LV

—Aquí hay algo que no pita —dijo Mac Cormack, dejando de disparar y abandonando el fusil.

Los otros lo imitaron y Kelleher dejó de moler cargadores.

—No es normal —prosiguió John—. Cualquiera pensaría que lo hacen adrede. Lo están arrasando todo, y aquí no cae ni un obús. Si hasta parece que se le han llevado la cabeza a Caffrey, que san Patricio lo tenga en su gloria, por equivocación.

Fue a coger una botella de güisqui, se sirvió y la pasó a los demás. Cuando volvió a tocarle a él, ya estaba vacía. Encendió la pipa.

—Vigila, Callinan.

Los demás encendieron pitillos.

—Si vamos a pasar otra noche aquí —dijo Gallager—, preferiría que enterrásemos a Caffrey.

—¡Británicos de mierda! —dijo Callinan de repente.

No se había vuelto para proferir esa profesión de fe; cumpliendo la orden recibida, vigilaba los alrededores, que no acusaban la presencia de enemigo alguno. Cada cuarenta segundos el Furious se engalanaba con un copo de algodón en la punta de uno de sus tubos matagentes.

—¡Con qué gusto me afeitaría! —dijo O’Rourke.

Se miraron unos a otros. Tenían la cara gris, cubierta de una barba lúgubre. Y algunas miradas parecían zozobrar a veces.

—¿Quieres presentar tus respetos a Gertrude? —preguntó Gallager.

—Es verdad que se llama Gertrude —murmuró O’Rourke—. Lo había olvidado.

Miró a Gallager de un modo extraño.

—¿Cómo se te ha ocurrido pensar en ella, así, de sopetón?

—Callad —gritó Kelleher.

—No hablemos de ella —refunfuñó Mac Cormack—. Hemos quedado en que no volveríamos a hablar de ella.

—¿Y Dillon? No está aquí —observó de repente Kelleher.

Todos se extrañaron.

—Quizá esté en el primer piso —sugirió Mac Cormack.

—O con la chica —dijo Gallager.

—¿Él? —rió Callinan.

Vieron cómo le temblaba la espalda. Luego, inmovilizándose, exclamó:

—Estoy harto. Británicos de mierda.

—La verdad es que resulta extraño —dijo O’Rourke—. Parece que no quieran bombardearnos.

Se pasó una mano por las mejillas.

—¡Qué ganas tengo de afeitarme!

—¡Presumido! —dijo Gallager—. ¿Quieres gustarle a Gertrude?

Mac Cormack agitó su colt.

—Maldita sea, me voy a cargar al primero que vuelva a nombrarla, ¿entendido?

—Habría que enterrar a Caffrey antes que se haga de noche —dijo Gallager.

—¿Dónde se habrá metido Dillon? —dijo Kelleher.

—A lo mejor encuentro una maquinilla en algún sitio —dijo O’Rourke.

Y, mientras los demás permanecían callados, empezó a dar vueltas, registrando los cajones, sin descubrir nada interesante.

—¡A la mierda! —dijo—. ¡Aquí no hay nada!

—¿No irás a creer que las empleadas de correos gastan hojas de afeitar? —dijo Gallager—. Hay que ser un intelectual para tener esas ocurrencias.

—¡Británicos de mierda! —dijo Callinan.

—Pues no creas —replicó Kelleher—, según me ha contado Dillon, hay mujeres, ladies, te lo prometo, y no empleadas de correos, que se afeitan las piernas con una cuchilla.

—¿Lo ves? —dijo Larry O’Rourke a Callinan, que seguía de espaldas, clavado, haciendo guardia, mientras que él no paraba de revolverlo todo.

—Yo creo que deberíamos enterrarlo incluso antes del anochecer —dijo Gallager.

—Por lo visto —prosiguió Kelleher—, por lo visto, hasta hay tías que se pegan una especie de cera en las piernas; cuando está seca, se la quitan y arrancan los pelos al mismo tiempo. Es radical, aunque duele un poco. Además, esos lujos sólo pueden permitírselos las superladies, las princesas, vamos.

—Es ingenioso —dijo O’Rourke.

Jugaba distraídamente con una barra de lacre rojo.

—Vamos, inténtalo —le dijo Kelleher.

—Total —dijo Callinan—, esos británicos son una mierda.

—No podemos pasar la noche así, con un cadáver —dijo Gallager.

—Me pregunto dónde puede haberse metido Mat Dillon —dijo Mac Cormack.

—¿Con qué? —preguntó Larry.

—Con lo que tienes en la mano.

—¡Qué guasón! —dijo Gallager.

—A lo mejor se ha muerto —dijo Mac Cormack—. No se nos ha ocurrido pensarlo.

—Lo hago derretir y te lo extiendo por la cara —dijo Kelleher—. Ya verás lo lisa que te queda.

—¿Y si nos atizáramos otra botella de güisqui? —preguntó Mac Cormack.

Un obús fue a explotar a la casa vecina. Se desmoronaron fragmentos del techo.

—¡Británicos de mierda! —dijo Callinan.