XV
—¿Qué carajo hace aquí esa pánfila? —preguntó Larry O’Rourke.
Los otros tres se llevaron un susto, y la señorita de la Post Office se puso como la grana.
—Pero ¿qué carajo hace aquí? —repitió Larry O’Rourke—. Y vosotros no habéis venido a tocaros el nabo.
—¡Oh! —exclamó la muchacha, sabiendo de qué iba la cosa, pues en las oficinas de correos de Dublín, donde el personal era mixto, las oficinistas adquirían a veces algunas nociones sobre la vida sexual de los civilizados.
—¿Quién es usted? —preguntó Larry O’Rourke.
—Viene a buscar su bolso —dijo Gallager.
—Yo iba a buscárselo —dijo Caffrey.
—Tenéis otras cosas que hacer, y más ahora que las cosas van a ponerse feas. Nos han llamado de la central que los británicos empiezan a agitarse.
—No harán nada —dijo Caffrey.
—Señorita —dijo Larry O’Rourke—, haría mejor quedándose en su casa, por si acaso.
—Al final me ha llamado señorita. Ya era hora.
—Caffrey, ve a buscarle el bolso, y que se vaya a hacer puñetas.
—¿No podría ir yo misma?
—No. Aquí no se necesitan mujeres.
—Ya voy yo —dijo Caffrey.
La damisela de la Post Office permanecía inmóvil. Miraba a los tres hombres, asombrada por su extravagancia, sus actos y su perversa afición a las armas de fuego. Era morena y bajita, de aspecto medianamente alocado, y tenía una complexión bastante carnosa y escultural, aunque vestía con modestia. Le agraciaba la cara una naricilla respingona y, en definitiva, tenía un aire tal vez español.
El caso es que recibió una descarga de plomo en el vientre y cayó muerta y desangrándose.
Los británicos llovían por todas partes. Habían tardado en animarse, pero ya estaban allí, manejando armas más o menos automáticas, saliendo por la derecha, por la izquierda y apuntando a los insurrectos a través de sus líneas de mira más o menos aproximadas.
Kelleher, Gallager y Larry O’Rourke dieron tres pasos atrás y cerraron corriendo la puerta. Kelleher saltó sobre la Maxim y empezó a sembrar balas de lo más mortífero por todo Bachelor’s Walk. Otras armas insurrectas, situadas en distintos puntos, rociaban O’Connell Bridge, donde, por otra parte, no se veía a nadie. Volaban por doquier fragmentos de granito y asfalto arrancados de la superficie de pretiles, bolardos o aceras. Algunos británicos cayeron aquí y allá. Pero los recogían enseguida, porque disponían de un servicio sanitario como Dios manda.
La señorita de la Post Office yacía hecha un guiñapo. Había caído con las piernas al aire. Llevaba medias negras de algodón. Se le había subido la falda. Un soplo de brisa marina jugaba con sus puntillas. Más arriba de las medias de algodón negras asomaba un trozo de carne humana. Por el agujero del vientre manaba una sangre más bien roja. Iba creciendo el charco alrededor de aquel cuerpo sin duda virgen y ciertamente apetecible, al menos para una buena mayoría de machos normales.
Gallager se apostó en una ventana y apuntó con el fusil. A la izquierda de su línea de mira, divisó el cuerpo de la pobre chica con las piernas al aire. Se registró el bolsillo en busca de munición. Encontró cierto endurecimiento de su ser. Y mientras se le movía el fusil, vagamente ineficaz, suspiraba. Así, unos cuantos británicos consiguieron acercarse a O’Connell Bridge.