1935

13 de enero (aniversario de la partida de Michel Presle y de mi encuentro con el gentleman)

Hace seis meses, no: algo más de cuatro, que no he escrito nada en este cuaderno. Lo había metido en el fondo de un cajón y no lo había vuelto a tocar, ya no sabía qué contar. No ha pasado gran cosa desde las vacaciones. Retomé mis clases con Baoghal, Barnabé también. Pero no salgo nunca con él, no. Tampoco con ningún hombre. La señora Baoghal sigue pintando sus miniaturas con la misma aplicación, lo que me turba, me produce una especie de malestar, trabajo peor. Joël se ha comprado un fonógrafo. Cuando no está, Mary y yo aprendemos a bailar. Ahora ella va al baile, al menos una vez a la semana y a veces dos. Sale con un tal John Thomas. Sin embargo, la noche del chivo, en su cama, teníamos la misma habitación, de repente se puso a llorar tartamudeando: «¡Pobre cabrita, pobre cabrita!». Así son las chicas. Yo no voy a ninguna party. ¿Qué más ha pasado? Mamá ha despedido a Mrs. Killarney a causa de su creciente obesidad. Ha sido un infierno. Ella dijo que volvería, que la cosa no quedaría así. Ahora tenemos una chiquita tipo Mève. Joël la deja tranquila. Sigue tan alcohólico. No le veo mucho. Con Mary por un lado, Joël por el otro, y mamá que teje calcetines para papá, que tal vez vuelva un día de éstos, me siento muy sola. No tengo ganas de nada. Estoy melancólica, aunque mis ovarios están bien, gracias.

He retomado este cuaderno porque hacía un año que había comenzado a llevar mi diario íntimo, pero ya no tengo ánimo para eso.

Michel Presle me ha escrito dos veces, me ha enviado otros periódicos franceses: Vogue, Fémina, etc. Me encanta hojearlos, me pondría con gusto las bonitas cosas que se ven en ellos, pero es poco probable que me suceda alguna vez, y entonces tengo grandes nostalgias. Y además, embellecerse, emperifollarse, acicalarse, adularse, perfumarse y todo lo demás, para terminar haciéndose perforar por un bruto apestoso, ¡no, gracias!

16 de enero

Al reanudar mi diario, no pensé que enseguida tendría la oportunidad de consignar acontecimientos fantásticos. Han ocurrido cosas increíbles, formidables, despampanantes. Son las siguientes:

Estábamos cenando. Acabábamos de terminar el arenque al jengibre y empezábamos la col con beicon, por casualidad Joël y Mary estaban allí, ahora es raro que estemos los cuatro juntos, siempre faltan Joël o Mary. Joël, no muy borracho, se hurgaba distraídamente las orejas con un pepinillo. Mamá cortaba el beicon, la col olía bien, fuera hacía frío, dentro hacía calor, estábamos cómodos, cuando de repente llaman a la puerta: la chiquita va. Se oyen voces, chillidos, una batahola, la puerta se abre violentamente y resulta que entra Mrs. Killarney empujando a Bess. Se había desinflado y llevaba un paquete en los brazos. Era el paquete el que chillaba. Lo depositó en las rodillas de mamá.

—Tenga, abuela, tenga —le dijo—, le toca ocuparse a usted. Yo tengo otras cosas que hacer, buenas noches.

Hizo como que se iba.

—¡Ah, no! —exclamó mamá—. Tendrá que llevarse esto,

Y se levantó para endosarle el muchachito a la comadre.

—Estoy harta —chilló Mrs. Killarney—. Lo he tenido nueve meses en el cajón, ya basta.

—¡Ni hablar! —aulló mamá—. ¡En esta casa no! Además, ¿quién nos dice que no lo ha recogido de algún cochecito para jugarnos una mala pasada?

La inteligencia de mamá resultaba pasmosa.

Mary le dio un puntapié a Joël por debajo de la mesa.

—¿No dices nada?

Él, que miraba soñador el cerumen que adornaba la punta de su pepinillo, respondió simplemente: «¡Ay!». Aún no había alzado los ojos.

Mamá hacía prodigios de estrategia:

—¡Bess! ¡Bess! ¡Cierra la puerta!

Bess acudió divertidísima.

—Mrs. Killarney, usted no se marchará de aquí sin llevarse a este adorable bebé.

—¿A que es bonito? —dijo Mrs. Killarney.

—Encantador. Se parece a usted —agregó mamá.

—¿Usted cree?

—Una verdadera muñeca. Tiene sus ojos.

—¿De verdad?

—Tiene unos ojos muy bonitos.

—Yo creía que tenía más bien los de su padre —dijo Mrs. Killarney.

—¿Y quién es su padre? —preguntó mamá con aire desapegado.

—Pues su hijo —respondió Mrs. Killarney.

—Vamos, vamos —dijo mamá con indulgencia—, si es hijo, no puede ser padre. No hay que decir cosas así, Mrs. Killarney, se reirán de usted. Mire, tómese un vaso de güisqui mientras terminamos de cenar. ¿Usted no ha cenado? ¡Bess! Un cubierto para Mrs. Killarney y otra botella de güisqui.

Mrs. Killarney se encontró sentada a nuestra mesa con el bebé en los brazos.

—Nos va a decir lo que piensa de la col con beicon de Bess.

Mamá le plantificó una cucharonada en el plato.

—Gracias, Mrs. Mara —dijo Mrs. Killarney—. Huele bien.

Y se lanzó al asalto.

Por nuestra parte, nos aplicamos en devorar la col con beicon, luego un disco de queso de doce libras y, por último, una tarta de algas.

—Cocina bien, la chiquita —dijo Mrs. Killarney limpiándose el mostacho con el dorso de la mano—. Me alegro por usted, porque yo no estoy dispuesta a volver.

—La echamos de menos, la echamos de menos —dijo mamá.

Hasta ese momento, el bebé había estado tranquilo. Yo lo miraba con el rabillo del ojo con una curiosidad vergonzosa. Mrs. Killarney comía por encima de su cabeza y le habían caído encima unos pocos restos de comida. Al no oírla masticar, se despertó. Rompió a llorar.

—Este pequeño tiene hambre —sugirió mamá.

Mrs. Killarney asintió, se desabrochó el corpiño y sacó un hemisferio enorme, repleto de leche, sobre el que el baby se precipitó con tanto ardor como nosotros sobre la col con beicon. Que aquella blanda crisálida voraz fuera (quizá) mi sobrino me llenaba de tanto estupor como la idea de que un día, tras haber soportado al chivo, mis pequeños senos duros pudieran convertirse en tan globulosos como los de Mrs. Killarney, o la de que ésta debió de ponerse alguna vez a cuatro patas delante de mi hermano. No podía imaginarme cómo pudo haber sucedido. No lograba ver la escena. No lo creía. Todo se mezclaba, se confundía, no me aclaraba. Y el baby glotón seguía mamando y mamá ponía cara de ternura y Mary de aversión. Por fin, en medio del silencio, Joël alzó los ojos y dijo:

—Mrs. Killarney, debería esconder eso.

—¿Por qué? —preguntó mamá—. Mrs. Killarney no hace nada malo.

—¡Ah! —exclamó ésta—. El señor se digna finalmente dirigirme la palabra.

—Esconda eso, le digo.

—¡Mal educado!

—¡Escóndalo, escóndalo!

—¡Insolente!

—Vamos, vamos —dijo mamá—, no se peleen por tan poco. Joël, si esta visión te molesta, y me pregunto por qué, basta con que vuelvas la cabeza. Creo que el pequeño no va a mamar mucho más.

—Es una niña —dijo Mrs. Killarney con dignidad.

—¿Y cómo se llama?

—Salomé.

—¡Oh, qué nombre tan bonito! —cloqueó mamá.

—Se lo puse en recuerdo del señor Joël. Así me llamaba en la intimidad.

—¿La llamaba Salomé? —le preguntó Mary mirándola a los ojos.

—Sí, señorita. Me decía: «Serás mi Salomé, pero conservarás tus siete velos».

—Eso, imaginación —dijo mamá con orgullo—, a Joël no le falta cuando quiere.

Y se unió a nuestra risa. Mary y yo nos balanceábamos sin medida, llorando de risa.

—¡Qué burra! —rugió Joël sin moverse, con una sonrisa forzada en la comisura de los labios—. ¡Qué burra! —gruñó—, y encima no es verdad.

—¡Qué cara!

—¡Lárguese!

Joël intentaba adoptar un aire digno.

—Ques… ques… —dijo Mary.

No podíamos más.

—Fui demasiado bueno con usted —declamó Joël—. Por lo demás, uno siempre es demasiado bueno con las mujeres.

Me reía tanto que tuve que ir a cierto lugar. Una vez aliviada mi pequeña necesidad, iba a volver al comedor donde la algazara parecía ir en aumento, cuando sonó el timbre de la puerta.

—Yo voy —grité, aunque en realidad nadie lo había oído.

Abrí la puerta. Había un hombre frente a mí, con el sombrero calado hasta los ojos y las manos en los bolsillos. La débil reverberación que ilumina la calle frente a nuestra casa y la tenue luz que venía del corredor no me permitían verle el rostro. El hombre era tan alto como yo y ancho de espaldas, si bien algo encorvadas.

Cuando fui a abrir todavía estaba muerta de risa, pero me quedé estupefacta. Acabé balbuciendo:

—¿Qué desea, señor?

Me preguntó con voz apagada si Mrs. Mara seguía viviendo allí. Le respondí que sí.

—Bien —dijo.

Se limpió cuidadosamente los pies en la esterilla y sacó las manos de los bolsillos. Apartándome con aire decidido, entró.

—¡Señor! —grité estúpidamente mientras le seguía—. ¡Señor!

Pero al llegar al fondo del corredor, se detuvo.

—¡Qué algarada! —murmuró.

—¡Señor! —dije una vez más.

Se sacó el sombrero y lo lanzó con mano segura en dirección a la percha. Luego me tomó la barbilla.

—¿Tú eres la chacha?

Lo aparté. Estaba casi segura de haberlo reconocido.

—No. Soy Sally.

—Pues bien —dijo con calma—, puedes abrazar a tu padre.

No me apetecía nada. Me tomó por los hombros y me abrazó. Estaba mal afeitado, su barba pinchaba. Tenía los ojos grises muy fríos y un aspecto algo torcido. Me di cuenta de que no tenía ningún verdadero recuerdo de él. Observé que su chaqueta estaba llena de manchas y gastada.

—¿Qué significa este jaleo? —me preguntó de nuevo.

Parecía estar a la vez intrigado y por encima de los acontecimientos.

—Es nuestra antigua asistenta, que pretende que Joël es el padre de su hijo. Llega justo a punto.

Pensó un momento y luego dijo tranquilamente:

—Mierda. Empezamos bien.

Se rascó la cabeza y dio un paso en dirección a la percha.

—Me dan ganas de largarme de nuevo.

En aquel momento el alboroto de la habitación contigua se intensificó: una mezcla incoherente de insultos, risas, llantos y movimientos de muebles.

—De todos modos iré, a echar un vistazo —declaró papá—. ¿Es divertido? —me preguntó.

—Por momentos —respondí incómoda.

Abrió suavemente la puerta del comedor y vimos a Joël, con su herramienta fuera del pantalón, intentando apresar la extremidad con un cascanueces. Mamá le gritaba con voz desgarradora:

—¡No lo hagas, Joël! ¡Lo vas a descomponer!

Mrs. Killarney aullaba, el bebé lloraba. Mary se reía como loca, con los ojos medio en blanco.

—No está mal —murmuró papá.

Joël fue el primero en verlo… y reconocerlo.

—¡Padre! —exclamó.

Y dejando caer el cascanueces, se recompuso los pantalones. Mamá, volviéndose, pió: «¡John!», y saltó a sus brazos. Mary no hizo nada.

—Buenas a todos —dijo papá.

Distribuyó besos alrededor y estrechó la mano de Mrs. Killarney, inclinándose con gravedad. Una risita al baby. Luego se sentó y se sirvió un vaso de güisqui, que vació a pequeños sorbos, pensativo.

—¿Has traído las cerillas? —le preguntó mamá.

—Sí. Toma.

Hurgó en sus bolsillos, sacó una caja completamente nueva y la tiró a la mesa.

—Gracias —dijo mamá.

—Deberías recoger el cascanueces —dijo papá a Joël.

Joël se sobresaltó, pero obedeció.

A continuación papá se dirigió a Mrs. Killarney.

—Y usted, querida señora, ¿qué piensa hacer?

—¡Ah, señor! Estoy muy contenta de verle; se lo explicaré todo.

—No hace falta. Ya lo sé, ya lo sé. ¿Usted pretende que este chicharrón es nieto mío? Pues, bien, sea verdad o no, usted va a largarse inmediatamente.

—No —dijo Joël.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que no; ella se queda o seré yo quien se vaya.

—Ella se larga y tú puedes largarte con ella si quieres.

—Está bien.

Se levantó y se dirigió hacia Mrs. Killarney. La ayudó a levantarse de la silla y declamó:

—Mrs. Killarney, permítame compartir su vida. ¡Educaremos a nuestro hijo en el honor y la dignidad!

Mary y yo aplaudimos vigorosamente la declaración. Mamá sollozaba.

—Mañana vendré a buscar mis cosas —prosiguió Joël—. Adiós, madre mía, adiós, hermanas mías, perdonad que os abandone. El deber me llama.

Y, tomando a Mrs. Killarney por el brazo, salió mientras redoblábamos nuestros aplausos.

—Vosotras —nos dijo papá—, si queréis quedaros aquí, deberéis andar derechitas, de lo contrario, cuidado con los correctivos.

Nos inmovilizamos. Oímos la puerta de la calle que se cerraba. Luego, reinó el silencio.

Finalmente mamá tuvo una idea. Dijo con un tono de dulce reproche:

—John, has tardado mucho tiempo en encontrar la caja de cerillas.

—Las cerillas no fueron nada —respondió papá—, lo más difícil fue la caja.

Y se sirvió otro vaso de güisqui. Así perdí un hermano y gané un papá.

25 de enero

Abúlico y severo, cristaliza la atmósfera en hielo cortante o la espesa de tal manera que parece cola. Bebe casi tanto como Joël (no, tampoco tanto, ni de lejos), pero no se le nota. No sale mucho, a decir verdad, no ha salido ni siquiera una vez desde que volvió. Mamá sigue radiante, pero Bess está aterrorizada. Mary ha declarado que se irá en cuanto entre en correos.

Sí, la vida ha cambiado mucho en casa.

30 de enero

Mary y yo hemos ido a ver a Joël. Vive en la callejuela perpendicular que parte de Cross Kevin Street, en la esquina de la Escuela Técnica, para salir a New Street. En la planta baja hay un comerciante de despojos y vísceras. Sorteamos algunas cabezas de cerdo descompuestas, algunas mollejas de ternera cirrótica y algunos cojones de buey extenuado, y subimos los desvencijados peldaños de una escalera oscura en medio de la cual había cavado su lecho un arroyito de orina.

—Es formidable —aulló Joël al vernos—. No me he emborrachado ni una vez desde que me marché, ¿verdad, Salomé mía?

Saludamos a Mrs. Killarney y fuimos a echar un vistazo a nuestra sobrina, que dormía en el fondo de una maleta convertida en cuna.

—Mirad, en este momento —continuó Joël—, sólo voy por el octavo güisqui (eran las seis de la tarde). ¡Y trabajo, trabajo! Ayer llevé una maleta a la estación de Westland Row y anteayer empujé una carretilla a lo largo de todo Cooks Lane. ¡Soy un hombre regenerado!

Se dejó caer en un taburete sonriendo satisfecho.

—Di, Salomé mía, ¿qué podemos ofrecerles? ¿Güisqui?

—Ya no queda.

—Podrías ir a comprar una botella.

—No hay pasta.

O’Coghtail te fiará.

—Ya no quiere.

Hurgó en sus bolsillos: sólo le quedaba un raol. Mrs. Killarney aún poseía tres pingins. Mary tenía en su bolso un florín, y yo casi tres punís, pero sólo mostré dos coroins.

—Con eso basta —dijo Mrs. Killarney, que partió vivaracha en busca de la bebida.

—¿Y padre? —preguntó Joël rascando con las uñas el lodo seco que le cubría los zapatos.

—¿El padre? ¡Estoy hasta el gorro de padre! —dijo Mary—. Me largaré en cuanto tenga con qué comer.

—¿Irás a vivir con John Thomas?

—Tal vez.

—¿Hablan de mí en casa?

—Mamá te manda saludos.

—Él sólo abre la boca para decir estupideces, dar órdenes o proferir naderías. Un maldito pretencioso.

—¿Y tú, Sally, no dices nada?

—¡Oh, yo! —respondí—. A mí me importa un rábano.

—Vaya, Sally, ¿no van bien las cosas? Te encuentro muy cambiada desde las vacaciones. ¿Qué te pasa?

—¿A mí? Nada. Nada de nada.

—Sufre de amor reprimido —dijo Mary.

—Harás que me sonroje, estúpida.

—No sabe dónde colgar su amor. Su vida carece de percha.

—¿Ya no ves a Barnabé? —me preguntó Joël.

—Vaya, te interesas mucho por mí ahora que ya no vives en casa.

—Ya te lo he dicho, soy un hombre regenerado.

Mrs. Killarney volvió con cinco botellas.

—El crédito no ha muerto —dijo guiñando un ojo.

Nos instalamos lo más confortablemente posible en los restos de muebles desparramados por la habitación y nos pusimos a hablar de una cosa y otra, de la situación financiera de Finlandia, del valor vitamínico del beicon con col, de la existencia de Homero y de Shakespeare, de la cara del príncipe de Gales, etc. Cuando hubimos terminado la tercera botella, Mary dijo que tal vez era hora de regresar. Le respondí que me importaba un huevo de rey. Convinimos en detenernos a la cuarta. Joël recitó unos limericks que nos tirabuzonearon; ahora entendía más o menos uno de cada cinco. Mary recitó la lista de las mil doscientas islas filipinas y terminamos con algunas canciones. Tras hacer nuestra pequeña necesidad en la escalera, por turno, dijimos adiós a Joël, a Mrs. Killarney y a Salomé, a quien nuestra partida había despertado y para quien prometimos hacer una colecta con vistas a comprarle algún juguete entretenido como un mecano o un microscopio.

La escalera parecía extrañamente inclinada y el pavimento extrañamente resbaladizo. Los otros nos dijeron un último adiós asomados a la ventana, de la que colgaba ropa blanca sucia que no se blanquearía jamás. Mary vomitó en un cubo de orejas de cerda que esperaba que se lo llevaran y nos dirigimos hacia la casa, ahora no sólo materna, sino también paterna. La caminata nos parecía un deporte a la vez difícil y azaroso, y nos alegramos cantando algunos cuplés en los cuales tratábamos de introducir el mayor número de palabras posible cuyo sentido exacto nos fuera desconocido. Varios transeúntes nos aclamaron. Algunos incluso nos propusieron compartir su cama pero nos negamos, pues, por mi parte al menos, me gusta mucho mi piltra y estoy acostumbrada a ella. En casa del tío Mac Cullogh, por ejemplo, dormía muy mal.

En la esquina de Long Lane y Heytesbury Street, nos topamos con un joven al que creímos reconocer:

—Pero ¡si es Barnabé! —exclamé.

—¿Crees que es Barnabé? —preguntó Mary.

—Tiene todo el aspecto de ser Barnabé —respondí.

—¿Cómo está Barnabé? —me preguntó Mary.

—Barnabé no está tan mal para los tiempos que corren —respondí.

—Estoy verdaderamente encantada de que Barnabé esté bien para los tiempos que corren —declaró Mary.

—Es un hecho que Barnabé está verdaderamente muy muy bien para los tiempos que corren —afirmé.

—¿No quieren que las acompañe? —preguntó Barnabé.

—Creo que Barnabé tiene la intención de acompañarnos —dijo Mary.

—¿Y si le pidiéramos a Barnabé que tuviera la intención de acompañarnos? —propuse.

Tras haber intercambiado diferentes frases en tono más bien monocorde, dos horas y media más tarde nos encontramos delante de nuestra puerta.

—Hablaré con vuestra madre —dijo Barnabé en tono confidencial.

—No hace falta —le dije—. Lo arreglaremos solas.

Mary tiró de la campanilla. Barnabé se alejó.

—¿Cuándo me llevas al cinematógrafo? —le grité.

No escuché su respuesta. La puerta se abrió e iniciamos un pequeño galope hacia el comedor. Ante nuestro gran estupor, la mesa no estaba puesta.

—¡Bueno y…! —dijo Mary—. ¿No se come esta noche?

—¡Chis! —decía mamá—. ¡Chis, chis!

—Es verdad —dije—. ¿Qué ocurre?

Papá entró en la habitación.

—Mira, ahí está ése —dije.

Y a mamá:

—Bueno, ¿y qué? ¿Y la mesa? ¿Todavía no está puesta?

—Ya hemos cenado —dijo papá con voz de baobab.

—Nosotras no, ni siquiera hemos comenzado.

—Pues, bien, por esta noche puede quedar así.

—Es que yo tengo hambre —dijo Mary.

—¿Y tal vez también tienes sed?

—Naturalmente. ¡Qué pregunta! ¡Miren eso!

Recibió tal tortazo que se quedó boquiabierta. Este acto de brutalidad me empujó a actos extremos: me dirigí hacia papá con la intención de sacudirle un poco la chaqueta y enseñarle a vivir. No había previsto que él podía tener alguna noción del arte de combatir en familia y, además, el güisqui que había bebido ahogaba un poco el recuerdo de los entrenamientos pasados.

Unos segundos más tarde, pues, me encontraba sobre las rodillas de mi padre, con la falda levantada y el slip bajado, recibiendo una enérgica azotaina. Empecé a reflexionar, primero sobre la vanidad de las cosas de este mundo, los altibajos de la existencia, la buena y la mala suerte y, después, con la ayuda del calor fundamental, llegué a pensar en la reproducción de las especies vegetales y animales, la confección de la ropa de hombre en general y de las brayetas en particular, el rocío de los menhires, la barba de los chivos y la oscuridad de las salas de cine. Comencé a delirar, y como papá se encarnizaba en volver escarlata la amplia superficie que yo tenía el honor de poner ante su vista, me sumergí en una extraña felicidad pese a que intentaba aferrarme como a un salvavidas a estas palabras: «Agárrate bien a la barandilla… Agárrate bien a la barandilla…».

31 de enero

Barnabé me esperaba a la salida de clase. Me ha recordado que le había pedido llevarme al cine. Hemos ido a ver New York-Miami. He tenido mucho cuidado de no ponerle la mano en el muslo. Por su parte, él se hundía, me parece, en su butaca. Me ha acompañado a casa. No nos hemos dicho gran cosa. Hemos hablado un poco de filología celta. Me pregunto qué debe de pensar. Papá estaba algo más locuaz hoy. Le contaba historias de Chicago a mamá, los bootleggers, las ráfagas de ametralladora, y cómo había estado a punto de encontrar una caja de cerillas, en cuyo caso habría vuelto enseguida. Era apasionante. Pero era a mamá a quien hablaba, no se dirigía a nosotras. Tampoco le presta la menor atención a Bess. Es muy bonita Bess, se parece un poco a Mève, algo delgaducha. Yo creía que papá iba a meterle mano. En absoluto. Ni siquiera la mira. Lo que no es óbice para que Bess viva en el terror.

1 de febrero

No debería creer que puede hacerlo todos los días. Hoy, so pretexto de que se había pellizcado un dedo con el cascanueces (siempre ese maldito cascanueces), ha querido calentarme el pompis. Pero ahora conozco su fuerza y su estilo. Me he acercado a él y, cuando ha intentado agarrarme, le he hecho una llave en el brazo estilo casero que se ha quedado pasmado.

3 de febrero

Como no puede hacer nada conmigo, se mete con Mary.

Había pescadilla para el almuerzo. Mary tuvo la fantasía de ponerle un poco de sal (de costumbre le ponemos azúcar, a la inglesa). Eso puso furioso a papá, que se arrojó sobre ella y la corrigió severamente. Yo miré atentamente: lo más interesante es observar los cambios de la piel. Es curioso ver cómo un trasero, que en general es muy blanco, casi opalino (hablo por mí y por Mary), puede volverse tan cangrejo como un tomate. Lo que también es extraño es ver la cara que pone la persona azotada. Mary puso una cara rara. Me pregunto si yo tenía la misma expresión, el otro día, cuando era yo la que ocupaba su lugar.

Cuando nos quedamos solas, Mary me hizo una escena terrible. Que no la había ayudado. Que era una falsa hermana, una vaca pérfida y una cerda infinita. Poco a poco se calmó y declaró:

—De todos modos, no va a convertirse en la casa del general

Durakin. Si vuelve a hacerlo siquiera una vez, me largo, aunque no haya pasado aún el examen.

—¿Cómo vivirás?

—Con John Thomas.

—Tendrás que casarte.

—¿Y qué más?

—Eso, ¿y qué más?

Las dos permanecimos pensativas. Examiné su fisonomía.

—Es raro, ¿no? —le dije—, el efecto que hacen.

—¿Que hacen qué?

—Los azotes en el pompis.

—Sí, es verdad. Mira, ¿ves?, en este momento me cepillaría perfectamente a un tipo.

—¿Qué dices?

—Es verdad. No lo entiendes.

—¿Qué es lo que no entiendo?

—Todo eso.

—¿Todo eso, qué? Explícate.

—Las cosas del amor.

—¡Oh, la, la! —dije—. ¡Oh, la, la!

Como si «¡Oh, la, la!» significara algo, pero no podía contestar nada más. En efecto, ¿qué sabía yo de las cosas del amor, aparte de que se hacen a cuatro patas y tienen que ver con la reproducción de las especies vegetales y animales?

Mary no insistió, sin duda alguna porque se sentía dueña de una superioridad oculta que yo ignoraba. Volvió a su primera preocupación.

—Dime, Sally, prométeme que saldrás en mi defensa si intenta tocarme de nuevo.

—Cuenta conmigo, Mary.

Mary reflexionó:

—¿Y si le diéramos las dos juntas? Entonces, seguramente él sería el más débil.

—Y seríamos nosotras quienes le corregiríamos. La perspectiva nos hizo sonreír.

4 de febrero

Barnabé me ha enviado flores, son artificiales debido al invierno, pero son flores, al fin y al cabo. Adjuntó su tarjeta, una cartulina en la que había caligrafiado su nombre en letras gaélicas.

Es divertido recibir flores. Es la primera vez que me ocurre. Es amable, es elocuente, es alusivo. Una piensa enseguida en el pistilo, el polen y la fecundación. Las he tenido agarradas largo rato por el rabo antes de ponerlas en mi florero.

Estoy muy conmovida.

6 de febrero

Lo sospechaba. Papá tiene miedo. Hace un rato, he levantado bruscamente el brazo para alcanzar una taza detrás de él, y se ha protegido con el codo maquinalmente. Después, ha enrojecido. No ha vuelto a decirle nada a Mary. Debió de oír nuestra conversación de la otra noche.

Es un guiñapo.

12 de febrero

He salido dos veces con Barnabé esta semana. Tenemos largas conversaciones sobre el porvenir de la lengua gaélica. Estudiamos juntos las lecciones. Somos buenos camaradas, nuestras pieles sólo se tocan para el hola y el hasta la vista.

13 de febrero

Aprovechando mi ausencia, papá se ha lanzado sobre Mary porque la víspera le había puesto demasiada mermelada a su trucha, y la ha aderezado tanto que apenas puede sentarse.

Está furiosa.

15 de febrero

Hacía un mes que no habíamos ido a ver a Joël. Encontramos a todo el mundo roncando; eran cerca de las tres de la tarde. Mientras esperábamos que se despertaran, soplamos el fondo de las botellas y pudimos servirnos dos güisquis aceptables. Los miramos dormir: Joël parecía un ángel, pero Mrs. Killarney no era agradable de ver, con el mostacho erizándosele con el soplido lívido del aliento y un hilo de baba cayéndole a lo largo de la barbilla hasta el cuello.

—¿Cómo puede follarse a esta vieja asquerosa? —se preguntaba Mary—. Un complejo es algo grave… Hace hacer cosas nada comunes.

Por mucho que me imaginara a aquella abuela puesta a cuatro patas, no podía ver en absoluto a mi hermano bombeándola. Estaba hermoso, allí, en su sueño, calmo, etéreo, poético. En cuanto a Salomé, había encogido desde la vez anterior, envejecía a ojos vista, se le habrían podido echar sesenta años a la muñeca.

Luego nos pusimos a mirar por la ventana el movimiento de la calle. Olía que apestaba. Los porteadores de despojos y vísceras iban y venían, los parroquianos regateaban, los mendigos mendigaban. Pasó una gipsy, verde, roja, amarilla. Dos perros fornicaban bajo la atenta mirada de una pandilla de crios: al verlos instruirse así, pensé en mi juventud, en el tiempo en que yo misma subía penosamente la escalera de los estudios sexuales.

Habiendo cambiado de idea, sin duda, los dos animales intentaron separarse. Pero no lo lograban, uno tiraba a troche y el otro a moche. Al principio unimos nuestras risas a las de los crios, luego advertí que el rostro de Mary se inmovilizaba y se ponía muy serio. Adiviné su ansioso interrogante: ¿qué pasa cuando, en las mismas circunstancias, la esposa quiere ir a un lado y el esposo al otro y no pueden? ¿Les habrá ocurrido alguna vez a Joël y Mrs. Killarney? ¿A Padraic Baoghal y Mrs. Baoghal? ¿A Marco Antonio y Cleopatra? ¿A Adán y Eva? Misterio. Un cubo de agua lanzado por el comerciante de despojos y vísceras coronó el esfuerzo de los dos chuchos y, al mismo tiempo, disolvió la concentración de pillastres.

Abandonamos nuestro puesto de observación. En la habitación todavía roncaban. Vaciamos los vasos, garrapateamos un recadito amable en un trozo de papel grasoso y nos largamos.

Llevábamos un rato caminando en silencio cuando Mary me dijo:

—¿Sabes?, ya no soy virgen.

Lo sospechaba, aunque no supiera exactamente el sentido de ese vocablo cuya utilización teológica me parece indecente. Los curas que chillan perpetuamente sobre fruslerías deberían avergonzarse de recalcar todo el tiempo un detalle tan íntimo sobre una figura histórica que pese a todo inspira respeto. Como la Juana de Arco de los franceses, a quien califican de doncella y se quedan tan anchos. Eso no es puro. Enseguida se piensa lo contrario.

—Bueno, ¿no dices nada?

No, no decía nada. Entre hermanas se puede contar cualquier cosa, pero yo no le iba a preguntar si, durante el tránsito a su estado actual, había tenido problemas análogos a los de los dos guau-guau de hacía un momento. Sin embargo, la pregunta se imponía. Me contenté con balbucear:

—¿Y… cómo fue?

—Oh, ¿sabes?, no se puede contar mucho. Cuando no se sabe, es verdaderamente inédito.

—¿De veras?

—De veras. No se parece a nada. Es único. Lo verás por ti misma.

—Pero yo no quiero verlo.

—Eso se dice.

No respondí, pero le hice otra pregunta:

—Y… ¿hace tiempo que has… que no eres… que has… que no eres?

—Justo después de las vacaciones. El 2 de octubre, alrededor de las catorce treinta de la tarde.

—¿Y no me dijiste nada?

—En aquel momento te habría… apenado demasiado. Estabas tan… afectada por la historia de la cabrita.

—¿A ti no te asqueó?

—Al principio, comprendes, lo había mirado por el lado sentimental… la lástima, en fin… la pobre cabrita blanca tan bonita… la fea fiera peluda… pero ¿sabes?, ahora puedo decirte que, en el amor, la lástima no cuenta… Sí, así es, al principio la lástima… la tristeza… el temor… y después enseguida reflexioné… Me dije que era así desde el comienzo del mundo…

Tiene cabeza mi hermanita, y no sólo para memorizar el nombre de mil doscientas islas filipinas y cinco mil calles de París.

—Entonces, como John me lo pedía, me acosté con él.

—¿Te acostaste? ¿En la misma cama?

—No, la primera vez en un parterre de Phoenix Park.

Intenté imaginarme la escena utilizando los pocos datos de mi experiencia. Hubo un silencio.

—Adivino lo que piensas —añadió Mary—. Pero ¿sabes?, los hombres no son animales. Con ellos, el amor es más… variado.

Y agregó:

—No debería decirte esto. Pero ¿sabes?, también es fantástico.

Estábamos delante de la puerta de nuestra casa.

16 de febrero

De todas maneras, de todas maneras. Cuanto más intento representarme la escena, más increíble me parece. (Vaya, era a Phoenix Park adonde Barnabé quiso llevarme el primer día que salimos juntos). ¿Qué querrá decir con eso de «variado»? ¿Variado cómo? ¿Por qué? ¿Y qué es lo que varía? Ah, como tan bien dice Hamlet: «Hay más cosas en el cielo y sobre la tierra de las que puede soñar la filosofía».

17 de febrero

Pero pienso… va a tener un baby.

18 de febrero

No. Se lo he preguntado. Parece que no. Hay un modo de arreglarlo, dice. Ya no entiendo nada. Si no se hace eso para tener un baby, ¿para qué entonces? No me atrevo a preguntárselo. ¿Porque es «fantástico»? Ah, como decía tan bien anteayer, hay más cosas en el cielo y sobre la tierra de las que puede soñar la filosofía.

20 de febrero

¿Cómo se puede ser a un tiempo tan frío y tan blando? Papá se mantiene tranquilo en estos momentos, sigue sin salir, no quiere azotar a nadie (lo que no impide que la pobre Bess se muera de miedo), pero hay algo viscoso en su presencia. Su mirada corta, talla, horada, penetra, aunque eso no le impide parecerse a un caracol, un caracol que escondiera la concha bajo una chaqueta y tuviera siempre la cabeza fuera.

Lo que me intriga es que, desde hace unos días, me mira con ironía.

24 de febrero

Hacía tiempo que no había visto a Barnabé. Hoy me esperaba después de clase. Tras habernos preguntado por nuestros respectivos estados de salud, hemos dado algunos pasos en silencio, y luego le he hecho notar que el tiempo era soberbio. Muy frío, pero seco. Un sol glorioso. Él no podía cuestionarlo. He sugerido dar un paseo a pie. No se ha opuesto. Le he dejado proponer varios destinos. ¿Merrion Square? Sin interés. ¿Saint Stephen’s Green? No me gusta. ¿Rutland Square? La proximidad del hospital me entristece. ¿Mountjoy Square? Demasiado lejos. ¿Los muelles, a lo largo del Liffey? Demasiado tráfico. Parecía afligido. No se le ocurría nada más. Pero afortunadamente yo he tenido una idea:

—¿Y si fuéramos a Phoenix Park? —he exclamado.

—Pero ¡aún está más lejos que Mountjoy Square!

—Estamos justo delante de la parada del tranvía.

—Pero hará un frío de perros.

—No soy friolera.

Así, pues, me paga el tranvía hasta allí y, abandonando la avenida central, comenzamos a errar mientras hablamos de lingüística. O más bien yo lo dejaba monologar. Tenía otras cosas en la cabeza. Ha acabado dándose cuenta.

—Sally, parece que busca algo.

Naturalmente, me he hecho la sorprendida y lo he negado. En realidad, me preguntaba cuál de aquellos árboles había visto la conjugación de mi hermanita y de John Thomas. Interrogación del todo gratuita porque ciertamente no había ningún cartel que lo indicara, tanto podía ser éste como aquél.

—Veo con claridad que usted ha venido aquí con una intención precisa —prosiguió Barnabé—. ¡Oh! No le pregunto cuál.

—Y, sin embargo, podría contestarle. ¿Recuerda nuestro primer encuentro?

—¿En el tranvía? —ha murmurado sonrojándose.

—No, quiero decir la primera vez que salimos juntos.

—Lo recuerdo —ha susurrado.

—Hoy hace un año.

Farfulló de asombro algo así como «usted cree» o «no es posible».

—¿Ésa es toda la impresión que le hace?

—Yo… yo no tengo memoria para las fechas.

—Pero ¿ésa?

¡Qué confundido podía estar el pobre muchacho!

—¿No recuerda que me esperó a la salida de mi clase y me propuso ir a pasear a Phoenix Park?

—Sí —ha admitido humildemente.

—Me negué, pero he pensado que para celebrar este aniversario sería amable de mi parte satisfacer su deseo.

Me ha dado las gracias con voz desfalleciente y se ha declarado muy conmovido.

Cuando los primeros velos de la noche comenzaban a cubrir el cielo, hemos dado media vuelta.

Un poco más tarde, me ha preguntado con voz tímida:

—¿Está segura de que es el mismo día?

—¿Qué quiere decir?

—¿El mismo día que la esperé y le propuse venir aquí?

—Claro que sí.

—Creo que fue otra vez. El día que la encontré en el museo.

Lo he mirado con frialdad.

—El día del cine, ¿no?

Se ha sumido de nuevo en el tartajeo.

—Carece de tacto, Barnabé —le he dicho de manera pretenciosa.

En el tranvía, tenía la cara gacha y el rabo entre las piernas. Tontamente, me ha dado lástima. Al dejarlo, le he concedido algunas palabras amables. Y eso ha bastado para que recobrara su expresión feliz.

Al releer el diario, he constatado que él tenía razón. Mi error debía de ser que no quería hacer ninguna alusión a la sesión de cine. Sigo sin comprender muy bien lo que sucedió aquel día.

25 de febrero

¿Por qué no me arrastró detrás de un matorral? Si lo hubiera hecho, ¿qué habría hecho yo? Y si yo lo hubiera hecho, ¿qué habríamos hecho?

Respuesta: lo que hace todo el mundo en tales circunstancias. Parece simple, pero para mí es terriblemente oscuro.

Y, además, me molesta no pensar más que en eso todo el tiempo, plantearme preguntas perpetuamente.

¿Y si me atreviera?

¿Con quién?

¿Con Barnabé?

Pero es tan desabrido.

Es el único hombre que conozco.

Papá está prohibido. Joël también. Está Padraic Baoghal. Pero ¿se reproduce a su edad?

Volviendo a pensarlo, Michel Presle no me habría desagradado. A propósito, el muy cerdo no me escribe nunca. Yo tampoco, de hecho.

También está el lechero.

2 de marzo

Le menciono a Mary que dentro de quince días habrá un examen para empleadas de correos. Creía que la noticia le gustaría, pero la recibe con cierta indiferencia.

5 de marzo

De todos modos, prepara muy seriamente el examen. Hoy le he propuesto ir a visitar a Joël. Pero quería estudiar. He decidido ir sola.

En el umbral, me he topado con un joven que se disponía a llamar. Era Timoléon Mac Connan. Iba a ver a Joël.

—Hace más de un mes que no se le ve. ¿Está enfermo?

Le he respondido que ya no vivía con nosotros. Debería haberle contado cualquier otra cosa: que tenía una enfermedad contagiosa, por ejemplo. Porque, por supuesto, ha hecho preguntas.

—No sé qué tengo que decirle —he balbucido.

—¡La verdad!

Estaba muy fastidiada. La verdad, la verdad. Muy bonito, pero ¿qué era la verdad para mi hermano?

—Le diré que ha venido usted a verle —he propuesto.

—¿Le verá pronto?

—Ahora iba para allí.

No era eso lo que había que contestar. Enseguida ha dicho:

—La llevaré.

Su moto estaba delante de la puerta. Yo tenía muchas ganas de ir en el portaequipajes, y además no habría sido cortés rehusar un ofrecimiento tan amable, y además estaba segura de que a Joël le gustaría ver a Tim.

Acepto, pues, me instalo en el portaequipajes y le indico el camino a Tim.

—Agárrese a mí si no tiene costumbre.

La moto ruge, arrancamos a toda pastilla, y me aferro a él.

—Pase sus brazos bajo los míos.

Tengo demasiado miedo como para no obedecer. Lo estrecho, aplasto la nariz contra su cuerpo. Corremos, es maravilloso. Saltamos mucho, lo que termina por producir un efecto agradable en mis cimientos, un estremecimiento ondulatorio que te sube por la columna vertebral hasta el cerebro, donde explota en forma de ideas originales y fantasiosas.

No tardamos en llegar. Le muestro la casa. Fuera siguen los despojos, las vísceras y otras podredumbres.

—¡Qué horror! —exclama Tim—. Está loco para vivir en un lugar como éste.

He pasado delante. Me ha seguido por el corredor totalmente oscuro y hemos trepado por la escalera, tan desvencijada y meada como siempre. Casi habíamos llegado al piso cuando he sentido la mano de Tim que me acariciaba la pantorrilla. Gesto amical, sin duda, o maquinal, o cordial. Me he parado en seco. Tim también se ha parado, pero sin sacar la mano. Sin volverme, he bajado un escalón y, como él no se había movido, su mano ha subido otro tanto. He acabado sintiéndola entre los muslos, donde la he inmovilizado. Hemos permanecido así unos instantes, ligeramente oscilantes; luego, bruscamente, la he liberado y de una zancada me he encontrado en el rellano. He golpeado violentamente la puerta. Me ha abierto Joël, despeinado, bostezando, con los ojos hinchados.

—Tim está aquí —le he dicho.

Y Tim, en efecto, ha aparecido y, antes de darle la mano a Joël, me ha lanzado una mirada llena de asombro.

Joël estaba muy contento de ver a Tim, le ha preguntado por unos y otros, le ha hablado de su vida actual, de cómo ganaba algunos feoirlins unas veces cazando ratas, otras llevando paquetes. Pensaba lanzarse al comercio de cueros y trapos. El comercio de huesos viejos también presentaba interés, y con el comerciante de despojos de abajo tendría la materia prima a domicilio. Si conseguía ahorrar algunos pingins, compraría un lote de pequeñas herramientas y haría botones con los huesos, botones que iría vendiendo por la calle. Después, si los negocios marchaban bien, adquiriría pinceles y colores indelebles para adornar su mercancía.

Tim acompañaba el discurso con monosílabos corteses, pero he adivinado que estaba cada vez más horrorizado. De vez en cuando, me miraba con la misma cara de sorpresa. No lograba imaginarme qué podía haber hecho yo de asombroso. Porque el incidente de la escalera había sido sólo una forma de flirtear, eso es todo, punto. Seguramente lo he hecho mal. No obstante, las palabras de mi hermanita me habían conducido a la conclusión de que no era más que una toma de contacto habitual entre chicos y chicas.

Por lo demás, Tim ha acortado la visita. He tenido la impresión de que tanto Joël como yo le inquietábamos. Lo he dejado marcharse, pues no tenía ninguna gana de estar sola con él en la oscura escalera, donde tal vez se le ocurriría la idea de bombearme por la espalda.

Joël ha continuado su monólogo. Lo he escuchado distraídamente, bebiendo mi güisqui, que a él parecía no escasearle nunca. Luego Mrs. Killarney ha vuelto con Salomé. Hemos dejado que Joël charlara un poco más y luego me he despedido.

Al marcharme, he visto papeles arrugados encima de la cama. He reconocido la letra de mi hermano. Parecía que eran poemas.

7 de marzo

Cuando comienza a ocurrir alguna cosa, ocurren cosas. Cuando no ocurre nada, no ocurre nada.

Así, desde la vuelta de papá, esto no para. Los acontecimientos se suceden, se precipitan, se atropellan. Voy de hallazgo en hallazgo, de experiencia en experiencia. Es una farándula que hincha mi diario y turba mi almita (inmortal), el laguito puro de mi conciencia que suavemente se agita con la brisa sonrojante de las castas emociones pansexuales. A menudo me he preguntado qué ocurriría si me encontrara sola en una habitación cerrada, cara a cara con Padraic Baoghal. Pues, bien, es lo que se ha producido hoy.

Cuando Mève ha venido a abrirme, he notado enseguida su rostro azorado. Hacía meses que no habíamos hablado. Pero en cuanto he entrado, ha susurrado:

—Cuidado… No se fíe…

Le he preguntado en voz no menos baja qué ocurría. Rápidamente me ha explicado que la señora Baoghal estaba enferma, que sufría de «sospechas», que la habían llevado a una clínica especializada para sonsacárselas y que, por consiguiente, no asistiría a la clase de hoy. De manera que: «No se fíe… Cuidado…».

¿Y si yo prefiriera fiarme? No he querido herir a la pobre Mève y le he dado las gracias. Entonces, con un gran arrebato, ha lanzado los brazos alrededor de mí y me ha abrazado. Me he sentido conmovida por esa muestra de afecto, pero la expresión de sus ojos me ha abrumado. Sin duda, fue así como, la víspera, yo había impresionado tanto a Tim.

Pero me era imposible seguir pensando en Mève. Ahora estaba sola frente a Padraic Baoghal. Me he instalado, he tomado el libro y he abierto un cuaderno. Él tosía de vez en cuando, menos, pienso, porque estuviera intimidado que para aumentar mi incomodidad. He empezado conjugándole algunos pronombres preposicionales. Me sabía muy bien la lección, no había nada que repasar, así que hemos retomado un pasaje de Veinte años de juventud, de O’Sullivan. Me gusta mucho este libro, que es una pequeña obra maestra de humor fresco e ingenuo candor[1], aunque la ausencia de la señora Baoghal (que, presente, me obsesionaba, no obstante) me impedía seguir con el debido respeto las observaciones filosóficas, sintácticas y estilísticas de mi profesor. Éste, que me había recibido con expresión regañona y que parecía acechar el menor error por mi parte con intenciones que no lograba discernir, Padraic Baoghal, pues, no ha tardado en advertir mi falta de atención. Se ha interrumpido bruscamente.

—No está escuchando lo que digo.

—Sí, sí, señor…

—No. Ya lo veo.

—Sí, sí señor. Mire, usted acaba de hacerme observar que…

—No, le digo que no me escucha. ¿Cómo quiere llegar a aprender el gaélico si viene aquí a pensar en sus amoríos?

¡Mis amoríos!

El querido poeta comenzaba a agobiarme. ¿Acaso me tomaba por una niña?

—Tengo por costumbre castigar toda distracción con la mayor severidad —ha continuado.

Eso es, ese gordo zorro me tomaba por una niña. Otro que, so pretexto de disciplina y de moral, quería ponerme la mano en el pompis.

Ha echado la silla hacia atrás y me ha ordenado que me acercara a él. El muy bodoque. Otro general Durakin frustrado. Por más patriotero irlandés que fuera, era otro fanático de la educación británica. Decididamente, yo era firmemente contraria a aquellos procedimientos anglorusos, pero qué lata tener que defenderse siempre de los manejos de los hombres. Pensando, sí, que durante todos los hermosos años de mi juventud, e incluso de mi madurez y quién sabe si también después, tenía el ejemplo de Mrs. Killarney, pensando, sí, que durante mucho tiempo aún debería protegerme constantemente las espaldas del alcance de los chivos, fui presa de una gran lasitud y, por un instante, consideré el ir a acostarme sobre las rodillas del poeta y dejar que me corrigiera.

Sin embargo, mi orgullo ha triunfado y le he dicho a Baoghal:

—¿Para qué, señor?

—Para castigar su falta de atención.

—¿Y cómo me castigará? —le he preguntado con cara inocente pero con voz sarcástica.

—Ya lo verá. Venga.

Pero comenzaba a sentirse incómodo e incluso ligeramente inquieto.

—¿Usted quiere —he continuado— levantarme la falda, bajarme el slip y enrojecerme el culo?

—¡Oh, qué palabra tan horrible! Sally, ¿no le da vergüenza? Será doblemente castigada.

Se agitaba enrojecido en su silla, aunque sin saber en absoluto qué hacer.

—Es eso, ¿no? ¿Quiere azotarme el culo?

—Sí, eso es —ha murmurado tímidamente.

—Pues, bien —le he respondido—, ya puede comenzar a correr.

Primero no sabía qué responder, luego ha dicho en un tono igual de tímido:

—¿Y si emplease la fuerza?

—Inténtelo.

Me ha evaluado de un vistazo. Pese a que fuera apuesto, era un blandengue, y nada deportista. Ha comprendido enseguida que no lo conseguiría. Por lo demás, después del tiempo que llevaba examinándome con disimulo, debía de sospecharlo. Como la intimidación no daba ningún resultado, bruscamente ha intentado otra cosa. Se ha puesto a delirar:

—Vamos, pequeña Sally —ha dicho con expresión hipócrita—, sea buena, déjeme hacerlo.

—De ninguna manera.

—Pequeña Sally, pequeña Sally, sea buena, mire, sólo dos palmaditas.

—No.

—Una a cada lado.

—No.

—Entonces únicamente mirar.

—No.

—Me voy a enfadar.

—Enfádese.

—Sally, Sally, déjese hacer. Mire, una clase gratuita por una buena azotaina.

—No.

—Dos clases gratuitas.

—No.

—Tres.

—No.

—Reflexione, Sally. Con el dinero que ahorrará así, podrá comprarse medias de seda, un sujetador.

—No uso.

—Y además, Sally, no duele tanto.

—Ya lo sé.

—¡Ah! ¿Y cómo lo sabe usted?

Mecachis, qué metedura de pata.

—No, no lo sé.

—A muchas chicas les gusta.

—A mí no.

—Incluso a mujeres casadas…

—Me da lo mismo.

—La señora Baoghal, por ejemplo. La corrijo mañana y tarde.

¿Qué otra cosa me faltaba por oír? ¿Era posible? El estupor era más fuerte que las ganas de reír. Me he quedado boquiabierta. Baoghal se ha aprovechado entonces de la ventaja.

—Aquí, ¿ve? Vamos, Sally, pequeña Sally, déjese hacer. Venga aquí, sobre mis rodillas.

Pero yo continuaba reflexionando. Tantas cosas que una no sospecha. Tantos misterios. Tantos actos ocultos. Tantos secretos. Tantas máscaras. Sentía vértigo. En la lejanía, he oído susurrar a Baoghal:

—Bueno, ¿tengo que ir a buscarla?

Luego he oído el ruido de una silla que se movía y he comprendido que Baoghal se había levantado, juzgando que el momento era favorable debido a mi turbación. Afortunadamente, la razón se ha despertado en mí y me ha aconsejado: «Agárrate bien a la barandilla». Me he levantado de un salto y le he dicho en la cara:

—¡No!

Ya no ha dado ni un paso más. Y yo, dirigiéndome a la puerta:

—¡Señor Baoghal, no se sorprenda si busco otro profesor!

No tenía muchas ganas de cambiar de profesor, pero era preciso marcarse el tanto.

Efectivamente, se ha puesto fuera de sí.

—No, no, Sally. Se lo suplico, nada de escándalos, no diga nada, se lo ruego, quédese, le prometo que no lo haré más, prometido, prometido, pero que quede entre nosotros, Sally. Júrelo y siga los estudios conmigo, usted es mi mejor alumna, el florón de mi corona magistral, se lo ruego, siga siendo mi alumna.

No me mostraba muy convencida. Ha exclamado:

—Además, ¿con quién se iría?

—Con Grégor Mac Connan.

—¡Grégor Mac Connan!

Se ha reído, sarcástico.

—Todas sus alumnas deben pasar por la piedra.

—¿Qué quiere decir?

—Que es un sátiro.

—¿Un chivo?

—Sí, eso.

No lo hubiera creído. Era tan digno y su poesía estaba tan llena de vírgenes sabiamente etéreas y castellanas que nunca cometían adulterio.

—Su hijo podría tomarme las lecciones.

—¿Timoléon? Tim sólo conoce la motocicleta. Apenas chapurrea el gaélico.

—Está O’Cear.

—Aún peor.

Lo sospechaba: un bardo…

—Pues, bien, buscaré a O’Grégor Mac Connan.

—¡Un pederasta!

—¿Y qué significa eso?

—Es difícil de explicar.

—Usted ha hablado sin ambages de su vida conyugal. Estoy preparada para oír cualquier cosa.

—Pues, bien, es un hombre que hace con los hombres lo que se debe hacer con las mujeres.

Otra cosa extraña.

—Un chivo para chivos, ¿no?

—Eso.

He reflexionado y he concluido:

—Con él estaré más tranquila.

—Pero no logrará deshacerse de su mujer.

—¿Por qué?

—Es lesbiana.

—¿Y qué significa eso?

—Una cabra para cabras, como dice usted.

Cada vez más curioso.

Viendo mi titubeo, Baoghal ha declarado con voz solemne:

—Sally, le prometo no importunarla nunca más.

—¿Me lo jura, señor Baoghal?

—Se lo juro.

Parecía sincero.

—Con todo esto —le he hecho observar—, casi ha pasado la hora.

—No le contaré esta clase.

Era natural.

Ya no sabíamos qué decirnos.

Afortunadamente he tenido una idea. Una idea estupenda, lo confieso sin falsa modestia. Ha atravesado la barrera de mis labios incluso antes de que fuera consciente de ello.

—Señor Baoghal, ¿y si me mostrara las obras de la señora Baoghal?

—¿Qué obras? —ha preguntado desconcertado.

—Las que pinta ahí, en esa mesa, durante mis clases.

Como yo había previsto, estaba completamente confuso.

—¡Ah! Las obras que pinta ahí, en esa mesa, durante sus clases.

No sabía qué hacer.

—Ah, sí —prosiguió—, sus miniaturas, sí, sus miniaturas. ¿Las que pinta ahí, en esa mesita?

Estaba hecho un lío.

—¿No podría mirarlas? —le he pedido con mi expresión más pura.

—Claro que sí, por supuesto.

¿Qué otra cosa podía decir? Se ha acercado a la mesita con paso mesurado y ha levantado reverencialmente el papel pintado que cubría los trabajos de la dueña de casa.

Me he acercado. Había tres o cuatro miniaturas terminadas o casi, y dos o tres esbozos. Siempre era lo mismo. Se parecían exacta y escrupulosamente a las que me había mostrado Mève. Es curioso cómo la gente que tiene obsesiones persevera en ellas y se obstina. Cualquiera que fuera el planeta o la nebulosa de la que vinieran, los genios celestes y los puros espíritus de la señora Baoghal parecían, para un ojo tan ingenuo como era el mío en ese momento y pese a sus alitas, simples chivos.

Con el dedo he señalado una de las imágenes y he dicho:

—He ahí uno en el que esa parte del cuerpo me parece de proporciones exageradas.

—Aoah…

—¿A usted no le parece, señor Baoghal?

—Ooah…

—Y este otro me parece realmente demasiado favorecido por la naturaleza.

—Oaoh…

—En cuanto a aquél, debe de hacerse un lío con las piernas, a menos que se la ponga en bandolera.

—Aooh…

—Por fin uno que me parece mucho más equilibrado, aunque haya que reconocer que no lograría pasarla por el ojo de una aguja.

La cara de Baoghal me encantaba. Siendo tan noble se había vuelto estúpida, siendo tan pomposa se había vuelto hipócrita, siendo tan estable se había vuelto frágil. Deglutía mis palabras con estupor, como si, sin que yo lo supiese, hubieran sido oráculos.

—Y ése tiene un buen par —he declarado designando las alas desplegadas de un espíritu tal vez uranista.

—¡Ououououpi! —se ha puesto a aullar Padraic Baoghal, presa de un súbito desenfreno.

Se ha puesto a dar brincos por la habitación, saltando por encima de las sillas (las que no eran demasiado altas) y agitando la cabellera, ya un poco grisácea. Tras haber realizado dos o tres circuitos, se ha vuelto hacia mí manifestando intenciones claramente satíricas. Lo he esperado preparada; una zancadilla elemental me ha permitido enviarlo bailando contra la pared. Como se ha golpeado el cráneo con ese obstáculo, mi agresor se ha derrumbado completamente sonado.

Esta última escena había hecho algo de ruido. Una puerta se ha abierto lenta y tímidamente. El morrito de Mève ha asomado. Tras echar un vistazo en redondo, ha entrado y se ha acercado al supuesto cadáver:

—¿Lo ha matado? —preguntó.

—Claro que no —le he respondido—. Se despertará en cinco minutos.

—Habría sido bath, si lo hubiera matado —ha murmurado.

Me ha abrazado y se ha estrechado frioleramente contra mí. Hemos mirado en silencio al desmayado, ella con una intensidad tal que entreabría algo la boca asomando un trocito de lengua rosa. Se ha dado cuenta de que la miraba y ha alzado los ojos hacia mí. He descubierto en ella tanta ternura y tanto fervor que pronto nuestros labios se se han unido y nuestras lenguas se han mezclado en un beso lleno de moderación. Luego, con mano casta, hemos apreciado mutuamente nuestros encantos respectivos. Mi slip se ha caído púdicamente a mis pies, la manita enérgica de Mève me ha arrastrado hasta un diván y, allí, con los ojos cerrados, he comenzado a experimentar los efectos de la espiritualidad más pura. Al umbrío valle con el arroyuelo tumultuoso ha ido a beber la gata, cuya lengua rasposa se ha obstinado contra una diminuta roca como si quisiera hacer manar un manantial. Por mucho que yo me repetía: «Agárrate bien a la barandilla, agárrate bien a la barandilla», he acabado dejándome llevar, ya que me decía: «¿Qué barandilla, qué barandilla?», y enseguida se ha consumado el milagro, me he fundido en estrellas y he mojado el cielo.

Cuando he vuelto a bajar a Dublín a casa del poeta Padraic Baoghal, una dulce cabeza descansaba entre mis muslos y sus cabellos se mezclaban con los que, por una de esas fantasías particulares de la naturaleza, ornan las muy intimidades femeninas. He pasado lentamente los dedos por la cabellera de Mève, que se ha estremecido. Ha querido enderezar la cabeza, pero se la he inclinado imperativamente y de nuevo he gozado de los púdicos transportes de mi almita (inmortal).

Luego Mève me ha preguntado:

—¿No lo olvidará nunca?

Y he respondido:

—No.

He vuelto a ponerme el slip. Arreglándose los cabellos, Mève se ha acercado a Baoghal, cuya enorme alma (inmortal) debía de vagar por el lado de Tir-na-nOg, el país de los bienaventurados.

—Tal vez habría que despertarlo —ha dicho Mève—. ¿Está segura de que no está muerto?

Yo he respondido:

—Sí.

Le ha dado un puntapié en las costillas. Baoghal ha gruñido.

—¡Qué carroña! —ha dicho Mève.

Yo he respondido:

—Desde luego.

Y he añadido:

—Sólo hay que tirarle agua a la cara.

—¿Le echo una tetera en la cafetera? —ha preguntado Mève.

—No —dije—, sería mejor agua fría.

Ha ido a la cocina en busca de un estropajo grasiento con el que se ha puesto a abofetear la fisonomía de mi maestro. Dos arroyos de lodo le corrían a lo largo de las arrugas, mientras se declaraba una hemorragia nasal: el muy puerco se ha puesto a balbucear y guiñar los ojos. Lo hemos arrastrado hasta el diván en el que Mève y yo habíamos confrontado nuestras sensibilidades y lo hemos instalado allí. Poco a poco ha abandonado Tir-na-nOg y ha alcanzado el estado de embrutecimiento. Parecía reconocerme.

—¿Permite que me retire, señor Baoghal? —le he preguntado respetuosamente.

Probablemente me ha concedido su autorización. Mève me ha acompañado hasta la puerta. Nos hemos abrazado por última vez y, sin intercambiar frases ni palabras, nuestras lenguas se han comunicado entre sí los ardores angelicales de nuestras juveniles almitas (inmortales).

Durante toda la cena no he pensado en nada, sonreía como una idiota. Mary me examinaba con ojos inquisidores. Mamá hacía calceta para papá, que ya ha vuelto.

Por lo demás, papá no ha tardado en retirarse a su habitación (había tomado la de Joël); seguía tan oso como antes y un poco más serpiente.

Después de esperar unos instantes para estar bien segura de que nadie escuchaba detrás de la puerta, les he contado a Mary y a mamá las aventuras de Baoghal. Hemos tenido ataques de risa. Naturalmente no he hablado mucho de Mève, lo justo para resaltar el original método con el que quería hacer salir del limbo a nuestro poeta, lo que le ha producido tales carcajadas a mamá que ha estado a punto de ahogarse. Pero la hermanita se ha mostrado más discreta, parecía suponer cosas.

8 de marzo

¿Soy virgen o ya no?

Tendré que hablar francamente con Mary para saber a qué atenerme.

Más bien me inclino a creer que sigo siéndolo.

9 de marzo

Efectivamente, sigo siéndolo. Mary me ha tranquilizado al respecto, pero se ha burlado de mí. Yo estaba furiosa. No porque tenga la superioridad de no serlo debe adoptar esos aires.

16 de marzo

Todos estos días he pasado buena parte de mi tiempo haciendo recitar a Mary el nombre de los veintidós cantones suizos, de los cuarenta y dos condados ingleses, de los ochenta barrios de París y las mil doscientas islas filipinas.

No debo olvidarme de apuntar que volví a casa de Padraic Baoghal, incluso dos veces; la señora asistió a las clases con la nariz envuelta en gasas, el señor estaba muy calmado y Mève se contentó con decirme: «Hola, señorita… Hasta la vista, señorita».

17 de marzo

Mary ha pasado hoy el examen de correos.

Esperando su regreso, mamá y yo hemos bebido ponche para pasar el tiempo. Papá se había enclaustrado en su habitación a pajearse no sé con qué.

—Ojalá la admitan —repetía mamá mecánicamente—, ojalá la admitan.

—No lo desees demasiado.

—¿Por qué lo dices?

¿Por qué no había de decírselo?

—Si encuentra un empleo, se irá de casa.

Mamá no ha contestado nada.

—Y tú estarás triste.

Por miedo a que no lo hubiera entendido, he añadido:

—Quiere irse en cuanto pueda ganarse el pan. No quiere seguir aquí. Con ése.

Se le oía ir y venir por encima de nuestras cabezas, en el cuarto de Joël. ¿Qué estaría tramando?

—¿Siempre ha sido así?

Mamá ha titubeado y luego ha dicho:

—No. Ha cambiado mucho. Fue ese asunto de las cerillas.

—¿Y no podría ir en busca de otra caja y despejar el panorama?

—Cállate —ha murmurado mamá.

Yo he continuado:

—Por suerte, de todas maneras se ha dado cuenta.

—¿Se ha dado cuenta de qué, hijita?

—Sin duda es eso lo que lo pone triste.

—Pero ¿el qué, Sally?

Comenzaba a irritarme:

—Que ya no pueda palmearnos el culo a su antojo.

—Pero si lo sigue haciendo.

Yo he ironizado:

—¿En el tuyo?

—No, en el de Mary.

Ha abierto la boca de estupor.

—¿Te extraña? —ha proseguido mamá—. En cuanto tú no estás, ella se las arregla para recibir su zurra. En esto, papá y ella se entienden como ladrones.

Ha suspirado:

—Es una chica rara. No entiendo su necesidad de disciplina moral. En fin, espero que la admitan.

Mary ha vuelto, muy contenta, de hecho. Esperaría confiada los resultados. No me atrevía a mirarla. No sabía qué decirle. La cena ha sido sombría. Naturalmente, papá no ha hecho ninguna pregunta. Parecía importarle un rábano lo que pudiera hacer Mary, si entraba o no a trabajar en correos.

Una vez solas en nuestra habitación, me ha preguntado qué me pasaba.

—Tienes cara rara.

—Te vas a marchar cuando trabajes.

—Por supuesto.

—¿Por qué?

—Ya te lo dije. No puedo soportar al pater. Me crispa. Aquí, esto no es vida. Es un fantasma, el tipo. No es un ser humano.

Y ha añadido:

—Cada vez me da más miedo.

—¿Y John Thomas? ¿Vivirás con él?

—Sí. Ya estamos de acuerdo. Nos casaremos. Cualquier día.

Sólo que, mira por dónde, yo no creía que John Thomas existiera.

—¿Estás contenta, entonces? —le he dicho de manera distraída.

—Queda tiempo. De momento, espero los resultados.

—Claro —he asentido con un tono completamente falso.

—En todo caso, la que no parece muy contenta eres tú.

—Sí.

—No. Me ocultas algo.

—¿Y tú?

—¿Yo? ¿Qué quieres que te oculte?

Me ha mirado directo a los ojos.

—No lo sé.

—Te lo cuento todo. Por supuesto, no los detalles que una jovencita como tú no podría escuchar sin ruborizarse y que conocerás por experiencia. Pero, en cuanto al resto, te lo cuento todo. ¿No lo crees?

—Si tú lo dices.

—No pareces convencida.

He permanecido en silencio. Se ha metido entre las sábanas gritándome:

—Qué lata, si tus amoríos con Mève te ponen en este estado, me importa un rábano. ¡Eres una lata, buenas noches!

Para mi gran sorpresa, he estallado en sollozos.

Mary se ha levantado enseguida y me ha tomado en sus brazos.

—Bueno, pavita, ¿qué pasa? Dime lo que pasa.

Sólo conseguía hipar.

—¿Es porque todavía eres virgen y eso te pone triste?

—No es eso —he hipado.

—¿Es porque Mève ya no es amable contigo?

—No es eso —he hipado.

—¿Es porque preferirías tener intimidades con un muchacho que con una chica?

—No es eso —he hipado.

—¿Es porque ya no eres virgen y no te atreves a decírmelo?

—No es eso —he hipado.

—¿Es porque voy a irme?

—No es eso —he hipado.

Y, sin embargo, me daba pena pensar que pronto me encontraría sola en aquella triste casa, entre un bruto y una pobre de espíritu.

—Entonces, ¿qué es? —me ha preguntado Mary—. Explícate. ¿Barnabé, quizá? Hace mucho tiempo que no hablas de él. ¿Qué es de él?

—Tiene paperas.

—De todos modos no es eso lo que te hace llorar.

He empezado a reírme a través de las lágrimas.

—No, claro que no.

—Entonces, ¿qué es?

—Que eres una falsaria.

—¿Yo?

—Sí, tú.

Ya no lloraba.

—Sí. Tú, tú, tú. Eres una gatita hipócrita. Nunca más confiaré en ti.

—Pero, por todos los dioses, ¿qué he hecho?

—Haces que te zurre a mis espaldas.

Me ha soltado y ha ido a sentarse en su cama.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Mamá.

—¡Vaya! Se ha dado cuenta.

—No bromees.

—Y si eso me gusta.

—Querías que te defendiera. Y hace un rato me has contado que me lo cuentas todo.

—Sí, te lo he contado todo, salvo los detalles.

—¿Y eso es un detalle?

—Sí. Mis placeres íntimos y personales están entre paréntesis. No tengo que darte detalles al respecto. No quisiera ruborizar a una virgen.

—¡Bonita excusa! Como si siempre hubieras sido tan discreta.

—¿Y tú? ¿Nunca te olvidas de alguno de tus pequeños placeres personales, cuando me hablas de ellos?

Evidentemente, en eso tenía que mentir un poco.

—Jamás —he respondido.

—¿Jamás?

—¡Jamás!

La he mirado directo a los ojos, no era tan difícil, ella había hecho lo mismo.

—¿Y ese placer personal que consiste en restregarse contra una estatua, ya me has hablado de él?

Me ahogaba.

—Dime —añadió Mary melosamente—, dime, ¿me has hablado del placer que se siente al pegarse contra un macho de mármol?

¿Cómo podía saber eso? Le he mostrado mi sorpresa al preguntarle:

—¿Cómo puedes saber eso?

—Entonces, ¿es verdad?

—¿Cómo puedes saber eso?

—No estaba segura del todo. El padre de John Thomas se lo dijo. Su padre es guarda en el museo. Paseaba con John cuando te vio, tú estabas conmigo, se lo contó todo a su hijo y éste me lo contó a mí; naturalmente, no sabe que John me conoce. Divertido, ¿no?

—Muy divertido.

¿Cómo habría podido negar que no fue muy divertido?

—Y —he añadido—, ¿hace mucho que te enteraste de eso?

—Quizá algo más de un mes.

Así que, desde hacía algo más de un mes, sabía eso sobre mí, y había continuado siendo la misma ante mis ojos. Igual que desde hacía más de un mes se refocilaba de placer con las hazañas de nuestro general O’Durakin, sin que yo hubiera notado en ella el menor cambio.

—Entonces, ¿es cierto?

—Oh, ¿sabes?, sólo me ocurrió una vez.

—Debía de preocuparte el asunto.

—Para mí, es algo del pasado —he dicho distraídamente.

—Mève es mejor, desde luego.

No sé si había ironía en esta frase; en todo caso, no he reaccionado. Me he quedado allí, petrificada. Petrificada como una estatua de sal.

—Bueno —ha dicho Mary—, deberías acostarte y dormir.

Me he acostado y he dormido.

18 de marzo

Los singulares gustos de Mary, las indiscreciones del viejo Thomas, esos misterios, esas coincidencias, todo me parece bastante inverosímil. Ya no sé quién lo dijo, pero la vida se muestra a menudo mucho más extraña que una novela. Es un problema que deberé afrontar cuando escriba la mía: ¿hay que ser más o menos increíble que la realidad? ¿Hay que cargar las tintas o proceder con cuentagotas? ¿Hay que endurecerse o ablandarse? ¿Hay que meter o sacar? ¡Ay, mierda! ¡Qué difícil es el arte!

20 de marzo

Sólo veo a Mève el cortísimo tiempo que media entre el momento en que me abre la puerta y aquél en que penetro en el despacho de Baoghal. Hoy, en el corredor, he intentado agarrarla para estrecharla contra mí. Amablemente. Pero me ha rechazado.

25 de marzo

Barnabé sigue con paperas. ¡Qué tarugo!

28 de marzo

Divisado Tim y su moto. En el portaequipajes, estaba Pelagia. Vaya…

Es verdad que ya no veo a nadie en este momento. Ni Pelagia ni ningún otro u otra. Tal vez toda la ciudad sabe que hago excentricidades en el jardín del museo.

2 de abril

Sí. ¿Y si toda la ciudad lo supiera? Sin embargo, nadie se burla de mí cuando paseo. Más bien me miran con simpatía y los señores se esfuerzan siempre en darme muestras de ello. En misa (voy cada vez menos) o en el tranvía, es raro que no me pellizquen las nalgas dos o tres veces.

5 de abril

He descubierto que odio a Mary.

Ha ocurrido durante la cena. Por una vez, papá peroraba. Había leído en el periódico el relato del linchamiento de un negro, y lo había sublevado. Cuando se trata de atrocidades, es inagotable. Eso lo excita y parlotea como una comadre. A mí me importan un comino esas historias; si cree que me impresiona, se equivoca de medio a medio el general O’Durakin. He mirado a Mary: tampoco parecía hacer mucho caso a las palabras del chiflado. Después de la escena del otro día, apenas hemos intercambiado confidencias o, más exactamente, no hemos intercambiado en absoluto. La he mirado y me he preguntado si seguiría manteniendo relaciones infantiles y justificadoras con su padre. De repente me han venido a la memoria las revelaciones de Baoghal sobre su vida conyugal, y ese paralelismo, esa semejanza entre la señora Baoghal y Mary me han escandalizado. Me he puesto a detestarla.

Ojalá que pase las oposiciones y se vaya. Que se vaya rápido.

8 de abril

Carta corta, pero encantadora de Michel Presle. Me dice que tal vez irá a Irlanda este año. Estoy muy confusa. Ahora, con todo lo que sé, si me encontrara a solas con él, ¿qué haría? ¿Qué haría él? ¿Qué me haría él? ¿Y qué le haría yo? ¿Qué nos haríamos? Quizá horrores, como besarnos la punta de la nariz o entrelazar los dedos.

Pero deliro.

9 de abril

También me ha enviado, adelantándose un poco a mi cumpleaños, algunas revistas francesas de moda. Las he hojeado con melancolía. Qué extrañas me parecen esas mujeres francesas con sus múltiples preocupaciones: los barrillos, las revistas, las permanentes, el sudor de las axilas, la forma de las pestañas, el maquillaje bicolor de los pezones, las vitaminas de la zanahoria, la gimnasia matinal, ¿hay algo en lo que no piensen? ¡El tiempo que deben de perder con todo eso!

Hojeo, hojeo, desvarío, me siento tentada y luego no me siento tentada. No me veo comprando una cotilla o haciéndome rizar el cabello. Permanezco como soy, natural: zapatos planos, calcetines o medias de algodón enrolladas por encima de la rodilla, un slip, nada de sostén (ah, no, mientras lo escribo con la mano derecha, me acaricio los pequeños senos con la mano izquierda); una falda muy corta y un pulover (aún no hace mucho calor) muy ajustado.

12 de abril

Mary y yo fuimos a ver a Joël. Se mudó de encima del comerciante de despojos y vísceras y vive algo más lejos, cerca de Harberton Bridge, esta vez en un callejón en el que ni siquiera hay comerciantes de lo que sea. Una rata sarnosa se acicalaba en el umbral de una casucha. Recibimos el contenido de un orinal casi en la cabeza, habían apuntado mal. Al final llegamos, en el culo del callejón sin salida, a una especie de barracón verdoso y carcomido en el cual habían escrito con tiza esta frase: Joël Mara, especialidad en botones sin perforar de hueso natural de gato, conejo o gorrión, a elegir. Mangos para cuchillo de fémur de ternera puro. Sólo por encargo: tiran tes para calcetines de cartílago de cerdo.

Entramos bajando la cabeza. En medio de esqueletos más o menos desarticulados de pequeños animales, nuestro hermano roncaba. Al fondo, un bebé gimoteaba suavemente y percibimos en la sombra a Mrs. Killarney, que dormía con un sueño casi silencioso.

Nos costó mucho despertar a Joël, que necesitó un buen cuarto de hora para reconocernos. Nos señaló unas cajas que podían servir de silla y enseguida nos ofreció güisqui.

No quisimos contrariarlo de ninguna manera.

—¡Eh, Killarney! —gritó—, una botella y vasos.

Mrs. Killarney dio un salto espasmódico y, con los ojos apenas abiertos, se dirigió hacia la puerta con la precisión de una sonámbula. Desapareció como una flecha, pues probablemente conocía una fuente de aprovisionamiento de alcohol.

Joël parloteaba:

—He dicho «vasos» porque es increíble la facilidad con que se rompen los vasos. Yo me sirvo de los pedazos para tallar y pulir mis botones, porque naturalmente no tengo con qué comprar las pequeñas herramientas necesarias. En fin, no me quejo, el comercio no anda mal, pero tengo un trabajo terrible; lo que interesa sobre todo a la clientela son los botones con agujeros, y hacer los agujeros es tela marinera, ¿verdad, hermanitas?

Asentimos.

—¿Y vosotras cómo estáis?

—Ella sigue estudiando gaélico —dijo Mary—, ha progresado mucho.

—Ella se presentó a las oposiciones —añadí—, y ahora espera los resultados.

—Se sabrán el 16 de abril —dijo Mary.

—Vaya, es el día de tu cumpleaños —observó Joël con una presencia de espíritu que no me esperaba.

—Justamente hemos venido a invitarte para ese día.

—Muy amables, os lo agradezco.

—Con Mrs. Killarney y la pequeña, por supuesto —añadí.

—Gracias, os lo agradezco, estoy muy conmovido.

Comenzaba a tener la voz hipócritamente tierna de los borrachos.

—Esto hay que regarlo —sugirió—. ¡Killarney! Una botella y vasos.

—Aún no ha vuelto —le hice observar.

—Es terrible la facilidad con que se rompen los vasos, afortunadamente me sirvo de los pedazos en mi trabajo…

En ese momento, Mary, poniendo los ojos en blanco, se desmayó. La recibí en mis brazos. Joël no hizo ni un gesto.

—¿Está embarazada? —preguntó con indiferencia.

—Más bien es el olor —respondí.

En cierto sentido, allí olía menos mal que las emanaciones de las vísceras, pero era más desalentador. Por fortuna, Mrs. Killarney regresó con una botella (llena) y vasos. Un buen trago reanimó a Mary. Joël seguía con su idea:

—¿Estás embarazada?

—Es poco probable —contestó Mary.

—¿Cómo lo hace? —le preguntó Mrs. Killarney.

—Ah, ¿sabes? —le dijo Joël, descubriendo de pronto su existencia—, estamos invitados a cenar en casa de mis padres para el cumpleaños de Sally.

—Nunca me atrevería a ir —dijo Mrs. Killarney.

—Se lo rogamos —dije.

—¿Vuestro papá está de acuerdo?

—¿Quién? —preguntó Joël—. ¿Su papá?

—Sí, ya sabes que papá volvió.

—Es verdad, Dios mío. Estará allí, el muy cerdo.

—Os reconciliaréis —dijo Mary.

—Me da igual —dijo Joël.

—Por darnos gusto —dije.

Hizo como si pensara.

—¿Habrá una buena cena? —preguntó.

—Mamá te cuidará —dijo Mary.

Se volvió hacia Mrs. Killarney.

—¿Qué te parece, Salomé mía?

—Hace tiempo que no nos damos una buena panzada —observó objetivamente Mrs. Killarney.

—¿Y estáis seguras de que el padre está de acuerdo?

—Seguras.

—Pues, bien, iremos.

Vaciamos la botella en honor de la reconciliación futura, incluso Salomé (la niña) tuvo derecho a humedecerse los labios, y nos despedimos alegremente, aunque a Joël le entristecía que no nos quedáramos para liquidar otros frascos que llegarían gracias a la habilidad de Mrs. Killarney.

Al volverme para lanzar una última mirada a la repugnante covacha que abrigaba a Joël, me pregunté si seguiría escribiendo poemas.

13 de abril

No odio tanto a Mary. Pero deseo que pase las oposiciones y se vaya. O bien ser yo la que me vaya.

15 de abril

Barnabé me esperaba después de la clase en casa de Baoghal. Mève sigue insensible a mis gestos amables; no entiendo nada. Una vez más, ese día —hoy— quise depositar un beso en su frente marfileña. Me ha apartado con una mano encantadora pero firme. Eso me ha irritado. Porque deseaba ardientemente reanudar así las amabilidades que terminaron en una felicidad total. Mève no quiere, sin duda teme a Baoghal, o a la señora. Sea lo que fuere, su rechazo me ha irritado. Barnabé me esperaba.

—Bueno —le he preguntado—, ¿y esas paperas?

—Estoy curado —ha respondido con una sonrisa estúpida.

—No le ha deformado mucho la fisonomía —he observado, examinándolo con ojos críticos.

Se ha sonrojado.

—¿Y usted, Sally, cómo está?

—No, no le ha deformado mucho la facies. ¿Duelen las paperas?

—Eh… un poco…

—¿En qué consisten exactamente?

—Duelen… las orejas…

—No es para sentirse orgulloso.

—No… evidentemente…

—¿Y en los pequeños test?

—No lo entiendo. No sufrí ningún examen psicológico.

—Yo tampoco —he contestado.

¡Qué pelmazo, el pobre adorador!

—De hecho —he añadido—, ¿cómo se llama esa enfermedad en que las orejas se caen a pedazos?

—No lo sé…

—Las suyas parecen tocadas…

—¿Usted… usted cree?

—No lo creo, lo veo. En todo caso, he tenido mucho gusto en saber de usted.

Y le he dicho hasta la vista.

16 de abril

Esta mañana, he deseado ardientemente que Mary hubiera cateado su examen. Así. Una idea.

Mi deseo no se ha cumplido. La han admitido.

¡Qué contenta puede estar! Es natural.

No tendrá más su correctivo paterno cotidiano, sino a su John Thomas para toda la vida.

Como ella dice.

Echará de menos, tal vez, su cotidiana azotaina paterna. Es su problema.

Hoy cumplo diecinueve años.

En vano.

Son las cinco de la tarde. Dentro de un rato haremos una comilona de miedo para celebrar mi cumpleaños.

Me siento turbada.

No a causa de la comilona.

A causa de nada.

Si me topara con un tipo cualquiera, creo que le tiraría de las orejas. Y el paf. No, el pif. ¡Qué lengua tan difícil es el francés!

La lengüita rosada de Mève.

La mano de Tim.

La brayeta de Barnabé.

La rigidez de las estatuas.

¡Ah, nostalgia, nostalgia!

Agárrate bien a la barandilla, como me digo. Agárrate bien a la barandilla.

17 de abril

Esperamos un rato al hermanito, su concubina y su vástaga; acabaron llegando rodeados de una especie de halo etílico casi fluorescente. Joël y papá se entregaron al alcohol. Papá se había compuesto un morro amable, más o menos el del traidor inveterado de un pésimo melodrama. Mrs. Killarney fue recibida con un montón de honores, y el bebé llorón con risitas. Felicitaron a Mary por su éxito. Mamá, radiante, se bebía mecánicamente todos los vasos de la concurrencia. Nadie pensaba mucho en mi cumpleaños.

Después de habernos soplado a chorros una botella de Ricard 45 grados enviada por M. Presle y recibida justamente la misma tarde, nos instalamos alrededor de la mesa y Bess comenzó a servir la cena compuesta por, lo digo enseguida, arenques al jengibre (me encantan), beicon con col, un disco de queso cocido de un quintal y una tarta de algas adornada con diecinueve velitas.

Desde el comienzo, la conversación fue especialmente convencional, de una desalentadora banalidad.

—Bueno —le dijo mamá a Mrs. Killarney—, ¿está contenta de mi gallito?

—¡Dios! —respondió Mrs. Killarney—. No sabe lo ardiente que es, lo ardiente que es. ¡A una mujer de mi edad eso le cansa, señora!

¿Ardiente para qué? ¿Para pulir los botones?

—¿Y tu mancebo? —le dijo Joël a Mary—. ¿Estás contenta de sus servicios?

—Sacúdetela solito en un rincón —respondió Mary de buen humor— y deja flotar las cintas de la pequeña.

¿Sacudir qué? ¿Mangos de cuchillo?

Papá, muy alegre, intentaba interesarme en diversas cuestiones, tales como la clasificación de las ejecuciones capitales según los grados de longitud o la indiferencia de las cocineras ante la desdicha de los animales que tienen a su cargo.

Sin duda, la velada hubiera transcurrido normalmente, es decir que hacia las dos de la mañana Joël y papá, completamente reconciliados, habrían caído uno en brazos del otro en medio de tiernos clamores; digo, pues, que sin duda la velada hubiera transcurrido con normalidad si, a la altura del beicon con col, Joël no hubiera advertido la existencia de Bess.

—¿Y tú sigues aquí? —le dijo bruscamente.

No sé qué mosca más o menos cantárida le había picado, ya que nadie le hacía caso a Bess, al parecer, ni siquiera papá, ni tampoco Joël cuando vivía aquí. La cuestión es que acompañó las palabras antes consignadas con una afectuosa palmada en la grupa. Ese gesto familiar y tal vez tierno exaltó la timidez de la cría a tal punto que derramó lo que quedaba en la fuente de col en la cabeza de mamá. Mamá tenía buen carácter en la calabaza y, esa noche, estaba particularmente eufórica debido a la grrrran reconciliación familiar. Encontró el incidente particularmente divertido y se desternillaba de risa recogiéndose a lo largo del rostro los trocitos de legumbres que le habían caído. Nosotros compartimos ruidosamente su comprensible hilaridad cuando papá, no sé por qué razón, se levantó calmadamente y se dirigió hacia Bess, que, lanzando un grito de terror, saltó hacia su cocina; pero papá, moviéndose con precisión, ya se encontraba delante de la puerta cuando ella llegó; sólo tuvo que recibirla. Sus intenciones, todos lo comprendimos enseguida, eran claramente correccionales. Joël intervino. Con voz de melodrama sobre el que hubiera llovido ginebra, declaró que le correspondía al hijo castigar los insultos proferidos a su madre y, tirando de Bess por un brazo, la arranca de la garra paterna. Papá, recuperando el otro brazo, responde que le corresponde al esposo infligir la sevicia a quien cubre de salsa a su esposa. Bess oscila a derecha e izquierda. De pronto, Mary se levanta y declara que se opone a todo castigo; toma a Bess por la cintura y la libera de sus perseguidores. Estos lanzan gritos de furia y recuperan su presa. Mrs. Killarney se lanza a chillar que le corresponde a su terroncito de azúcar el azotar a la fámula, mientras que mamá, de repente furiosa, pretende que nadie más que su fulano le pondrá la mano encima a esa niña, respecto de la cual, por lo demás, ella se siente responsable moral. Yo admiro la facilidad con que toda esa gente toma partido y me pregunto en qué campo voy a alinearme, si no descubro una cuarta opción para mí, cuando comienzan las hostilidades.

Son los asesores hembras quienes inician el combate. Mamá embadurna el rostro de Mrs. Killarney con los trozos de col recuperados, mientras Mrs. Killarney responde con un tortazo que no alcanza su objetivo y va a pulverizar un plato sucio. Mary, con un puntapié en la espinilla, hace soltar la presa a Joël, pero papá, agarrándola por las greñas, la envía chiflando contra el aparador, donde se hacen añicos algunos vasos. Bess lanza unos gritos lamentables y Mrs. Killarney, que se ha cortado la mano al atacar nuestra vajilla, da saltitos de dolor profiriendo juramentos. Mamá, aprovechando su ventaja, le percute el ombligo con una botella de salsa inglesa. Mrs. Killarney se derrumba. Para anexarse a Bess de nuevo, papá quiere romperle la cabeza a Joël con una jarra, pero sólo consigue llenar de trozos de vidrio la fuente de beicon. Mary vuelve al asalto, armada con el cascanueces; atrapada entre los dos brazos de este instrumento, la nariz de papá comienza a mear sangre. Mamá, que se ha caído encima de Mrs. Killarney, le golpea rítmicamente el melón contra el piso. Aprovechando que papá, para liberarse, le hace cosquillas a Mary bajo los brazos, Joël arrastra a Bess a la cocina y se encierra con ella. Nos abalanzamos contra la puerta, le damos puntapiés, la sacudimos. Está cerrada a cal y canto. Hay que volver a la calma.

Mamá levanta a Mrs. Killarney, la instala en una silla y le ofrece un cordial. Luego ponemos más o menos las cosas en su lugar, agrupamos los restos en un rincón y nos reinstalamos en la mesa esperando que pueda continuar el servicio. Descubrimos entonces que Salomé, caída al suelo durante la algarada, ha sido ligeramente pisoteada: igualmente le hacen ingurgitar un cordial. Papá sirve una ronda de güisqui para disminuir las palpitaciones y regularizar la respiración.

Al otro lado de la puerta se oyen sonidos variados: gemidos, jadeos, tímidas protestas seguidas de asentimientos exaltados. Pero ahora ya sé aproximativamente de qué va la cosa, adivino un poco lo que sucede, soy una chica mayor casi experta. Y siento una gran satisfacción al poder seguir con bastante exactitud la conversación que se entabla.

—Con tal de que no haga otro niño —murmura mamá con expresión de fastidio.

—No todas las veces se consigue —observa Mrs. Killarney con aire muy pretencioso.

—Hacen un ruido… —refunfuña Mary, que parece muy irritada.

—La pequeña tendrá su castigo de todos modos —declara papá con aire de faltarle aire.

Las manifestaciones vocales de Bess y de Joël alcanzan tal intensidad que la puerta vibra con ellas. Mary, que ha cruzado las piernas, araña la mesa espasmódicamente, echa la cabeza hacia atrás y suspira. En cuanto a mí, hace mucho que comparto discretamente las mismas emociones.

Luego, bruscamente, silencio.

Un gran silencio.

Se oiría un gato bebiendo leche.

—Ah —dice mamá—, podremos seguir.

—Sí —asiente papá—. Comienzo a tener hambre. Tanto más cuanto que el beicon está jodido.

—Hay un disco de queso cocido de un quintal —dice mamá.

—¿Sigue comprándolo en la misma tienda de Hatch Street? —pregunta Mrs. Killarney.

—Sí —responde mamá.

—Entonces me voy a chupar los dedos —dice Mrs. Killarney.

Mary, colorada, mira fijamente el pequeño resplandor que flota sobre su güisqui. Por mi parte, no estoy menos conmovida. Alza la vista y nuestras miradas se cruzan: no saben muy bien lo que quieren decirse. Pero las dos nos sobresaltamos: en la cocina se reanuda el jaleo.

—¡Ah, no! —grita papá, dando un puñetazo en la mesa—. Ya basta. Yo quiero comer.

—¡Qué le vas a hacer! —dice mamá—. Son jóvenes.

—Conmigo no pasó nunca —observa Mrs. Killarney en un loable esfuerzo de objetividad.

Pero de nuevo me sobresalto. Llaman a la puerta. Inquietud general. Vuelven a llamar, con más energía. Digo:

—Yo voy.

Y fui.

Eran dos polis: uno, Kirkgoe, muy conocido en el barrio; al otro no lo había visto jamás. Fue éste quien habló:

—Bueno, ¿y…? —preguntó con tono importante.

—Bueno, ¿qué?

—Los vecinos se quejan.

¡Los vecinos! Me puso furiosa escuchar aquello: ellos, que no paraban de juerguear desde Año Nuevo hasta la San Silvestre cuando las cosas iban bien, y de pelearse desde la San Silvestre hasta Año Nuevo cuando iban mal.

—¿Qué quieren los vecinos?

—Aquí han ocurrido cosas graves.

—Tonterías.

—Incluso se ha podido cometer un crimen. Es lo que dicen.

—Mentiras.

—¿Me permite echar una ojeada?

Me apartó con el brazo y entró, seguido de Kirkgoe, cuya mímica me hizo comprender que él no habría sido tan exigente. Desde luego, tendría que haberle pedido su permiso de caza, como se hace en las novelas policíacas, pero ya estaba en el comedor. Troté tras él y lo encontré interrogando en términos análogos a mamá, que como de costumbre respiraba inocencia; a Mrs. Killarney, que para ocultar la mano apretaba a Salomé en sus brazos con un gesto trágico y ofuscado; y a Mary, que mordisqueaba tímidamente la orilla de su falda, lo que le permitía al poli admirarle las piernas hasta el ombligo. El susodicho poli, por lo demás, no le prestaba ninguna atención; sin duda un marica, en todo caso un cerdo, porque, pese a nuestras unánimes negaciones, el montoncito de vajilla y vasos rotos del rincón y las manchas de sangre esparcidas por todos lados, perteneciente bien a papá (¡vaya!, ¿dónde se habría metido?) o bien a Mrs. Killarney, le sirvieron de base para llevar a cabo una investigación más detallada. ¡Qué pelmazo! Se hubiera dicho que tenía ganas, a toda costa, de que hubiéramos matado a alguien. Por mucho que lo tranquilizáramos, nada que hacer. Finalmente, perplejo, decidió callarse; y como nosotros no teníamos ganas de charlar, se hizo el silencio.

Entonces se escuchó lo que ocurría en la cocina.

—Bueno, ¿y eso qué es? —preguntó el policeman frunciendo el ceño.

—Es nuestra criadita que desuella una anguila —respondió mamá con un rictus de primera comunión.

—¿Viva?

—Así es mejor.

—Pero ¡eso va contra los principios de la Sociedad Protectora de Animales!

En ese momento la vocecita de Bess suplicó:

—Así no, me haces daño.

El policía importante miró a Kirkgoe a los ojos con expresión severa y le dijo tímidamente:

—Debemos intervenir.

Como no habían traído consigo sus O.D.A.,[2] se contentaron con espolvorear la cerradura con balas de revólver y la clavijita saltó. La puerta se entreabrió y divisamos a Joël sacando del horno la tarta de algas y a Bess quemándose los dedos al querer ayudarle.

—Excusen —dijeron los polis reconociendo su error.

Tras un cierto número de frases corteses y un número aún más cierto de cubiletes de güisqui, los representantes de la ley se largaron y pudimos instalarnos alrededor de la tarta adornada con diecinueve velitas en mi honor.

—Con todo esto —observó papá haciendo su reaparición—, no probamos el quesorrón.

—No nos hagas cagar —le replicó mamá con mucha amabilidad.

Apagué las velitas de un solo soplido y la fiesta siguió hasta las seis de la mañana. Acabo de relatarlo. Ahora, a la cama.

Sola.

18 de abril

Mary ha sido destinada a la oficina de correos de Gyleen. Gyleen se encuentra cerca de la desembocadura del Lee, a la entrada del puerto de Cork, no muy lejos del faro de Roches Point. Esperaba que la destinaran a Dublín para estar con su

John, aunque no le importa, prefiere largarse. He ido a acompañarla a la estación. Al volver, me he enterado de que Bess ha desaparecido.

20 de abril

Hoy estaba invitada a uno de los tés anuales de Mrs. Baoghal. Numerosas preocupaciones me ensombrecían la frente, por lo que no he tenido necesidad, como antes, de hacer una pausa en casa de la tía Patricia para armarme de valor. He encontrado —en casa de Mrs. Baoghal— a Padraic y Barnabé, naturalmente, y a Mève, siempre tan reticente, y a la señora misma, cuya nariz comenzaba a parecer un colador. Asimismo, me he encontrado —siempre en casa de la señora Baoghal— con Connan O’Connan, Grégor Mac Connan, Mack O’Grégor Mac Connan, todos ellos poetas, con sus esposas y sus hijos e hijas, George, Phil, Irma, Sarah, Tim, Pelagia, Padraic e Ignatia. También estaban O’Cear, el bardo-druida, y su mujer con sus cuatro hijos, así como Mac Adam, el filósofo primitivista, con Mrs. Mac Adam y sus hijos: Abel Mac Adam, Caín Mac Adam y las dos hermanas Mac Adam, Beatitia y Eva, las que daban parties a las que, hasta la fecha, nunca había sido invitada, pese a que ahora ya sé bailar, o algo por el estilo; pero cómo iban a saberlo si, hasta la fecha, yo había ocultado celosamente mis talentos y además me habría sentido muy cohibida de exhibirlos ante un público, siquiera restringido.

No había ningún señor francés.

Barnabé se me ha acercado.

—¡Ah, vaya! Usted por aquí —le he dicho.

—¡Qué hermosa está, Sally! —ha murmurado con una voz temblorosa pero convencida.

—¿Qué le sucede?

—La encuentro encantadora, Sally. Y su vestido le sienta muy bien.

Hay que reconocer que no me caía mal: amarillo paja con una siembra de cangrejos color pistacho. También me había puesto medias, las mejores que tengo, las de algodón que sólo tienen dos remiendos.

—¿No quiere que un día de estos vayamos al cine? Greta Garbo está en el Palladium.

—Será muy caro el Palladium.

—Yo la invito, Sally, yo la invito.

¿Estaría dispuesto, pues, a hacer locuras por mí? He decidido alentarlo un poco, pero no demasiado para comenzar. Le he dicho, bajando la vista lo mejor que he podido:

—Me alegra mucho que ya no tenga paperas… Y además, ¿sabe?, a sus orejas no les pasa nada… Incluso son muy bonitas.

Se ha sonrojado, radiante, y ha adoptado la cara de alguien que prepara un cumplido. Pero de repente me he interesado por O’Grégor Mac Connan, que pasaba junto a nosotros; recordando lo que me había dicho Baoghal, le he preguntado a Barnabé en el tubo del oído (y mi aliento cálido penetrando en aquel orificio parece estremecerlo de placer):

—¿Es verdad que O’Grégor Mac Connan es un pederasta?

—Oh —ha dicho Barnabé.

Y ha retrocedido un paso para contemplarme atentamente.

—Oh —ha dicho de nuevo.

—Le he hecho una pregunta —le he advertido con cierta irritación.

Y ha continuado observándome con tanta perplejidad como si yo fuera una inscripción en caracteres oghámicos. Con la gravedad de un druida recolectando malvavisco, ha alzado un dedo hacia el techo y me ha preguntado solemnemente:

—¡Sally! ¿Conoce el sentido de la palabra que acaba de emplear?

—¿Cuál? ¿Pederasta?

—¡Oh!

Y la mano que tendía el índice hacia el cielo se ha posado sobre su frente con un gesto de desesperación.

—Sí, ésa —ha añadido—. ¿Conoce usted realmente su sentido?

—¿Cree que hablo sin saber lo que digo?

A veces me pasa, pero no era momento de entrar en detalles.

—¿Conoce usted su sentido, sí o no?

—Sí.

—Entonces —ha susurrado—, dígame qué quiere decir exactamente.

¿Lo ignoraba o era un desafío? Ese imbécil me desconcertaba.

—Dígamelo, Sally —ha suplicado.

¿Se burlaba de mí? No me habría gustado mucho. Tras reflexionar unos segundos más, al fin le he dado la explicación de la cosa:

—Un pederasta es un señor que hace a otros señores lo que yo le hice a usted en el cine, el día en que fuimos a ver la película de Jean Harlow.

Pues yo ya adivinaba lo que había sucedido aquella vez, pese a que algunos detalles me parecían necesitar aún aclaraciones.

De todos modos, había bajado los ojos al comunicarle lo esencial de mi saber sobre la cuestión de los pederastas. Cuando los he alzado, Barnabé había desaparecido. Alguna imperiosa obligación de higiene o de cortesía debe de haberlo alejado de mí, sin duda.

Entonces ha anunciado la sesión de psiquismo y cada cual ha empezado a instalarse alrededor de la señora Baoghal, que llevaba un vestido de crespón romano rojo con incrustaciones de encaje violeta. Las mangas eran muy ajustadas a partir del codo. Cada cual en su sitio, y Baoghal pide que apaguen las luces y corran las cortinas. La listilla en que me he convertido comprende muy bien ahora que la oscuridad no es sino un pretexto para palpar el traje del vecino y ver si la tela es suave.

Estaba sentada, por casualidad, entre el poeta Mac Connan y Abel Mac Adam, el hijo del filósofo primitivista. Digo «por casualidad» porque no conozco a ninguno de los dos y porque ninguno ha parecido prestarme la menor atención. Sin embargo, en cuanto se han asegurado del anonimato (un anonimato de avestruz), me han plantificado la mano en el muslo. Eso no se correspondía en absoluto con mis intenciones; yo no había ido allí para fútiles bagatelas, sino para dilucidar dos puntos teóricos que aún me parecían oscuros. Utilizando mi método habitual, pues, he puesto en contacto las dos manos, que se han retirado a toda velocidad, y a continuación he podido proseguir mis estudios.

Al comienzo dudaba entre Mac Connan y el hijo Mac Adam. Finalmente he pensado que era preferible elegir a un tipo joven y vigoroso, en quien los fenómenos se presentan, probablemente, con más nitidez y rapidez (la sesión no se eternizaría) que entre individuos algo más desgastados por la edad. He decidido, pues, trabajar a Abel.

Con voz descentrada, la señora Baoghal se ha puesto a proferir sonidos de extrañas pretensiones que supuestamente eran los de una lengua marciana algo arcaica, aunque cerca de ella se materializaba un delgado fantasma, cuya semejanza con Mève era tan evidente que ninguno de los fieles podía pensar en una superchería. Por mi parte, he constatado que la tela del pantalón de Abel era un poco áspera, un tuid local, sin duda. A continuación he hecho algunas observaciones de alcance general sobre los diferentes modos de cierre en la ropa de hombre y de mujer; es evidente que el hombre prefiere la botonadura y la mujer el nudo.

Pero eso no me ha desviado de mis preocupaciones esenciales. Estaba muy decidida a fijar mis ideas de manera definitiva sobre distintos aspectos contradictorios de lo que en ese momento tenía en la mano. De entrada, he podido constatar que determinados objetos naturales presentan modificaciones de volumen y de consistencia infinitamente más rápidas que las que convierten un envoltorio de tafetán en un dirigible. El ejemplo está mal empleado, pues por lo que respecta a la consistencia, la del objeto de mis atentos estudios era infinitamente más rígida que la de ese periclitado medio de transporte que es el globo. Gracias a una serie de presiones delicadas he verificado, además, que la rigidez era idéntica en todos los puntos, y luego, procediendo a una fricción rítmica, he intentado averiguar si no era posible otorgarle una extensión aún mayor a lo que en un principio yo había tocado en estado de miniatura. Pese a mi aplicación, no he logrado ningún resultado apreciable, aunque para confirmarlo, no disponía ni de cinta métrica ni de compás.

Ansiaba alcanzar el segundo punto teórico que seguía en suspenso, aunque el contacto de lo que empuñaba, a la vez tibio y suave, era más bien reconfortante. Por lo demás, habría hecho mal impacientándome, pues he sentido como si un torrente naciera en mi palma, surgiendo a la manera de un géiser y derramándoseme entre los dedos. Luego se han producido modificaciones de volumen y de consistencia en un sentido exactamente opuesto al que había llevado a la crisis, y he abandonado en su nido pantalonesco una cosita no muy grande, húmeda y temblorosa.

A continuación he pasado al estudio químico de la sustancia que acababa de extraer, utilizando para ello, naturalmente, tan sólo procedimientos de análisis cualitativo bastante someros, es decir, me he limitado a examinar el olor, el sabor, la fluidez, la solubilidad, etc. Pese a la oscuridad, el color me ha parecido blanquecino, pero no por eso era leche. Tal como había sospechado, aquel producto de la actividad humana era radicalmente diferente de todos los que había conocido hasta entonces, y de una naturaleza absolutamente original. He sentido tal alegría al ver confirmadas así mis hipótesis que enseguida he descubierto que podía intentar una nueva experiencia, concerniente esta vez a las posibilidades de reviviscencia. Me he entregado a la tarea, pues, pero para mi gran decepción se ha hecho la luz antes de que yo hubiese obtenido un resultado del todo satisfactorio. Nuestros vecinos se han levantado y me he dado cuenta de que Padraic Baoghal, que estaba delante de nosotros, había sido salpicado por nuestras primeras experiencias. Abel Mac Adam se ha precipitado con su pañuelo para limpiarle la espalda. Baoghal se ha dado la vuelta furioso y ha gruñido: «¿Qué hace?». Me he puesto a reír estúpidamente.

21 de abril

Esta mañana llaman a la puerta. Voy a abrir. Otra vez los polis. Sin embargo, todo estaba muy tranquilo en casa. Uno de ellos no era otro que el recién llegado del otro día; el otro, aún más inédito, llevaba con desahogo un traje civil.

—Es su hermana —le ha dicho el primero al segundo.

—¿Su madre está en casa? —me ha preguntado éste.

—Sí.

—Quisiéramos verla.

Me han seguido. En el corredor, han sido muy correctos conmigo. Les he abierto la puerta del comedor, donde mamá tejía calcetines. Les ha hecho una gran sonrisa. Ellos se han instalado.

—Ofréceles un vaso de güisqui a estos señores —ha dicho mamá.

—Había otra hermana —ha observado el primer policía.

—Ahora vive en Gyleen —ha dicho mamá.

—¿Ha tenido noticias de ella últimamente?

—Nos envía un telegrama todos los días. Como comprenderá, no le cuesta nada, trabaja en correos.

—¿Y cuándo recibió el último?

—Esta mañana.

—¿Cuándo se fue?

—Anteayer.

Ha mirado a mamá con una expresión profunda. Luego ha añadido:

—¿Y su joven criada?

—¿Bess?

—Sí, la joven criada que estaba aquí el día que armaron todo aquel alboroto.

—¡Oh! —ha protestado mamá—. Sólo era un jaleo de tercera clase.

—Pues, bien, ¿dónde está?

—¿La tercera clase?

—¡Mierda! —ha exclamado el primer inspector—. ¡Qué suerte haber dado con una tonta!

—Esa tontería me parece sospechosa.

—Interrogue a la familia.

—¿Dónde está Bess? —me ha preguntado el guri. (¡Joder! ¿Cómo se me ha ocurrido esta palabreja?).

—Desaparecida —he respondido.

—¿Desaparecida?

—Ha dicho «saparecida» —ha confirmado mamá.

—¿Y no han pensado en buscarla?

—No.

—¿Ni en informar a la policía?

—Todavía menos.

Han suspirado.

—¿Y dónde está su hermano?

—En su casa.

—¿Dónde es su casa?

—Cerca de Harberton Bridge.

—¿Hace mucho que vive ahí?

—Tres meses más o menos.

—¿Y no está aquí?

—Puesto que está en su casa…

Con la mirada, el guri (me gusta esta palabra) ha consultado a su jefe.

—Es inútil registrar la casa —ha dicho éste.

—Sería más seguro.

—No, es inútil, lo veo.

Ha vaciado su vaso y se ha levantado. El otro lo ha imitado.

—Tal vez habría que comunicárselo —ha dicho el segundo.

—Tome las precauciones oratorias al uso.

—Tenemos tacto.

Se ha vuelto hacia mamá y, después de toser, le ha dicho:

—Pues, bien, mi buena señora, vamos sin más, ahora mismo, a encerrar a su hijo Joël, que es un horrible malvado que mató a su criada Bess para beberle la sangre y cuyo cadáver se ha encontrado en un tonel que había escondido por el lado de East Wall.

Como permanecíamos mudas y estupefactas, ha agregado:

—Les sirvo a cada una a toda prisa un latigazo de güisqui para que se reconforten tras haber sabido la terrible hazaña, y en una carrera loca procedemos al arresto del Vampiro de Dublín.

Y se han largado con pasitos al estilo gimnástico.

Apenas habíamos terminado el trago reconfortante cuando papá, empujando lentamente la puerta, ha entrado de puntillas.

—¿Qué pasa? —ha susurrado.

—Los polis —he murmurado.

—¿Qué querían?

—Arrestar a Joël.

Ante esas palabras, mamá, que al fin lo había comprendido, se ha puesto a lanzar lamentos.

—¡Cállate ya! —le ha dicho papá.

Se ha callado.

—¿Ya se han ido?

—Eso creo.

Ha ido a asegurarse y luego ha vuelto a instalarse frente a un vaso. Mamá había aprovechado el momento para verter de doce a quince lágrimas a sus espaldas.

—¿Qué quieren de Joël?

—Mató a Bess. Es un vampiro. Eso dicen. Yo no lo creo.

—¿No lo crees? —se ha asombrado mamá—. Pero si lo dicen…

—¿Joël beber sangre? Pero ¡si es que esos guris no han mirado nunca a mi hermano! En cuanto lo vean, constatarán que es incapaz de beber sangre, ni siquiera con una pajita, tal como lo hacen los vampiros correctos. ¡Ni siquiera es capaz de beber agua!

—Lo subestimas —ha dicho mamá suavemente—. Su régimen alcohólico no es tan exclusivo.

—Estoy convencida —he replicado— de que la sangre le daría un ataque al hígado.

—Tal vez no lo pensó.

Papá ha dado un gran puñetazo en la mesa.

—¡Basta! —ha chillado.

Luego, calmándose:

—Esos tipos son nulos.

—¿Quiénes? —ha preguntado mamá.

—Los policías, ¿quién si no?

—¡Ah! —he exclamado—. ¿Tú tampoco crees que Joël sea un vampiro?

—Son nulos. No detener a nadie, lo entendería, pero arrestar a un inocente…

—¿Estás seguro de que es inocente?

—Archiseguro.

Fragmentos de la Odisea, de Edipo rey, de El cantar de Roldán y de otras novelas policíacas que había leído me han asaltado en tropel, lo que me ha permitido ponerme a la altura de la situación.

—Papá, ¿podrás proporcionarle una coartada?

—Claro que no.

—¿Cómo demostrar su inocencia?

—Ah —respondió—, eso mismo me pregunto.

—¿Conoces al culpable?

—Claro, soy yo.

Durante unos minutos, con mamá, nos disputamos la botella de güisqui para meternos entre pecho y espalda reconfortantes tragos.

Yo sospechaba que papá era un cerdo, pero que lo fuera hasta ese punto era todo un récord. Lo he mirado, consternada. He pensado que el día que apareciera su fotografía en los periódicos no haría honor a la familia. De costumbre, los criminales tienen caras que se parecen a algo, con una expresión de dignidad ofendida que, a los más hermosos de ellos, les da un aspecto luciferino, por ejemplo Landrú y Napoleón. En cambio, él, nunca la apatía más muerma se había desplegado con tanta energía sobre una testuz grisácea, nunca la cobardía más perversa se había esparcido con tanta viscosidad sobre una cara de vaca, nunca el reblandecimiento más cruel había florecido con tanta bajeza sobre una faz cenicienta.

Ha dejado que nos calmáramos un poco. Luego ha dicho:

—Aparte de eso, no hay por qué creer que maté a la pequeña.

—¡Ni siquiera la mató! —ha piado mamá.

—No. Veréis lo que pasó.

—Eso, cuenta.

—Pues, bien, desde hacía tiempo me daba pena que tuviera tanto miedo de mí, porque no sé si lo habíais observado, pero temblaba delante de mí. Entonces, el otro día, para halagarla, le prometí una vuelta en tiovivo.

—Muy amable —ha dicho mamá.

—Sólo que, comprendedlo, no sé cómo sucedió, lo juro, no quise hacerlo. Nos encontramos cerca del East Wall. Los sitios baldíos, los perros vagos, el crepúsculo, las farolas apagadas y la ausencia de tiovivos la impresionaron tanto que tuvo un síncope.

—Pobre niña.

—Cayó así: ¡plop! Me incliné sobre ella. Estaba muerta.

—¡Misericordia!

Y mamá ha hecho unos gestos piadosos.

—Me sentí horriblemente mal.

—Lo comprendo —ha dicho mamá.

—La arrastré hasta un rincón tranquilo. Y entonces allí… y entonces allí…

Se ha enervado.

—Me hubiera gustado veros a vosotras. Yo no pude resistir. No todos los días se presenta una oportunidad parecida.

—Comprendo —ha dicho mamá de nuevo.

—Después la escondí en un tonel.

—No tan rápido —ha dicho mamá—. Danos los detalles.

—No te digo —ha dicho remilgadamente papá—. No te digo.

—Claro que sí. No sería gentil de tu parte no dárnoslos.

—En todo caso, os juro que la respeté.

—¡Oh!

Mamá parecía del todo incrédula.

—Os lo prometo. Sólo me entregué al vicio de la antropofagia. Y ni eso. No comí nada en absoluto. Apenas bebí.

Y ha añadido con la misma voz:

—Después la escondí en el tonel, eso es todo.

Nos hemos recogido en el silencio, lo que ha otorgado cierta grandeza a la atmósfera. Empezaba a sentir cierta simpatía por él, al fin y al cabo no era un bribón perverso, sino simplemente un débil, un pequeño impulsivo. Joël ha salido a él. Sí, Joël. A propósito, Joël.

—¿Qué vamos a hacer por Joël? —he preguntado.

—A ése —ha dicho papá—, si le ponen la mano encima, va a meterse en un lío.

—Mi pobre Joël —ha suspirado mamá, que había reanudado su labor de tejido.

—Nunca podrá demostrar que no la mató —continuaba papá—. Y un acto de vampirismo suscita siempre la indignación de los jurados. Lo sé por experiencia. Por lo tanto, le caerá lo máximo, es decir, ser colgado hasta que muera.

—Jamás hubiera imaginado semejante fin para él —ha dicho mamá—. Pero no importa, yo recogeré a Mrs. Killarney y Salomé.

—Veremos —ha dicho papá—. En fin, que está metido en un buen lío.

—A lo mejor tiene una coartada —he exclamado, llena de esperanza.

—Sería un fastidio —ha dicho papá.

—¿Por qué? —ha preguntado mamá.

—Porque volverían aquí, y esta vez investigarían, y eso no me gusta, ¿comprendes?

—Comprendo —ha dicho mamá.

22 de abril

Esta mañana, nuestro nombre aparecía en grandes letras en el periódico. Yo creía que eso no sucedería hasta que hubiera publicado mi novela, dentro de algunos años. ¡Qué orgullo para nosotros! Me he prometido recortar el artículo para enviárselo a Michel Presle. Papá nos lo ha leído en voz alta. No había duda alguna: Joël había empezado con mal pie. Incluso había tenido la lamentable idea de resistirse cuando fueron a prenderlo. Además, insinuaron que fabricaba los botones con osamentas humanas, lo que nos hizo reír mucho. ¡Qué tontos son los periodistas!

Luego los vecinos y las vecinas han venido a cumplimentarnos. Papá, naturalmente, se ha esfumado. Mamá, encantada, peroraba, servía de beber, lloraba.

A cada momento, un cartero ciclista me traía un mensaje de simpatía: de Baoghal, en primer lugar, luego de Barnabé, de Timoléon, de Pelagia, de Ignatia, de Arcadia, y de otros más. Abel Mac Adam me ha escrito:

Señorita, la presencia de su mano se sigue haciendo sentir y renueva, de cuarto de hora en cuarto de hora, el agradable momento que pasé junto a usted. Felices instantes, diría yo, si no temiera la consunción. Le ruego que acepte, señorita, la respetuosa expresión de mis sentimientos emocionados. A.

El señor Thomas, el guarda del parque:

Señorita, ante la grandeza del crimen, la piedad se saca el sombrero. No tema ya, señorita, venir a nuestros jardines públicos si la melancolía se lo dicta. Yo vigilaré personalmente la entrada para que su almita (inmortal) encuentre todo su consuelo. Le ruego que acepte, señorita, el homenaje de su devoto servidor. Thomas.

Post scríptum:

Mi hijo, John, se pregunta dónde se habrá metido su hermana Mary.

¡Vaya! A ésa habría que avisarla; en Gyleen no debe de leer los periódicos. También he recibido un telegrama de Michel Presle.

Sinceramente asombrado y felizmente sorprendido por Joël. Stop.

Besos. Michel.

¡Qué amable es, pese a todo!

Luego un mensaje tan breve como misterioso:

Bien hecho. M.

Me he preguntado durante mucho rato quién había podido enviármelo, y luego he acabado pensando en Mève.

Al final, no obstante, he terminado hasta el gorro de los vecinos y las vecinas, y he salido. He tomado el tranvía y he hecho el transbordo. He bajado en la parada de King Street. Luego caminé. He pasado por delante de un cuartel, tres hospitales, un depósito de mendicidad y dos asilos de locos antes de llegar a la prisión de Richmond. He pedido ver a Joël. Me ha recibido el carcelero jefe con mucha consideración, aunque la consigna era terminante: he sufrido una negativa formal así como con un beso ofrecido por la administración gracias a la mediación del carcelero, que incluso me ha propuesto compartir su cama. Como los únicos besos que me interesaban eran los telegráficos de Michel Presle y como, por otra parte, no me sentía muy cansada, le he dado a entender al carcelero en jefe, gracias a una percusión lateral sobre la manzana de Adán, que no deseaba nada de lo que me ofrecía. Me ha acompañado con los signos del más profundo respeto, un respeto ligeramente dolorido.

Durante algún tiempo, he paseado de arriba abajo por Grange Gorman Lane. No era divertida la cárcel. Hasta entonces nunca me había fijado demasiado, pero saber que Joël estaba allí me afligía. He acabado alejándome y he vuelto a pie a casa, no sin antes haberme zampado unos pasteles por el camino. También he telegrafiado a Mève.

Mi casa era un burdel. Mamá estaba completamente borracha. Además, los vecinos, después de acabar con las provisiones, comenzaban a irse. Pero como otros más generosos venían a auxiliarnos con botellas bajo el brazo, aquello no ha terminado del todo antes de las tres de la mañana.

23 de abril

Hoy había algo más de calma. Los diarios siguen hablando del vampiro de Dublín, pero como papá recorta los artículos antes que yo, tengo que comprar otros para Michel Presle. He vuelto a la cárcel, siguen sin autorizar las visitas. Decididamente, esa prisión es siniestra y, además, no puedo ensañarme con la manzana de Adán del carcelero jefe. De todos modos, hay que lograr que Joël salga de allí.

Mary ha llegado en el momento en que nos sentábamos a la mesa para cenar. «Pues bien —ha dicho—, esto es lo que yo llamo una historia», y se ha abalanzado sobre los arenques al jengibre, pues los viajes dan hambre.

Después había beicon con col, un disco de queso de dos kilos (todo lo que quedaba) y una tarta de algas que mamá había hecho a la carrera para deleitar a Mary, pero que estaba repugnante.

—Bueno, mamá —ha dicho Mary—, sin querer halagarte, no hemos ganado con el cambio.

—Por lo que respecta a la tarta de algas —ha dicho papá—, hay que reconocer que Bess se esmeraba.

—¿Y si habláramos ahora de esa pobre chica? ¿Y de Joël?

¿Creéis que fue él quien se entregó a esas excentricidades? Yo no lo creo.

—Nosotros tampoco —ha dicho mamá.

—Hay que encontrarle un buen abogado —ha dicho Mary.

—Eso costará caro —ha dicho papá—. Una defensa de vampirismo siempre vale al menos dos veces más que una de satirismo o de objeción de conciencia, y no es decir poco. Veremos si tenemos los medios.

—En cualquier caso, se pueden hacer sacrificios —ha dicho Mary.

—Tanto más cuanto que es inocente —ha dicho mamá.

—No estoy demasiado segura después de todo —ha dicho Mary.

—Yo sí que estoy segura —ha dicho mamá.

—¿Cómo puedes estar segura? ¿Conoces al culpable, quizá?

—Sí, naturalmente. Es él.

Y ha mirado en dirección de papá.

Mary se ha golpeado el muslo (un gesto que sin duda acababa de aprender en su oficio).

—Es gracioso —ha dicho—. Lo había pensado. ¿No os parece divertido?

—Eres lista —ha dicho mamá.

—¿Y cómo sabes que fue él?

—Nos lo dijo.

—Bueno…

Ha observado a papá unos instantes en silencio.

—Bueno —ha continuado, esta vez dirigiéndose a él—, ¿y qué esperas para ir a entregarte?

—¿Por qué quieres que vaya a entregarse? —ha preguntado mamá estupefacta.

—Porque él es el culpable.

—No todos los culpables se entregan —ha dicho mamá—. Si lo hicieran, ya no se podrían leer novelas policíacas.

—Para liberar a su hijo —ha explicado Mary—. El tuyo.

—¿Crees que servirá para algo? —ha preguntado mamá.

—Sin-nin-gu-na-du-da —le ha gritado Mary a los oídos.

Mamá ha mirado a su esposo.

—¿Quieres que te prepare las cosas?

—¡Tú también! ¡Eres de esa absurda opinión! Pero si os he dicho que no la maté.

—¿Cómo es eso? —ha preguntado Mary.

—Sí, sí, murió de un síncope. Se murió sola, completamente sola. No tengo nada que ver. Sólo bebí su sangre. Y ni siquiera tanta. Sólo bebí un poquito. Eso es todo. No soy un criminal. No hay motivo para exponerse a la pena de muerte. Nunca podré demostrar que no la maté. No quiero ser condenado a muerte. Sólo bebí, bebí un poco. Eso es todo.

Para decir todas esas lindezas, adoptaba su expresión más cobarde.

—De todas maneras —ha dicho Mary—, no puedes dejar que Joël ocupe tu lugar.

—Desde luego —he añadido.

—No sería amable —ha dicho mamá.

—Pero si os estoy diciendo que no la maté.

—Razón de más —ha replicado Mary.

—Razón de más —he añadido.

—No sería amable —ha dicho mamá.

—Si te entregas —ha dicho Mary—, tendrás la indulgencia del tribunal.

—El presidente te felicitará —he agregado.

—Estaremos cada vez mejor considerados en el barrio —ha dicho mamá.

—Y pondrán tu foto en primera página —ha dicho Mary.

—Recortaremos los artículos sobre ti mientras estés en la cárcel —he añadido.

—Nunca hubiera esperado eso —ha dicho mamá—. Mi hijo y luego mi marido con su foto en los periódicos. ¡Qué alegría!

—Ya ves —ha dicho Mary.

—Ya ves —he agregado.

—Me pregunto —ha dicho mamá— si en tus cosas debo poner algo ligero para este verano. ¿Qué te parece?

Papá no ha respondido.

—¿Eh? —ha dicho mamá.

Papá ha dejado caer el brazo en la mesa con un gesto abatido.

—Es una pena, de todos modos —ha dicho—. Es una pena, de todos modos. Por una vez que me concedí una pinta de buena sangre…

Y ha suspirado.

—En fin…

Y ha levantado penosamente el trasero de la silla. Ha salido lentamente de la habitación. Le hemos oído subir la escalera, luego ir y venir por encima de nuestras cabezas.

—¿Qué estará haciendo en tu cuarto? —ha preguntado Mary.

—No lo sé —ha dicho mamá plácidamente.

Ha vuelto a bajar al cabo de unos diez minutos, tal vez menos. Ha entreabierto la puerta, ha asomado la cabeza y ha dicho:

—Voy a buscar una caja de cerillas.

Luego sus pasos se han alejado por el corredor. La puerta de la calle se ha abierto suavemente, y luego se ha cerrado sin golpes.

24 de abril

Joël ha pasado a la tercera página. Y en los periódicos de la tarde todavía no se anunciaba su liberación.

25 de abril

Nada.

Evidentemente no es en dirección a la cárcel donde papá ha ido a buscar la caja de cerillas.

26 de abril

Nada.

27 de abril

Nada.

28 de abril

Nada.

29 de abril

Mary propone denunciar a papá, ahora que ha tenido tiempo de largarse. Pero mamá y yo no somos de la misma opinión.

2 de mayo

Teníamos razón.

La inocencia de Joël ha sido reconocida. El culpable es un hombre alto, encorvado, de unos cuarenta años, y huido. Un inspector ha venido a casa a investigar. Y se ha marchado sin haber obtenido demasiadas informaciones, salvo las mejores que tenían que ver con Joël, el pobre tipo.

3 de mayo

Joël ha sido liberado esta mañana. Mrs. Killarney y Salomé lo esperaban en casa. Ha sido un triunfo. No hemos parado de regarlo durante todo el día. Los vecinos, los amigos, todos acudían a felicitarlo. Hemos vaciado un número incalculable de botellas. Hacia las seis, Joël ha regresado a su casa con Mrs. Killarney y la cría. Mary ha tomado el camino de Gyleen, su tren partía a las siete. Para la cena nos hemos encontrado solas mamá y yo. Era lúgubre. Me he dado cuenta de que había olvidado mostrarle la nota del viejo Thomas a Mary.

4 de mayo

Otra vez han venido inspectores. Han husmeado por todas partes.

5 de mayo

Han acabado encontrando la clave: papá ya tiene su foto en primera página. Él es el vampiro de Dublín. Incluso parece que se declaró culpable de fechorías similares un poco por doquier en la superficie del globo. Mamá está que no cabe en sí. Otra vez lo regamos con los vecinos y los amigos.

He ido a ver a Joël para saber qué pensaba al respecto. Había una muchedumbre delante de su barracón. Le ovacionaban. Subido a una escalera, clavaba encima de la puerta un cartel: en el vampiro se vende mejor. Cuando ha bajado, le han aclamado. No había modo de acercarse a él. Finalmente, me ha visto y me ha hecho entrar en su madriguera. Mrs. Killarney, exhausta por la multiplicación de fiestas, dormía en un rincón; Salomé también, como una viejecita, insensible a los clamores. No sin dificultades, Joël ha echado a todo el mundo y ha cerrado la puerta. Las botellas de güisqui cubrían el suelo, llenas y vacías. Ha agarrado una llena con mano firme y me ha empujado un cajón para que me sentara.

—Esto marcha —me ha dicho alegremente llenándome el vaso—. Crédito ilimitado en todos los comercios del barrio. Innumerables encargos. También preparo nuevos artículos, en especial el botón cuadrado con resorte interior en pelo de tripa. Incluso debería tomar obreros si no reprobara el uso del proletariado y el aumento de trabajo. En fin, que no estoy descontento.

—¿Te sorprendió saber que había sido papá?

—En absoluto. Mira, aparte de eso, ¿sabes?, prefiero no pensar más en la cárcel. Es espantoso. En esos lugares no se bebe nada. Creí que me volvería chalado.

—¿Crees que lo van a arrestar?

—¿A papá? Seguro que no. Tiene cara de ser hábil. Ahora lamento no haberlo conocido mejor.

—De todas maneras, no lo volveremos a ver.

—No tienes que entristecerte por eso. ¿Otro vaso?

—Sí, gracias. Si como pretende no la mató…

—¡Chis! No esparzas ese rumor, quedaría mal.

—Lo decía porque sí.

—Además, sospechaba que ese estropajo era incapaz de matar a nadie.

—¿Te puso triste la noticia de su muerte?

—¿Por qué querrías que me pusiera triste? ¡Ah! ¿Por lo que pasó la noche de tu cumpleaños? ¿Sabes?, era simplemente para reír. De hecho, sí, me pone triste. Ahora que me haces pensar en ello.

—No pienses demasiado.

—No temas. Bueno, tengo que darte una noticia, pero me da apuro decírtela. Tal vez te parezca ridícula.

—Adelante.

—Pues bien, el Sunday Dubliner me ha pedido, ¡hum!, algo escrito por mí para publicarlo. Así que les he dado un poema.

—No sabía que escribieras poemas.

—Sí, mujer. Y tú, ¿tienes alguna idea en lo literario?

—Sí, quisiera escribir una novela.

—¿Sobre qué?

—No lo sé.

—Pero ¿estás segura de que será una novela?

—De eso sí. Y además, en irlandés.

—Entonces no podré leerla.

—Creo que tengo el título.

Acababa de ocurrírseme.

—Bueno, di.

—Las mujeres son siempre demasiado buenas con los hombres.

—Es muy largo.

—Me impresionó una frase que dijiste un día delante de mí, precisamente la noche que volvió papá, cuando Mrs. Killarney había traído a Salomé y nadie quería oír hablar de ella.

—Fue tremendo esa noche. ¡Qué barbaridad!

—Dijiste así: «Siempre somos demasiado buenos con las mujeres».

—¿Eso dije?

—Sí. Pero yo lo he cambiado, he puesto «con los hombres».

—¿Y qué contarás?

—No lo sé.

—Será para desternillarse de risa, pero en ese caso, si pusieras «con las mujeres» sería más original.

—¿Tú crees?

—Naturalmente.

Han llamado a la puerta, a puñetazos, a puntapiés.

—Tengo que ir a calmarlos —ha dicho Joël—. Soy tan popular que serían capaces de romperlo todo.

Lo he dejado con sus admiradores.

Ha caminado con paso lento y meditativo. No tenía nada de entretenido verse cara a cara con mamá. Malditas las ganas que tenía de volver a casa. En la esquina de O’Connell Street, me he encontrado con Barnabé. Parecía no saber si debía dirigirme la palabra. Al final se ha decidido.

—Se ha convertido usted en una persona famosa, Sally —me ha dicho humildemente.

—Claro que no, claro que no.

—Sí, sí. Se lo aseguro. Habrá una fiesta en su honor en casa de los Mac Adam.

—Pero si no sé nada.

—Será una sorpresa. Van a invitarla. Ellas, más bien, Beatitia y Eva.

—¿Usted vendrá, por supuesto?

—No lo creo. Seguramente me habré marchado.

—¿Se marcha?

—Sí, Voy a vivir en Cork.

—¿Y las clases?

—Debo abandonarlas.

—¿Qué sucede?

—Mi padre ha muerto.

—Mi sentido pésame —le he dicho con ardor.

—Muchas gracias. Sí, murió justo al día siguiente de que arrestaran a su hermano. Y debo ir a Cork para ayudar a mi madre a llevar la tienda.

—¿Una tienda de qué? —he preguntado cortésmente.

—De ferretería.

He estado a punto de reírme en su cara. Sin embargo, la ferretería no tiene nada de divertido. Y él parecía tan preocupado que me he contenido. Se ha dado cuenta.

—Veo que tiene ganas de burlarse de mí.

—En absoluto, se lo aseguro.

—Pero ¿sabe que es un trabajo interesante?

—No me cabe la menor duda.

Esta vez he estallado:

—Excúseme —he hipado—, es absurdo, son los nervios, ¿comprende?

—Comprendo. ¡Con todas las emociones que ha tenido!

Era el colmo. No podía más. Estaba a punto de mojar mi slip.

—Se lo ruego —decía Barnabé—. Se lo ruego.

He acabado calmándome. A fin de cuentas, no había ninguna razón para reír.

—De vez en cuando vendré a Dublín —ha dicho Barnabé—. Espero poder verla.

—¡Cómo no!

—¿Se acordará de mí?

—Por supuesto.

—Yo no la olvidaré, Sally. Nunca.

Me ha tomado la mano derecha y la ha llevado a su corazón izquierdo; la ha apretado unos instantes, alzándose un poco sobre la punta de los pies y mirando el cielo. Luego, dejando caer mi mano sin ningún miramiento, ha dado unos pasos atrás con el brazo extendido y, doblándolo enseguida para taparse los ojos, bruscamente ha dado media vuelta y ha desaparecido entre la muchedumbre.

7 de mayo

Por primera vez desde el comienzo de todos estos líos, he vuelto a casa de Baoghal. Hemos lamentado juntos la partida de Barnabé Pudge, el excelente gaelista. La señora Baoghal nos ha dejado solos durante la clase y no ha pasado nada.

Es agradable sentirse respetada. Y Mève me miraba con emoción. Ni siquiera se ha atrevido a decirme: «Hola, señorita».

8 de mayo

Efectivamente, estoy invitada a una party en casa de los Mac Adam. Beatitia me ha escrito un recado tan gentil, tan gentil, con un post scríptum de Eva, encantador, verdaderamente encantador. Estoy que no sé dónde meterme. Sé perfectamente que si no fuera la hija del Vampiro no me habrían invitado, la prueba es que nunca me habían invitado antes, esas dos chinches. De todos modos, me encanta. Pero me siento horrorizada. Es una locura. En todo caso, qué acontecimiento. Felizmente. Encontraba que estos últimos tiempos la existencia era algo plana.

10 de mayo

Era cierto. El poema de Joël ha aparecido en el Sunday Dubliner. Es una epopeya fantástica: «El combate de los espárragos contra los mejillones», un poco en el estilo de la «Batracomiomaquia» de Homero, de los Viajes de Gulliver de Lewis Carroll y del Ale Maniaque de Vermot.

Mamá lo ha leído y ha encontrado que no tenía ni rabo ni qué sé yo. Pero no creo que haya captado el simbolismo; éste me parece ser de naturaleza culinaria y concernir a las virtudes respectivas del reino vegetal y del reino animal desde el punto de vista de la succión, aunque se trata de nociones de psicología que se le escapan a la vieja corta de azotea. En todo caso, estaba encantada. Como cumplido a Joël, ha preparado una tarta de algas que me ha pedido que le llevara.

He tirado la tarta en la primera boca de alcantarilla que he encontrado, por miedo a que Joël se volviera disentérico, y he comprado otra en York Street, en Jack Fath, el engrasador de moda.

He encontrado a Joël durmiendo la siesta. La lluvia que ha caído estos días había limpiado su cartel. Ningún vecino andaba por allí para aclamarlo. Lo he despertado suavemente y le he dado la tarta, que iba a tirar por la ventana enseguida si no le hubiera dado seguridades en cuanto a su origen. También tenía una carta para él, que se ha puesto a abrir con un cuidado minucioso y fútil.

Tenía el rostro más bien acopado.

—Está requetebién tu poema —le he dicho—. En casa nos sentimos orgullosos de ti.

—No adivinarías nunca cuántos botones he fabricado desde que comencé este oficio.

—Por supuesto, mamá no entiende mucho.

—Siete docenas, de las que veintitrés son sin agujeros y dos cuadrados.

—¿Vas a publicar otros?

—Ahora tengo ganas de hacer mangos para cortaplumas. El botón no tiene porvenir. Debido a la cremallera.

—¿No tendrás noticias del vampiro, por casualidad?

—No. Vaya, Abel Mac Adam me invita a una party en su casa. ¿Quién es ese gili?

—Lo sabes, el hijo del filósofo primitivista; yo también voy. —¿Vas a ir a bailar tú?

—Ya he aprendido.

—Ese tipo me admira mucho, ¿eh?

Joël me ha tendido la carta.

En efecto, el hijo Mac Adam encontraba que el poema era «dinamita», «formi» y «al pelillo»; le había conmovido especialmente esa «formulación anacómica y satírica de la deperdición de sustancia que la fricción de las cosas hace padecer al para sí».

—Joder —he dicho—. ¡Cómo se expresa!

—¿Le conoces?

—Hicimos algo de psicología juntos.

—Para morirse de risa.

—No es lo que piensas.

—¡Oh, a mí me importa un bledo! Haz lo que quieras con tu colita. ¿Comemos la tarta?

—¿Y Mrs. Killarney?

—Está paseando a la cría. Le guardaremos un trozo. Espera, queda güisqui en algún lado. Dime, ¿llevo a mi señorona o no? —No lo sé.

—Sería más divertido.

—No lo sé.

—Tal vez estará Tim.

—No lo sé.

—¿Y tu Barnabé?

—No. Ahora vive en Cork.

—¿Estás triste?

—No.

—¿Y qué hace en Cork?

—Tiene una tienda de ferretería.

—¡No me digas! No está mal la ferretería, no está nada mal.

¿Y si me metiera en ello? Haría clavos con dientes de raya, tornillos con paletilla de pato y difusores con osobuco.

Ha vaciado su vaso.

—¿Qué te parece?

—¿Publicarás otro poema?

—Sí, es una buena idea eso de la ferretería. Mira, vamos a descorchar otra botella. Me gusta regar mis ideas.

—Deberías enviarle a Mary tu poema.

—Es otra idea. Será para otra botella. Me gusta regar las ideas de los demás. Tendré que llevarme un cargamento de botellas a casa de Mac Adam, si la gente que va a ir tiene tan poca cabeza.

—Si vivieras sólo con mamá, no beberías tanto.

—Es verdad. Lo que debes de aburrirte sola frente a ella. ¡Brrr! Aparte de eso, Mrs. Killarney tampoco proporcionaría ocasiones. Pero yo hago lo que puedo.

De repente, casi se ha caído de espaldas ante mis piernas.

—Dime, tendrás que ponerte otras medias si vas a esa party.

—Es el mejor par que tengo.

—Son infectas. Te comprarás otras. Medias. De seda. Muy finas. Una nube. Y por detrás la costura tiene que ser muy recta, absolutamente perpendicular a la línea del horizonte. Muéstrame. Mira ese zigzag. Es asqueroso. Apuesto a que todavía eres una de esas que se enrollan las medias sobre la rodilla. ¿Sí? Lamentable. Me harás el favor de comprarte un corsé para ese día. A propósito, ¿has recibido otros diarios de modas de París? ¿Sí? Entonces me los prestarás. Me gusta estar al corriente. Y Presle, ¿cómo está?

—Vendrá a dar una vuelta por aquí un día de éstos.

—Me gusta. Espero que pueda pasar algunas botellas de Ricard por la aduana.

—Sí. ¿Podría llegar contigo a casa de los Mac Adam?

—Si quieres. ¿Por qué? ¿Te intimidan?

—Naturalmente.

—No has ido nunca, ¿eh?

—No.

—Es por papá que nos invitan ahora.

—Y por tu poema.

—Eso también, pero es por papá.

—En ese caso, también por Bess.

—¿Sabes?, después de lo que me dijiste el otro día, fui a llevarle flores a su tumba.

Me he asombrado tanto como cuando me enteré de que a Mary le gustaban las azotainas paternales. Qué rara es la humanidad, de todas maneras.

11 de mayo

Tras haber contado mis ahorros y haber releído todas las revistas parisinas en mi poder, he ido a mirar escaparates a las calles comerciales de la ciudad. Todavía no me he atrevido a comprar nada. Lo que es aterrador es que se diría que, en algunas tiendas, hay señores que te atienden. Pero ¿cómo pueden servirte? He preferido no entrar. Además, los corsés son demasiado caros para mí. Además, ¿es realmente necesario llevar uno? Votre Beauté dice: «Nunca será demasiado el esmero con el que se elija un corsé que debe encerrar su cuerpo durante todo el día». Es bonita la palabra «encerrar». Sólo que en un número escriben: «Toda mujer debe llevar corsé», y en otro: «El sueño sería que todas las mujeres pudieran prescindir de él». Tengo la impresión de que soy lo suficientemente musculosa como para prescindir de él. Mejor me compraré zapatos de tacones altos.

14 de mayo

Finalmente, me he regalado unas medias de seda muy finas, color humo, un liguero negro, una braguita en tejido jersey de seda rosa y unos preciosos escarpines de cabritilla color casis con aplicaciones de lagarto y tacones Luis XV de cinco centímetros y cuarto. En cuanto al sostén, verdaderamente habría sido un gasto inútil, dada la robustez de mi busto. Me pondré un vestido de faya a cuadritos pistacho-vainilla con pequeñas mangas globo.

15 de mayo

Me he desvestido para volver a vestirme. He empezado por las medias; era tan agradable al tacto que durante largo rato me he acariciado las piernas. Luego he puesto mucho cuidado en que la costura trasera quedara rectilínea al colocarme el liguero. Me he mirado en un espejo y me he encontrado muy elegante y extrañamente bien proporcionada. Me hubiera quedado así de lo mucho que me gustaba, pero para ser la primera vez que iba a una party, tal vez habría sido algo atrevido. El vestido me queda bien y los zapatos no me hacen demasiado daño. He olvidado la braguita de jersey de seda rosa; me la he puesto lo último.

He bajado. Mamá ha exclamado:

—Qué hermosa estás, es una pena que tu padre no te pueda ver así, se habría sentido muy orgulloso de ti.

La he enviado a buscarme un taxi: era una imprudencia, pues había todas las posibilidades de que en el camino olvidara para qué había salido. Sin embargo, ha vuelto al cabo de un cuarto de hora, he tomado una vez más todo tipo de precauciones antes de salir y le he dado al chófer la dirección de Joël. Ha entablado conversación enseguida.

—Vaya —ha dicho—, ¿conoce usted al hijo del vampiro?

Le he respondido que era mi hermano, se ha interesado mucho y, entre una cosa y otra, casi hemos dado una vuelta de campana.

Hemos llegado al callejón, le he dicho al tipo que esperara y he entrado. No se llama a la puerta cuando se entra en una tienda. Sin duda, no he hecho mucho ruido, porque en un rincón he divisado, a la luz de una lámpara de keroseno, entre las pequeñas osamentas, materia prima del trabajo artesanal de mi hermano, he divisado, escribo, un magma corporal que ritmaba suspiros. Como empiezo a espabilar un poco, enseguida he comprendido que se trataba de dos seres humanos en el momento en que proceden a la procreación eventual de un tercer ser humano. Escrutando más atentamente la cosa, he constatado que sus respectivas posiciones no eran conformes al uso, tal como al menos lo imaginaba según los datos facilitados por la observación del reino animal. Así, tenía ante los ojos una de esas variantes a las cuales aludió Mary un día y que consiste en una inversión de la delegada del sexo femenino, que de esta manera se encuentra en supinación. En el presente caso, la susodicha delegada, expresándose con la voz de Mrs. Killarney, se ha puesto a completar su actividad mediante un comentario hablado bastante incoherente, pero del cual parecía resultar que iba a pasar de esta vida a la otra. Sin embargo, el otro personaje ha replicado, apelando al rayo divino, que sentía mucho placer, pero no he reconocido ni la voz ni el estilo de mi hermano. Así, pues, asistía a un adulterio, incluso mucho peor, ya que Joël y Mrs. Killarney no estaban casados.

Sospechando que estaba de más, me he retirado de puntillas. Una vez fuera, he elegido un rincón oscuro para descargar mi emoción. No había pensado en el chófer, que paseaba fumando un cigarrillo. Vivamente interesado, se ha acercado a mí y, acompañando la palabra con un gesto, me ha propuesto:

«¿Trincamos?», vieja broma sacada de la flor y nata del espíritu normando llegada a través de los soldados del general Humbert, durante la tentativa de desembarco frustrado de los franceses en 1798; ésa era al menos la opinión de Michel Presle.

Estaba algo contrariada por ser molestada de esa manera, pero no he podido evitar acabar lo que había comenzado. Al mismo tiempo, me sentía conmovida por el gesto de simpatía de aquel buen hombre y tenía miedo de ofenderlo no dándole alguna muestra de amabilidad. Me sentía muy azorada. Suerte que la puerta de la tienda se ha abierto y un hombre, de macizas proporciones, probablemente un carnicero, ha salido y se ha alejado sin habernos visto. Mrs. Killarney ha sacado la cabeza y ha gritado:

—¿Quién está ahí?

—Soy yo —he respondido—. Sally. Vengo a buscar a Joël.

—¿Pasa algo grave? ¿Quién es ese señor?

—Es el chófer del taxi. Estamos invitados a una party en casa de los Mac Adam.

—Pues entre, Miss Mara. Pero creo que no está listo. Debe de dormir.

Una hora después, he logrado meter a Joël en el taxi con ayuda de Mrs. Killarney. Le he preguntado si venía.

—No, gracias. Eso es para los jóvenes.

Ha cerrado de un portazo y le he dado al chófer la dirección de los Mac Adam. Le he pedido que se detuviera delante de la casa de tía Patricia para aprovechar una vez más sus comodidades, ya que me sentía cada vez más emocionada. Cuando he bajado, Joël y el chófer habían desaparecido. Los he sacado de un pub cercano, no sin antes haber absorbido tres güisquis para armarme de valor, y hemos llegado a nuestro destino con dos horas de retraso. Yo he pagado el taxi con mis últimos feoirlins.

Nos han recibido con una ovación formidable. Joël no ha tardado en desaparecer por el lado de las botellas, mientras que mis amigas, entonces he constatado que no me faltaban, me abrumaban con preguntas, besos y cumplidos. Me sentía muy intimidada pese a los güisquis y he advertido que era la única que no se había puesto polvos ni pintado los labios. Incluso Ignatia llevaba las uñas de rojo.

Cuando el entusiasmo suscitado por nuestra llegada se ha calmado un poco, alguien ha puesto un disco en el fonógrafo y algunas parejas se han puesto a bailar. Era una mazurca, justo lo que yo había aprendido: un glissé, un coupé arriba, un fouetté, un glissé, un coupé arriba, un jeté, seis tiempos y ocho movimientos. Con el gaznate seco, el corazón batiendo y la lengua como cuero, me preguntaba si iban a invitarme. Y me ha invitado, aunque no de inmediato, un muchacho al que nunca había visto.

Cuando me ha puesto el brazo en la cintura y he sentido su mano en el hueco de la espalda, mi emoción ha sido tan intensa que he estado a punto de desmayarme. Unos relámpagos me surcaban la columna vertebral, mis ojos espejeaban, una bola de fuego me asaba las intimidades. He empezado con algunos pasos de galope de la cuadrilla de lanceros. No hemos tardado en tropezar, pero mi caballero (¡oh!) me ha estrechado más fuerte para impedir que me cayera. De repente los entresijos de mi ser se han humedecido y, echando la cabeza hacia atrás, casi he puesto los ojos del revés, mientras mis extraviados pies, intentando en vano encontrar el enésimo movimiento del compás equis, sólo daban con los magullados dedos de los pies de mi caballero (¡oh!).

—Agota, ¿eh? —me ha preguntado amablemente.

—¡Aaaah! —he dicho.

—¿No le gustaría un glass para reponerse? —me ha propuesto.

—Buena idea —he respondido.

Me ha soltado y, cogiéndome por el codo (como a una novia, ¡oh!), me ha conducido al bufé. Abel servía. He pedido un güisqui y mi caballero (¡oh!) otro. Tras haberse soplado una fracción notable del vaso, me ha preguntado:

—¿Usted es la hija del vampiro?

—Parece.

—Mi nombre es Steve.

—El mío Sally.

—Nunca la había visto aquí.

—Quizá no.

Bhfuil tü ag foghluim na Gaedhilge?

Táim le tamall.

—¿Con Padraic Baoghal?

—Parece.

—Yo también. Me tomará como alumno en el lugar de Barnabé Pudge. ¿Le conoce?

—¡Si lo conozco! ¿El ferretero?

—Es un oficio —ha dicho Steve.

—¿Y usted qué hace?

—Vampirólogo. Me gustaría que me dijera algo de su papá, pues estoy ansioso de detalles inéditos y su padre se ha labrado una bonita carrera en la actividad que he adoptado como objeto de mi erudición.

—¡Que le den por el culo! —le he respondido.

—¿Perdón?

—¡Le he dicho que le den por el culo!

—¡Señorita!

Se ha inclinado graciosamente y se ha alejado. Me he quedado un instante sola. Abel, que servía copas por doquier, me ha propuesto llenarme el vaso, lo que he aceptado enseguida. He observado que se mantenía a una respetuosa distancia.

—¿Me tiene miedo? —le he preguntado animada por cierto calor interno debido probablemente al güisqui.

Ha farfullado algunas palabras con la botella en la mano. Me he acercado a él.

—¿Quién es ese asqueroso?

Le he mostrado al llamado Steve, con el dedo.

—Un amigo de Patricia. Un estudiante de vampirología.

—¿Es por eso que le intereso?

—Yo… eh… no lo sé.

He pensado que había llegado el momento de flirtear. Con el que fuera, me daba igual. ¿Y por qué no con ese Abel a quien apenas conocía? En ese momento he intentado recordar algo: ¿dónde lo había visto la última vez? Estábamos sentados el uno al lado del otro, si no recuerdo mal, pero ¿dónde? No podía dar con ello. Así, pues, he continuado:

—¿Y a usted no le intereso?

—Sí… sí… mucho.

—No sólo papá es interesante, ¿no cree?

—Sí… sí… claro.

Acababan de poner otro disco, era un boston. Me encanta el boston. Creo que me gusta tanto como los arenques al jengibre, y la idea de bailarlo con un señor de un físico agradable me ha herido la médula espinal hasta el punto de que no he podido dominar mis palabras, pese a saber que llevaba el flirt más allá de los límites permitidos.

—¿Bailamos esto? —le he propuesto a Abel.

Lanza a su alrededor la mirada del hombre que se está ahogando, luego, no viendo llegar ningún auxilio, coloca la botella en la mesa y, enlazándome, arrancamos. Yo había comprendido que era tímido. Efectivamente, me pisaba fluidamente los pies. A fin de darle confianza, me he apretado contra él, muy fuerte, y no he tardado en recordar las circunstancias en que lo había contactado la primera vez: ¡claro! ¡En el último té de la señora Baoghal!

—¿Me recuerda? —le he murmurado en el cuello.

—Eh… sí… por favor, aquí no, sobre todo —ha susurrado con una voz muy conmovida.

Aquí no, ¿qué? ¿Qué quería insinuar? Le habría pedido explicaciones después de aquel baile si éste no hubiera sido interrumpido por un incidente que me sorprendía que no se hubiera producido todavía. El boston estaba en su quincuagésimo segundo compás (pese a flirtear, los había contado) cuando se ha interrumpido. En efecto, con un grito desgarrador, Joël acababa de precipitarse sobre el disco en el que estaba grabado y comenzaba a devorarlo. Algunos individuos valerosos han ido a socorrerlo al inocente, aunque ha sido inútil. A partir del segundo bocado, mi hermano se ha derrumbado, arruinando definitivamente toda esperanza de recuperar el boston reducido a pedazos. Tras permanecer inmóvil unos instantes, Joël se ha puesto a dar saltos de carpa lanzando clamores fúnebres. Hemos hecho corrillo alrededor del poeta, pero su inspiración no parecía tomar como tema más que la negación del mobiliario presente. Caïn Mac Adam, hijo de su padre, y temeroso respecto a los muebles, ha deslumbrado a mi hermanito rompiéndole una jarra de cerveza en la cabeza, tras lo cual me ha rogado cortésmente que lo llevara at home. Cosa que he hecho.

Me sentía muy triste de que mi primer baile hubiera acabado tan rápidamente y he expresado mi más vivo pesar a Beatitia. Ha prometido volver a invitarme. Pelagia también.

18 de mayo

Después de haber dormido cuarenta y ocho horas, Joël ha vuelto a su casa. Su partida me ha entristecido. Pese a que su presencia sólo se traducía en un ronquido expiratorio que pasaba a la vez por la nariz y entre los dientes, me permitía soportar la de mi pobre madre. Heme aquí de nuevo sola con ella.

20 de mayo

He recibido una carta de Barnabé. Como se dice en francés, era un poulet, es decir, una declaración de amor. Se la he leído a mi pobre madre para distraerla un poco. Nos hemos divertido mucho. Pero, con todo, no puedo negar que me produce cierto placer.

22 de mayo

Otra carta de Barnabé. Había que tomarla con pinzas de lo ardiente que era. Eso trae alguna alegría a nuestro triste hogar.

27 de mayo

No me lo esperaba. Pelagia me ha invitado a una party en su casa. No sé si Joël está invitado. Mamá me ha dado fearloins para comprarme polvos y un pintalabios. He encontrado el frasco de perfume que me trajo Athanase de parte de Michel Presle. Me bañaré con él el día de la party.

29 de mayo

He ido a ver a Joël. Había llovido toda la noche, todo el día anterior y también todo el día. El callejón estaba inundado. Había que saltar por encima de los charcos o sujetarse para no resbalar en el lodo. Al fondo, a la casucha del hermanito parecía no quedarle color. El viento agitaba tontamente una persiana descuajada. He empujado la puerta y he entrado pese a que apestaba. Apestaba copiosa, sabia e intensamente. Incrustaciones de pestes se estalactizaban desde el cielo raso o se estalagmizaban desde el suelo. En la penumbra, silencio. He descubierto a Salomé que roncaba suavemente. Parecía estar sola en medio de las osamentas destinadas a los botones. He recorrido la tienda, la habitación, la cocina, el retrete. No había nadie. Sólo Salomé, muy gris, descamada, durmiente.

He salido y me he quedado un rato en el umbral. La lluvia ha vuelto a caer en los charcos y en el barro. Tal vez era humano, y por consiguiente irlandés, que me llevara a la cría y se la endilgara a la abuela para que ambas tuvieran un motivo válido para odiarse más tarde. Pero, en fin, había motivos para dudar, pues habría podido ser un rapto de niño. He intentado medir mi grado de madurez en maternidad. Tal como me conocía ahora, empezaba a sospechar que no la diñaría virgen y que no arrojaría la toalla sin antes haber sido bien bombeada por un macho, uno como mínimo. Como consecuencia de lo cual podía prever una inseminación de lo que los periódicos llaman la matriz, con, como conclusión final, la producción de un baby al que debería amamantar y limpiarle lo que los diarios deportivos llaman el ano, esperando el momento en que, llegado a adulto, el nene se pudiera limpiar solito, mascara bistecs y consagrara una parte de sus ganancias en las carreras al mantenimiento de la vieja gagá en que me habría convertido.

Todo eso era muy abstracto. Lo que a mí me causaba emoción era sentir la mano de un hombre en las nalgas. Pero que, entre mis tonterías, tuviese que sentir en mí alguna emoción porque al cabo de algunos meses esa emoción daría como fruto otro yo, eso sí que no me parecía en absoluto apetecible, mientras miles de gotas de agua se ahogaban en las marismas del callejón.

Creo que hubiera acabado llevándome a la cría, si los tropiezos húmedos de un atado de harapos no hubieran comenzado a propagar ondas de charca en charca. Mrs. Killarney volvía at home admirablemente calamocana. Ha tardado un buen cuarto de hora antes de llegar hasta mí, tras hacer desbordar un naciente lago en su última etapa, mediante una fláccida caída.

No la he ayudado a levantarse. Lo ha logrado solita. Y me ha reconocido sin titubeos.

—Entre, pues, Miss Mara, entre. Hay novedades, hay novedades.

Ha cargado derecho hacia delante y, haciendo una semipirueta, se ha dejado caer en un seudomueble que podía pretender ser un sillón, moliendo bajo ella las paletillas de algunos esqueléticos gorriones.

—¿Un güisqui, Miss Mara? —ha propuesto—. ¿Un güisqui?

No era cuestión de negarse.

—Siéntese, pues, Miss Mara, siéntese. Hay novedades, hay novedades.

Me he instalado sobre una caja no demasiado viscosa y me he zampado el güisqui para compensar la densidad del olor. Mrs. Killarney ha hecho lo mismo.

—Pues, bien —ha dicho—, la novedad, veamos, la novedad, voy a decirle la novedad. Su hermano, Joël, se ha marchado.

—¿A comprar cerillas? —he preguntado.

—No, a enrolarse en la Legión extranjera de Francia.

—¿Está segura?

—Me juró que lo iba a hacer.

—Pero, Mrs. Killarney, ¿por qué se iba a enrolar en la Legión extranjera francesa?

—Por desesperación amorosa, Miss Mara.

—¿Desesperación amorosa por quién?

—Por mí, claro está, Miss Mara. Se imagina que lo he engañado, Miss Mara. ¿Me comprende?

—Algo pesco.

—Se lo cuento pese a que no sean cosas que se puedan decir delante de una jovencita, pero el caso es que me acusa de eso.

¿No es una calamidad creer eso de una mujer decente como yo? El muy cerdo. Y me deja con una niña en los brazos y con todas estas cosas que me horrorizan. ¿Qué va a ser de mí, Miss Mara, qué va a ser de mí?

La vieja vaca comenzaba a lloriquear. Y me he dicho: «¡Tiene que ser bodoque, el pobre Joël! Claro. Claro».

Claro.

Salomé se ha puesto a chillar.

He pensado que aquello haría compañía a la pobre estólida de mi madre y las he traído a casa. Al menos Mrs. Killarney podrá cocinar. Como antes.

1 de junio

¡Qué placer ponerse medias, pintarrajearse de rojo y meterse perfume en todos los rincones! He llegado a casa de Pelagia muy vivaracha. He bailado tangos, maxixes y otras cosas de moda. Hemos bebido lo nuestro y nos hemos divertido mucho. Me han palpado un poco las nalgas y yo he sopesado a algunos jóvenes. Era muy agradable. Todo ha terminado en jolgorio general. Timoléon me ha acompañado en su moto. Cabeceábamos, era divertido.

Estoy encantada.

4 de junio

Otra carta de Barnabé. Se la he leído a mamá y Mrs. Killarney después de cenar, para hacerlas reír un poco. La cena había sido más bien magra, me he enfadado, encontraba que no por que hubiera dos bocas de más para alimentar había que suprimir los arenques al jengibre (que me encantan), éramos cinco no hace mucho. Mamá no ha dicho nada, pero después el ambiente era más bien frío. Entonces, para distraerlas, les he leído la carta de Barnabé. El comienzo era muy interesante, hablaba de su nuevo trabajo, la ferretería, que se divide en cuatro departamentos: la gran ferretería, la ferretería de la construcción, la ferretería de marina y la ferretería del hogar, en la cual se incluyen los artículos de caza y pesca. También hablaba de la infinita variedad de clavos, cuyas especies Barnabé enumeraba en irlandés: tardhleóir, oirdhearcas, shoilise, etc., todas ellas palabras cuyo significado yo ignoraba, pues todavía no he comenzado el estudio del vocabulario tecnológico con Padraic Baoghal.

Nos hemos lanzado a una serie de conjeturas en cuanto a las posibles significaciones de aquellos vocablos, pero nuestros conocimientos no iban más allá de nail y tack, y en francés no veía más que la palabra clavo.

—¡Ah! Si M. Presle estuviera aquí —he suspirado—, nos diría la equivalencia de todo eso en treinta y seis lenguas, comprendidas el lacio y el ingucho.

—¡Qué buen muchacho, M. Presle! —ha dicho mamá.

—Y tan educado —ha agregado Mrs. Killarney—. Nunca me hizo ninguna proposición de acoplamiento.

—Es el único de nosotros que ejerció siempre una buena influencia en Joël —ha dicho mamá.

—¿Acaso insinúa, Mrs. Mara, que yo fui una mala influencia? —ha preguntado Mrs. Killarney.

—No muy buena —ha respondido mamá—, no muy buena.

—¿Cómo? ¡Yo la hice abuela!

—Se lo agradezco.

—De todos modos, no pretenderá que fue por culpa mía que se alistó en la Legión extranjera francesa.

—Sí. Usted le engañó —he dicho.

—Tú —ha dicho mamá—, nada de obscenidades.

—Pero ¡si yo no lo he engañado!

—¿Y el día que fui a buscarlo para ir a una party?

Mrs. Killarney se ha quedado pensativa:

—¡Ah, sí! El matarife.

—Eso, ¿lo ve? —ha dicho mamá.

—Bueno, ¿y qué?

—Uno siempre se puede equivocar, ahí tiene la prueba.

—Un simple incidente. Ésa no es una razón para criticar mi influencia.

—¿Era la primera vez? —he preguntado.

—¿Que cómo?

—¿Con el matarife?

—¡Oh! —ha dicho Mrs. Killarney—, no la reconozco, Miss Mara. Hacer preguntas tan groseras…

—En eso debo reconocer —ha dicho mamá— que te pasas de los límites permitidos.

—Miss Mara, estoy terriblemente impresionada.

—¡Sally, no puedo creerlo!

—Es una vergüenza, Miss Mara, decir palabras tan lujuriosas delante de una mujer decente.

—¡Sally, ruborizas a tu madre!

—Nunca había escuchado tamaña indecencia.

—Ignoraba que mi hija fuera pornógrafa.

—¡Ah, mi pobre Miss Mara! ¡Cuán depravada es la juventud actual!

—Sí —ha dicho mamá—, sólo piensa en eso.

—¿En qué? —he preguntado.

—En el matarife —ha respondido mamá.

Mrs. Killarney se ha vuelto hacia mí alzando los ojos al cielo.

—Hay que perdonarla —ha suspirado.

—La perdono —se ha apresurado a decir mamá.

—Usted no es muy perspicaz —he replicado.

—Ahora, Sally, no te pongas a decirle insolencias. Encuentro a Mrs. Killarney muy inteligente para su condición social.

—Una lela y una cerda —he dicho.

—¡Las cosas que tiene que oír una! —ha gemido Mrs. Killarney sirviéndose una buena dosis de güisqui—. Pero con todo esto seguimos sin saber nada de los clavos.

—Hay que resignarse —ha dicho mamá.

—¡Ah, si M. Presle estuviera aquí! —he suspirado.

Llaman a la puerta.

Voy a ver y ¿quién había detrás de la puerta? ¡Michel!

—Estoy de paso en Dublín. Me marcho esta misma noche a Cork.

Estaba tan conmovida que me he tragado la lengua.

—Estás muy hermosa —me ha dicho dándome unos golpecitos en las nalgas—. Te formas. Eres una bonita potranca.

—¿Quién es? —ha chillado mamá.

—Es M. Presle —he gritado.

—Hablando del lobo, asoma el rabo —ha aullado Mrs. Killarney.

—Entre, entre —ha berreado mamá.

—No puedo quedarme mucho tiempo —me ha dicho Michel—. No sea que pierda el tren.

—Tomará un güisqui, ¿no? —he sugerido.

—Claro, pequeña mía.

Incluso se ha tomado varios. Mamá estaba encantada de volver a verle, y Mrs. Killarney sentía mucha estima por él. En cuanto a mí, ¡el corazón me palpitaba muy fuerte!

—Bueno, madre Mara —ha dicho Michel—, su esposo ha hecho de las suyas.

—No me hable. Aunque de todas maneras no ha sido tan tonto como para dejarse prender.

—¿No tiene noticias suyas?

—Nunca ha escrito demasiado.

—¿Y Mary? ¿Y Joël?

—Mary trabaja en correos, en Gyleen.

—Y por qué no.

—Y Joël se alistó en su Legión extranjera.

—¿Era necesario?

—En absoluto. Una de sus ideas.

—Y justo en el momento en que se estaba convirtiendo en poeta —he agregado.

—¿Y ese bebé?

—Es mi nieta.

—¿Tú te dejaste hacer eso? —me ha preguntado Michel extremadamente sorprendido.

—Ni pensarlo —he respondido.

Debía de tener cara de tonta al decirlo.

—Es mío —ha dicho Mrs. Killarney.

—¡Vaya!

—También es de Joël —ha añadido mamá.

—¡Vaya!

Michel se ha vuelto de nuevo hacia mí.

—Nunca me lo habías contado. Es cierto que no me has escrito mucho.

—Usted tampoco, señor Presle.

—Es verdad, es verdad.

Ha suspirado.

—Tengo que irme.

Mamá y Mrs. Killarney han protestado, pero estaba completamente decidido.

—No puedo perder el tren.

—¿Le puedo acompañar a la estación? —le he preguntado temblando.

—Claro, eres muy amable.

El tranvía va directo hasta Kingsbridge. Final de líneas. Nos hemos sentado el uno al lado del otro. Michel me ha plantificado tranquilamente la mano en el muslo.

—Vaya —ha dicho—, ¿ahora llevas ligas?

—A veces —he dicho sonrojándome.

—¿Y también te pintas los labios?

—Sí —he murmurado.

—Hay cambios en el país.

—Es desde que he comenzado a ir a parties. Me han invitado porque soy la hija del vampiro. Ahora sé bailar.

—Una verdadera transformación. No te queda muy mal.

Me acariciaba suavemente mientras lo decía. Naturalmente, eso me trastornaba y comenzaba a no ver claro.

—Lo he echado de menos, señor Presle —he balbucido—, lo he echado mucho de menos.

—Yo también, pequeña mía. Y el gaélico, ¿qué tal va?

Ha abandonado el muslo para abrazarme. Su mano ha reaparecido empuñando mi seno izquierdo.

—¿Haces progresos?

—Sí, señor Presle.

—No lo dudo. Fuiste una buena alumna en francés. Eres muy dotada para las lenguas.

—Sí, señor Presle.

Ya no podía más: he dejado caer la cabeza sobre su hombro lanzando un pequeño gemido.

—Crees que te voy a besar, ¿eh?

—Sí, señor Presle. Debido a la asociación de ideas.

—Tienes razón.

Y me ha besado. ¡Era la primera vez que un hombre me besaba! He cerrado los ojos y he asistido a unos magníficos fuegos artificiales con candelas romanas, fuegos de Bengala y todo. Pero ¡ay!, esta noche la estación no estaba muy lejos y no ha habido ramo de flores.

Poca gente en el tren de Cork. Michel viajaba en primera clase, tenía un compartimento para él solo. Fumaba un cigarrillo con expresión ausente, hablándome de sus trabajos; iba a estudiar un manuscrito angloirlandés en el rectorado de Macroon.

Le he aconsejado ir a ver al tío Mac Cullogh. Me lo ha agradecido. Un ferroviario ha lanzado su quejido. La estación se ha llenado de humo. Michel me ha dado un último golpecito en las nalgas diciéndome «Buena chica» y ha trepado al vagón. Estaba de pie, con las manos en los bolsillos, sonriéndome. He agitado el pañuelo. El tren ha arrancado. Michel ha desaparecido.

He salido lentamente e, indecisa, he permanecido un instante en la acera mirando con ojos vagos el negruzco Liffey y, más allá, la masa vacía de Phoenix Park. Iba a dirigirme hacia el tranvía cuando alguien me ha saludado.

Era Tim.

—Hola, Sally, ¿no quiere que la acompañe a casa?

Por supuesto, tenía la moto.

Como me encanta pasear en el portaequipajes, he aceptado.

5 de junio

Esta noche, de nuevo, no había arenques al jengibre de entrante. Di aullidos. Mamá ha agachado la cabeza y Mrs. Killarney también, sin poder dar explicaciones. Me pregunto qué les pasa.

He recibido una nueva invitación, a una party en casa de los Ex’Grégor O’Grégor, a quienes no conozco, por lo demás. De parte de Pelagia. Enseguida me he comprado tres nuevos pares de medias, otro liguero, dos frascos de perfume, uno para el cabello y otro para las axilas, y un segundo par de escarpines de baile, con los tacones no demasiado altos. Me hacían un poco demasiado alta.

Vaya, me olvidaba; ayer, Tim me desvirgó.

7 de junio

Sigue sin haber arenques al jengibre.

8 de junio

He ido a la party de los Ex’Grégor O’Grégor. Hemos bebido y bailado mucho, galops, chahuts y gigas. Arcadius O’Cear me ha enseñado algunos pasos de shimmy y de charlestón, especies de bourrées americanos. A continuación hemos ido a descansar a un cuartito oscuro y, como Tim no estaba allí, le he otorgado mis favores; pero, sea por cansancio o sea por abuso de alcohol, Arcadius no ha podido tomarlos.

9 de junio

A propósito de ayer por la tarde y del otro día, no me doy mucha cuenta de lo que ocurre.

11 de junio

Otra party. La casualidad ha querido que me encontrara a solas con George O’Connan. Él lo ha conseguido tan bien como Tim. Pero como ha vuelto a ocurrir en la oscuridad, mi educación sexual aún tiene agujeros que requerirían ser tapados. Para ello necesitaría la luz de pleno día. Ahora que hace buen tiempo, tal vez podría practicar mis acercamientos en Phoenix Park.

12 de junio

Sigue sin haber arenques al jengibre. Le he echado una bronca a mamá, pero quien no sabe no responde.

14 de junio

Mi última clase con Baoghal. Como el año anterior, va a pasar algunos meses en Italia. Todavía tengo que trabajar todo un año con él antes de poder abordar la redacción de mi novela, para la cual por lo demás sigo sin tener ninguna idea, salvo el título, y aún. Les he deseado buen viaje a él y la señora Baoghal, que naturalmente asistía a la conversación. Durante todo ese tiempo, me preguntaba si alguna vez practicaría un acercamiento con Padraic Baoghal. Lo que pasa es que es jodidamente viejo, al menos treinta y cinco otoños. Y además, no tengo la menor gana…

Al irme no sé lo que me ha dado, me he inclinado sobre Mève y le he susurrado al oído: «Te amo». Luego he huido con el corazón tintineando y las piernas flojas.

16 de junio

Sigue sin haber arenques al jengibre. Mamá está loca.

18 de junio

Carta de Barnabé. Ni siquiera tengo valor para leérsela a mi pequeño público. Ni siquiera sé lo que dice. Apenas me he tomado la molestia de descifrarla. Pobre muchacho. ¡Qué estúpido!, como decía Tim. Me he enterado vagamente de que había visto a un eminente lingüista francés, de paso por Cork. Y que le había hablado de mí. Presle, sin duda.

20 de junio

Party en casa de los O’Connor O’Connor O’. Más gente que no conocía. Me he encontrado con algunos colegas, George, Tim, Arcadius. He intentado un acercamiento con Padraic O’Grégor Mac Connan, pero nos ha interrumpido la llegada de Pelagia. Entonces he querido ver si Tim había conservado un buen recuerdo de mí. Excelente. Pero ha vuelto a suceder en la oscuridad.

21 de junio

Mamá propone ir a pasar las vacaciones en casa del tío Mac Cullogh, con Mrs. Killarney y la Salomé en pañales. ¡Pensar que esa cría es mi sobrina! ¡En fin!

En todo caso, no me apetece en absoluto. Ahora que sé de qué pie cojea, no tengo ganas de servir de apoyo al tito ni al chivo Barnabé. Cuando pienso en mis ignorancias del año pasado, me estremezco hasta los cimientos de mi ser.

¿La granja del tío Mac Cullogh? Para mí no, gracias.

22 de junio

No sólo ya no hay arenques al jengibre en casa, sino que ni siquiera hay tarta de algas. He llorado de rabia.

24 de junio

Después del lunch de hoy, me sentía particularmente triste. Una inmensa nostalgia impregnaba mi almita (inmortal) y he permanecido allí, repantingada en una silla, con las piernas separadas, una mano vagamente en medio, diciéndome, con una ironía sombría, que incluso un chiflado me serviría. Miraba soñadoramente mi güisqui haciendo tintinear un trozo de hielo contra las paredes del vaso, cuando han llamado a la puerta.

Me he conmovido tanto que he saltado al aire, o más exactamente mi glass, cuyo contenido me he derramado sobre el vestido. A pesar de ello, he corrido hacia la puerta y la he abierto.

Era Michel Presle.

—Pareces muy conmovida —me ha dicho.

—Sí, no —he respondido.

—¿Qué te sucede? —me ha preguntado mirándome la falda.

Me he reído tontamente.

—No es lo que cree. Es sólo un güisqui. Un güisqui.

—Muy bien. Dejo mi maleta aquí, luego la recogeré.

—¿Ya se marcha?

—Sí. A las cinco tomo un pequeño carguero para la isla de Man. Deberías estudiar el manés —me ha dicho dándome una palmadita en el culo.

Me he estremecido y se me ha secado la boca. Cuando me aprestaba a responder a la pregunta, he advertido que Michel ya había entrado. He corrido tras él.

—¿Un güisqui? —le he propuesto.

—¿Estás sola en casa? Sí, un güisqui, claro.

—No, mamá duerme la siesta. Y Mrs. Killarney y Salomé están en la cocina.

—Tu vida debe de ser muy triste ahora que Joël y Mary no están aquí.

—Ay, señor Presle, no me hable. ¡Cuánto me aburro! ¡Cuánto me aburro! ¡Joder!

Me miraba sonriendo, con expresión de burlarse incluso de mí.

—No hay nada de qué reírse —he dicho molesta.

—Es tu lenguaje lo que me hace reír.

—¿No hablo bien francés? Creía que estaba orgulloso de mí.

—Sí, pero tengo que disculparme contigo. Me doy cuenta de que te enseñé palabrotas.

—Pero ¿existen, no, las palabrotas?

—Alguno de mis compatriotas se asombraría mucho si te oyera.

—¿Como Athanase?

—¡Vaya, es verdad! Le viste. ¿Qué piensas de él?

—Que es un cerdo, un asqueroso y un gilipollas.

Michel seguía riendo de todo lo que le decía. Ha acabado irritándome de veras.

—¿Qué palabrotas digo?

—Pues bien: joder, gilipollas, por ejemplo. En Francia una señorita sólo emplea esos vocablos en familia o con amigos.

—Pero usted es un amigo, señor Presle.

—Eso espero. Así que no te hago ningún reproche. Simplemente es un pequeño consejo.

—Se lo agradezco, señor Presle. Y si usted fuera amable, me haría una lista con todas esas palabras.

—Eso es. Comenzará por amor y terminará por zopenco. Ya lo pensaré.

—¡Es usted un tesoro, señor Presle!

—Mucho más de lo que crees —ha dicho levantándose para ir a buscar su maleta—, porque te he traído un regalo.

—¡Oh! —he dicho juntando las manos de alegría, llevándomelas al corazón y cerrando los ojos para recibir la sorpresa.

Michel me ha puesto en las rodillas una caja plana que ha abierto temblando. Contenía un corsé Scandale. He lanzado un grito de dicha.

—Verdaderamente es usted un tesoro, señor Presle —he dicho—. ¿Me deja probármelo?

—Por favor.

He empezado a desvestirme.

—¡Vaya! ¿Nunca llevas sostén? —ha observado Michel.

—¿Hace falta?

—No, no.

—El slip ¿me lo pongo debajo o encima?

—No te lo pongas.

Me he puesto a encerrar (tal como decía el diario de moda) mi cuerpo en el corsé, no sin dificultad, por lo demás. Luego, sujetando las medias, he echado un vistazo a M. Presle. Claro, los ojos comenzaban a salírsele de las órbitas.

En ese momento ha entrado mamá.

—¡Vaya, señor Presle! —ha exclamado alegremente—. Estoy encantada de volver a verle.

—A sus pies, señora —ha dicho levantándose, lo que me ha permitido constatar que, de todos modos, no sólo los ojos le habían cambiado de estado.

—Es un regalo del señor Presle —le he dicho a mamá tirando un poco del corsé para que me modelara bien.

—La mima demasiado, señor Presle. ¡Hace usted locuras!

—Ni hablar.

—¡Es una hermosa chica, mi Sally!

—Soberbia.

Me he vuelto a poner el vestido.

—Ahora les ruego que me disculpen —ha dicho Michel—. Tengo que hacer algunas diligencias en la ciudad.

—¿Le puedo acompañar, señor Presle?

—Por supuesto, por supuesto.

Hemos tomado el tranvía para O’Connel Street. Estábamos sentados el uno al lado del otro, pero con un pequeño intervalo entre los dos. No nos hemos dicho gran cosa durante el trayecto. M. Presle andaba a derecha y izquierda; yo le seguía como un perrito, le esperaba bondadosamente cuando era preciso. Una vez que ha terminado, me ha preguntado:

—¿Qué hacemos ahora?

—¿Y si fuéramos a Phoenix Park? —he propuesto.

—¡Qué idea!

—Me gustaría.

—Pero si no tengo tiempo.

—Me gustaría.

Me ha observado.

—¿Por qué?

—Me gustaría.

Parecía meditar, dudar, meditar de nuevo.

—No, decididamente, no tengo tiempo.

Estaba muy decepcionada.

A continuación me ha hablado de un tipo de Dublín, un tal Joyce, un pornógrafo que se ve obligado a publicar sus libros en París. Luego ha vuelto a casa a buscar su maleta y se ha marchado. Me ha besado. Como es debido. Pero no más. Después estaba triste, triste, triste. Me he instalado delante de una botella de güisqui, esperando la cena.

Seguía sin haber arenques al jengibre en la jodida cena.

—Bueno, ya estoy harta —he declarado—. Quiero arenques al jengibre. ¿Por qué ya no comemos arenques al jengibre?

Mamá se ha puesto a llorar.

—Haría mejor explicándoselo —dijo Mrs. Killarney.

Tras muchos hipos, me ha dado la razón: ya no hay dinero en casa. Antes de marcharse, papá arrasó con lo que quedaba del Sweepstake.

—¡El muy cerdo! —he murmurado.

Y he agregado:

—¿Entonces ya no habrá más arenques al jengibre?

—Nunca más.

—¿Ni tarta de algas?

—Ni tarta de algas.

Eso me ha dejado pensativa.

Un poco más tarde, mamá ha empezado a decir, así, como sin querer, a Mrs. Killarney:

—¿No encuentra que es un buen oficio el de ferretero?

—Hay que reconocer que da mucho —ha dicho Mrs. Killarney.

25 de septiembre

A bordo del Saint-Patrick.

Al fin voy a conocer París. Partimos hace una hora, Barnabé está mareado y vomita como un perro.

Nos hemos casado esta mañana y hemos embarcado por la noche. Llovía. El viento soplaba. La pasarela estaba mal iluminada. Barnabé caminaba delante. Era laborioso; yo estaba con el canguelo de caerme al agua. Al final ni siquiera avanzaba. Entonces Barnabé me ha gritado:

—¡Sally, agárrate bien a la barandilla!

He adelantado una mano en la oscuridad, pero sólo he encontrado una cuerda húmeda y fría. He comprendido que mi vida conyugal acababa de comenzar.