XXVII
Siete yeguas iban a correr en la carrera. Una vez presentadas, las ataron las unas al lado de las otras. Eran negras, de grupas soberbias y relucientes. Pero no paraban de cocear y pelearse entre sí. La que estaba más a la izquierda acabó estrangulando a su vecina con las patas delanteras. En el cuello le apareció la huella de una mano de gorila. Porque habían llevado al zoológico a la futura criminal.
Sabemos que en Dublín el parque zoológico se encuentra a unos tres cuartos de milla de Phoenix Park y a una media milla del tranvía que pasa por la carretera de circunvalación norte. En las inmediaciones están el Parque del Pueblo, el cuartel de los gendarmes y el de Marlborough. No es un zoológico muy importante, pero, con todo, merece una visita por lo bien instalado que está. El no va más, si cabe expresarse así, es la casa de los leones, que encierra ocho jaulas. En cuanto a los gorilas, hay que decir que en esos tiempos no había. No fue esa incongruencia la que despertó al comodoro Sidney Cartwright, sino unos golpes insistentes en la puerta de su camarote.
Se agitó y dijo que pasaran. Así lo hizo un marino, que se cuadró y le tendió un mensaje. Cartwright lo descifró. Se enteró así de la insurrección de Dublín.
El Furious debía remontar el Liffey y bombardear, si era preciso, varios puntos indicados, particularmente la oficina de correos que hace esquina con Eden Quay.
Cartwright se levantó y comenzó a actuar como buen oficial de la marina británica que era, lo cual no le impedía inquietarse por la suerte de su prometida, Gertie Girdle. Claro que en el telegrama no se la mencionaba para nada. Era un telegrama oficial, general y sinóptico y, por consiguiente, se desentendía de cualquier individuo.
Unos instantes más tarde, Cartwright, en su castillo de proa, tenía el corazón hecho polvo, un nudo en la garganta, un vacío en el estómago, la boca seca y la mirada fija.