XXXIII
—Entre nosotros hay dos hijos de puta —dijo Mac Cormack.
Callinan echó una ojeada a su alrededor.
—¿Dos hijos de puta? —preguntó—. ¿Dos?
—¡Tienes una facha! —le dijo O’Rourke.
—¿Y la chavala?
—La he dejado encerrada —respondió Callinan.
Se sentó, con el chopo entre las piernas, alargó mecánicamente el brazo, agarró una botella de güisqui y se atizó un gran trago, seguido de otro apenas más corto.
—¿Qué dos hijos de puta? —volvió a preguntar.
Miró a su alrededor.
Amanecía. ¡Qué corta había sido la noche! Seguía el silencio, la calma británica. ¿Qué pretendían los ingleses dejando que se pudriera aquella rebelión con sus artimañas solapadas y mudas?
Muy arriba, en los pulmones, en pleno babero, Callinan sentía una gran angustia que le estorbaba al respirar.
Miró a su alrededor. Vio a Gallager y Caffrey dormitando junto a un montón de cervezas vacías y latas de conserva abiertas.
—¿Esos dos? —murmuró.
—No —contestó Mac Cormack.
—¿Por qué no sigues vigilando en la puerta de la inglesa? —preguntó O’Rourke.
—Ya os he dicho que he cerrado con llave —respondió irritado—. ¡Venga! ¿Qué dos hijos de puta? —repitió—. ¿Qué dos hijos de puta?
—Creía que te habían dado una orden —dijo O’Rourke—. Vigilar a la señorita.
Callinan estuvo a punto de contradecirlo: «Ya no lo es». Pero se abstuvo.
—Quizá basta con que esté encerrada con llave —dijo Mac Cormack.
—¿Y si hace señales por la ventana? —objetó O’Rourke:
Caffrey gruñó.
—Encerrémosla donde estaba al principio.
—Bueno —dijo Callinan—, vuelvo otra vez allá.
—Un hombre menos —dijo Mac Cormack—. Vamos a necesitar a todo el mundo.
—Que se quede con nosotros —dijo Gallager—. La vigilaremos entre todos.
—Es una idea —dijo Mac Cormack.
Callinan reflexionó muy deprisa (ni siquiera se puede llamar «reflexionar» a pensar tan deprisa) y, sin darle tiempo a O’Rourke de expresar su opinión, corrió a buscar a Gertie. Pero, antes de salir, se paró en la puerta y preguntó:
—¿Qué hijos de puta?
Pero no aguardó la respuesta.