XLIV

Gallager empujó la puerta con el pie. Caffrey volvió la cabeza y le dijo:

—Deja eso en la mesa y déjame en paz.

—Vale, Cissy —respondió Gallager balbuciendo.

Puso los cacharros sobre la mesa, pero no pudo por menos de mirar a Caffrey, que ya se había olvidado de él, absorto en su ocupación presente. Ésta se aplicaba a una joven tendida sobre la mesa bajo su cuerpo: piernas colgantes, cabello despeinado y falda subida por encima de la cintura. Los ojos de Gallager renunciaron a examinar el rostro y la actividad de su compatriota para fijarse en el objeto femenino que yacía debajo de él y particularmente sus muslos largos y blancos, en los que fulguraba el trazo de una liga. Sólo podía ser la empleada de correos, que reaparecía así, brusca y horizontalmente.

—¿Qué? —vociferó Caffrey—. ¿Aún no te has largado?

No parecía muy contento. Gallager se sobresaltó. Tartamudeó: «Sí, sí: ya me voy», y se alejó de espaldas, sin quitar los ojos de la piel tersa y lechosa de la joven británica. Pensó en la chavala muerta la víspera, cuyo cadáver debía de flotar por Sandymount. De repente, Gallager tuvo la revelación de que todas las chicas de la estafeta de Eden Quay tenían unas piernas muy bonitas. Y la liga cuya sombra fina y elástica parecía destinada únicamente a hacer más luminosa y suave la carne…

Antes de cerrar la puerta, Gallager intentó absorber esa belleza con una última mirada, y cerró los párpados para que no se le escapara su imagen. Con voz tímida preguntó:

—¿Puedo subir algo para ella también?

Caffrey blasfemó.

Gallager cerró la puerta.

En la pantalla de su cinematógrafo interior, seguía viendo, fosforescentes y carnales, las formas puras de la inglesa y sus complementos vestimentarios: las medias tirantes, las ligas y el vestido muy subido. Una vez más, evocó a la que había perecido en la acera y empezó a mascullar oraciones para vencer la tentación. No iría a sucumbir otra vez a su inclinación por las satisfacciones meramente personales. Había ido allí a luchar por la libertad de Irlanda, no a comprometer el equilibrio de su médula espinal. Después de rezar unas veinte avemarías y otras tantas Salve José, sintió que se le relajaban los riñones. Entonces pudo bajar las escaleras.

—¡Vaya jeta traes! —observó Dillon, con todo.

—¡Callad! —se puso a gritar el de guardia en voz baja.

Callinan pataleaba de excitación.

—¡Ya está! ¡Ya está aquí! ¡Ya está aquí! ¡La Royal Navy!