LII

Mac Cormack tosió, dejó de sobarse la tripa y dijo:

—Amigos, camaradas, una cosa es segura: esa chica no debería estar aquí. Teníamos que haberla devuelto a los británicos. Pero se ha escondido. ¿Para qué? Lo ignoramos. No ha querido darnos ninguna explicación, de modo que sólo podemos hacer conjeturas. Resumiendo…

—Eso, resumiendo —dijo Kelleher—, porque todo lo que has contado hasta ahora no es más que blablabla.

—Resumiendo —prosiguió Mac Cormack con una obstinación bovina—, como ha observado Larry unas páginas atrás, si la devolvemos, es preciso que no pueda decir cosas desagradables sobre nosotros. Por el contrario, para el bien de nuestra causa, conviene que reconozca nuestro heroísmo y la pureza de nuestro comportamiento…

Kelleher se encogió de hombros.

—Así, pues, conviene que no pueda contar cosas. Por lo tanto, es preciso que no haya ocurrido nada. Antes habéis dicho todos que os habías portado correctamente con ella. Todos menos Caffrey, que no estaba, Larry, que lo preguntaba, y…

—Y tú —dijo Kelleher.

—Sí, y yo. Pues bien, no lo he dicho, porque si lo hubiese dicho, habría mentido. No me he portado correctamente con ella.

Larry, atónito, miró a Mac Cormack como si fuese un monstruo único e inimaginable. Pensó que debía de estar chiflado. No se habían separado ni un instante. ¿Cómo podía haberse producido la cosa?

—O, para decir toda la verdad, fue más bien ella la que no se portó correctamente conmigo.

Larry, convencido ya de la locura de Mac Cormack, se puso a pensar en cosas de tipo práctico: las últimas pruebas de valentía que le quedaba aún por realizar al grupo de insurrectos requerían un verdadero jefe y no un mitómano tal vez peligroso. Le tocaba a él desempeñar ese papel. Pero ¿cómo se iba a efectuar el cambio de poderes? Eso lo dejó preocupado. Los otros tres siguieron escuchando muy atentos.

—Sólo que no hay manera de demostrarlo —prosiguió Mac Cormack—. Es una cosa que no se puede contar. Yo no lo había visto nunca. Y ocurrió. Pero repito que no hay prueba. De modo que podemos devolverla a los británicos. No dirá una sola palabra de lo que os digo.

—Hablas un poco deprisa —dijo Gallager— y no te he entendido. Pero podías ahorrarte esa confesión tan embrollada. La chica dirá lo que quiera, si le da la gana, porque la prueba existe. Uno de nosotros la ha violado.

—¡Qué horror! —exclamó Larry, olvidando súbitamente sus ambiciones postreras.

—¿Y quién ha sido? —preguntó Callinan con voz pálida.

—Caffrey —profirió Gallager con una voz sombría—. ¡Que san Patricio lo tenga en su gloria!

—¡Ese analfabeto! —exclamó el estudiante de medicina con una voz amarilla de cadmio.

—¡Mierda! —concluyó John Mac Cormack con una voz marrón.

—¿Caffrey? —repitió Callinan—. ¿Caffrey? ¿Caffrey? ¿Caffrey? ¿Caffrey? ¿Caffrey? Caffrey. ¡Caffrey! ¿Cómo que Caffrey? ¡Si la he violado yo!

Se dejó caer de rodillas y siguió haciendo grandes molinetes. Le corría el sudor por la cara.

—¡La he violado yo! ¡La he violado yo!

Callaron todos, incluso Gallager.

—¡La he violado yo! ¡La he violado yo!

El movimiento de los brazos fue enlenteciéndose y Callinan se quedó quieto, con un aire sumamente abatido.

—O mejor dicho —agregó, secándose la cara con el hermoso pañuelo de las arpas de oro—, mejor dicho, ella me ha poseído a mí.

Apoyó la cabeza en los brazos, que tenía cruzados sobre las rodillas de Mac Cormack, y empezó a lamentarse.

—Camaradas —gemía—, amigos míos, ha sido ella la que me ha poseído a mí. Se ha aprovechado de mi buena fe. Maud, Maud, mi pequeña novia querida, perdóname. Mi corazón siempre te ha sido fiel; la inglesa sólo ha poseído mi carne. Mi alma sigue siendo inocente, sólo tengo mancillado el cuerpo.

—Qué estupidez —empezó a gritar Gallager—. A quien yo he visto ha sido a Caffrey.

Le golpeó amistosamente la espalda a Callinan.

—Te haces ilusiones, macho, estás soñando, tú no te has tirado nunca a esa empleada de correos. Ya no estás en tu estado normal. Te juro que ha sido Caffrey el que la ha violado. ¡Y de qué modo, por cierto!

—Cállate —murmuró Larry O’Rourke con el semblante descompuesto—. Ahora que ha muerto, que baje al purgatorio a descargar su lujuria en brazos de san Patricio, y nosotros todavía somos puros.

Callinan había dejado de llorar y escuchaba atentamente el breve rollo del nativo de Inniskea. Serenamente le pidió precisiones sobre la hora en que había visto fornicar a Caffrey, y el otro respondió que fue al subirle el piscolabis (o lunch). Mac Cormack recalcó que sólo pudo ser en aquel momento. Entonces Callinan lanzó un grito triunfal:

—¡Pues conmigo ha sido cuando lo del gato!

Y añadió:

—Y lo del gato ha ocurrido mucho antes, puesto que ha sido al amanecer.

Se levantó bruscamente y otra vez empezó a agitarse con vehemencia.

—¿Os acordáis del gato? Caffrey me ha contado que os creíais que era un gato. Y me ha aconsejado que os dijese que sí que lo era. Pues el gato era Gertie, los maullidos eran del gusto que le daba. Vamos, que su virgo me lo he zampado yo. Aquí tenéis la prueba.

Y agitaba su gran pañuelo verde con arpas de oro manchado de sangre.

Larry O’Rourke apartó la mirada para no verlo más. Se estaba sometiendo a una dificilísima gimnasia mental para dar una impresión de serenidad y no exteriorizar los sentimientos odiosos que lo atormentaban. Era un infierno. De buena gana hubiera llorado como un niño, pero su papel de subjefe de un grupo de insurrectos, en el crepúsculo de un levantamiento fracasado, le hacía imposibles las lágrimas de la infancia. Había intentado rezar, pero no servía de nada. Entonces se recitaba el curso de osteología, para pensar en otra cosa. Pero Callinan seguía hablando con una exaltación creciente:

—No sólo he sido el primero para ella, sino que además le he dado la segunda comunión. Ha sido cuando me ha sorprendido Caffrey. Pero ya habíamos acabado. Por suerte. Y me ha aconsejado que os dijese que era un gato.

—¡Que no! —intervino Mac Cormack—. Lo del gato ha sido hace muy poco.

Callinan calló, desconcertado.

—Lo del gato —prosiguió Mac Cormack— no ha sido al amanecer, sino algo más tarde. En el momento mismo en que han atacado los británicos. Tu historia es bastante confusa.

—Os repito que ha sido Caffrey —dijo Gallager—. Yo lo he visto.

Callinan se secó la frente con el hermoso pañuelo verde, dorado y rojo, y se sentó agobiado en una caja (vacía) de güisqui.

—Sin embargo, me consta que la he follado dos veces. Una primero y otra después. Lo del gato ha sido la segunda vez. Y las sensaciones también. La primera vez casi no ha dicho nada. Ha sido muy valiente. También hay que decir que lo había querido ella. Por eso apenas ha lloriqueado un poquito. Tampoco he ido a lo bruto, aunque no estoy muy enterado de lo que puede sufrir una chica en un momento así. ¿Y vosotros?

Kelleher, que estaba de guardia, contestó, sin volverse, que habría que preguntárselo a Larry O’Rourke, ya que con sus conocimientos médicos debía de tener opiniones fundadas al respecto. El estudiante no contestó.

Cogió una botella de güisqui, le rompió el gollete de un golpe seco en un canto de la mesa y se echó al gaznate un trago muy respetable. No era costumbre en él, pero se estaba poniendo nervioso.

—Además, cuando lo hago, suele ser con fulanas que han estado con sementales de aúpa y más bien te vienen anchas. Era la primera vez que me encontraba con una chica sin ninguna experiencia del asunto. ¿Os ha ocurrido alguna vez eso de conocer así, por las buenas, a una chavala intacta?

—Nos estás mareando los péndulos —dijo Gallager—. ¿No te he dicho que he visto a Caffrey montándola?

—Puede. Puede. Pero después. Después de pasar yo. Además, tengo pruebas. Todas las que quieras. Tengo pruebas a más no poder. Pruebas para dar y vender. Por de pronto, esto —y agitó su limpiamocos como un estandarte—. Luego, el gato. Luego, luego, sé, por ejemplo, cómo va por dentro. Puedo decirlo. Por lo tanto es una prueba. Sí, camaradas, os puedo decir lo que lleva debajo del vestido. Nada de pantalones con encaje de punto de Irlanda, nada de corsé con ballenas, esas verdaderas corazas que llevan las ladies y las hembras que habéis podido desnudar vosotros.

Mac Cormack se puso a pensar en su mujer (antes no le había dado tiempo), a la que no había desnudado ni había visto desnudarse nunca, sino que se la encontraba cada noche en la cama como una mole voluminosa y blanda; y Larry O’Rourke se puso a pensar en las mujeres de Simson Street, con sus batas, sus medias negras, sus ligas de un rosa sucio, y nada más, o con tan poca cosa que era como para ponerse triste hasta un sábado por la noche; y Gallager se puso a pensar en las mozas de su pueblo, vestidas con trapos y dejándose preñar a la sombra de un dolmen o un menhir, pero sin poderles echar el menor vistazo a su naturaleza íntima; y Kelleher se puso a pensar en su madre, encorsetada siempre y arrastrando las cintas de las enaguas, lo cual lo había inducido a encontrar más estéticas las braguetas masculinas.

—No, a ella, cuando la coges así —y se cogió el torso con ambas manos—, por debajo del vestido, tocas la piel; nada de chismes, puntillas o ballenas: la piel.

—¿Es verdad? —preguntó Dillon.

—¡Ya era hora! —le dijo Mac Cormack—. ¿Qué estabas haciendo?

—Me he desmayado.

A Gallager, pasado un ínfimo instante de sorpresa, le entró tal risa que se le saltaban las lágrimas de tanto reír.

—No olvides que hay un muerto en la casa —le dijo Kelleher sin volverse.

Gallager dejó de reír.

—Así, ¿qué? —preguntó Mac Cormack a Dillon.

—La cabeza ha rodado bastante lejos del cuerpo. Me ha impresionado mucho. Al recobrar el conocimiento, le he abrochado el pantalón, le he cruzado los brazos sobre el pecho, le he puesto la cabeza entre las manos, lo he tapado con una alfombra y he rezado unas oraciones para el descanso de su alma.

—¿Te has acordado de san Patricio? —le preguntó Gallager.

—Luego he bajado. De buena gana me tomaría un trago.

Larry le alargó la botella de güisqui y le preguntó con voz tímida:

—¿Por qué has dicho lo del pantalón?

Mat se encogió de hombros sin dejar de beber.

—¿Veis como tenía razón yo? —dijo Gallager,

—¡Y yo! —añadió Callinan.

Una vez liquidado el líquido, Mat exhaló un suspiro de satisfacción, luego eructó y arrojó el frasco, que fue a estrellarse contra el buzón destinado al extranjero. Después se sentó.

Todos se pusieron a reflexionar en silencio y cada cual encendió su cigarrillo, menos Mac Cormack, a quien la pipa ayudaba más a pensar.

—Está visto que no podemos devolvérsela —dijo al fin.

—Pero tampoco podemos matarla —dijo Gallager.

—¿Qué pensará de nosotros? —murmuró Mac Cormack.

—Si es por eso —exclamó Callinan—, también nosotros podemos pensar cosas de ella.

—No hablará —dijo Kelleher, sin volverse.

—¿Por qué? —preguntó Mac Cormack.

—Porque esas cosas no las cuenta una chica. No dirá nada. A lo mejor hasta dice que somos unos héroes. ¿Qué más podemos desear? En cuanto a devolverla, yo opinaría lo contrario. No le hagamos más caso y muramos aquí buenamente como hombres. ¡Finnegans wake!

—¡Finnegans wake! —respondieron todos.

—Vaya —prosiguió Kelleher—, diría que vuelve a haber movimiento en el Furious.

Gallager y Mac Cormack corrieron a sus puestos de combate, seguidos por Callinan, a quien detuvo Dillon al paso.

—¿Es verdad lo que has dicho antes?

—¿Sobre la chica? Claro. Es una pena que quieran liquidarme los británicos, con los recuerdos que me iban a quedar para más tarde.

—Lo que has dicho sobre su modo de vestir.

—¡Ah! Te interesa.

—Voy a cascarlos un poco —declaró Kelleher. Y empezó a sonar el tableteo de su ametralladora.

—Me interesa, sí.

Dillon dejó que Callinan estuviera pegado a una tronera para dirigirse al despachito-prisión.

Mac Cormack se había dejado la llave en la cerradura.

Retumbó el primer cañonazo.