XXXV

—¿Así que Mac Cormack ponía mala cara? —dijo Kelleher—. Como si fuera el momento de pensar en estas cosas.

Dillon, ensimismado, se limpiaba las uñas y Kelleher acariciaba su Maxim. Un rayo de sol naciente empezaba a bruñir el metal.

—Sigue la calma —observó Kelleher—. Me pregunto si no va a estallar nunca la gresca.

Dillon se encogió de hombros.

—Estamos perdidos.

Y añadió:

—Nos dejan consumirnos, y luego nos liquidarán.

Y concluyó:

—Estamos perdidos.

Volviendo a otro tema, afirmó:

—Mac Cormack se está pasando.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Kelleher.

—Por nosotros dos.

—Sospecha algo.

—¿Y a él qué le importa? Debería ocuparse de la chica y dejarnos en paz. Pero ésa es la cosa: no se atreve, así que procura pensar en algo distinto.

—Gallager no podía más.

Dillon se encogió de hombros.

—¡Qué imbécil! No le harán nada a esa chica, son demasiado quijotescos, excepto quizá tu Gallager. Pero los otros no le dejarían. Se mueren de ganas, por supuesto, pero no lo consentirían ni a tiros. Saldrá virgen de sus manos.

—Con nosotros dos, aún estaría más segura.

Dillon se encogió otra vez de hombros.

—Que empiece pronto el follón —suspiró—, aunque en el fondo no me gusta mucho. La verdad es que debo tenerle mucho amor a Irlanda para prestarme a una actividad así. Sí, que empiece el follón de una vez.

Se levantó y fue a abrazar a su compañero. Kelleher dejó de contemplar unos instantes la ametralladora para sonreírle.