XXXII

Callinan también se había puesto a pensar en su novia. Con los ojos parpadeantes, creyó vislumbrar un instante, a pocos centímetros de sus párpados, el palmito de Maud, la joven camarera del Shelbourne. Si todo iba bien, es decir, si se instaurara la república independiente y nacional en Dublín, se casaría con ella en otoño. La pequeña Maud era una verdadera irlandesa, además de buena y simpática.

Pero todos estos pensamientos no impidieron que Callinan cometiera una fechoría abominable. De hecho, esos pensamientos y ese ideal de noviazgo fiel llegaban tarde. Demasiado tarde. Demasiado tarde. La virgen británica, despatarrada en una mesa, con las piernas colgantes y las faldas subidas, lloriqueaba por su virginidad perdida, cosa que extrañaba a Callinan, porque pensaba que, en definitiva, se lo había buscado ella. En el fondo tal vez lloraba porque le había hecho daño, a pesar de que había procurado hacérselo lo mejor que pudo. Al concluir su acto odioso, estuvo unos segundos sin moverse. Sus manos seguían explorando el cuerpo de la muchacha, mientras su cerebro consideraba sorprendentemente que llevase tan poca ropa debajo del vestido; hubo detalles que hasta le causaron una extraña sorpresa. Por ejemplo, no llevaba pantalones: nada de sedas susurrantes ni encajes de punto de Irlanda.

Seguro que era la única señorita dublinesa que desdeñaba así la ropa interior con escalonamientos y complicaciones. Pensó que tal vez fuese una nueva moda, venida de Londres o París.

Eso lo turbó de un modo increíble. Empezaron a arderle los riñones. Dio dos o tres sacudidas y, bruscamente, se acabó todo.

Se enderezó, lleno de confusión. Se rascó la punta de la nariz. Sacó el gran pañuelo verde con las arpas irlandesas en las cuatro puntas y se limpió. Pensó que sería un buen detalle prestarle el mismo servicio a Gertie. Gertie había dejado de lloriquear y no se movía. Se estremeció ligeramente cuando le dio unos toques con el pañuelo, cosa que hizo con mucha delicadeza. Volvió a meterse el pañuelo en el bolsillo y volvió a abrocharse los botones. Luego fue a coger el chopo, que había dejado en un rincón, y salió de puntillas.

Gertie había cesado de gimotear y no se movía. Sus muslos brillaban, lechosos, bajo los rayos grisáceos del amanecer.