a la misma suerte.
—¿Y por qué no? —preguntó Kelleher.
—¡Es un incordio! —dijo Gallager—. ¡Devolvámosla!
—Yo opino lo mismo —dijo Mac Cormack.
—Usted es el jefe —dijo Mat Dillon—. Echémosla a la calle y ya se la llevarán.
—Hay una objeción —dijo O’Rourke.
—¿Cuál?
—No, nada.
Los demás lo miraron.
—Explícate.
Vaciló.
—Pues, bien, no es conveniente que pueda decir nada de nosotros.
—¿Y qué va a decir? No debe ni saber cuántos somos.
—No me refiero a eso, Mat.
—Pues di lo que sea.
Se sonrojó.
—Era una señorita. Convendría que no hubiese cambiado nada en ella…
—¿Qué historias son ésas? —preguntó Gallager—. No te entiendo.
—Pues está bien claro —intervino Dillon—. Como os la hayáis follado todos, vaya coladura para la causa. Los británicos se pondrán como fieras y se cargarán a los camaradas que han caído en sus manos.
—Yo me he portado correctamente —dijo Gallager.
—Y yo —dijo Corny Kelleher.
—Y yo —dijo Chris Callinan.
—Entonces la ponemos de patitas en la calle, y a morir todos aquí como unos héroes —declaró Dillon—. Voy a buscarla.
Salió de estampía y subió volando las escaleras.
—No dices nada, Mac Cormack —observó Kelleher.
—Dejémosla marchar —contestó Mac Cormack con aire ausente y distraído.
—¡Y Caffrey! —exclamó de pronto Callinan—. Está solo arriba con ella.
O’Rourke se puso palidísimo.
—Es verdad… Caffrey… Caffrey…
El estudiante de medicina casi tartamudeaba. Le temblaban las manos.
Kelleher le dio una palmada en la espalda.
—Está buena la chavala de arriba, ¿eh?
O’Rourke estaba poniendo en práctica una forma de respiración racional, aprendida en el gran poeta Yeats, con objeto dé reducir su emoción a cero. Para mayor eficacia, rezaba al mismo tiempo tres avemarías.
—Vaya aventura la de esta chica —prosiguió Kelleher—. Suponte que no hubiéramos sido correctos, que no nos hubiéramos comportado como unos héroes limpios y decentes. ¿Te imaginas la de cosas que hubiera tenido que ver? Y digo «ver» por no decir más.
Con dos avemarías más y una Salve José, O’Rourke logró contestar:
—Hay gente que no tiene derecho a hablar de las mujeres.
—Yo no despedazo sus cadáveres —dijo Kelleher.
—No hablemos de esos horrores —exclamó Gallager.
—¡A callar todos! —dijo Mac Cormack.
De nuevo, se sumieron en el silencio.
—Los británicos deben de impacientarse —insinuó Callinan con voz suave.
Nadie le contestó.
—John Mac Cormack —dijo Kelleher al cabo de un rato (entretanto, no se había pronunciado una sola palabra)—, John Mac Cormack, no pareces muy tranquilo. Ya sé que no es canguelo. ¿Qué te pasa, entonces?
Larry O’Rourke miró a Mac Cormack.
—Es verdad, pareces raro.
Le alegraba que Kelleher lo dejase en paz.
—Sí —dijo Mac Cormack—. ¿Y qué?
O’Rourke lo miró angustiado. Sabía, igual que Kelleher, que Mac Cormack no tenía canguelo. ¿Qué le torcía el gesto, pues, de esa manera tan rara? Lo mismo que se la alargaba a él: la chica de arriba. Dejó de mirar a John para observar a Callinan. Pero Chris tenía una mirada azul y pura. Larry volvió a sentir angustia: seguro que tenía una facha peor aún que la de Mac Cormack. Kelleher los estaba acorralando. ¡Marica de la mierda! Por otra parte, ¿qué pasaba en realidad? ¿Y qué había pasado? Volvió a escudriñar la fisonomía de Callinan: era impenetrable. Luego se fijó de nuevo en Kelleher y observó que de pronto se estaba desentendiendo de todo eso. Entonces Mac Cormack miró su reloj y dijo:
—Sólo nos quedan dos minutos para responder.
—Para expulsar a la inglesa —dijo Gallager.
Dillon se asomó desde lo alto de la escalera.
—Ya no está. Se ha debido de largar.