XXIX
—¿Podemos dormir? —preguntó Kelleher de repente.
—Yo no tengo sueño —dijo Gallager.
—¿Qué hora es? Va a ponerse la luna.
—Las tres.
—¿Crees que volverán a atacar esta noche?
—No sé.
—Pues yo dormiría un poco.
—Duerme, si quieres. Ya velaré yo.
—Pero ¿está permitido?
—Duerme, si te apetece, hombre. Yo no tengo ganas.
—¿No tienes sueño?
—No. Con todos esos muertos, no.
—Olvídalos.
—Es fácil decirlo.
—Están muy callados arriba —observó Kelleher.
—¿Crees que duermen?
—No sé. ¿Has visto la cara de la chica, cuando la sacaban del váter?
—No. Yo sólo veo una cara: la de la chavala tumbada en la calle, en plena noche.
—Olvídala.
—Es fácil decirlo.
Entonces Gallager se sobresaltó.
—No, Kelleher, por favor, no te duermas, no me dejes solo. No me dejes solo con todos esos muertos.
—Bueno, no dormiré.
—No es por la chica. Te aseguro que no me importaría echarme a su lado; y que conste que no he dicho encima. Son los dos inglis de al lado los que no me dejan en paz. ¡Qué poco deben de querernos! Eso de dejarlos tirados como colillas les hará muy poca gracia. Claro que son enemigos. Pero ¿qué necesidad hay de humillarlos?
—Me estás dando la noche.
Kelleher se levantó.
—¿Sabes qué? Me voy a atizar un trago de güisqui.
—Pásamelo luego.
Estuvieron mamando hasta dejar la botella seca.
—Y mañana —dijo Kelleher— habrá más.
—¿Más qué?
—Muertos.
—Sí. Quizá nosotros.
—Puede. ¡Qué a gusto dormiría!
—Tengo miedo —dijo Gallager—. Los muertos están tan cerca de mí.
Suspiró.
Kelleher cogió la botella de güisqui y la tiró contra la pared, donde se rompió muy discretamente.
—Tengo una idea —dijo Kelleher.
Gallager eructó con intención interrogativa.
—Di tu idea —dijo Gallager.
—Pues que hay que deshacerse de los cadáveres —dijo Kelleher.
—¿Y cómo? —hipó Gallager.
—Arrojándolos al elemento líquido. ¿Has visto el tipo que te has cargado antes? Ha caído directamente al agua y ya no te molesta. Así que te propongo una cosa: los metemos a todos en la carretilla, o de uno en uno, si no caben juntos, y vamos a descargarlos al Liffey. Así, mañana, cuando se presenten los británicos, nos encontrarán lo que se dice descansados y con la mente libre, tan libre como será nuestra Irlanda cuando hayamos vencido.
En la sílaba «ven», Gallager saltó: «Sí, sí. ¡Eso es!». Y empezó a agitarse de modo desordenado.
—¡Era mi idea! ¡Era mi idea!
—Será peligroso —advirtió Kelleher.
—Sí —dijo Gallager, parándose en seco—. Con los otros podremos ir corriendo hasta el muelle. Pero la chica, ahí, en la acera, para recogerla…
—Sí —dijo Kelleher—, va a ser peliagudo.
—Y Mac Cormack —dijo Gallager—, ¿qué dirá?
—Apechugamos con la responsabilidad. Será una iniciativa.
—No sé. Ya veremos. Pero es que no puedo vivir así hasta la muerte.
—Tú me ayudas a meter a los dos funcionarios en la carretilla y luego comienzas a empujar a la chica hasta la orilla. Entonces me lanzo yo, y los tiramos al río al mismo tiempo. De modo que sólo se oiga un chaf. Después echamos a correr y ya está.
—Te agradezco que me dejes la chavala. Me gusta la carne fresca —bromeó Gallager, a quien alegraba un poco la perspectiva inmediata de desprenderse de tres fantasmas a la vez.
—Pues manos a la obra —exclamó Kelleher.
Abandonaron la vigilancia y la ametralladora y, pese a la oscuridad, se dirigieron con bastante precisión al cuartito donde estaban guardados los dos funcionarios. Kelleher tuvo que resignarse a abrir la puerta y no hizo el menor ruido: los dos fiambres esperaban plácidamente. Empezaron por Sir Théodore
Durand, a quien colocaron en la carretilla. Luego fueron en busca del conserje y entonces se dieron cuenta de que era difícil meter los dos cuerpos en el mismo medio de transporte. Tras reflexionar un rato, decidieron emparejarlos pies con cabeza.
A continuación despejaron la puerta de la calle. Kelleher la entreabrió un poco y Gallager salió a rastras. Bajó del mismo modo la escalera exterior y, tras algunos movimientos de reptación, dio literalmente de narices con la muerta. La veía mal. Le pareció que tenía los ojos medio cerrados y la boca medio abierta, apartó la mirada de la chica y la dirigió hacia el zenit. Brillaban muchas estrellas y la luna se iba ocultando tras el tejado de la fábrica de cerveza Guinness. Los británicos seguían invisibles. El Liffey chapoteaba suavemente al rozar con los muelles. Así eran las cosas, oscuras y apacibles.
Después de examinar la situación, Gallager miró de nuevo a la joven difunta. Reconstruía su rostro con los recuerdos que le quedaban de ella. Creyó reconocerla. Era ella, sí. Cuando la hubo identificado, alargó los brazos y empezó a empujarla. Se sorprendió al encontrar cierta resistencia. Una mano estaba puesta sobre un muslo y la otra sobre un brazo. Insistió, y el cuerpo dio una vuelta. La mano del muslo quedó sobre una nalga y la del brazo sobre un omóplato. Se arrastró unos centímetros y volvió a empujar. Las manos pasaron de una nalga a la otra y de un omóplato al otro. Y así sucesivamente.
Gallager se afanaba empujando, apenas prestaba atención a lo que palpaban sus manos: no experimentaba terror ni deseo. Le exasperaban las botinas, que, a veces, hacían ruido con sus tacones altos.
Llegó a la orilla del muelle empapado en sudor. Ya sólo tenía que darle un empujón para que el cuerpo cayese al Liffey. Sentía el frescor del agua. El chapoteo, de cerca, parecía cristalino, esquilas de la fluvial majada. Gallager pensaba más que nada en los británicos, que se estaban convirtiendo en enemigos particularmente mortales para él, más expuesto que cualquiera de sus camaradas. Ya no se acordaba en absoluto de la táctica que habían adoptado, por lo que estuvo a punto de parársele el corazón cuando oyó un horroroso y bombástico estruendo.
Kelleher, al elaborar su plan, no había contado con las gradas de la puerta. Y al lanzarse por ellas, fue incapaz de mantener la carretilla en equilibrio: el contenido se volcó, produciendo un ruido fofo, y el propio Kelleher dio con sus huesos en tierra, tras padecer una magnífica caída, acompañada por el sonoro rodar del vehículo.
A Gallager se le metió el sudor por los poros de la piel. Pálido, lívido, debía de presentar una facha gris en la oscuridad. Tuvo una contracción de músculos y los dedos se le hundieron tetánicamente en la carne de la difunta funcionaria de correos, a la que, en ese momento, tenía agarrada por el hombro derecho y la cadera izquierda. Se puso a pensar un montón de cosas y todo se arremolinaba detrás de sus párpados cerrados. Sonaron algunos tiros. Gallager se agarró al fardo que tenía abrazado, estrechándolo frenéticamente, mientras iba tartamudeando:
—Madre mía, madre mía.
Silbaban algunas balas, aunque espaciadas. Se notaba que los que las disparaban eran unos adormilados con reacciones lentas.
—Madre mía, madre mía —seguía farfullando Gallager.
Ni siquiera oyó el estruendo de la carretilla saltando sobre los adoquines. El heroico Kelleher había vuelto a cargar a los dos funcionarios y corría, desenfrenado, bajo el fuego enemigo.
Cuando estuvo lo bastante cerca como para no tener que alzar la voz, comenzó a gritar sottovoce:
—¡Tírala ya, imbécil!
La impresión le cortó a Gallager su espasmódico arrobo; de un empujón precipitó a la joven al río, al que cayó al mismo tiempo que los otros dos cadáveres y la carretilla. Hubo un cuádruple chapuzón y Kelleher, dándose la vuelta enseguida, apretó a correr hacia el blocao. Sin razonar, Gallager se levantó e hizo otro tanto.
Aún hubo algunos disparos, pero pasaron sin tocar a los dos improvisados sepultureros.
Los cuales subieron las escaleras volando y se colaron por el negro resquicio de la entornada puerta. Kelleher saltó sobre su Maxim y arreó una o dos ráfagas a bulto. Gallager, mientras cerraba la puerta, divisó la carretilla que bogaba a lo largo del Liffey.