1934

13 de enero

Se ha marchado.

El barco se va, esparciendo humo monótono en la pantalla del cielo. Silba. Se ahoga. Y se lleva a Monsieur Presle, mi profesor de lengua francesa.

He agitado el pañuelo, lo empapo de lágrimas, antes, esta noche, de apretarlo entre las piernas, contra el corazón. ¡Oh, God, quién conocerá alguna vez mi tormento! ¡Quién sabrá que ese Monsieur Presle se lleva consigo toda mi alma, que seguramente es inmortal! Nunca me hizo nada Michel. Monsieur Presle, quiero decir. Sé que los señores de su edad hacen cosas a las jóvenes alocadas de la mía. ¿Qué cosas y por qué? Lo ignoro. Yo soy virgen, es decir, jamás he sido explotada («tierra virgen: tierra que nunca ha sido explotada», dice mi diccionario). Monsieur Presle no me tocó nunca. Apenas su mano sobre la mía. A veces la deslizaba a lo largo de mi espalda para golpetearme levemente el pompis. Simples gestos de cortesía. Me enseñó francés. ¡Con obstinación! Y no me enseñó demasiado mal, puesto que, en su honor, en recuerdo de su partida, quiero decir, a partir de hoy, de ahora, voy a escribir mi diario en su lengua materna. Serán mis escritos franceses. Y los otros, mis ingleses, los arrojaré al fuego.

«Foutre —me decía— es una de las palabras más hermosas de la lengua francesa». Significa: tirar, pero con más vigor. Por ejemplo (y repito aquí sus enseñanzas, ¡y qué cosquilleante placer repetir sus enseñanzas!, un suave calor me llena la caja torácica desde los omoplatos hasta mi joven pecho, que no lo es (plano)), por ejemplo, pues: «Uno se echa una caña (de cerveza) al coleto», o: «Un diamante te deslumbra». A Monsieur Presle le gustaba mucho hacerme conocer las sutilezas de la lengua francesa, y por eso ahora, en recuerdo suyo, para deslumbrarlo algún día, voy a continuar mi diario íntimo en su idioma natal.

Este diario lo llevo desde la edad de diez años. Mamá me decía: «Buena costumbre para las niñas, desarrolla su conciencia moral, les permite perfeccionarse y acaban deslumbrando al cura que las consagra monjas hasta el fin de sus días». No es esta mi opinión. No es que yo tenga juicios adversos sobre las monjitas, pero hay otras cosas que hacer en la tierra para una persona del sexo femenino. En esto pienso como Michel, mi querido profe de francés, ¡ah, si él hubiera sabido cómo repetía su nombre por las noches, hasta caer en trance! Es curioso que algunas veces, por las noches, me dan una especie de ataques al pensar en él. Luego duermo maravillosamente.

Sí, se fue encima de su barco y a la vez del canal de San Jorge. ¿Qué le debo? Poder escribir en francés mi diario íntimo, una, tener el corazón tierno, dos, y los mencionados trances, tres. Hoy, al sentirme tan sola en el muelle, he tomado solemnemente dos resoluciones, mientras la luna de las noches se balanceaba lunarmente inmóvil bajo la esfera de los cielos iluminados, alumbrando con su palidez lunar el navío en el que Michel se vanagloriaba hacia su porvenir universitario y nada irlandés. Así, pues, he tomado la doble resolución, dos puntos, ante todo, primero, de redactar mi diario, no ya en inglés, lengua de marinos insulares, que no tiene gracia ser marino cuando se vive en una isla, sino en francés, pues ellos, los franceses, a veces viven en las montañas e incluso en medio de las llanuras; a continuación, segundo, de escribir una novela. Pero una novela que esté bien, que no parezca redactada por una chica no explotada y, por añadidura, en irlandés, lengua que desconozco. Será necesario, pues, que la aprenda y ¿para qué quiero aprenderla? Para hacer como Monsieur Presle. Monsieur Presle es lingüista: sabe toda clase de lenguas. Por ejemplo, tomó clases de lacio y de inguche con el señor Dumézil. Aprendió irlandés en nada de tiempo: su estancia en Dublín pasó como un relámpago a través del músculo de mi corazón. Pero sobre todo lo tanteaba en francés. ¡Y qué buen profesor era! La prueba es que escribo fluidamente mis intimidades en esa lengua con soltura y facilidad. Si a veces me falta una palabra, me importa un rábano. Continúo recto hacia delante.

Bueno, se marchaba. El viento comenzó a soplar en el puerto y el secante de la bruma embebió el barco. Aún me quedé un rato mirando las ondulaciones del canal de San Jorge, la línea granítica de los muelles, la tensión de las jarcias, la rigidez de las bitas —una de las primeras palabras francesas cuyo sentido me enseñó Monsieur Presle a causa de sus orígenes escandinavos: «biti, poste transversal de navio»—. ¿Y no fueron los vikingos quienes conquistaron nuestra verde Erín?

Se había marchado.

El viento se puso a soplar con fuerza. Volví hacia el tranvía. Bordeé el muelle. Otras gentes —sombras— seguían el mismo camino, una vez acabados sus adioses o sus trabajos. La espesa noche era zarandeada por un verdadero huracán. Volví a oír la sirena del paquebote.

Para llegar a la parada, tenía que atravesar una pequeña pasarela sobre una esclusa. Al otro lado, divisé un tranvía iluminado que hacía maniobras. Con el corazón lleno del recuerdo de Michel Presle, comencé a atravesar la pequeña pasarela, pero en medio del trayecto tuve que quedarme inmóvil. Creí que el viento se me llevaría y me arrojaría allí, a la dársena, en medio de un charco de gasolina que desplegaba sus irisaciones a la luz de la luna. Me aferré a la balaustrada y, con la otra mano, intenté maquinalmente agarrarme a otro punto de apoyo. Entonces, de repente, sentí la presencia de un señor detrás de mí. Había adivinado que era un gentleman: no una mujer ni un marinero. Y oí una voz suave y cortés que me deslizaba en el tubo del oído estas palabras auxiliadoras:

—Agárrese bien a la barandilla, señorita.

Al mismo tiempo, alguien me colocaba efectivamente en la mano que me quedaba libre un objeto que poseía a la vez la rigidez de una barra de acero y la suavidad del terciopelo. Lo así convulsivamente y, mientras me asombraba de que aquella barandilla estuviera tibia pese al aquilón que soplaba de manera aún invernal, gracias a su ayuda, pude alcanzar sana y salva la otra orilla.

El amable gentleman que me había acompañado así se volvió a ajustar el macfarlane (a menos que se tratara de un raglán o un uaterpruf, era de noche, no pude distinguirlo. Además, yo bajaba tímidamente los ojos). No pude verle el rostro, sólo distinguí, dibujada contra los adoquines desiguales del muelle, la sombra del macfarlane (o del raglán) (o del uaterpruf), que, al principio prominente, recuperaba lenta y curiosamente la línea vertical, o al menos ligeramente ondulada. Permanecimos en silencio; entonces, a pesar de que yo sabía que no hay que dirigir la palabra a un señor al que una no ha sido presentada, le dije, con toda la amabilidad que pude:

—Gracias, señor.

Pero él no respondió y se fue.

De nuevo sola, de nuevo el puerto, la noche, las sirenas. El tranvía había terminado sus maniobras y se aprestaba a largarse. Corrí detrás él. Me senté jadeante. Los otros viajeros eran dos estibadores soñolientos y un joven al que había visto acompañando a una anciana (¿su madre?) al paquebote. Como yo sonreía de manera vaga, enrojeció con violencia y fingió leer el periódico: las manos le temblaban ligeramente. El tranvía arrancó. Pagué mi billete y me abandoné a mis pensamientos.

¡Oh, dulces cuitas de un corazón de doncella; oh, mágicos temblores de la primavera de una sensibilidad; oh, castas curiosidades de una virgen floreciente! Una encantadora exaltación me llenaba toda entera y no sabía qué atender primero. Mil ideas se atropellaban bajo mi cabellera (que es hermosa… algo castaña… castaño oscuro… castaño negro, más exactamente) y un suave calor me subía y me bajaba a lo largo de la espalda en el ascensor de la médula espinal, de la planta baja del asiento al sexto piso del bulbo. Digo sexto, pese a que en Dublín las casas no tengan más de cuatro pisos, pero soy más bien alta.

Me doy cuenta de que aún no me he presentado y de que el cuaderno de mi diario íntimo se impacienta por no conocer mejor a la persona que borronea sus páginas. Pues, bien, aquí lo tienes, querido confidente: me apellido Mara, mi nombre es Sally. Me regularicé a la edad de trece años y medio, algo tardíamente tal vez, aunque debo confesar que en ese aspecto soy un verdadero relojito. Perdí a mi padre: hace diez años fue a comprar una caja de cerillas y no volvió jamás, no es que fuera nacionalista, pero no se lo decía a nadie. Por entonces yo tenía ocho años. Lo recuerdo bien. Estaba allí, en pantuflas y con su batín a cuadros amarillos y violeta. Leía el periódico fumando su pipa. Había ganado al Sweepstake y le había dado todo el dinero del botín a mamá. Mamá dijo de repente, así, como si nada:

—Vaya, no hay cerillas en casa.

—Iré a comprar una caja —dijo apaciblemente papá, sin levantar la cabeza.

—¿Vas a salir así? —preguntó mamá con calma.

—Sí —respondió apaciblemente papá.

Fue la última palabra que le oí decir. Nunca más volvimos a verle.

Me daba azotainas regularmente, dos o tres veces al día, para manifestar, decía él, su lealtad a los métodos educativos recomendados por la corona de Inglaterra.

Mi madre, con su pequeña fortuna personal y el monto del Sweepstake, nos ha proporcionado, pese a todo, una buena educación, a mí, a mi hermana y a mi hermano; yo, personalmente, no hago nada, pero si quisiera podría ser estudiante. A mi hermana, que tiene dos años menos que yo, le gustaría ser empleada de correos: quiere ganarse la vida y ser independiente, una idea suya. Estudia mucha geografía para lograrlo algún día. Joël, mi hermano, que es el mayor, bebe bastante, sobre todo güisqui y cerveza Guinness, que aquí es como si manara de un manantial. También le gusta mucho el Ricard. Pero es difícil de encontrar. Monsieur Presle le consiguió una botella. Reímos mucho aquel día; la terminamos durante la velada. A mí me gustan los arenques al jengibre, los puerros hervidos y los rollmops. Mido 1 m 68 y peso 63 kilos. Tengo 88 cm de pecho, 65 de cintura y 92 de caderas. Llevo faldas muy cortas, slip y zapatos planos. El cabello también lo llevo muy corto y no me pinto los labios ni me pongo colorete. Además, pertenezco a una sociedad deportiva. Corro los 100 m lisos en 10 segundos 2/10. Salto 1 m 71 en altura y lanzo el peso a 14 m 38. Pero estos últimos tiempos he descuidado algo el atletismo. Me gusta cruzar las piernas, encuentro que es decoroso y distinguido a la vez; también es lo que pensaba el joven en el tranvía, sin duda, pues de vez en cuando bajaba un poco el periódico, alzaba los párpados para echar una mirada, y luego los dejaba caer rápidamente. Yo pensaba en aquel que en ese momento navegaba por las olas del canal de San Jorge.

Llegamos a la ciudad. Y nosotros —aquel joven y yo—, casualmente, por supuesto, nos levantamos al mismo tiempo, para bajar en la misma estación. No lo había visto nunca en el barrio. Advertí que le temblaban las piernas. Por un instante me pregunté si no sería el señor que tan amablemente me había ayudado a atravesar la pasarela. Pero no, era imposible: aquel joven ya estaba sentado cuando yo subí al tranvía, y el galante gentleman se había ido en otra dirección.

El tranvía traqueteaba y el joven se colocó en el estribo para bajar antes de que el vehículo parara por completo. Tuve miedo por el muchacho y estuve a punto de gritarle: «¡Agárrese bien a la barandilla, señor!»; pero ya había saltado y había echado a correr, desapareciendo en la noche.

A mi vez, me agarré a la barandilla y la encontré húmeda y helada, carecía de la suavidad, la tibieza y la fuerza de la de antes.

En casa, encontré a Mary aprendiéndose de memoria las subprefecturas de los departamentos franceses, siempre para sus exámenes de empleada de correos. Joël, con la vista perdida y vaga, estaba sentado, inmóvil y mudo, delante de siete botellas de Guinness, cinco vacías y dos por vaciar. Se rió, burlón, al verme. Creía que estaba triste debido a la partida de Monsieur Presle.

Mamá ha hablado mucho de Monsieur Presle con Mrs. Killarney. De vez en cuando Joël lanzaba un hipo idiota. Pero yo sonreía. Mary lo ha notado. Después de la cena, ha querido hacerme hablar, pero yo he desconfiado: le he hablado largamente de la barandilla y casi no he dicho nada respecto a Monsieur Presle.

14 de enero

Esta noche he soñado que estaba en una especie de parque de atracciones como el Coney Island que se ve en las películas americanas. Un señor muy amable me regalaba una piruleta, pero la golosina era tan grande que me costaba mucho metérmela en la boca y chuparla. Qué tontos son los sueños…

Monsieur Presle me dijo que en el continente, e incluso en Inglaterra, hay charlatanes que interpretan los sueños. Dura una hora y uno debe tenderse en un diván frente a ellos, lo que no me parece muy apropiado. En nuestro país, el clero es totalmente contrario a eso.

Sigo pensando en escribir una novela. Pero ¿sobre qué?

18 de enero

Releyendo las primeras páginas de mi diario, me pregunto si he empleado bien la palabra «virgen». Porque en el diccionario aparece: «Se dice de una tierra que no ha sido ni explotada ni cultivada». Y yo, sin jactarme de nada, soy más bien culta. Pero es preciso que tome partido; habrá más de una falta en estas páginas destinadas tan sólo a la posteridad.

20 de enero

He comenzado a tomar clases de irlandés; el joven del tranvía también, es extraño. Nuestro profesor se llama Padraic Baoghal. Es poeta. Tiene largos cabellos lacios y una hermosa cara de buey. Lleva una bufanda negra como los franceses (Monsieur Presle no llevaba: sólo pajaritas). Su mirada es fulgurantemente azul. No he leído lo que escribe porque sólo ha escrito en gaélico. Da clases particulares para ganarse el pan. La señora Baoghal asiste a ellas. A las mías, por lo menos. Se sienta en un rincón y pinta miniaturas pequeñísimas con aplicación sin levantar jamás la vista. El joven del tranvía llega justo después que yo. Cuando atravieso el vestíbulo para salir, está ahí, esperando. Entonces baja los ojos.

25 de enero

Vaya, Monsieur Presle no me escribe.

27 de enero

No es demasiado íntimo mi diario. ¡Y yo que quería depositar en él toda mi almita (inmortal)! Es verdad que paso mucho tiempo con el irlandés, que es una lengua muy difícil. Padraic Baoghal encuentra que hago muchos progresos. Pero ¿dónde está mi intimidad en todo eso?

29 de enero

Joël ya sólo piensa en beber. Después de la cena, mientras estaba sola en mi habitación estudiando la tercera declinación (ceacht y badoir), ha entrado despacito y sin decir palabra se ha sentado en mi cama. Me miraba sin maldad; no tenía ganas de romperlo todo como le ocurre a veces. No, su mirada húmeda era la de un ternero triste. Me parecía horrible. Nos observamos un momento en silencio, luego levantó su trasero (hay otra palabra en francés, pero ahora mismo no la recuerdo) y sacó de debajo de sus nalgas (¡eso!, aunque no, hay otra palabra francesa para designar el periprocto, imposible de rescatar de momento) un libro que había escondido al entrar. Me lo mostró.

—¿Conoces este libro? —me preguntó.

¡Sí que lo reconocía! Llevaba el forro de papel pintado con el que mi querido profesor de francés solía forrar sus libros. Cuando se ausentaba unos instantes, me precipitaba sobre ellos y los palpaba, sin atreverme a abrirlos (me lo había prohibido). Cuando oía sus pasos que regresaban, los dejaba en su lugar y, con la boca seca, adoptaba el aire de alguien que acaba de meterse en el coco la regla «pou, chou, genou…».

—¿Lo robaste? —exclamé.

—Se le olvidó —respondió Joël.

—¿Con qué derecho lo has cogido?

—Para que tú no lo leas.

—¿Lo leíste tú?

Suspiró.

Dije:

—¿Y qué…?

—Que descubrí algo terrible.

No me atreví a seguir preguntando, pero él respondió de todos modos.

—Tengo.

—¿Qué tienes?

—Complejos.

—¿Queseso?

A veces Monsieur Presle escribía mal el francés para que captara mejor las sutilezas de la ortografía. Naturalmente, en inglés, pronuncié sencillamente la sílaba:

—¿Uat?

Joël respondió:

—Sí, complejos. Me lo explicó un estudiante de agronomía que conoce bien el asunto. No veo cómo podría decirle a una chica de tu edad cosas tan secretas. Es peor que los pecados del confesonario; los pecados se dicen una vez y luego se acabó, mientras que de los complejos se habla durante años sin acabar con ellos nunca.

—No entiendo nada de lo que dices —balbuceé.

—Así lo espero.

Comenzaba a tener un poco de miedo de que se pusiera a decir palabras impronunciables y extrañas que, ¡caray!, podrían haberme hecho enrojecer.

Continuó:

—Los curas no se preocupan. Te echan padrenuestros, avemarías y rosarios y después uno se larga. ¿El pecado? Lavado. ¿Y los complejos? ¡Les importan un pepino! Es demasiado largo para ellos. No tendrían tiempo de ganar sus bisteques si tuvieran que ocuparse de los complejos de toda la población.

—¡Oh! A ti nunca te han gustado mucho los curas.

No es que a mí me gusten mucho más. En nuestra familia, somos católicos. Pero sin exageraciones: creo firmemente en la virginidad de María, pero, en cuanto a Dios, las pruebas que se dan de su existencia me parecen inspiradas sobre todo en la superstición. Voy a misa (pese a la incomodidad, eso no falla nunca, al menos tres o cuatro veces por sesión); me confieso, cumplo la Pascua, pero todo eso no me atormenta demasiado. En cuanto a los curas, como dice mamá, son hombres como los demás, sencillamente una no se casa con ellos.

Pero Joël continuó:

—Bueno, ¿quieres que te lo explique?

No dije ni sí ni no.

—Bien, toma por ejemplo a Mrs. Killarney…

(Es nuestra asistenta).

Se interrumpió.

—Bueno, ¿y qué? —dije.

No entendía del todo adonde quería llegar.

Joël seguía callado.

—Bueno, ¿y qué? —repetí—. ¿Tiene bigotes?

En los ojos de Joël apareció un relámpago de vivacidad. Al pobre borracho no le pasaba desde hacía mucho tiempo.

Había gato encerrado… Soy muy buena en el capítulo de los proverbios; mi querido profe me hacía aprender montones de memoria, o expresiones como: «En menos que se santigua un cura»; «Hacerse la picha un lío»; «Es mejor correrse que dejarlo correr»; «Burdel por burdel, prefiero el metro, que es más divertido y encima más caliente», etc. ¡Qué hermosa lengua, con todo, la francesa, qué placer para mí, sola en mi batín junto a un fuego de turba irlandesa, poder manipular los exóticos y sabrosos vocablos que utilizan más allá de la Mancha los estibadores de Le Havre, los cocheros de punto, los mostaceros de Dijon y los asesinos marselleses! ¡Ah, me deshago, me deshago, tan cerca siento mi pensamiento de mi lengua! Pero ¡Dios mío, Dios mío, me extravío! Volvamos a mi hermano. Después del gesto de lucidez, se levantó pensativamente y dijo con suavidad:

—Sí, eso es lo que pensaba, eso es lo que pensaba.

Y salió.

Llevándose el libro.

30 de enero

He hurgado en su habitación. Han aparecido cinco botellas de güisqui bajo la cama, pero ni rastro del libro. Lo ha escondido horriblemente bien.

31 de enero

Sin noticias de Monsieur Presle. No es muy amable que digamos; él, que tanto había prometido escribirme.

2 de febrero

Sigo sin encontrar el medio de apoderarme del libro de los complejos.

3 de febrero

Sin carta de Monsieur Presle, hoy tampoco. ¡Qué malvado!

4 de febrero

Hoy he tomado el tranvía para Dunleary; es decir, Kingstown, el puerto de Dublín. Digo Dunleary imitando a mi maestro Padraic Baoghal. Por lo demás, encuentro un poco bobo ese patriotismo lingüístico, pero, en fin, puedo permitírmelo en mi diariointimidad. Aún se hace de noche bastante temprano, y hay niebla. He paseado por el puerto. No me orientaba muy bien. Dudaba entre diferentes pasarelas. Al fin he reconocido la mía, iluminada débilmente como el día de la partida de Michel Presle. El corazón me latía más deprisa en el pecho, y he recordado con claridad este otro proverbio francés que me enseñó el que se había marchado: «Al inocente, a manos llenas». Pero no he encontrado a mi galante gentleman.

Y en el tranvía, ni siquiera estaba mi colega, el joven irlandicente tímido. Simplemente había un poco menos de niebla sobre Dublín, pero el olor a Guinness era más intenso.

5 de febrero

A mi hermana Mary sólo le queda aprenderse las subprefecturas del Tarn-et-Garonne y del Var. Joël no se ha desemborrachado desde hace tres días. Miro a Mrs. Killarney y no logro descubrir qué complejos puede tener.

6 de febrero

La señora Baoghal me ha invitado a tomar el té en su casa. Yo estaba terriblemente nerviosa. Había hecho mi recadito tres veces antes de salir y, mira por dónde, en el tranvía, a la altura de Cuff Street, me asalta otra vez una necesidad. ¡Dios mío, Dios mío!, ¿qué iba a hacer? Me palpitaba el corazón, tenía verdadero pánico. Tan intimidada. Habría otros grandes poetas y sus damas que me examinarían, y jóvenes que seguramente querrían desposarme, y entre ellos sin duda el joven del tranvía que estudia irlandés como yo. Y el deseo de aliviarme que iba en aumento y aquel traqueteo del tranvía que no hacía más que urgir mi necesidad y proyectar mi vejiga hacia mi farolillo. Apretaba las mandíbulas, sin mover la lengua. Me aferraba a las rodillas. Miraba más allá de todo, a través de los cristales, sin querer fijar la vista en nada. Comenzaba a sentir un poco de sudor en la espalda y debajo de los brazos. Incluso me parecía que unas gotas debían de perlar entre mis jóvenes senos. Me decía que podría resistir hasta el momento de saludar a la señora Baoghal, aunque evidentemente habría la escalera y es terrible subir una escalera cuando se está atormentado por un impulso tan apremiante, y, además, también evidentemente, la primera cosa que nunca me atrevería a decir a la anfitriona sería: «¿Dónde está el servicio?», tendría que esperar antes de hacer la pregunta, de obtener la respuesta y de llegar al lugar deseado. Mis inquietudes viscerales, pues, se multiplicaban por la angustia y, entonces, ¿quién toma el tranvía en la parada de Dame Street? El joven irlandicente. Unos estremecimientos eléctricos me circularon por la cabeza, de la barbilla a las orejas, de la nuca al occipucio. Y en el vientre era como si me hubieran colocado un caldero de agua caliente, un acuario tropical, una marmita úrica. Estaba a punto de aullar; ya no era posible. He visto llegar Great-Brunswick Street y he pensado en mi tía Cornelia. Hacía dos años que no había ido a ver a la tía Cornelia, pero no me negaría ese favor. Me he levantado y he divisado los ojos despavoridos del joven irlandicente. A buen seguro creía que haría el viaje con él hasta la Columna de Nelson, que bajaríamos juntos del tranvía y que entonces él me dirigiría la palabra, algo así como: «Señorita, me parece que ya nos hemos visto…». Aun siendo tontísimo, el jodido irlandicente habría estado obligado a dirigirme la palabra. Pero mira por dónde, he pensado en la tía Cornelia y me he dicho: «Bueno, de todos modos no voy a seguir sufriendo más tiempo, tanto más cuanto que son gente a la inglesa». Entonces he bajado bruscamente del tranvía.

Suerte que la tía Cornelia estaba en casa. Y tengo buena memoria: eran verdaderamente gente a la inglesa.

7 de febrero

Parece que en París, Francia, ha habido jaleo. Aquí también hemos tenido. Ojalá que Monsieur Presle no haya sufrido ningún daño, aunque no sea un hombre que se meta en peleas. Por lo demás, me hizo aborrecer las camisas azules de nuestro general O’Duffy y, además, me purgó por completo de todo sentimiento patriótico después de enseñarme que Irlanda es una isla más pequeña que Terranova: algo que nos ocultan siempre.

15 de febrero

Un diario íntimo está bien si no da trabajo. Todos estos días, sin ganas, ¿ganas de qué?… Decididamente cada día me vuelvo más íntima. Por lo menos siento cierto orgullo al pensar que a buen seguro ninguna muchacha inglesa, escocesa, terranovesa o lo que sea es tan íntima como yo.

A propósito, ahora me doy cuenta de que no terminé el relato del té en casa de la señora Baoghal. Así, después de mi rápida visita sorpresa a la tía Cornelia, volví a tomar el tranvía para Sackville Street. Llegaba con retraso y sonrojada; efectivamente, numerosas personas se encontraban allí: el maestro y señora me recibieron amable y protectoramente y me presentaron a los intelectuales y tualas presentes. El poeta Connan O’Connan, su amigo el poeta Grégor Mac Connan y su cuñado el poeta Mack O’Grégor Mac Connan, así como el bardo-druida O’Cear y el filósofo primitivista Mac Adam, así como sus esposas Mrs. Connan O’Connan, Mrs. Grégor Mac Connan, Mrs. Mack O’Grégor Mac Connan, Mrs. O’Cear y Mrs. Mac Adam y sus hijos George Connan O’Connan, Phil Mac Connan, Timoléon Mac Connan, Padraic O’Grégor Mac Connan, Arcadius O’Cear, Agustín O’Cear, César O’Cear, Abel Mac Adam y Caín Mac Adam, y sus hijas Irma Connan O’Connan, Sarah Mac Connan, Pelagia Mac Connan, Ignatia O’Grégor Mac Connan, Arcadia O’Cear, Beatitia Mac Adam y Eva Mac Adam, así como el joven irlandicente tímido del tranvía: Barnabé Pudge. Así supe su nombre. Y él enrojeció más que yo, porque conseguí algo bastante parecido al estilo persona pálida.

—Bueno, amigos míos —dijo Padraic Baoghal—, ahora que hemos hecho las presentaciones y estamos todos, vamos a…

—¿Una taza de té? —me propuso la esposa del dueño del lugar, mientras este palpaba discretamente el mío, mi lugar.

Jamás se había atrevido a tratarme así, como a una colegiala. Yo soy una estudiante. No podía creer lo que sentía en la grupa.

—Gracias —respondí, y me sacudí ligeramente como una yegua que espanta los tábanos.

—Es encantadora —susurró la señora Baoghal.

¡Como si no me conociera! ¡Ella, que no me pierde de vista ni un centímetro durante todas las clases!

Distribuyeron tazas de té y cada cual departió a la manera de Marivaux a propósito de los terrones de azúcar.

—Es encantadora —confirmó el gran poeta.

Un pequeño enjambre de admiradores de varios sexos se lo llevó. Entonces surgió frente a mí Barnabé Pudge, con el rostro escarlata.

—Pero… —dijo.

—¿Cómo? —pregunté.

—… ¿no nos?… —continuó.

—… ¿no sería?… —volví a argüir.

—… ¿nos hemos no?…

—… me parece que…

—… yo…

—… usted…

—… tranvía…

—… sí…

Las gotitas de sudor comenzaron a bajar por su hermosa frente de lingüista.

—… ¿yo que no le no?… —preguntó.

—… re lo que yo repuedo… —respondí.

—… entonces usted usted usted sí sí… —insistió.

—… pero si usted hubiera tenido… —repliqué.

—… ba la ble ble jijí… —prosiguió.

—… ah… Ah… —dije.

… habido habido… habido habido…

Volvió de inmediato al tema:

—… habido habido… habido habido…

Durante todo ese tiempo no pensaba más que en una cosa: ¿me quedaría un recuerdo lo bastante exacto como para poder anotar escrupulosamente la conversación en mi diario íntimo? Y, sin embargo, lo hago ocho días después.

—… habido habido…

Padraic Baoghal pasó junto a nosotros y dijo:

—Vamos, vamos, no es el momento de ponerse sentimentales.

En efecto, la sesión iba a comenzar. Yo había llegado con retraso. Se preparaban.

Barnabé (es mejor que lo llame de inmediato por su nombre de pila), Barnabé me confió en un murmullo:

—¡Qué misteriosa es usted, señorita!

Me estremecí de placer. Era más que grato, con todo, intrigar a un joven distinguido.

Mientras tanto, la señora Baoghal, que es una anciana de unos treinta años, se había instalado en un sillón y comenzaba a recogerse al tiempo que golpeteaba y daba tironcitos a su vestido con una mano coqueta y maquinal. El vestido en cuestión era de lo más bonito: de grueso crespón berenjena con un escote levemente plisado, mangas amarillo canario muy voluminosas por encima del codo y un ancho cinturón de raso azul pálido inteligentemente anudado en el costado.

Todo el mundo había acabado acomodándose; apagaron las luces. Enseguida, no falló, una mano de hombre se posó sobre mi muslo derecho y otra sobre el izquierdo. La del izquierdo (una mano derecha, por consiguiente) era inquisitiva y móvil; la del derecho, posesiva y escultural: la garra de un león.

La sesión comenzó: de la oreja de la señora Baoghal comenzó a surgir una sustancia blanquecina y viscosa que poco a poco adquirió una forma vagamente ovoide. Observé la cosa atentamente (no creo en ello) y para que no me distrajeran tomé la mano de la derecha y la puse en contacto con la mano de la izquierda; se palparon un instante y luego se retiraron velozmente.

La forma ovoide se transformó poco a poco en una cabeza vagamente humana; luego se contrajo y se metió en la oreja eyaculadora (ésta sí que es una palabra culta, tal vez no haya que utilizarla en este sentido, pero es tarde y me da pereza consultar el diccionario). Entonces, la señora Baoghal se puso a hablar con una voz extraña y prefabricada, describiendo la vida de los habitantes de Júpiter, que son trígamos, hermafroditas y se reproducen por brotes. Encontré el discurso muy aburrido y repugnante, y me pregunté si, para pasar el tiempo, no colocaría yo también las manos en los muslos de mis vecinos para ver lo que pasaba. Pero no me atreví.

Al fin terminó la perorata, la señora Baoghal lanzó algunos gemidos y volvieron a encenderse las luces.

Mi vecino de la derecha (Padraic Baoghal) se volvió hacia mí y me preguntó con aire estúpido:

—Bueno, pequeñita, ¿no está demasiado impresionada?

—¡Oh, no, señor! —respondí.

Mi vecino de la izquierda (el bardo-druida O’Cear) miró a Baoghal con aire insolente.

—Me parece que la señorita no pierde el norte con facilidad.

Oí una voz interior que murmuraba:

—Agárrese bien a la barandilla, señorita.

Y reviví el puerto con su dulce contacto.

Con el alma completamente ocupada por el recuerdo de mi gentleman, pasé el resto del tiempo parloteando con Arcadia y Pelagia, mientras mi vista se posaba distraídamente aquí y allá en el pantalón de esos señores.

18 de febrero

El tiempo pasa. Me aburro y me siento muy extraña. Sin embargo, no se trata de la cercanía de la menopausia (otra palabra cuyo sentido tengo que verificar en el diccionario) mensual que me atormenta. En este aspecto, no puedo quejarme. Pero siento que una bola me oprime el yeyuno a tal punto que quisiera comprarme un vestido nuevo, un hermoso vestido como el de la señora Baoghal, un vestido francés. A propósito, Michel todavía no me ha escrito: tal vez pereció en el mar. No me disgustaría haber apreciado a un hombre que se hubiera negativizado en el agua salada de los océanos. Me parece que por las noches, los días de tormentas blancas, vería su fantasma, tan verde como los flecos de una ostra.

19 de febrero

Pensar que hay tantos admiradores suyos que quisieran conocer a Padraic Baoghal, y yo lo veo familiarmente tres veces a la semana, siempre muy correcto (su desvarío fue sólo efímero) y siempre, debo decirlo, en presencia de la señora, que no cree en las cosas efímeras (tiene el espíritu en un lugar muy elevado) y sigue pintando minuciosamente miniaturas. No me las enseña nunca. Creo que representan escenas del otro mundo.

20 de febrero

He puesto a Mary al corriente de la historia del libro. A menudo tiene ideas súbitas. Y Joël está más tierno, más tonto con ella que conmigo.

21 de febrero

La ortografía irlandesa es increíble. Si verdaderamente no tuviera un gran deseo de escribir una novela en esa lengua celta, no la estudiaría. Se escribe oidhce lo que se pronuncia i y cathughadh lo que se pronuncia cahu. Padraic Baoghal lo encuentra espléndido porque despista al francés. Como si tuviera que ver.

23 de febrero

Mi hermana Mary no ha sido capaz, pese a mis confidencias, de arrancarle a mi hermano una confesión sobre el lugar donde ha escondido el libro que me intriga tanto. Lo único que ha logrado ha sido recibir una patada en el culo (¡ah!, ésta es la palabra que buscaba el otro día). Ahora estudia los cantones suizos, Argovia, Appenzell, Glarys, Schwyz, Untenwalden, Jug, pero ¿quién conoce esos lugares? Me exaspera.

24 de febrero

Al fin, me ha hablado. Me esperaba en la calle.

—Buenos días, señorita —me dijo cuando salí.

—Buenos días, señor —respondí con modestia.

—Mi nombre es Barnabé Pudge —agregó con una voz ligeramente angustiada—. Nos presentaron en casa de Padraic Baoghal.

—Sí, señor —confirmé modestamente.

Esto está gloriosamente bien escrito: «confirmé modestamente». Por lo menos Monsieur Presle me enseñó jodidamente bien la lengua francesa. Desde luego, hay una repetición: unas líneas antes he puesto «con modestia». Con todo, no debo ser demasiado exigente conmigo misma, porque no podría arreglármelas. También tengo que confesar que me fastidia la historia de Barnabé. ¡Qué pelma puede ser ese muchacho! Bueno, cuento el encuentro pese a todo, para llenar el diario. Tal vez algún día me divierta releer esto.

Así, pues, dimos algunos pasos juntos, ¡ah, sí!, lo olvidaba, me había preguntado si yo veía algún inconveniente en que él me acompañara un trecho del camino y yo le había contestado: Claro que no. Esos pocos pasos los dimos en silencio; él buscaba un tema de conversación. Finalmente carraspeó y dijo:

—Es una lengua muy difícil nuestro irlandés celta, ¿verdad, señorita?

Tragó saliva y sin duda también la mitad de su lengua y repitió la frase en irlandés:

Is an-deacair an teanga an Gaedhilig.

Taib —respondí—, is an deacair an teanga an Gaedhilig.

—Sobre todo la ortografía —añadió.

—Sí, desde luego —respondí sonrojándome de rabia.

Encontré su reflexión trivial, por lo que me humillaba haberla suscrito en este diario hace dos o tres días.

Luego todo volvió al silencio y llegamos a la esquina de O’Connell Street.

—Señor Pudge —le dije—, llega tarde a su clase.

—Oh, no —baló—, he tomado disposiciones para no.

—¡Ah! —dije interrogativamente.

—He avisado al señor Baoghal que hoy no podría ir a clase.

Bajó sus largas pestañas superiores sobre el párpado inferior.

—He puesto la excusa de la muerte de una vieja tía. La muerte imaginaria —agregó cloqueando.

—¡Ah! —dije escandalizada.

Sin duda, creía que iba a admirar su astucia de colegial. Frunció el ceño.

—¿Cree que podría acarrearle alguna desgracia? —me preguntó con voz temblorosa.

No era preciso en absoluto que la conversación derivara hacia lo desagradable. Dejé que se marinara un poco en su jugo supersticioso, y luego le respondí con aire vivaracho:

—¿Desgracia? ¿Quiere usted decir que puede reventar con la boca abierta y no más tarde que ahora mismito?

Me volví hacia él y advertí que el resorte interior se le había puesto muy flojo; parecía un reloj sin aliento que palpita para que no se le crucen las agujas a medianoche.

—¿Ustedusted crecrecree?

—Sí, en su lugar yo volaría a casa del señor Baoghal para no tener un deceso sobre la inconciencia.

—¡Ah bien, ah bien!

Estaba de un verde algo manzana con amarillo membrillo aquí y allí. Algo repugnante de ver, el Barnabé. Me di cuenta de que le temblaban las piernas y de que le faltaba poco para volverse tullido, pero con todo no me correspondía a mí ofrecerle la barandilla, la situación no era la misma y mi barandillita no le hubiera servido de nada, suponiendo que se la hubiera ofrecido.

Acabó escabullándose, sin grandes muestras de cortesía.

Y todo eso, sin claro de luna.

10 de marzo

No he vuelto a ver a Barnabé. Debo de ser demasiado misteriosa para él.

11 de marzo

De nuevo Joël ha vuelto completamente ciego a casa. No le habíamos esperado para sorber la sopa. Él, nada más llegar, se ha puesto a desbotonarse el pantalón. Como nos hacía reír, ha corrido a la cocina y hemos oído a Mrs. Killarney lanzando extraños gemidos.

A propósito, el otro día, ella se manchó de rojo el vestido por detrás. No pude hacerle explicar de qué manera.

12 de marzo

Era muy tarde cuando Joël bajó a tomar su breakfast. Me dio lástima su lamentable aspecto. Sin verme, se sentó y hundió el cuchillo en la mantequilla para untarse a continuación la palma de la mano. Había olvidado poner una tostada. Se lo hice notar. Me respondió:

—¡Ah!, finalmente te dignas dirigirme la palabra. ¿Sabes? De todos modos soy tu hermano y, además, mayor, el cabeza de familia, puesto que padre no está. Lo soy y lo sigo siendo… Interrumpía sus frases para lamerse la palma.

—… aunque haya montado a la cocinera.

—¡Has montado encima de Mrs. Killarney! —exclamé—. Pero ¿para qué?

Me miró con un aire de lástima que me irritó profundamente.

—Sí —continué—, si necesitabas algo de la alacena, sólo tenías que tomar el taburete, y no subirte a los hombros de Mrs. Killarney.

Se encogió de hombros, se limpió el hueco de la garra y sopló la taza de té tibio.

—¡Uf! —dijo—. ¡Vaya tontería! En cuanto a ti —agregó—, ya sería hora de que te hicieras montar, aunque fuera por un asno.

—¡Vaya idea! ¡No me veo llevando un borrico sobre los hombros!

Me desternillaba de risa, pero logré agregar:

—Me hubiera gustado verte a caballo sobre los hombros de Mrs. Killarney para alcanzar el bote de mermelada.

Lloraba de risa. Mary también. Joël dio un puñetazo sobre la mesa. Todas las tazas dieron un saltito.

—¡Idiota! Ya te lo he dicho. Ya va siendo hora. Algún día comprenderás lo que quería decirte. Pero para entonces estarás podrida de complejos. ¡Como yo! ¡Mira: como yo!

Las tazas volvieron a dar saltitos. En cuanto a mí, me reventaba de risa. Acudió mamá:

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿A qué viene este ruido, estas risas?

—¡Montó sobre Mrs. Killarney! —hipé yo señalando a Joël—. ¡Le montó encima! ¡Le montó encima!

Una dulce sonrisa se dibujó en los labios de mamá.

—Eso no está bien —le dijo amablemente—, le has faltado al respeto. Que lo hagas con amigos para jugar, pero con esa buena mujer… ¿Qué pensará de ti?

—Le gusta —gruñó Joël.

Mamá suspiró.

—La humanidad es muy rara. En fin, se necesita de todo para hacer un mundo.

Salió.

—Yo también me largo —dijo Joël—. Adiós, hermosa.

—Adiós.

—Cuir amach do theanga! —ladró.

Y desapareció.

Como él no sabía una palabra de gaélico, me pregunté dónde había podido aprender esa frase, cuyo sentido no entendí. Y ciertamente no me atrevería a preguntar el significado de esas palabras seguramente chocarras a mi maestro, el poeta Padraic Baoghal. Como todos esos acontecimientos me habían herido un poco la sensibilidad, me sumí en la melancolía.

Primero sentí necesidad de ir al excusado y luego de retomar contacto con lo que eleva el alma (inmortal): el Arte. Así, unos minutos después me encontraba delante de la National Art Gallery, en West Merrion Square. No era la primera vez que ponía los pies allí, pero ese día una emoción muy especial me embargaba el alma (inmortal). Me enternecí, como de costumbre, ante el retrato de Stella; no tuve fuerzas de subir al primer piso para ver los cuadros de Leslie, Maclise, Mulready, Landseer y otros Wilkie, y fui a pasear por el jardín. Estaba sola, los árboles aún sin hojas tendían la trama severa de sus ramas por encima de mi cabeza, y miré largamente una a una las estatuas como antiguas que adornan las avenidas aquí y allá. No son auténticas, son vaciadas, copias: algunas en bronce, otras en yeso, el resto en mármol o granito. La que me llamó la atención enseguida, tras un recorrido general, fue el Apolo discóbolo. Como todos los demás dioses, llevaba unos calzoncillos (cortos, pero calzoncillos al fin y al cabo). Parece que en la realidad los dioses no llevan, al menos sus estatuas. ¿Por qué se los regalará el conservador del museo? Es un misterio. Ahí debajo debe de haber algo escondido.

Una pequeña franja de césped me separaba de la obra de arte. Tras mirar a mi alrededor, no, no, nadie, atravesé la franja y me di de narices contra las pantorrillas del divino atleta. Me dediqué a lamérselas. Pero eran de yeso y al poco rato un gusto a requesón demasiado descremado, algo seco, me llenó la boca. Volví a la grava y, unos pasos más allá, elegí un Hércules Farnesio. Éste tenía los pies de mármol. De nuevo salté el césped. Vistazo circular. No, nadie. Comienza a llover un poco. Gotas pequeñitas. Inclino la cabeza, pongo los labios sobre el dedo gordo del pie del héroe, mi mejilla se posa sobre su metatarso.

Una gota de agua me cae ante los ojos, sobre el pie semidivino. Entreabro la boca, saco la lengua y extiendo el benéfico rocío sobre las divinas ondulaciones que forma en cada dedo el nacimiento del siguiente. Caen más gotas de agua y las recojo. Todo eso es fresco y gracioso. Exploro los hoyuelos interdigitales y bruño con la saliva las uñas, deliciosamente arregladas por Glycon, de ese mastodonte de la mitología cuya resplandeciente musculatura podía ver en perspectiva. Los pies ya no me bastaban.

Llovía cada vez más. Seguía sin haber nadie en el jardín. En las ventanas del museo, ningún espía. Un pequeño impulso (infantil) me permitió izarme sobre el pedestal y me encontré cara a cara con la estatua. La abracé, pegándome contra ella, pero no sentí nada especial. Tenía los ojos vacíos y el aguacero parecía hacerla llorar estúpidamente. Le soplé al oído:

—¿Me tienes miedo, eh, mi pequeño Barnabé Pudge, me tienes miedo?

Pero en realidad sólo era mármol en calzoncillos. Las furias de mi imaginación se aplacaron y me aprestaba a bajar cuando oí una voz que me decía sin reír:

—Tenga cuidado de no caer, señorita.

Despavorida, me aferré más fuerte a mi Farnesio y no me atreví a volver la cabeza.

—¿Tiene usted la intención de quedarse mucho tiempo ahí arriba? —prosiguió la voz—. ¿Quiere que le traiga una silla para ayudarla a bajar?

Como la voz temblequeaba, supuse que era de un viejo; como no tenía nada de irónica, supuse que dicho viejo era comprensivo; y concluí que debía tranquilizarme y que no iba a caer en manos de un roñoso que se aprovecharía de mi situación delictiva para abusar de mis encantos y entregarse conmigo a actos deshonestos como tirarme el pelo o hacerme pampam en el pompis.

Me volví, pues, y vi lo que había adivinado, es decir, a uno de los guardas del museo, un anciano encanecido (¿qué querrá decir en realidad «encanecido»? Tendré que mirarlo después en el diccionario), al que, de hecho, ya conocía de vista (y él tal vez a mí, ya que naturalmente no era la primera vez que iba al museo, aunque hasta entonces nunca me había atrevido a tocar las esculturas) y que tenía cabellos blancos bajo la gorra y condecoraciones en la levita. Que hubiera ganado aquellas condecoraciones al servicio de Inglaterra o de nuestro Eire natal me importaba un comino.

—Buenos días, señor —le dije en un tono que me pareció de lo más natural.

Pero en ese momento me di cuenta de que yo debía de tener una bonita pinta, aferrada bajo la lluvia a aquel enorme aparato de mármol. Enrojecí de rabia.

—Buenos días, señorita —respondió el antepasado muy cortésmente—. ¿Cómo va a bajar de ahí? Espere, voy a buscarle una silla.

Era de ideas fijas, el encanto.

¿Por quién me tomaba?

Me disocié de mi Hércules y de un gracioso salto aterricé en una charquita de lodo en medio de la avenida, salpicando así al viejo chocho. Mientras se secaba, me expresaba toda su admiración.

—¡Qué bien salta la señorita! —decía—. ¡Qué bien salta la señorita! Seguramente la señorita es deportista.

No sabía qué responderle.

Una vez que se hubo lavoteado, guardó el pañuelo en el bolsillo y, dejándose de alabanzas hipócritas, me preguntó fríamente, mirándome a los ojos:

—¿Qué pasa, que el Hércules es más hermoso de cerca? ¿Con lupa?

—Es que soy corta de vista, señor —creí astuto responder.

Unos estremecimientos que anunciaban tormenta le recorrieron las manos velludas y grisáceas. Seguía lloviendo y el guarda interrogándome.

—¿Le interesa el músculo?

—No, señor, la mitología.

—Porque por músculo no es necesario trepar al pedestal para tocarlo. Tenga, ¡toque!

Dobló el brazo para que yo admirara su bíceps. Pero no lo hice.

—No me interesa —murmuré.

Un poco de odio le coloreó la mirada. Aquel estúpido comenzaba a irritarme e incluso a darme miedo. Si iba a ponerse a tocarme… Seguíamos solos en aquel jardín desplumado por el otoño anterior y que la primavera no había reverdecido aún. ¿Acaso me daba miedo de verdad aquel estúpido? Lo examiné imparcialmente. No. De un papirotazo habría enviado a aquel desecho a la basura.

Pero quería intimidarme.

—Señorita, debe usted saber que está rigurosamente prohibido escupir en el parqué, entrar con perros en la sala de los maestros holandeses, apoyarse en las vitrinas y subirse al pedestal de las estatuas. Toda persona que infrinja estas normas será castigada con una pena que va de cinco a veinticinco trallazos con el gato de nueve rabos.

Otro que no piensa más que en eso, me dije. Me recordaba a mi padre. Por cierto, ¿qué sería de ése? ¡Tal vez aún no había encontrado la caja de cerillas! En el fondo, todos en casa nos sentíamos aliviados. Desde luego, si él hubiera estado allí, sin duda Joël no se habría convertido en un borracho. Pero desde que se fue papá, al menos yo tenía el trasero tranquilo. Esto compensaba con creces lo otro.

Mientras estos pensamientos (si me atrevo a llamarlos así) atravesaban mi almita (inmortal) a la velocidad de un pura sangre aguijoneado por un puro tábano, el sátiro de Bellas Artes había decidido colocar sus manos atentatorias en diferentes partes de mi impermeable. Es increíble lo fría que me dejaba aquello. Juzgué inútil, pues, que insistiera; a fin de convencerle, le hice una llave con el brazo a la espalda seguida de un taconazo en la tibia izquierda y un pisotón en los dedos del pie derecho.

Lo dejé en el suelo sumido en sus meditaciones y salí del museo para ir a casa de Baoghal. Algo turbada pese a todo, sentí la necesidad de aliviarme e hice una visita, muy breve, a la tía Cornelia, aún más sorprendida que la última vez. Debía ser un día de acontecimientos: Mève, la joven criada de la señora Baoghal, me dijo que el maestro y su esposa habían ido a Sligo a enterrar a una tía bisabuela. Me quedé allí en el rellano muy perturbada, sin saber qué hacer.

—Entre un rato de todos modos, señorita —dijo Mève.

Mève es muy gentil y muy amable. Es de Connemara y habla el gaélico tan bien como el inglés. Incluso sabe más que el propio Baoghal. Ella le sirve un poco de diccionario. A menudo la consulta a escondidas. Al encontrarme sola frente a ella surgió de mi almita (inmortal) la idea (si me atrevo a llamarla así) de preguntarle qué significaba la frase que me había dicho mi hermano por la mañana, pero temiendo que ella (la frase) fuese muy sucia, creí conveniente hacer un poco de palique previo con la cría, tanto más cuanto que parecía muy bien dispuesta a ello.

—Tal vez —respondí—. Sí. Me gustaría…

—¿Quiere descansar un rato en el despacho?

Allí era donde yo tomaba mis lecciones.

Entramos.

Todo estaba en orden, cada libro en su lugar. El sillón adosado a la mesa de trabajo del maestro me pareció extrañamente vacío. La otra mesa de trabajo, la de la señora, estaba cubierta por una especie de funda, desafío a la curiosidad, verdadera provocación. Yo no conocía las obras de la señora Baoghal, tampoco me moría de ganas, pero, en fin, de tanto verla allí, en su rincón, manejando sus pinceles y sus potes, había acabado irritándome.

Mève, que no me quitaba ojo, me empujó hacia ese lado, como si nada.

—La señora es reservada —me dijo—. Lo esconde todo. No sólo sus monos, sino también el azúcar y la mantequilla.

Rió con un aire burlón y cómplice que me incomodó un poco.

—¿Sabe?, señorita, yo preparo esa especie de porquería que sale de la oreja de la señora durante las sesiones de espiritismo. Es lo que más me divierte de este trabajo. No el señor, desde luego.

Jugaba distraídamente con el papel pintado que cubría el material de pintura de la señora Baoghal.

—Tal vez la señorita desee ver las obras de la señora —prosiguió con una insolencia creciente que me hizo enrojecer. Estoy segura de que no las conoce. Sólo las ha visto el señor… y yo.

Con un gesto brusco retiró la funda.

—Venga a mirar, señorita.

Manipulaba sin timidez alguna los objetos colocados sobre la mesa y me tendió una de las miniaturas.

—Mire ésta, por ejemplo —me dijo—. Es un habitante del planeta Ceres, según parece. Un puro espíritu.

Me acerqué para echar una ojeada, sin tocarla.

—¡Ah! —solté después de haber mirado.

Representaba a un hombre desnudo con alas en la espalda y unos extraños atributos entre las piernas.

—Está bien pintado, ¿no? —dijo Mève con tono erudito.

—¡Qué imaginación! —murmuré.

—¿Qué? ¿Esto?

Mostraba las alas.

—No, esto —respondí.

—¡Ah, esto! Aunque los espíritus vengan de Saturno, de Júpiter o de otra parte, la patrona no olvida nunca ponerles su buen par. Y está endemoniadamente bien hecho —agregó acercándose la imagen a los ojos—, no falta ni un detalle.

Dejó la miniatura y tomó otra.

—¡Ah!, éste —dijo— es Napoleón exiliado en el planeta Neptuno. Está en el exilio por haberse dejado derrotar por los ingleses.

Esta vez tomé el objeto con las manos y lo examiné con atención. En efecto, había que reconocer que estaba muy bien dibujado. Napoleón tenía un gran parecido, con su sombrerito; en cuanto al resto, como el anterior, estaba completamente desnudo, con los atributos inferiores de un volumen sensiblemente más considerable que los del otro. Sin duda, para la señora Baoghal aquello era un signo de distinción, un grado, sin duda, como las charreteras o los galones.

Estaba perdiéndome en fantasiosas consideraciones sobre la vanidad humana cuando sentí el cuerpo de Mève acurrucarse contra el mío.

—Eso atormenta a la patrona —me dijo.

—¿El qué?

—Eso.

E indicándome la cosa con el dedo, me rodeó la cintura con el otro brazo. Como es mucho más pequeña que yo, su mejilla se apoyaba en mi seno. Era agradable, pero, en fin, no era ni mi madre ni mi hermana.

—Todo esto es muy extraño —proferí con gravedad.

Le devolví el objeto a Mève y, aunque temía herirla, me zafé suavemente del abrazo. Ella lo dejó todo en su lugar en silencio.

—Mève —le pregunté tímidamente—, ¿puede decirme lo que significa: Cuir amach do theanga?

—Saca la lengua —respondió sin mirarme.

—¿Eso es todo?

—Sí. ¿Qué más quiere?

Había adoptado un aire enfadado. Nos separamos sin más palabras.

Tras aquella mañana tan atareada, volví a casa para el lunch.

18 de marzo

Padraic Baoghal ha regresado del funeral. Durante la clase, yo no podía dejar de mirar a su mujer de vez en cuando, incluso demasiado a menudo, según me dio a entender mi profesor. Ella se aplicaba, trabajando con método.

Esto me ha dejado pensativa.

Mève es muy cortés conmigo. Baja los ojos cuando me abre la puerta.

19 de marzo

Apenas tengo tres amigas: mi hermana Mary, Arcadia O’Cear y Pelagia Mac Connan. Arcadia y Pelagia vinieron ayer a tomar el té a casa. Nos hicimos confidencias: Arcadia dice que está enamorada de George Connan O’Connan y Pelagia dice que ella de Padraic O’Gregor Mac Connan. Yo les dije que amaba a Baoghal. Lo creyeron.

Luego hablamos un poco de frivolidades femeninas: así, Arcadia tiene violentos cólicos la víspera de la regla; en cuanto a Pelagia, sufre más bien de estreñimiento. Después hablamos de la inmortalidad del alma y de la escultura antigua. Acabamos prometiéndonos que algún día iríamos a París a visitar las Galerías Lafayette y un cabaré nocturno con zíngaros donde se desenfrenan señores con monóculo y pechera blanca.

21 de marzo

Para festejar la primavera, Joël ha decidido darse un «batter» de ocho días, es decir que se ha encerrado en su cuarto con veinte botellas de güisqui y dos tonelitos de Guinness de un buishaiul cada uno, o sea, aplicando el sistema métrico, setenta y dos litros, siete decilitros y dos centilitros de cerveza. Doy estos detalles porque no conozco la palabra equivalente en francés. Sin duda, en Francia no tienen esta costumbre. Escribiré a Monsieur Presle para pedirle su opinión al respecto, aunque no le escribiré mientras él no me escriba.

Su descuido me indigna.

28 de marzo

Hoy Joël ha terminado su «batter». Mamá estaba tan contenta que ha preparado un gran festejo. Joël sólo ha bajado para cenar, sin afeitarse pero muy alegre. Hemos comido arenques al jengibre, beicon con col, un disco de queso de diez libras y una tarta de algas. Hemos bebido a voluntad, hemos cantado a coro, hemos acostado a mamá hacia la medianoche porque la cabeza le daba vueltas, y hemos seguido riendo y diciendo limericks hasta las tres de la madrugada. Cuanto menos comprendo los limericks, más bonitos los encuentro. Recuerdo este que ha recitado Joël:

El tendero Michael también lo afirma rotundo:

el melón para el hombre es un placer jocundo

y un jovencito le puede enloquecer.

¿La mujer? Bien para la especie perpetuar.

Es incoherente, pero es eso lo que me gusta.

29 de marzo

Esta mañana me he despertado muy temprano y he bajado a la cocina para calentar una taza da café. Mary se me ha unido de inmediato.

—¿Ya levantada? —le he dicho—. ¿Has dormido mal?

—Adivina lo que he hecho.

—¿Te has aprendido de memoria la lista de las repúblicas soviéticas?

—No. ¿No te fijaste ayer por la noche?

—Estabas algo trompa.

—En absoluto. ¿No notaste que me ausenté cinco minutos?

—¿Y qué tiene de raro?

—No era lo que pudiste creer. Tuve una idea.

—¿Tú?

—Sí, yo. Pensé que después de su «batter», Joël no debía de haber escondido muy bien el libro que te interesa.

—Es verdad, se me había olvidado.

—Pues, bien, subí a toda prisa a su cuarto ¿y qué vi en el suelo entre dos botellas de stout? ¡Tu libro! ¡Eh! Nada tonta, la lista.

—¿Lo tomaste?

—Sí, incluso lo he leído toda la noche.

—¿Y?

—¿Y? Es de un interés prodigioso.

—Dámelo.

—No sé si debo…

—Idiota. Dámelo.

—No creo que…

—Vas a dármelo.

Mrs. Killarney entró.

—¡Oh, Mistress Killarney! —dijo Mary adoptando un aire muy grave—, cuéntenos lo que pasó el otro día con los botes de mermelada.

—¿Qué botes de mermelada?

—Sí, sí. Con Joël.

—No comprendo —dijo Mrs. Killarney con dignidad.

Le di a Mary un puntapié por debajo de la mesa, estaba segura de que metería la pata, pero ¿cómo?

Entonces apareció Joël.

—Armáis un follón… —dijo con cara patibularia.

Miraba fijamente a Mrs. Killarney, que le daba la espalda, inclinada sobre las tostadas que estaba preparando.

—No son horas de levantarse —agregó en tono más bajo.

Lo examiné de los pies a la cabeza. En el camino, me sorprendí al constatar que a lo mejor él estaba constituido como los espíritus de la señora Baoghal.

Todavía no me he repuesto.

31 de marzo

Mary se niega a darme el libro de Monsieur Presle. Tenemos grandes agarradas.

2 de abril

Nada que hacer. La muy furcia. He hurgado en su habitación. Tiene tanta astucia como Joël para inventarse escondites, porque no he podido echarle mano (al libro). ¡Qué estúpida puede ser una criatura de dieciséis años! Pensar que tuve esa edad. Y que voy a tener dieciocho dentro de quince días.

3 de abril

Además, me importa un bledo ese libro idiota.

5 de abril

Encuentro con Barnabé. Sólo algunas frases corteses entre nosotros. ¿Continúa encontrándome misteriosa?

Ahora, cada vez que miro a un hombre le encuentro las particularidades de un puro espíritu. No es que lleve alas, no. Sino el resto. Su espiritualidad se ve de una manera más o menos nítida, más o menos aparente cuando se le presta atención. Voy de hallazgo en hallazgo. Una ojeada, una simple ojeada incluso puede despertar en un señor una espiritualidad hasta entonces latente. Resulta muy curioso observarlo. Con todo, no debería permitir que mi vista esté rondando siempre los pantalones de los ciudadanos, ni que eso se convierta en una obsesión, ni que yo me vaya sumiendo en una especie de misticismo con falucinaciones. También debo pensar en la materia: en el mármol, en el bronce, en todos esos materiales duros y lisos que se utilizan en las obras de arte.

Vaya, eso me da la idea de volver al museo. No me había atrevido hasta ahora. ¿Qué temo? No voy a achicarme frente a un guarda demasiado celoso. Mañana iré. ¡Roñoso!

7 de abril

Una vez terminado el lunch, mamá salió de la habitación. Joël se evaporó. Me quedé sola con Mary, que, muy astutamente, fingía aprenderse la lista de los diferentes estados independientes de la India. Soy lenta de entendederas: si Joël no se puso como un basilisco, es que Mary no le robó el libro. Se marcó un farol, la muy tonta. No dije nada, me levanté y la dejé con sus principados indios.

Así, pues, me dirigí al museo; lo había pensado tanto que no dudé ni un instante cuando llegué delante de la puerta. Entré. Atravesé el vestíbulo. Los guardas ni siquiera me miraron, mi perseguidor no estaba. Fui al jardín. No había nadie. Allí se erguían las estatuas, todas en su lugar, en su yeso, su bronce o su mármol, unas en calzoncillos, otras con inmensas hojas de parra de latón. Los árboles parecían menos muertos, los brotes verdecían, hacía buen tiempo.

Me detuve en seco, había sentido a alguien junto a mí, volví la cabeza y vi a Barnabé Pudge que sonreía con un aire bobo, pero lleno de audacia, como si, de repente, ya no fuera misteriosa para él.

Me puse a reír.

—Querida señorita —me dijo—, no veo qué hay de divertido aquí.

—Eso —le respondí.

Le señalé con el dedo al hombre que acababa de descubrir y que mostraba la punta de su gorra detrás del pedestal de una estatua. El guarda del otro día.

—No veo qué tiene de divertido ese anciano —dijo Barnabé.

—Yo tampoco —repliqué.

Di media vuelta y salí, un poco para asombro de quienes me habían visto entrar un minuto antes.

Pese a todo, había vuelto a su museo.

Me encontré en West Marrion Street con Barnabé pisándome los talones.

—¿He sido yo el que la ha hecho marcharse? Acababa de llegar.

—¿Y usted?

—¿Yo? ¿De llegar? Yo… yo…

Me había seguido, el muy estúpido.

¿Qué podía hacer ahora? Por supuesto que había entrado en el museo, pero sin poder tener mi estatua. Esta vez, creo que habría elegido una con una hoja de parra de zinc. Y por fortuna Barnabé se encontraba allí, pues el otro cerdo me había visto llegar. Pero Barnabé, que no sospechaba que me había hecho un favor, estaba muy molesto por haber interrumpido mi visita artística, eso era evidente.

—¿Me permite que la acompañe, señorita?

Me gustó la fórmula. Bien buscada.

—Pero si no voy a ninguna parte —respondí con franqueza.

—¡Ah! —dijo el otro.

Lo espiaba con el rabillo del ojo. Muy curioso observar a un hombre (un crío más bien) tomando una decisión. A la entrada del museo, en el umbral de la puerta, los guardas nos miraban atentamente.

—¿Y si fuéramos a dar una vuelta a Phoenix Park?

No me apetecía. Un interminable trayecto en tranvía. No me llevaría en taxi.

—Sí —dije.

—¿Le gusta Phoenix Park?

—¡Oh, sí!

—Podríamos ir al zoo.

—Es una idea.

—¿No le gustan los animales?

—¡Oh, sí!

Nos dirigimos hacia Gregson Street.

—Creo que preferiría usted otra cosa —dijo Barnabé.

—Claro que no.

Mientras caminaba junto a él, o más bien mientras le dejaba caminar junto a mí, pensaba en el guarda de la National Gallery: se había fijado en mí, el repugnante vejete. Buscaba el modo de gastarle una jugarreta, una mala pasada, una cochina cochinada, cuando descubrí que a fin de cuentas era él quien debía de tener ganas de vengarse. Debí de hacerle mucho daño el otro día.

—Parece preocupada. De verdad, vuelvo a pedirle perdón por haber estropeado su visita. Me encontraba allí y creí que podía…

Llegábamos a Gregson Street. Con gusto me habría detenido delante de las tiendas para mirar escaparates, pero mi acompañante tal vez habría pensado que yo quería que me regalaran algo, lo que le habría puesto en una situación delicada visto que seguramente tiene poco dinero para gastar: basta con mirarlo.

—Phoenix Park está bastante lejos —dije—. Me horrorizan los largos trayectos en tranvía.

—A mí no me disgusta ese medio de transporte…

Le eché un vistazo: había adoptado un aire fino y atento. Comprendí enseguida que iba a ponerse tierno. Lo interrumpí preguntándole crudamente:

—¿Tiene que hacer un largo trayecto para ir a casa del señor Baoghal?

—No mucho, de hecho lo hago a pie.

—¿Le gusta pasear?

—Muchísimo, señorita.

¿Aquel hijito de puta iba a decirme de una vez dónde vivía? Necesitaba saber su standing social y qué tipo de salidas podía hacer con él. Porque mi standing social es más bien mediocre: mi madre está sola, abandonada por su marido, con tres hijos que educar y el Sweepstake estrujado. Pero no iba a contarle todo eso.

—¿Va a menudo a Phoenix Park?

—Sí, a menudo, no está muy lejos de mi casa.

—¿Ah, sí? ¿Dónde vive usted, entonces?

No estaba mal, como pregunta, para saber lo que quería saber. Bastante discreta.

—Detrás de la iglesia de Santa Catalina. En Hambury Lane.

Como me temía, un menesteroso. Pero, pese a todo, debía de tener con qué invitarme al cine. Así, pues, le propuse entrar en el Shamrock Palace, pasábamos justamente por delante, donde daban Blonde Bombshell con Jean Harlow. Había una gran foto de ella delante de la puerta: ¡qué hermosa!

Barnabé parecía atrapado.

—¿Cree usted que puedo llevarla a ver esta producción?

—¿Está condenada por la Iglesia?

—He leído la clasificación esta semana en Saint-Jacques; es una película prohibida incluso para los adultos.

Después de tragar saliva, agregó:

—Si entramos, pareceremos protestantes.

—Bonito panorama —exclamé.

No voy muy a menudo al cinematógrafo. Se presentaba la ocasión, la película debía de ser divertida, la actriz parecía bella como Venus calipedia (no sé por qué no hay copia de esta estatua en el museo), ¿y yo iba a tener que renunciar por culpa del cura de Saint-Jacques? Para empezar, yo no voy a misa a Saint-Jacques.

Sin embargo, Barnabé, algo escandalizado por mi última observación, parecía cada vez más afligido. Con la mirada extraviada y el ceño fruncido, debía de buscar argumentos en su cabecita de meapilas. Unos transeúntes se volvieron hacia nosotros para burlarse de nuestro titubeo.

—Yo entro —dije.

Y me dirigí a la taquilla abriendo el bolso para hacer como que buscaba dinero. Barnabé saltó, pidió dos plateas y una lucecita nos condujo a las butacas. Noticiario: el 6 de febrero en París. ¡Qué hermosa ciudad! Abro mucho los ojos para ver si Michel Presle está entre los manifestantes, pero todo va demasiado rápido. Como lo conozco, estoy segura de que no se ha metido en el lío. Con todo, me da mucho gusto haber visto París-Luz.

Barnabé me compra un helado. Chupamos. Está bueno. Es firme y gélido como el dedo de una estatua de mármol en un día de invierno bajo la lluvia.

—¿Le gustaría ir a París?

Soy yo la que se lo pregunto.

—¡Qué país! —responde—. ¿Ha visto esas refriegas?

—Aquí lo han hecho mejor.

—¡Eso pertenece al pasado! Ahora vendrán días de calma. Hemos encontrado el equilibrio.

A mí no me interesa la política y me gustaría mucho ir a París. ¡Oh!, las Galerías Lafayette, el Bon Marché, el Printemps, las sopas Chartier, las fuentes Wallace, los mendigos bajo los puentes, los coches de punto, los mataderos, la estación de Saint-Lazare, el Foso de Vincennes, el French-Cancan. ¡Oh, París!

Me callé porque Blonde Bombshell acababa de comenzar. ¡Qué hermosa es Jean Harlow! ¡Así me gustaría ser! ¡Caderas! ¡Senos! ¡Dios mío! ¡¡¡Qué estupenda!!! ¡Y con andares terroríficos! ¡Mirada apabullante! ¡¡¡Cabellos gaseosos!!! ¡Joder, habría dicho Monsieur Presle, es formi la pollita! Además, la película era divertida. Me reí todo el rato. ¡¡¡Y muy fuerte!!! ¡¡¡Verdaderamente, el cinematógrafo es un invento formidable!!!

Para agradecerle a Barnabé el haberme llevado —un poco obligado y forzado, hay que decirlo, pero por lo menos había pagado, le debía alguna gratitud—, quise tener con él un pequeño gesto amistoso, golpetearle suavemente el antebrazo, por ejemplo, algo que fuera amable. Pero me equivoqué y mi mano cayó sobre su muslo. Al principio no me di cuenta y subí hacia lo que creía que era su codo. Pero en lugar de llegar a lo que los franceses llaman tan curiosamente «el pequeño judío», topé con un miembro complementario: no ya alas, sino precisamente el adorno trinitario de los espíritus puros de la señora Baoghal. Concluí que la espiritualidad estaba mucho más extendida en el hombre moderno de lo que actualmente se cree y que, pese a mi tendencia al ateísmo, el alma tal vez sea inmortal, endureciéndose en el momento de la muerte para atravesar los cielos o traspasar los infiernos cuando se pone enhiesta bajo el apretón de una fuerza carnal.

En la pantalla, Jean Harlow, en traje de baño, se disponía a zambullirse. La veíamos de espalda, inclinándose lentamente, con los brazos extendidos hacia el espejo de agua, y de pronto su grupa llenó la pantalla con su mofletuda dualidad. Barnabé profirió un suspiro desgarrador y, tomándome la mano, la lanzó violentamente hacia mí. Detrás de nosotros alguien dijo: «¡Chis!».

No entendí la irritación de mi compañero. ¿Qué había podido hacer yo para enfadarlo? Me lo preguntaba. Me sentí al mismo tiempo molesta, ansiosa y humillada. No pude gozar del final de la película.

A la salida, Barnabé ni siquiera me propuso acompañarme a casa. Con el sombrero en la mano, apretado contra el bajo vientre, me dijo cortésmente hasta la vista y se fue. Lo miré alejarse, con el sombrero todavía en la mano, apretado contra el bajo vientre, caminando sin gracia. Verdaderamente, verdaderamente, no entiendo nada…

10 de abril

Joël se ha marchado quince días en el portaequipajes de la moto de Timoléon Mac Connan, el hijo del poeta. Espero que Joël sepa mantener el equilibrio y no se rompa la cabeza. Primero van a Cork y vuelven por Limerick y Kildare. Se han marchado a las seis de esta mañana. Alguien ha llamado al timbre y me he despertado. He ido a abrir: era Timoléon, que venía a buscar al hermanito; iba vestido de cuero, de las botas al casco, con las gafas levantadas sobre la frente. La moto, muy grande, lanzaba mil destellos en el crepúsculo de la mañana.

—¿Está listo Joël? —me ha preguntado Timoléon sin saludarme siquiera.

—Voy a avisarle. ¿No quiere entrar?

—¡Cómo no! ¿Y no tendría un lingotazo de güisqui que darme? Hace un frío de perros.

—Claro, claro, entre.

Lo he instalado frente a una botella y he ido a despertar a Joël.

—¡Mierda! —ha dicho—. Déjame en paz.

Le he tirado un jarro de agua en la cabeza.

—Timoléon te espera.

—¿Qué hora es?

—Las seis.

—¿Por qué no me lo decías antes? —ha gruñido.

He vuelto a bajar a hacerle compañía a Timoléon. Ya había vaciado un tercio de la botella. Le he preguntado:

—¿Podrá conducir derecho?

—Ya veo —ha dicho—. Usted es otra de las que moralizan. ¿Discípula del padre Matthew o de Matt Talbot?

—¡Oh!, lo decía porque sí.

—No se la ve mucho.

—¿Dónde?

—¿Ya no va al estadio?

—No, he abandonado el deporte.

—¿Por Padraic Baoghal?

—Sí.

—¿Y por Barnabé?

No he contestado.

—¡Ese imbécil! —agregó.

Me he encogido de hombros.

Se ha encogido de hombros a su vez y ha repetido:

—¡Ese imbécil!

Después me ha preguntado por qué no iba nunca a bailar a casa de las hermanas Mac Adam. Daban una party todos los sábados. A decir verdad, yo no sabía nada. Ni Pelagia Mac Connan, ni Arcadia O’Cear me habían dicho una palabra. Ni Joël.

—No me gusta bailar —he respondido.

Se ha encogido de hombros otra vez.

Timoléon no está mal como persona, pero no me gustan sus maneras. Se ha servido otra dosis de güisqui. Le he hecho observar que podría incrustarse en un árbol si seguía mamando de esa manera.

—Puede estar tranquila porque nunca me casaría con una chica como usted —replicó—. Compadezco al tipo que la tome por esposa. Lo cargante que será usted.

Joël ha aparecido.

—Bueno, Tim, ¿has acabado de meterte con mi hermana?

—¿Un trago de güisqui? —le he propuesto.

—No, gracias, pero pondré la botella en la mochila.

La ha tomado con una mano y con la otra ha tirado un libro sobre la mesa.

—Toma —me ha dicho—, lo podrás leer en mi ausencia. Finalmente, creo que tienes edad para absorberlo.

Me ha abrazado y le ha dicho a Timoléon: «¿Vienes?». Los he acompañado hasta el umbral y no han tardado en arrancar con grandes ruidos y rugidos. Despuntaba el día. Timoléon ha fingido hacer unos zigzags. He agitado la mano una vez más y he vuelto a la cocina.

Me he precipitado sobre el libro.

Hacia las nueve, ha llegado Mrs. Killarney para preparar el breakfast. No me he movido. Hacia las diez, he oído a Mary detrás de mí que me decía:

—¿Qué haces ahí? ¿No vienes a tomar tu breakfast?

Casi había terminado.

—Parece muy apasionante lo que estás leyendo.

—Sí —dije—, es el libro que se olvidó Monsieur Presle.

Mary no ha respondido.

He acabado el libro y he ido a reunirme con ella a la mesa. Mamá examinaba los pequeños anuncios del Irish Stew Herald, los escudriñaba uno a uno al igual que los sucesos, siempre esperando encontrar noticias de papá.

Tenía hambre. Engullo en silencio, con el libro a mi lado. Espío a Mary, que pone toda clase de caras y pasa por todas las especies de colores. No puede ver el título, ya que el libro está forrado con papel floreado para empapelar las paredes: una costumbre de Presle.

Me zampo un montón de mermelada y bebo cinco tazas de té. Mamá dobla el periódico. Hoy tampoco nada.

—Bueno, pequeñas, ¿aún no habéis acabado?

—No, mamá.

—Yo me dedicaré un poco a la costura.

Pobre mamá.

Nos deja solas. Enseguida yo:

—Bueno, ¿qué me dices?

—¿De qué?

—Mentirosa. Maldita mentirosa.

—Sally, no digas eso.

—¿Quieres leer el libro?

Palidece.

—¿Hablas en serio?

—Sí, claro.

Estaba cada vez más pálida.

Temblaba.

—Sí —susurra.

He tomado el libro y he arrancado la página de guarda, que he arrugado en una pelota. Luego he puesto la obra frente a ella. Me levanto y me voy. Detrás de mí, Mary grita:

—¿Qué has arrancado? ¡Quiero leerlo todo!

En mi cuarto releo de nuevo lo que Michel Presle había escrito en la página de guarda: «¡La de complejos que debía de tener la condesa! Aunque al lado de los de los jóvenes Mara esto no es nada». La he roto en pedacitos que quería echar al váter. Pero he preferido tragármelos: este camino indirecto me ha parecido más respetuoso.

Cuando he salido para ir a clase, he divisado en el comedor a mi hermana, codos sobre la mesa y puños contra las orejas, sumida en la lectura de El general Durakin.

12 de abril

Pelagia y Arcadia han venido a tomar el té a casa. Pelagia me ha dicho:

—¿Te pidió mi hermano que vinieras uno de estos sábados a casa de las hermanas Mac Adam?

Rápidamente ha añadido:

—Cuando él vuelva.

He respondido distraídamente:

—¡Ah, sí! Es verdad, vi a tu hermano ayer por la mañana.

Y luego, a mi vez, le he hecho una pregunta:

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Volvieron a pasar por casa. Tim había olvidado ponerse calcetines.

—¿Sabes? —ha dicho Arcadia—, si no te invitábamos es porque tú no bailas.

—Es muy natural —he reconocido.

Tras un silencio, he añadido:

—Un día de estos aprenderé.

Luego hemos charlado, aunque no era lo mismo, no era lo mismo.

17 de abril

Ayer era mi cumpleaños. Dieciocho tacos tengo a partir de ahora, dieciocho primaveras en los melones, todos los dientes, bien formada por detrás y por delante, ¡joder!, bonito día.

Joël volvió por la tarde y mamá había preparado una comilona para bestias, con arenques al jengibre, beicon con col, un disco de queso de veinte libras y una tarta de algas en la que había plantado circularmente dieciocho fuegos de Bengala color malva.

¡Y Monsieur Presle que no me ha olvidado! Lo combinó estupendamente: el mismo día recibimos, enviadas de París, seis botellas de Ricard de 45 grados. Mamá quería que guardáramos una para, eventualmente, regar la vuelta de papá. Pero, maldición, la sexta la liquidamos como las demás.

Fue una hermosa fiesta familiar. Mary recitó de memoria los nombres de las mil doscientas islas del archipiélago de las Filipinas, Joël declamó algunas invenciones de Cuculain, mamá cantó «Tiempo de cerezas», una canción francesa traducida al irish brogue, y yo sacudí suavemente la cabeza.

Y continúo esta mañana, porque, Dios mío, qué mal me encuentro. Dios mío, qué mal me encuentro.

18 de abril

Y eso no fue todo. Monsieur Presle no sólo me envió una cajita de aperitivo, ya liquidada, pobre Mrs. Killarney, apenas pudo tomar un vasito, sino que también me envió una revista de Francia en la que había escrito de su puño y letra: «Para Sally, Michel». Cojonudamente familiar, la dedicatoria. Por suerte mamá no le echó el ojo. La revista en cuestión se llama Votre Beauté. La he leído de cabo a rabo, incluidos los anuncios por palabras y la propaganda. ¡Qué civilización tan rara! Todas esas mujeres que se preocupan de sus barrillos, de sus granos y de sus pestañas demasiado tiesas; ¡qué divertido! Por lo demás, yo no tengo nada de eso y sin hacer el menor esfuerzo. Aquí hay una, por ejemplo, que se preocupa porque tiene piel de gallina en invierno y placas rojas en la piel cuando hace frío. Le aconsejan, anoto:

Aceite de hígado de bacalao: 250 g.

Resorcina: 15 g.

Salol: 5 g.

Tintura de quiliyala: ex. c. s. p. emuls.

Esencia de wintergreen: ex. c. s. p.

Aplicar tres veces al día con un disco de algodón. Las francesas no deben de aburrirse. Y luego están todas las que tienen las nalgas un poco anchas, los muslos un poco gruesos, los senos un poco caídos o un poco aplastados. Y también las que no quieren tener cejas y las que quieren que les crezcan de nuevo. Todo un mundo.

Y a todas les responden con paciencia, gentileza y abnegación.

La celulitis es el gran problema: una verdadera enfermedad. Hay un artículo muy docto sobre la cuestión. Las francesas deben de sentir un jodido pavor cuando lo leen.

Y luego también me ha interesado un tema de suma importancia: «El hombre y la mujer, comparaciones estéticas», con un montón de mediciones paralelas. Las mías no están mal, el pecho no está todavía en su punto, pero por lo que respecta a las caderas, ¡ojo! También hacen una encuesta: «Plásticamente, ¿usted prefiere un hombre hermoso o una mujer hermosa y por qué?». Las respuestas no deben exceder las veinte líneas. A mí, plásticamente, me gusta más un hombre hermoso. ¿Por qué? Porque la sustancia de nuestras redondeces es demasiado grasosa. Yo prefiero el músculo y el hueso. No se indica ninguna medida para la espiritualidad del hombre. Y, sin embargo, sería muy interesante.

Y luego otros artículos: sobre el pintalabios, sobre los coloretes, sobre los regímenes, sobre los perfumes, sobre los sombreros. Las francesas no deben de tener un minuto que perder.

En todo caso, lo encuentro muy divertido y Monsieur Presle resulta muy amable al enviarme la revista. Será preciso que se lo agradezca.

19 de abril

En ese diario hay frases que no entiendo mucho, como (siempre en el artículo: «El hombre y la mujer, comparaciones estéticas») la que se encuentra en la p. 23: «El pliegue de la nalga del hombre se encuentra en el límite inferior de la cuarta cabeza, mientras que en la mujer baja notablemente más abajo».

No, no lo entiendo.

20 de abril

En esa publicación no se trata en absoluto de amor.

21 de abril

Comienzo a saberme de memoria la revista.

22 de abril

Mary me ha devuelto El general Durakin. Le parece muy bien. Pero jamás sabrá lo que Michel Presle escribió en la página de guarda. Jamás. Jamás. Jamás.

23 de abril

No puedo decir que me gustaría mucho depilarme las cejas, llevar corsé o pintarme los labios. Pero es atractivo.

25 de abril

Hay tantas cosas que me parecen oscuras y que antes ni sospechaba. Pero son de tan variado orden y tan contradictorias que no les encuentro ni pies ni cabeza.

27 de abril

Me parece comprobado que los hombres no deben de tener trastornos lunares, como nosotras las chicas. Pero ¿por qué no tienen? Me parece incongruente e injusto a la vez. Sé que necesitan toda su sangre para defender a su madre y su patria, pero, bueno, Adán no tenía ni madre ni patria. Y estos fenómenos deben de remontarse a aquellos tiempos lejanos.

¿Tal vez exista una relación con la maternidad? Sería extraño.

3 de mayo

Aún no le he dado las gracias a Monsieur Presle.

4 de mayo

En el fondo todas esas historias que me parecen tan poco claras deben de tener una relación más o menos lejana con la… No me atrevo a tender esta palabra sobre el papel. Vamos, Sally, valor. No me atrevo. Sí, sí que me atrevo. Bueno, joder, ¿es un diario íntimo o no? Sí. Pues bien… deben de tener una relación más o menos lejana con la… nupcialidad. Me sonrojo de haber escrito esta palabra.

5 de mayo

De común acuerdo con Joël y Mary, he devuelto El general Durakin a su propietario. Yo misma lo he llevado a correos; he vuelto a casa para tomar el té y les he mostrado el resguardo del certificado. Joël estaba untando de mantequilla una tostada con el dedo (en los últimos tiempos se emborracha mucho menos, creo que a veces sale con una chica. Había olvidado apuntarlo. Pero no sé si es con Pelagia, con Arcadia, con Sarah, con Irma, con Eva, con Beatitia, con Ignatia o con otra. En todo caso, ya no se mete con Mrs. Killarney). Le preguntó bruscamente a Mary:

—¿Qué te parece lo que había escrito en la primera página?

—¿El título? —ha respondido la muy idiota.

—Idiota, no, lo que había escrito Presle.

—No vi nada —ha dicho Mary.

—¡Ah! ¿No viste nada? Sally, no tienes por qué ruborizarte de esa manera.

—¿Por qué enrojece? —ha preguntado mamá sin alzar los ojos.

Tejía calcetines para el día que volviera papá.

—Tan idiota la una como la otra. Bueno, dame un vaso de güisqui.

Mamá se ha levantado para ir en busca de la botella.

—Eres un metepatas —he dicho.

—¿Cómo te atreves?

Ha hecho como si se levantara para darme una torta.

—Rompí la página para que no la leyera.

—¡Vaya! —ha dicho Mary—. ¡Qué puerca!

Se ha inclinado hacia Joël y le ha sacudido el brazo.

—¿Qué había escrito? ¿Qué había escrito? ¡Dímelo! ¡Dímelo!

Mamá ha traído la botella y la ha puesto delante de Joël.

—Díselo ya —ha dicho con dulzura.

No le gustaba que nos peleáramos.

Joël ha vaciado el vaso de güisqui con expresión pensativa, luego ha recitado con los ojos cerrados:

—¡La de complejos que debía de tener la condesa! Aunque al lado de los de los jóvenes Mara esto no es nada.

Mary, que sabe menos francés que Joël y yo, le ha pedido que repitiera la frase, cosa que él ha hecho.

—¿Quién lo escribió?

—Presle. Michel Presle.

—Yo no tengo complejos —ha observado Mary muy seria.

—No sabes lo que son —he dicho.

—¿Yo? ¿No sé lo que son? Una estudiante de cirugía dental me lo enseñó el otro día.

—Bueno, ¿y entonces qué son?

—Cosas en el inconsciente…

—¿Por ejemplo?

—Pues, bien, por ejemplo, para un hijo querer casarse con su madre.

A mamá le ha dado un ataque de risa.

—Estoy viendo a Joël en trance de hacerme una declaración.

Hipaba. Mary y yo nos desternillábamos.

—¡Y qué! —ha dicho Joël irritado—. Puedo hacer una declaración tan bien como cualquiera.

—No me lo imagino —ha dicho mamá.

—Mamá, mamá —ha exclamado Joël con una repentina voz llorosa—. ¿Ya no me quieres? ¿Ya no me quieres?

—Claro que sí, claro que sí —ha respondido mamá con una expresión apaciguadora y tierna—. Sólo que si estuviera en edad de merecer, no es a ti a quien elegiría.

—¡Ah! ¿Y por qué?

—Bebes demasiado.

—¿Y papá no bebía?

—Regularmente. Nunca más de ocho o diez cogorzas a la semana. En cambio, tú no paras. Como madre no me parece desagradable, pero como esposa me disgustaría.

—Como esposa, como esposa. Lo que no ha impedido que tu esposo, con todo lo borracho que no era, se largara y te plantara. ¿No?

—Volverá —ha dicho mamá con tranquila confianza.

Joël ha levantado los brazos al cielo y luego se ha golpeado los muslos.

—¡Joder! ¡Si alguna vez vuelve, quiero que me los corten!

—¿Que te corten qué? —he preguntado.

Joël se estaba poniendo nervioso.

—¿Quieres que te haga un dibujo?

—Eso —ha dicho Mary muy interesada—. Haznos un dibujo.

—Mamá, tráeme un lápiz que les haré un dibujo.

Mamá se ha levantado para ir a buscarle un lápiz.

—Y papel —ha gritado Joël.

Mary ha añadido:

—¿Qué quiere decir en realidad esa frase? Nada. Es literatura.

—¡Literatura! ¡Literatura! —ha bramado Joël sirviéndose otro vaso de güisqui—. ¡Me gustaría verte! Es terrible tener complejos. Sólo tienes que mirarme a mí.

—¿Entonces es cierto que te gustaría casarte con mamá? —ha preguntado Mary.

—¡Puf! Eso no es nada. Lo mío es peor.

—¿Y qué es? —hemos susurrado a coro.

—Es con la abuela con quien me gustaría casarme.

—Pero ¡si está muerta!

—Precisamente. ¿Comprendéis ahora, par de estúpidas, que mi vida está jodida?

—¡Dices bobadas! —le he hecho notar con toda imparcialidad.

—¿Quieres un mamporro? Te prohíbo menospreciar mis complejos.

—¿Qué son los complejos? —ha preguntado mamá, que traía el lápiz y el papel—. Sólo sabéis hablar de eso esta tarde.

—Es una palabra francesa —ha respondido Mary—. No la entenderías.

—Es bonito el francés —ha dicho mamá—. Tiene un timbre bonito. Y en la frase que Joël ha recitado hace un rato, he reconocido perfectamente nuestro apellido. Se refería a nosotros.

—¡Qué sagacidad! —han exclamado a coro Joël y Mary.

Mary ha sonreído, muy halagada.

—Claro que no —he dicho—. Eso también es francés, es la tercera persona del singular del pretérito del verbo se marrer, primera conjugación, regular.

—¡Qué pedante! —ha observado Mary.

—¡Y tú! ¡Con tus mil doscientas islas del archipiélago de las Filipinas! —he replicado.

—¡Qué gilipollas podéis ser las dos! —ha dicho Joël—. Bueno, voy a haceros el dibujo que os he anunciado. Venid aquí.

Nos hemos puesto a mirarlo, una a cada lado.

En tres segundos, había terminado el croquis.

—¡Ya está! —ha exclamado con expresión extremadamente satisfecha.

Era del todo comparable a los atributos trinitarios de los espíritus de la señora Baoghal.

—Parece un fuelle de herrero —ha observado Mary.

—¡Estamos buenos! —me he indignado—. Me pregunto dónde has podido ver un fuelle de herrero.

—En el diccionario —ha respondido Mary.

—O sea, literatura —he dicho.

—¡Tú! Modera tus palabras —ha exclamado.

—Vamos, vamos, no os peleéis —ha dicho mamá—. Déjame ver.

Joël le ha alargado el trozo de papel.

—No dibujas nada mal —ha dicho—. Es una pena que seas tan borracho, podrías haber sido pintor.

Le ha devuelto el trozo de papel.

—A propósito, ¿qué piensas hacer en la vida?

—Siempre puedo alistarme en la Legión extranjera de los franceses.

—¡Bonita perspectiva!

—Pero, mamá, mientras te queden cuartos, no tendré nada que temer.

Nos hemos callado.

—¿Y? —nos ha preguntado desplegando el dibujo ante él—, ¿qué os parece, pequeñas?

Las dos nos hemos quedado pensativas. Por mi parte, se me han aclarado bruscamente muchas cosas, hechos, actos, palabras, uno a uno, lentamente. Se han establecido asociaciones entre gestos, frases, objetos…

—Hace pensar —he dicho lentamente.

—Y una se pregunta para qué puede servir —ha agregado Mary no menos pensativa.

—¡Ah, vaya! —ha respondido Joël, fanfarrón.

—No sirve para mucho —ha soltado mamá con un tono desencantado.

—Todo sirve para algo —ha dicho Mary con decisión.

—El rabo de los perros no está muy claro para qué les sirve —he observado.

—Para demostrar su contento al moverlo.

—¿Y tú crees que esto también sirve para lo mismo?

Joël y mamá han estallado en carcajadas.

—No tenéis por qué burlaros —ha dicho Mary irritada y toda roja—. No siempre se encuentra enseguida la solución de los problemas.

—Vamos, vamos, no te enfades —ha dicho mamá todavía sacudida por la risa.

Hemos examinado el dibujo más atentamente.

—Está agujereado —ha observado Mary.

Era mi turno de sentirme irritada y celosa de las dotes de observación de Mary. ¿Podré convertirme en una literata novelista si no desarrollo las mías? «Veamos», como decía Montaigne, «pongámonos los puños», como decía Buffon, y «dejemos en paz la sintaxis», como decía Victor Hugo.

—Exacto —ha aprobado Joël.

—No es tonta, la pequeña —ha dicho mamá—. Seguramente pasará los exámenes.

¿Y después?

En ese momento han llamado a la puerta.

—Es Tim —ha dicho Joël—. Viene a buscarme para hacer una partida de billar.

Se ha abalanzado sobre el papel y lo ha arrugado para metérselo en el bolsillo. Ha corrido a reunirse con su compinche.

—¡No te emborraches, hijo! —le ha gritado mamá.

—¡No, mamá! ¡Menos que mañana!

La puerta se ha cerrado tras él.

—A menos que no lo utilicen para una variedad especial de billar —ha sugerido Mary.

—Pero entonces, ¿por qué estaría agujereado? —he objetado.

—Vamos, vamos, pequeñas mías —ha dicho mamá—. Dejad eso, ya acabaréis sabiéndolo algún día.

—Cómo me agobia ésta con sus aires de superioridad —ha murmurado Mary.

Nos hemos levantado de la mesa.

A la hora de la cena, Joël no ha vuelto borracho. Simplemente no ha vuelto.

8 de mayo

Me han robado el número de Votre Beauté. No ha sido Mary, estoy segura. ¿Mamá? Poco probable. ¿Mrs. Killarney? ¡Nunca se sabe!

Mary y yo seguimos teniendo largas conversaciones sobre el tema que nos interesa. Mary, que tiene método y espíritu lógico, ha llegado a dos conclusiones: la primera es que esa cosa, al tener un orificio por un lado y la forma de tubo por el otro, sirve para la salida de algún líquido secretado sin duda por las dos esferas adyacentes. Pero ¿qué líquido? Leche, probablemente. Segunda conclusión: dado que ciertos animales están provistos de un apéndice análogo, podríamos llegar a una conclusión en cuanto a su función mediante la observación de los actos de dichas bestias, a saber, los caballos y los perros. Es lo que hemos decidido hacer mañana.

9 de mayo

Mary y yo hemos pasado todo el día dando vueltas por la ciudad, con el fin de acumular información. Por la noche hemos contrastado nuestras observaciones y hemos llegado a la misma conclusión: simplemente se trata de un procedimiento muy práctico e incluso astuto para satisfacer las necesidades menores. Estamos desilusionadas y un poco tristes al pensar que la naturaleza no nos ha favorecido en este aspecto.

11 de mayo

Pero ¿por qué los puros espíritus de la señora Baoghal necesitan ese aditamento?

12 de mayo

Barnabé ya no me dirige la palabra desde el día del cine. ¿Tal vez debería pedirle excusas?

13 de mayo

Tras mucho reflexionar, me he decidido. Lo he esperado a la salida de clase y he fingido que me tropezaba con él. Estaba muy bien tramado, parecía perfectamente natural.

—¡Oh! —ha dicho.

—¡Ah! —he dicho.

Nos hemos dado la mano.

—¿Le molesta que demos unos pasos juntos? —le he preguntado.

—¡Oh!… es decir… No sé si es muy correcto —ha murmurado bajando los ojos.

—Le prometo que no lo tomaré del brazo…

—Demos una vuelta por aquí —ha dicho llevándome hacia Catalog Lane.

—Sí, eso es, será más discreto.

Hemos dado unos pasos en silencio. Yo he comenzado:

—Barnabé…

—Señorita…

—No estará enfadado conmigo, ¿verdad?

—¡Oh, no, señorita!

—Barnabé, le pido perdón por el otro día.

—¿Qué otro día?

—En el cine.

—¿Y qué?

—Le pido perdón.

—Pero ¿por qué, por qué?

—¿No lo recuerda?

—Eh…

—Vamos, Barnabé.

—¡Ah! ¿Porque fuimos a ver una película prohibida por nuestra Santa Madre Iglesia? Pero si me confesé el mismo día…

—No, no es eso.

—Pero fue muy grave.

—¡Oh!, Barnabé, como quiera. También le pido perdón por eso. Pero hay…

—No lo sé, señorita. No sé nada. Lo olvidé.

Lo he mirado: estaba todo rojo. He empezado a ponerme nerviosa.

—Pero yo quiero pedirle perdón, Barnabé. No debí hacer lo que hice en la oscuridad cuando puse la mano entre sus piernas. Sucedió un accidente súbito y comprendo muy bien que usted no se haya podido aguantar. Así, pues, le pido perdón sinceramente, de todo corazón, Barnabé, y le prometo que no volveré a hacerlo.

—¿De verdad, Sally? —me ha preguntado con apremio—. ¿De verdad?

—Se lo juro.

Ha lanzado un largo suspiro de alivio. ¿O de satisfacción?, me he preguntado entonces.

—Mucho mejor, porque mi confesor me aconsejó no dejármelo hacer otra vez.

Ha permanecido un momento en silencio y ha agregado:

—Con todo, fue muy agradable.

—Usted no sabe lo que quiere —he exclamado irritada.

Es verdad, ¡qué enervante podía ser!

—No, no, no he dicho nada —ha tartamudeado tan rápido que ha pronunciado estas palabras sin titubeo—. Es una frasecita que se me ha escapado, una frasecita de nada. La retiro. La retiro. No, no, no. Me atengo a lo que me dijo el confesor y lo que usted me acaba de prometer. Eso es, eso es, eso es: volveremos al cinematógrafo y usted se abstendrá de ponerme la mano en la herramienta. Eso es: iremos de nuevo juntos en la oscuridad. ¿Mañana, por ejemplo? ¿Quiere? Iremos a ver un Tarzán. Eso es: un Tarzán. Hasta la vista, señorita, ahora tengo que irme. ¡Hasta la vista… Sally!

—Hasta la vista, Barnabé.

Nos hemos dado la mano y él se ha ido.

Encuentro muy bonito y muy justo llamarlo una «herramienta». ¿Se lo habrá inventado él? ¿Será poeta Barnabé?

14 de mayo

Hemos ido a ver un Tarzán. Todo ha ido bien. Pero qué raro: ya que lo había encontrado agradable, ¿por qué yo no le he dado ese pequeño gusto? Es una lástima, de verdad, que le haya prometido no hacerlo. Incluso lo juré. Con todo…

Con todo, he resistido.

Y sin embargo.

Las películas de Tarzán están autorizadas por nuestra Santa Madre Iglesia, como dice Barnabé. Y, sin embargo, el Tarzán en cuestión está tan bueno como Apolo o Hermes o Hércules. Es una verdadera estatua ese Tarzán: los hombros, los músculos, el rostro, es un verdadero dios. El puro espíritu de la selva. En cuanto a su herramienta, con esa especie de taparrabo que lleva siempre, no se le ve en absoluto. Sin embargo, me he fijado mucho. No he quitado el ojo de ese sitio, para informarme. Y qué piernas tiene ese Tarzán, qué pantorrillas. La anatomía de los portadores de herramientas es realmente bella. Me habría consagrado de inmediato a su estudio. Tenía uno al alcance de la mano, pero una promesa es una promesa, un juramento es un juramento.

He vuelto a casa de un mal humor rencoroso. O más bien de un buen humor rencoroso (el que hubiera tenido si…) y que salía en forma de palabras amargas, llenas de disgusto.

Lo cual parecía interesar a Mary.

15 de mayo

Me da pena haber perdido mi Votre Beauté. Ahora sé que ha sido Joël el que me lo ha robado. Esta mañana me ha preguntado si Presle no me había enviado otro número. Claro como la luz del día. Pero ¿qué puede interesarle tanto? ¿Comparar sus mediciones con las del prototipo francés?

¿Y Presle? Todavía no le he escrito para darle las gracias. Mira, voy a hacerlo ahora mismo, de incógnito, como se dice en francés.

17 de mayo

Escribí ayer a Monsieur Presle. Le doy las gracias, le doy noticias mías, noticias de mi familia, noticias de Baoghal et caetera, et caetera, y acabo pidiéndole las suyas, noticias, sus noticias suyas, es evidente (me parece que olvido un poco el francés en este momento), y también noticias de su herramienta.

No sé si captará la alusión, pero si la comprende, le hará reír.

19 de mayo

Padraic Baoghal deja de dar clases a partir de la semana próxima. Pasará seis meses en Italia, el afortunado cornúpeta. La señora Baoghal ofrecerá el último té de la temporada a los amigos y conocidos. Esta vez no mostrará el ectoplasma, esa sustancia blanquecina que le sale de la oreja como se cuenta a los niños que es por ahí por donde nacen.

A propósito, ¿por dónde nacen?

20 de mayo

He hecho progresos notables en gaélico, pero, en fin, aún estoy muy lejos de ser capaz de escribir una novela en esa lengua. Lo dejaré para más tarde. Por lo demás, no tengo ideas. Pero no pierdo de vista el proyecto y me gustaría que esa obra futura —de la que nada sé todavía— fuera divertida al mismo tiempo que de alguna utilidad, por ejemplo para la educación de las jóvenes; en resumen, como homenaje a Barnabé, mi divisa será: «Unir la herramienta a lo agradable».

21 de mayo

Encuentro con tía Patricia en Sackville Street. Tenía algunos remordimientos con respecto a ella por no haberle dado las gracias después de mis dos visitas intempestivas e interesadas. Lo que me temía sucedió:

—Buenos días, tía Patricia —dije educadamente.

—Buenos días, mi querida Sally —respondió mi tía—. ¿Cómo estás? ¡Hace mucho tiempo que no te ha apetecido utilizar las comodidades de mi apartamento!

—Es que, tía Patricia… No quisiera abusar…

—¡Qué va, qué va!, mi querida Sally. Me gusta que la gente se sienta cómoda. Sobre todo cuando es de mi familia —agregó.

—Bueno, tía Patricia, se lo agradezco… Cuando se presente la oportunidad…

—Bueno, espero que sea pronto.

—Quizá no, tía Patricia. No volveré a su barrio durante el verano; dejo las clases.

—¿Clases de qué, hijita?

Había olvidado decírselo.

—De irlandés.

—Muy bien, muy bien, ¿y con quién?

—Padraic Baoghal.

—¿El poeta?

—Sí, tía Patricia.

—¿Esa basura viviente?

—¡Vaya! —solté.

Tía Patricia pareció muy inquieta.

—Sí, una basura viviente. ¡Tal vez ignoras que debía casarme con él!

—¿Usted, tía Patricia?

—¿Te sorprende, mala pécora?

—Pero… tía Patricia…

—Como lo oyes. Quiso casarse conmigo. Me amaba, el gordo papanatas, y luego, plaf, le hizo un niño a una camarera de cabaré. Pum, se ve obligado a casarse con ella y, crash, me deja plantada. ¿Poeta, él? Un paleto lúbrico.

—Pero, tía Patricia, ¿cómo pudo hacerle un niño a la chica si no estaba casado con ella?

Me miró con ojos redondos y malvados. Luego sonrió.

—Es un zorro. Tiene sus mañas. Ten cuidado.

No veo de qué podría tener cuidado. Los niños son un producto del sacramento del matrimonio, y un señor y una dama que no han sido bendecidos por el cura ya pueden estar besándose día y noche durante semanas, que eso no podrá hacer un niño, el cual es la bendición que durante la ceremonia aporta God o uno de sus ángeles, incubado no sé cómo y que sale a la luz me pregunto de qué manera. Esto lo digo ahora, pero en ese momento pensaba en otra cosa.

—Entonces, ¿la actual señora Baoghal es la camarera en cuestión?

—Así es.

—Pinta estupendamente.

—¿Ella? ¿Pinta?

—Sí, tía Patricia. Adorables miniaturas de espíritus celestes, con todos sus atributos.

—¿Tú lo has visto?

—Está presente, asiste a todas mis clases.

—¡Ah! Asiste a todas tus clases. ¿Con el poeta?

—Sí, tía Patricia.

—Nada tonta, la lista.

—Y la veo trabajar.

—Pues, bien, nunca pensé que podría tener algún talento.

—Son deliciosos y tienen mucho parecido.

—Me pregunto cómo puedes saber que tienen parecido.

—Bueno, quiero decir que parecen verdaderos hombres.

—¡Ah! —exclamó la tía Patricia examinándome con curiosidad con sus ojos redondos.

—Pero, tía Patricia, ¿y el niño?

—¿Qué niño?

—Bueno, que yo sepa, el señor y la señora Baoghal no tienen ningún niño. ¿Qué pasó con él?

—Nada.

—¿No? ¿Nada? ¿Cómo?

—Nunca existió.

Encontré que la tía Patricia comenzaba a chochear. Había hecho bien pensando que la tía Patricia fantaseaba con aquello de la chica que había tenido un hijo sin haber estado casada. Hubo un momento de incomodidad y nos callamos.

La tía Patricia fue la primera en retomar la conversación.

—¿Y tu madre está bien?

—Oh, sí, tía Patricia.

—¿Sigue tejiendo calcetines para el esposo?

—Sí, tía Patricia.

—Y Joël, ¿sigue borracho?

—Sigue, tía Patricia.

—Y Mary, ¿trabaja todavía?

—Se examinará el año que viene.

—Bueno, bueno, veo que todo va bien. Así que adiós, mi querida Sally.

—Adiós, tía Patricia.

—Y repito, mis comodidades están siempre a tu disposición.

—Se lo agradezco, tía Patricia.

—Y no olvides decirle a tu Baoghal que lo considero una condecoración de caca aliñada con bosta de chivo.

—No se lo diré, tía Patricia.

—Me lo temía. Te tiene puesto el ojo. Pobre cotorrita. Ese capón del último san Patricio, quincuagenario baboso y culón, seguramente acecha la presa para sátiros que tú eres. Sobrina mía, ten cuidado, sobrina mía.

Y se marchó.

Pobre tía Patricia.

Debe de ser bueno estar casado si las que no lo están tienen semejantes crisis.

Derramo una lágrima y mojo este papelucho.

Y yo que no quería casarme. ¡Qué bueno debe de ser! Con su marido, una debe ser íntima, más aún que con su diario. Al hablarle, una puede decir palabras embriagadoras y prohibidas como: calzoncillos, diablo, joder, berenjena, tetas, conejito.

Yo no me atreveré nunca.

Vaya, Monsieur Presle aún no me ha contestado.

22 de mayo

Pues, bien, contrariamente a lo que creía, una dama puede tener un niño con un señor sin que estén casados. ¡Oh!, es una larga historia, una larga historia. Me siento como dos monedas de canto. Pasmada. Patidifusa. Burlada. ¡Ah, sí!, tengo que contarlo.

Pues hoy estábamos los cuatro sentados a la mesa para cenar. Mrs. Killarney prepara la cena y se va enseguida, sin servirla, lo hace mamá. Así, pues, estábamos los cuatro sentados a la mesa, había una cena liviana, sopa de col, unos metros de salchicha con patatas y beicon, un disco de diez kilos de queso y una tarta de algas con margarina, cuando… Veamos, ¿por dónde iba? ¡Oh! Estoy conmovida, tan conmovida que ya no sé por dónde voy. Veamos, veamos. Pues absorbíamos la sopa de col, con buen apetito, por cierto. Joël no estaba demasiado borracho. De vez en cuando derramaba el contenido de la cuchara en los calcetines, pero, en fin, no mucho, podía pasar.

Casi habíamos terminado, rebañábamos el fondo de los platos, cuando Mrs. Killarney, que creíamos que se había ido, entra y le dice a mamá:

—Señora, tengo algo que decirle.

—Le escucho —ha respondido mamá lamiendo la cuchara y pasándose la lengua alrededor de la boca (¡cómo le gusta la sopa de col!).

—Quisiera decírselo en privado —ha dicho Mrs. Killarney.

—¿Por qué? —ha dicho mamá—. No tengo nada que ocultar a mis hijos.

—Me incomodaría hablar delante de las señoritas.

—Venga, mamá —ha intervenido Joël—, deberías traer las salchichas y las patatas con beicon, si no se van a pegar.

—Ya voy, ya voy —ha dicho mamá—. Los platos, niños.

Cuando mamá ha salido, Joël le ha dicho a Mrs. Killarney:

—¿Bastarán dos palabras para decirle lo que tiene que decirle a mamá?

Mrs. Killarney, muy digna, no ha respondido.

—Podría haber elegido otro momento para contarle sus asuntos —ha continuado Joël—. ¡Con tal de que las patatas no se hayan pegado! Me horroriza eso. Huele peor que cuando se queman.

—El señor es muy delicado.

Y Mrs. Killarney se ha reído.

—¡Cierra el pico, vieja de mierda!

—¡Ay! —me he exclamado, estupefacta.

—Sé lo que digo. ¡Vas a ver! ¡Vas a ver!

Y él también se ha puesto a reír al mismo tiempo que esparcía mantequilla en una rebanada con la nariz. De costumbre lo hace con bastante habilidad, pero sin duda aquel alboroto lo había perturbado, pues se ha llenado hasta las orejas.

Entretanto, mamá ha vuelto y hemos atacado el plato fuerte.

—Bueno, Mrs. Killarney —ha dicho mamá cortando la salchicha con sus tijeras de charcutería—, la escuchamos, la escuchamos.

—¿Delante de las señoritas?

—¿Por qué no? Son hijas mías, tanto como Joël.

—No soy tu hija —ha dicho Joël.

—¡Qué sagaz! —ha dicho Mary.

—¿Quieres que te meta la salchicha atravesada en el hocico? —le ha preguntado Joël.

—Y además su herramienta —he añadido a carcajadas.

Mamá, Joël y Mary me han acompañado y nos hemos desternillado de risa, los cuatro, durante cinco minutos, sin poder parar. Llorábamos de risa. Durante ese tiempo, las patatas con beicon se enfriaban y Mrs. Killarney permanecía igual de digna.

—Pero —exclamó de repente mamá, que se había calmado—, siéntese con nosotros, Mrs. Killarney. Compartiremos la comida. Sí, sí. Tenga, le voy a traer un cubierto. ¡Sí, sí! Tenga, ya está. Y un buen trozo de salchicha. Y estas excelentes patatas con beicon que ha preparado usted, Mrs. Killarney.

Ésta cedió y entre los cinco dimos cuenta enseguida de la cazuela. Luego siguieron los diez kilos de queso, así como la tarta de algas con margarina, en la que nuestra cocinera se había superado. Además, el café y la dosis de güisqui. Joël pone los pies sobre la mesa y enciende la pipa. Mamá vuelve a tricotar. Mary y yo fumamos un cigarrillo acariciándonos suavemente la panza. Mrs. Killarney se sirve maquinalmente otra ración de alcohol.

—A propósito —le dice mamá sin alzar los ojos, muy concentrada en su labor—, ¿qué quería decirme hace un rato?

—¿Yo? —se sobresaltó Mrs. Killarney—. Es verdad, no debería marcharme sin decírselo.

Hipó sonoramente.

—Perdóneme si me excuso —continuó—. He aquí lo que tenía que decirle, en pocas palabras: ese golfo (señaló a Joël con el dedo) me ha colocado en la situación de una mujer con esperanza de posteridad.

—Muy interesante —dijo mamá continuando con su labor—, pero ¿qué entiende usted por eso a fin de cuentas?

—¿Tengo que ponerle pues los puntos sobre la íes?

—En gaélico no se ponen —observé—. Por el contrario, se colocan sobre las letras b, c, d, f, g, m, p, s y t para marcar la aspiración.

—Es usted muy docta, señorita, pero eso no impedirá que su hermano, aquí presente, me haya hecho un niño.

—Está bromeando —dijo mamá, a quien la construcción de su calcetín parecía fascinar.

—Pero —exclamé— ¿cómo quiere tener un hijo si no está casada?

—Ya ve —le dijo Joël a Mrs. Killarney—, no tiene vuelta de hoja.

—Sin embargo, no es difícil encontrarle la vuelta.

—¿Y cuál es?

—Es un hecho.

—¿Qué hecho?

—Que estoy gorda.

—No tanto —dije yo.

—Hay mujeres de su edad que son mucho más obesas que usted —añadió Mary.

—En todo caso —dijo Mrs. Killarney—, sé perfectamente quién me ha engordado.

—¿Quién? —murmuró mamá levantando al fin los ojos hacia ella.

—Se lo repito: este joven puso un muñeco en mi cajón.

—No me creo nada, ya no tiene edad para esos juegos —comentó mamá.

Entonces Mrs. Killarney profirió un horror terrible que apenas me atrevo a transcribir en este diario, pero, en fin, es preciso hacerlo, puesto que me juré decir siempre la cruda verdad. Así, pues, Mrs. Killarney dijo:

—Estoy encinta.

Y repitió:

—Tal como tengo el honor de decírselo, Mrs. Mara. ¡Estoy encinta por obra de su hijo!

Mary y yo expresamos nuestra extrema sorpresa lanzando cada cual un silbido de admiración. Joël no se movió.

—Jamás me hará creer eso —dijo mamá.

—Tal como se lo digo —replicó Mrs. Killarney.

—Va demasiado deprisa —dijo mamá.

—No tanto como él —replicó Mrs. Killarney.

—¿Y cómo lo sabe? —preguntó mamá.

—Hace dos meses que no me he dilapidado —respondió Mrs. Killarney.

—Es la retirada de la edad —replicó mamá.

Lo que dejó a Mrs. Killarney muda, nula y sin saber qué decir.

Así, en cinco minutos, ¡qué digo!, en noventa segundos, acababa de aprender que una mujer podía tener un niño sin estar casada (entonces, ¿para qué sirve el sacramento?) y, además, que la concepción de los niños tenía relación con las fases de la luna.

Mamá aprovechó su ventaja:

—¿Cómo no había pensado en ello, Mrs. Killarney? Es clarísimo, vamos. Clarísimo.

—¿Usted cree, Mrs. Mara?

—Por supuesto, por supuesto.

—Pero, Mrs. Mara, hay mujeres que…

—No, no.

—En todo caso, Mrs. Mara, el señor Joël de todos modos me ha…

—No es nada, no es nada. Barrabasadas de niño grande. Váyase a casa, Mrs. Killarney, y duerma a pierna suelta.

—¿Usted cree, Mrs. Mara?

—Pues claro, pues claro —dijo mamá—. Vamos, todo está bien cuando acaba bien. Prepararé un gran bol de ponche bambeado para festejarlo.

—No olvides ponerle un clavo dentro —dijo Joël.

Mamá colocó los calcetines sobre la mesa y se esfumó en dirección a la cocina.

—¿Qué piensa hacer mañana para almorzar? —le preguntó Joël a Mrs. Killarney.

23 de mayo

No tengo tiempo para epilogar mis descubrimientos de ayer, de hecho tampoco he tenido para pensar en ellos. Me he levantado a mediodía (bebimos ponche bambeado hasta las cuatro de la mañana) y me he preparado para ir al té de Mrs. Baoghal.

Estaba menos nerviosa que la primera vez, pero, por si acaso, al pasar frente al apartamento de mi tía Patricia, he ido a hacerle una pequeña visita.

—Te lo repito, ten cuidado, ten cuidado —me ha dicho en el umbral.

—Sí, tía Patricia.

Se lo he dicho por educación, por no herirla, pero, después de la sesión de anoche, y aunque, tal como he escrito antes, no he tenido tiempo de pensar mucho en ello, estoy cada vez más convencida de que es la ceremonia la que hace al niño.

En la puerta me ha recibido Mève, que está más bien fría conmigo. Me pregunto por qué. «Hola, Mève», «Hola, señorita», eso es todo lo que nos hemos dicho.

La señora Baoghal me ha acogido con afabilidad; iba magníficamente ataviada con un vestido verde pistacho a rayas amarillas y malvas, más un sugerente plisado en el corpiño de tafetán borra de vino. Mangas anchas y abiertas. El señor Baoghal, con levita gris y chaleco floreado, me ha dicho algunas palabras amables en gaélico:

—Conus tà tù?

Estaba Connan O’Connan, el poeta, con su mujer, su hijo y su hija Irma. También estaba Sarah con sus dos hermanos Phil y Tim, su madre y su padre, Grégor Mac Connan, el poeta. Igualmente estaba Padraic O’Grégor Mac Connan, con su padre Mark, el poeta, su madre y su hermana Ignatia. Además, estaba Mrs. O’Cear, su marido, el bardo-druida, sus tres hijos Arcadius, Agustín y César, y su hija Arcadia. Por último, estaba Mac Adam, el filósofo primitivista, con su mujer y sus hijos Abel, Beatitia, Caín y Eva. Y no olvidaré citar a Barnabé, que había venido sin padre ni madre, ni hermanos, ni hermanas.

—¿Es usted huérfano, pues? —le he preguntado.

—Mis padres viven en Cork —ha confesado.

—No conozco Cork —he confesado—, pero mi hermano estuvo el mes pasado con Tim Mac Connan.

—A sus pies, señorita —ha dicho Tim, que escuchaba a mi espalda—. Encantadora ciudad, Cork —le ha dicho a Barnabé con aire desenvuelto.

—¡Ah, está aquí! —ha exclamado Pelagia—. Ignatia le busca, Barnabé.

Se lo ha llevado.

—Se vieron en una de nuestras fiestas del sábado —ha dicho—. Usted sigue sin venir.

—No sé bailar —he respondido—, y además tampoco me invitan.

—¡Oh!, si no le gusta no insistiré. Aparte de eso, ¿cómo está Joël? ¿Se ha arreglado con la cocinera?

—Claro que sí.

—Bromas aparte, ¿se queda ella con el crío?

—Pero ¡si no hay crío!

—¿No?

—Es simplemente la retirada de la edad.

Tim me ha mirado con un aire estupefacto, me pregunto por qué. Luego, muy grave:

—Sally, ¿no quiere que algún día vayamos juntos al cinematógrafo?

—Por qué no —he dicho.

—¿Le gusta el cinematógrafo?

—A medias. La última película que vi fue una de Tarzán.

—¡Qué curioso! ¿Le gusta Tarzán?

—Fue Barnabé quien me llevó.

—¿Qué? ¿Fue al cine con Barnabé?

Parecía cada vez más sorprendido, pero ¿qué tenía de raro?

—Maldito Barnabé —ha añadido.

En ese momento ha aparecido Mrs. Baoghal.

—¡Sally, Sally! La buscaba, hay un señor francés, un amigo de Monsieur Presle, que quiere conocerla.

El amigo de Monsieur Presle era un personaje de edad madura, veintiocho, treinta años tal vez, muy bien vestido, con cuello duro, raya impecable en el pantalón, un encantador mostacho retorcido y un monóculo unido a la oreja por un largo cordón de seda negra. Se ha inclinado para saludarme colocando la punta de su zapato derecho detrás del tacón izquierdo y haciendo una leve flexión con las piernas.

Un verdadero mosquetero.

—¡Qué bien habla el francés, señorita! —ha exclamado después que le dijera: «Hola, señor».

—Es fruto de las clases de Monsieur Presle —le he contestado.

—¡Ah!, ¡el querido Presle! Me ha hablado mucho de usted. No escatima elogios en su favor: sus dotes, su trabajo, su inteligencia…

No he podido evitar ruborizarme.

Él se ha inclinado de nuevo.

—Oh, oh —decía yo—, oh, oh, oh.

Con el rostro escarlata, me bamboleaba sobre un pie o el otro, lo que da elasticidad a la timidez natural de las jóvenes.

—Constato —prosiguió el señor francés— que no exageraba. Incluso diría que se quedó por debajo de la verdad, pues debo confesar que nunca he visto una belleza comparable a la suya.

Hablaba con grandes gestos.

—No, no —he balbucido—, usted exagera.

—¿Y si fuéramos a charlar a un rinconcito tranquilo? —me ha propuesto.

Tomándome del codo con energía, me ha arrastrado hasta el corredor, lugar oscuro desde el que se escuchaba, como en un sueño, el piar de los invitados al té.

Nos hemos sentado sobre unos almohadones bordados amontonados encima de un baúl bretón, recuerdo de un viaje de exploración de Padraic Baoghal.

Una vez instalados, el señor francés se ha abalanzado sobre mi mano, la ha agarrado y me la ha restregado nerviosamente. «Joder —me he dicho—, cómo va». Sin embargo, el parloteo seguía.

—Sally —me decía el señor francés—. Sally, ¿me permite llamarla así?

—Por supuesto.

—Usted puede llamarme Athanase —me ha murmurado al oído.

Lo he olfateado. Estaba muy perfumado. ¿Era Scandal, de Lanvin, Missive, de Roger et Gallet, Zibeline, de Weil, o Vol de Nuit, de Guerlain, sustancias odoríficas todas ellas anunciadas en el último número de Votre Beauté? No habría podido asegurarlo, y eso, siquiera un poco, me interesaba saberlo.

—¡Qué bien huele! —le he susurrado.

—¿Sí, palomita mía? ¡Son los aires de Francia!

—¿Y qué perfume es?

—¡Chis! —ha dicho poniéndose un dedo en los labios—. ¡Chis! Es una sorpresa.

Ha mirado a su alrededor y luego, habiéndose asegurado de que nadie nos miraba, se ha desabrochado el pantalón y ha sacado algo que al principio he tomado por su herramienta.

—¡Chis! —ha dicho de nuevo—. ¡Chis! Lo oculté aquí por la aduana —me ha explicado, y me ha dado un frasco de perfume—. Un regalo de nuestro amigo Presle —ha comentado.

Me he apoderado de él con vehemencia, apretándolo tanto bajo la nariz como contra el corazón.

—¡Es Scandal! —he exclamado embobada—. ¡Qué amable de su parte!

Me he llenado la nariz hasta perder el aliento.

Mientras yo estaba absorta en los placeres del olfato, el elegante Athanase, deslizando un brazo a través de los cojines, me había tomado por la cintura y, deslizando una mano bajo mi vestido de cretona verde con topos rojos, se dirigía hacia mi slip.

—¡El querido Michel! —suspiraba yo—. ¡No me ha olvidado, el darling!

Tras olerlo bien, he puesto el frasco en mi bolso y luego yo misma he considerado la situación de forma concreta. El galante mosquetero comenzaba a pasarse.

—¡Oh, oh, oh! —decía haciéndome cosquillas en los muslos—. ¡Oh, oh, oh! ¡Qué encantadora es la bella criaturita de la verde Erín! ¿Quién le va a quitar su pequeño slip? El mejor amigo de su Mimí, de su Chechel, de su Prepel.

Le he agarrado la nariz con dos dedos y he operado sobre este apéndice una torsión de ciento ochenta grados. Así, como surge el petróleo del suelo de Oklahoma, la sangre ha manado de la nariz vuelta hacia el techo.

—Nada de ternuras —le he dicho mientras él devolvía a su narizota la inclinación normal—. Y gracias de todos modos —he añadido.

Me he levantado y lo he dejado allí, ocupado en arreglarse la jeta.

En cuanto he llegado al salón, Barnabé me ha arrinconado y ha gemido:

—¿Sabe?, Sally, yo iba a intervenir.

—¿Me espiaba?

—Sí, lo confieso —ha gemido—. Con ese francés hay que tener cuidado.

—Huela esto —le he dicho pasándole el frasco de Scandal bajo la nariz.

—¡Qué horror! —ha gemido—. Apesta.

—¡Un regalo de Michel Presle!

—¡Esos franceses! —ha vuelto a gemir.

La señora Baoghal ha acudido atraída por el olor.

—Es divino —ha balado paseando la nariz por encima del tapón.

—Un regalo de Michel Presle —he explicado.

—¿Dónde está nuestro visitante?

—Se está volviendo a abrochar —expliqué.

La señora Baoghal parecía sorprendida.

—Pero helo ahí.

Se ha acercado: el centro del rostro le brillaba. Gesticulaba, debía de dolerle aún. Pero en realidad no lo demostraba mucho, fiel en esto a las tradiciones de valor de su nacionalidad.

—Mi querido señor, ¿no le parece una joven de élite?

—Notable —ha asentido inclinándose.

Pero al hablar se le han reventado de nuevo los capilares de la cabeza y la sangre ha vuelto a mear. Se ha taponado la nariz.

—¡Dios mío! —ha exclamado la señora Baoghal—. ¿Qué le ha ocurrido?

—Me he golpeado contra la cisterna del inodoro —ha dado como excusa—. Pero no es nada, no es nada.

—¿Aún funciona? —ha preguntado la dueña de la casa.

—No se preocupe, querida señora.

—Son estas pequeñas aventuras las que dan encanto a los viajes —ha dicho Mrs. Baoghal.

—Se las deseo parecidas —ha respondido el francés sonriendo.

—¡Qué fino! —se ha enternecido Mrs. Baoghal—. Díganos, querido señor, ¿qué le parece nuestra ciudad?

—Perfecta.

—¡Qué encantador!

—¿Ha visitado nuestro museo? ¿No? Estoy segura de que Miss Mara tendrá mucho gusto en acompañarlo.

Is cumadhom —he dicho en gaélico, es decir: zapatero a tus zapatos.

Nà biodh eagla ort! —me ha contestado Mrs. Baoghal, es decir: no sea cagueta.

—Bueno, bueno —he dicho yo.

24 de mayo

Por eso hoy he llevado a Athanase a la National Gallery. Nos hemos encontrado delante del monumento. Hemos admirado concienzudamente las dos vistas de Dresde de Canaletto, el San Francisco del Greco, el Adiós de Cristo a su madre, de Gérard David, el Retrato de mujer, de Goya, y algunos Gainsborough. Athanase se ha comportado correctamente durante toda la visita, esbozando apenas un encogimiento de nalgas de vez en cuando. Su mostacho estaba lustroso, sus zapatos peinados, su monóculo resplandecía con mil luces: un verdadero mosquetero. Debía de creer que desconfiaba de él, pero, a decir verdad, lo que daba a mi comportamiento una apariencia ligeramente incómoda era la posibilidad de ver aparecer al guarda a quien había arrastrado por el fango. Naturalmente, no tenía ninguna intención de mostrarle a mi Athanase las esculturas del jardín. Temía demasiado encontrarme con mi enemigo, y además he pensado que en París debían de haber muchas mejores. Poniéndome en su lugar, sólo veía una Afrodita y una Diana a las que él hubiera podido lamerles las pantorrillas.

Al atravesar la sala de los prerrafaelistas, he cometido el error de dejarlo suelto. Desinteresándose de las princesas lejanas que ocultaban la ausencia de senos en las brumas sepia de inmortales obras maestras, no se ha privado de mirar por la ventana y le he oído desternillarse de risa detrás de mí.

—¡Qué gracioso! —decía a media voz—. ¡Qué gracioso!

—¿El qué?

—¡Las hojas de zinc y los calzoncillos! Vayamos a verlo de cerca.

Me ha arrastrado. No sabía cómo resistirme. Hemos penetrado en el jardín y Athanase, desde la primera estatua, mi encalzonado Apolo, se ha puesto a reír sin medida. Y tal como lo había previsto, ay, ha aparecido un guarda: el mío.

—¿Qué es lo que no le gusta de nuestro museo, señor? —le ha preguntado con un aire frío fingiendo no verme.

—¿Qué dice?

Porque el otro se había expresado en gaélico.

—El señor sólo habla inglés —le he dicho al guarda.

—No es inglés —ha replicado aún en gaélico.

Sin embargo, Athanase, desdeñando al guarda, se había plantado delante de la segunda estatua —mi Hércules— y lanzaba grandes cloqueos sujetándose el vientre con ambas manos, con la auténtica elegancia de un marqués del siglo dieciocho. Aprovechando ese alejamiento, el guarda me ha soplado al oído el discursito siguiente, que había compuesto en lengua gaélica:

—¡Cerda! ¡Putita! No sólo vienes aquí a aplacar tus crisis de histeria con el cuerpo de esas inocentes estatuas frígidas, sino que además traes granujas extranjeros que se burlan de los sanos límites que los conservadores de este museo han sabido dar a las extensiones de la carne humana. ¡Muchacha desvergonzada! ¡Lúbrica hija de Erín! Sé mucho sobre ti, conozco tu apellido, tu nombre, tu dirección, tu profesión. ¡Cuidado! ¡Cuidado! Si sigues vertiendo tus infamias en el seno de las fundaciones estéticas municipales, si persistes en transformar la escultura en motivo de satisfacción solitaria o de mofa colectiva, se presentará denuncia contra ti. ¡Sí, se presentará denuncia contra ti, Sally Mara! ¡Denuncia! ¡Denuncia! ¡Denuncia!

¿Cómo conocía mi nombre aquel patán? ¡Era increíble! Aunque, en lugar de temblar, más bien me apetecía unirme a la hilaridad de Athanase. ¿Por qué yo no tenía miedo? Aún me lo pregunto en este momento. En todo caso, no me he equivocado.

En lugar de reptar boca abajo, aterrorizada, delante del vigilante de las hojas de latón y los calzoncillos de yeso, he llamado a mi compañero, que se ha apresurado a venir, y le he dicho:

—Este hombre es un asqueroso, me ha hecho proposiciones deshonestas.

—¡Ah! —ha dicho Athanase.

—Quería que le pasara la mano por los cabellos.

—¡Vaya! —ha dicho Athanase, y ha querido sacarme de allí.

Me he resistido.

—¡Cómo! —he gritado—. ¿No quiere romperle la cara?

—¡Pobre hombre! Lo comprendo.

—¿No? ¿No quiere?

El guarda, que no esperaba esa reacción, comenzaba a parecer inquieto. Athanase se ha acercado a él y, en un inglés balbuceante, lo ha emplazado a que me presentara excusas, lo que el otro ha parecido no querer comprender. Entonces, apartando al francés con el brazo derecho, he agarrado a mi compatriota por el forro del uniforme y lo he enviado de hocico a la zanja, donde se ha quedado desparramado.

—¡Muy bien! —ha dicho Athanase—. ¡Qué fuerza! ¿No nos traerá complicaciones?

—No tema. Cada vez que vengo, le doy su merecido.

—¡Oh, joven doncella! —ha declamado el mosquetero.

En cuanto hemos salido de la National Gallery, se ha apresurado a despedirse de mí. Le habría pedido detalles sobre la vida de Michel Presle, pero lo he olvidado. Y todo ha ocurrido un poco deprisa.

Pero no dejo de preguntarme cómo el otro puerco sabe mi nombre.

24 de mayo

Me he encontrado a Athanase en la calle, por casualidad. Me ha saludado muy cortésmente, pero sin dirigirme la palabra.

¡Qué personaje tan raro! Pese a todo, le hubiera cargado de recados para Presle.

25 de mayo

Escrito a Monsieur Presle para agradecerle el perfume y pedirle (discretamente) otros números de Votre Beauté o de publicaciones de ese orden. Una parte de mi carta está redactada en gaélico para mostrarle mis progresos. Le hablo también de Athanase, sin gran entusiasmo; como es amigo suyo, no quiero herirlo y termino con algunos cumplidos por sus talentos sociales.

26 de mayo

Pasaremos el verano en casa del tío Mac Cullogh, hermano de mamá. Vive en una granja a algunas millas de Cork, yendo hacia Macroon.

27 de mayo

Mrs. Killarney tiene vómitos a menudo; mamá dice que es el hígado que molesta a la mujer. Le ha recomendado oraciones a san Boldo, que es lo mejor para las afecciones de esa víscera.

28 de mayo

He encontrado mi número de Votre Beauté, he aquí cómo. Hace tres días (he olvidado apuntarlo pero estoy harta de poner por escrito las cuitas de mi hermanito), Joël comenzó un «batter» de todos los diablos. Esa noche, pues, estábamos cenando las tres, mamá, Mary y yo, y mamá comenzó a pensar en alto —«pensar», en fin, lo que ella llama «pensar»— en lo que habría que llevarse para las vacaciones. Hacía el inventario en voz alta, soñadora y lejana, ligeramente romántica. Como Joël nos acompañará, recordó de repente que tenía que coserle dos botones de la brayeta. Me ofrecí para ir en busca del objeto (no para coser los botones, ya que mamá lo hace muy bien).

Subo, pues, a la habitación de Joël y llamo por costumbre adquirida, ya que no tenía la menor duda de que, fermentando el güisqui y la cerveza, no me respondería. Así, al no oír ninguna respuesta, entro.

Encuentro a Joël tendido de espaldas en la cama. Debía de haber estado haciendo algún trabajo y, vencido por la fatiga, debía de haberse dormido sin haber podido guardar la herramienta que tenía en la mano. En el suelo yacía mi número de Votre Beauté, abierto de par en par por la página en la que una encantadora modelo parisina, fotografiada de culo, exhibe las cualidades de una cotilla calificada de Scandale. La persona es estupenda, sonríe; las medias ascienden a lo largo de sus piernas apoliníacas, o más bien afrodisianas, en cualquier caso quería decir: divinas, sujetas a medio muslo, para que se estiren y modelen las formas, con unas ligas que salen de la cotilla cuyo tejido lastex, ligeramente transparente, permite distinguir la división en dos hemisferios de ese sabroso globo que nosotras las mujeres paseamos en tanto que culo.

Lo extraño de la historia era que la ilustración estaba cubierta por una especie de cola cuya procedencia me fue imposible establecer.

Renunciando a la solución de tan interesante problema, tomé el pantalón para dárselo a mamá; efectivamente, le faltaban dos botones.

14 de julio

Hoy es la fiesta nacional de la República francesa. En París, parece que es formi. Michel Presle me lo escribió: los bailes en las esquinas de las calles, las cañas de cerveza, los fuegos artificiales sobre los puentes. ¡Ah! ¿Cuándo, entonces, cuándo podré ver París? De momento, sólo tengo ante los ojos los verdes valles de Erín, porque desde hace algunos días estamos instalados en casa de tío Mac Cullogh. Joël y él se entienden muy bien: no se desemborrachan nunca. Mamá sigue tejiendo calcetines para el eventual regreso de papá. Mary y yo nos entretenemos como podemos.

Es la primera vez, desde la edad de ocho años —¡God, qué lejos está!—, que voy al campo. Es coquetón el campo. Tiene su encanto: es verde, no se altera, se transforma fácilmente en estiércol, lo cual es muy útil para el hombre que trabaja los campos, también llamado agricultor.

Mary y yo nos desinteresamos de las plantas que parecen desprovistas de todo utillaje, fuera del que se le asigna en la escuela: el pistilo, los estambres y otras tonterías buenas a lo sumo para figurar en el catecismo. Las dos, Mary y yo, las despreciamos, pues, para fijar la atención principalmente en los animales.

Lo que no comprendemos ni Mary ni yo es la manía que tienen de montar uno sobre otro, sobre todo los pequeños. Por ejemplo, a las moscas, que no son pocas en casa del tío Mac Cullogh, se las ve a menudo lanzarse frente a uno, la una cabalgando a la otra. Es evidente que la que está encima tiene algo con lo que impide volar a la que está debajo y la somete a las leyes de la gravitación. Por lo general las aplasto a las dos de un papirotazo, lo que tal vez es injusto para con la que está debajo. A Mary le gustaría que pilláramos a la de encima para cortarle las alas y darle una lección, pero no soy partidaria de esa pedagogía.

En el gallinero, pasan incidentes análogos. El gallo solo piensa en una cosa: encaramarse a las gallinas, mientras que estas buenas volátiles sólo piensan en eso cuando van a dormir. Además, no les gusta nada, puesto que chillan. De manera que, vara en mano, hago reinar el orden en ese pequeño mundo. En cuanto veo que un gallo se tira sobre una gallina, lo desalojo.

Lo único es que cada vez que entro en el gallinero, el gallo en cuestión me salta encima con aire salvaje y rencoroso. No parece apreciar mis actuaciones. ¿Es culpa mía? Aunque se dice que los gallos no son muy inteligentes.

3 de agosto

Observada la herramienta de un borrico. ¡Es algo! Pero ¿para qué puede servirle? No para romper avellanas, al menos. No se le atribuye ninguna industria especial a ese animal. No es como el castor, que construye presas con el rabo.

25 de agosto

No sólo los animales pequeños se montan unos a otros; los medianos también. Los perritos, por ejemplo, no paran de intentar el salto del carnero entre ellos, pero sin conseguirlo jamás. Se juntan cinco o seis y hay uno que sirve de trampolín (en general una perra, me parece), se levantan sobre las patas traseras como para hacer gracias, se apoyan en las ancas del otro y luego hacen esfuerzos convulsivos para saltar por encima de su pareja, pero esos esfuerzos nunca son recompensados. Tras agitarse un rato, vuelven a caer sobre sus patas, agotados, jadeantes. Es cómico y penoso. Los chicos forman un círculo a su alrededor, lo que nos molesta mucho, a Mary y a mí, en nuestras observaciones. No nos atrevemos a acercarnos, lo que hace que hasta ahora no hayamos podido estudiar el juego en detalle.

26 de agosto

Esta noche, el calor ambiental, el ardor de mis investigaciones zoológicas y la proximidad de mi mensualidad me impedían dormir. Hacia las tres de la mañana me he levantado, me he puesto una bata y he salido al patio de la granja. Todo estaba en calma. La luna se desplazaba majestuosamente sobre la alfombra del cielo, salpicando con su lechada la propiedad del tío Mac Cullogh. De repente, un grito desgarrador ha atravesado el silencio de la noche y me ha causado un telele atroz. El rubio vello de mi joven cuerpo de virgen robusta se ha erizado de horror. Me he inmovilizado. El grito ha vuelto a empezar, lacerante, agresivo, inquietante. Me he puesto a transpirar, primero la frente, luego las axilas, luego entre las nalgas. El lamento sólo se apagaba para resurgir con más intensidad. Por un instante he considerado la presencia de algún fantasma en la desolación, pero como nunca han hablado de ninguno en el lugar, enseguida me ha parecido de lo más improbable. Además, creo muy poco en esas cosas.

Una brisa deliciosa, transportadora de un buen aroma de turba, ha venido a refrescarme la frente. He entreabierto la bata para que secara el resto. Pese a que el lamento no se hubiera acabado, he empezado a armarme de valor y he decidido ir a ver qué podía chillar de esa manera. Guiándome por el sonido, me he acercado al ser sonoro, con muchas vacilaciones, y he visto dos gatos. Uno de ellos, el ruidoso, estaba agazapado con la cabeza en el suelo y la grupa levantada. El otro rondaba alrededor. De vez en cuando, se acercaba al primero, intercambiaban zarpazos, surgían maullidos y luego, vencido, se alejaba de nuevo para rondar y vigilar a su adversario. No he tardado en convencerme de la derrota de este último, teniendo en cuenta su posición y su método de combate. Puedo hablar con conocimiento de causa, pues formo parte de la C.A.C.C.F.A. (Catch-as-catch-can Feminine Association), de la F.I.F.A. (Full-in Feminine Association) y de la G.R.W.F.A. (Greco-roman Wrestling Feminine Association). Es verdad que no practico desde hace un año. Ni siquiera he pagado las cuotas. Tendré que volver a ello. El estudio del irlandés ha ocupado todo mi tiempo este año. Y el que me ocupará. La jodida lengua, como decía Presle, ¡qué coriácea puede ser! Es muy diferente de los estudios postales de Mary. Pero persisto en la decisión: escribir una novela en esa extraña lengua. Siento en mí una vocación literaria y extravagante. Podría escribir en inglés (mi lengua natal) o incluso en francés (como lo hago en este diario), pero no, quiero que la novela sea en irlandés. ¡Y ni siquiera sé qué va a contener! ¿No es extraño? Pero ¿dónde estaba? ¡Ah, sí! Mis gatos. Pues, bien, ha ocurrido como estaba previsto. El merodeador ha saltado sobre la rabadilla del otro y lo ha sacudido de buena manera.

¿Qué les pasa a todos esos animales que andan montándose encima? Se diría que sólo piensan en eso y que sólo existe eso en la vida.

27 de agosto

Esta mañana, contemplando los hermosos campos de nabos del tío Mac Cullogh, rememoraba fragmentos de la enseñanza escolar de Ciencias Naturales. Había algunas consideraciones sobre la reproducción de los vegetales, pero nada sobre la de los animales. Comienzo a intuir que todo lo que me ha preocupado en los últimos tiempos tiene algo que ver con esa delicada cuestión. Sin embargo, no capto las analogías; la herramienta masculina se parece al pistilo, pero ¿cuál es su función? ¿Qué serían entonces los estambres? Los pelos alocados que me crecen en el centro. Misterio. Todo eso no es coherente.

28 de agosto

Pese a mi estatura, y Mary tampoco es pequeña, tío Mac Cullogh nos llama «pequeñas». Esta mañana nos ha dicho:

—Pequeñas, si os divierte, vamos a llevar la cabra al chivo.

Hemos dicho que sí, le ha puesto un cabestro a Betty, una cabrita blanca, y nos hemos encaminado los cuatro (cuando hay tres femeninos contra un masculino, ¿no habría que escribir «las cuatro»?) en dirección a la granja de Fyve O’Clogh, a dos millas de la del tito.

Debíamos de haber caminado apenas una media hora cuando Mary y yo hemos exclamado al unísono:

—¡Ay! ¡Por mis muertos! ¡Qué olor!

En efecto, por apestar, atufaba de lo lindo.

—No huelo nada —ha dicho el tito—. Pero debe de ser Barnabé.

—¡Barnabé! —he exclamado con el corazón en un puño.

Mary se desternillaba de risa.

El tío Mac Cullogh ha adoptado una expresión socarrona.

—Tú, mi pequeña Sally, debes andar en componendas con algún Barnabé. Aquí, el nuestro es el chivo de O’Clogh.

—Deberían bañarlo —ha observado Mary.

—Eso le quitaría todo su encanto, ¿no, chivita?

Y le ha dado afectuosamente un buen garrotazo.

—Bueno, y ese Barnabé —ha continuado el tito—, ¿para cuándo es la boda?

—No está decidida —ha dicho Mary.

—No estoy preparada para casarme. Sobre todo con Barnabé. Apenas le conozco. Sólo he hablado con él dos o tres veces.

—¿Qué hace?

—Estudia irlandés.

—Ya es trabajo —ha dicho el tito.

—Sí —he aprobado.

—¿Por qué no te casas?

—No sabe nada —ha dicho Mary.

—No entra en mis planes actuales.

Cuanto más avanzábamos, más apestaba. Y encima tenía que encontrar razones. Me he inventado ésta, la más falsa de todas:

—Si crees que el ejemplo de mamá es alentador…

—Bueno, ¡y qué! Aprovechó la juventud de su marido y ahora se ha librado de él.

—Le espera —ha dicho Mary.

—Finge —ha replicado el tito.

—Tonterías —ha replicado Mary.

—¡Pequeña descarada —ha exclamado el tito—, insultar a mi hermana!

Parecía verdaderamente indignado. Sin embargo, todo el mundo sabe que mamá es más bien débil del coco.

—Sujeta la cabrita —me ha ordenado el tito.

Agarro el cabestro y el tito agarra a Mary, se la coloca bajo el brazo y le propina seis azotes en el pompis. Luego la deja ir. Se dispone a tomar de nuevo el cabestro. Pero lo piensa mejor, toma otra vez a mi hermana y le calienta otra vez el trasero. Mary, liberada, permanece rezagada. Pone cara larga. Parece tristísima. El tito, que vuelve a tomar el cabestro, también. Lo examino de la cabeza a los pies. Hacia la mitad del cuerpo, constato que su espiritualidad se manifiesta de tal manera que, a buen seguro, podría servirse de ella como garrote para la chivita, que bala constantemente y parece inquieta. La granja del chivo está a la vuelta del camino. Caminamos en silencio.

—Vamos —dice al fin el tito—, no pongas esa cara, Mary.

Eso no nos pasaba, ni a la una ni a la otra, desde la partida de papá, hace diez años. Joël lo intentó alguna vez, pero era el más débil y le dábamos una buena tunda entre las dos. ¡Un verdadero estropajo, el hermanito! Por mi parte, recuerdo perfectamente las que me daba papi. Era solemne y metódico. Arremangarse, bajarme el pantalón, tumbarme en sus rodillas, todo eso requería tiempo, tiempo. Era una verdadera misa para él, una comunión. Y el cabrón, ¡la mano que tenía! Aunque yo no me sentía humillada en absoluto. Y menos aún castigada. Tenía una gran sensación de triunfo. Me parecía que era él quien se rebajaba interesándose con tanta obstinación por esa parte de mi cuerpo que para mí no era más que aquella sobre la que me sentaba. Me creía como una reina, mientras que él sólo era el esclavo de mi trasero, un simple potro de tortura. Cuando terminaba, yo me subía el pantalón sin una queja (a veces sí, sin embargo, cuando me había hecho demasiado daño) y me iba, digna y satisfecha, pues, a fin de cuentas, me gusta tener calor en las nalgas.

No obstante, Mary se nos había reunido y caminaba junto a nosotros.

—Debes comprender —le explicaba el tito—, sé perfectamente que tu madre es bastante simplona, pero no te corresponde a ti decirlo. ¡Ah! Con todo. ¡Rrrh!

Ha escupido orgullosamente.

—Ya estamos. O’Clogh tiene una buena granja. Y también un buen chivo. Niñas mías, veréis qué bonita boda vamos a tener.

Se partía de risa.

—¡Qué bonita boda! ¡Qué bonita boda!

Mary y yo nos hemos mirado; las mismas aprensiones debían de atravesarnos la cabecita.

—¿Y por qué trae a la cabrita al chivo? —he preguntado al tito con voz temblorosa.

—¡Ya lo veréis, pequeñas mías! Ya lo veréis.

Así, pues, entramos, vemos al padre O’Clogh, se explican, balidos por todos lados, el chivo está en su barraca, allí, ya veréis, pequeñas mías, ya veréis, se bebe güisqui, se discute el precio de la boda, ya que se trata de una boda, balan fuerte, se vuelve a beber güisqui, finalmente hay acuerdo, ya veréis, pequeñas mías, ya veréis, se trae la cabrita, la puerta está abierta, ¡qué olor!, ¡qué olor!, un ser barbudo patea de impaciencia, sus ojos fulguran, quiere levantarse a cualquier precio sobre las patas traseras, pone las delanteras sobre el lomo de la cabrita y helo ahí debatiéndose como un verdadero perro con expresión muy satisfecha. En mi cabeza, todo se arremolina, los puros espíritus, las emociones de Barnabé, las mensualidades de Mrs. Killarney, las montas de Joël, las herramientas borriquiles, los calzoncillos de las estatuas, la reproducción de los vegetales, de los animales y de los hombres, la nupcialidad. Todo se encadena, todo se explica, o, al menos, eso me parece. Unos relámpagos surcan mi almita (inmortal). Estoy deslumbrada. El olor chivoso me ahoga. Desfallezco. Voy a caer de espaldas.

—Agárrate bien a la barandilla —me sopla el tito en el tubo del oído.

Alargo la mano y me agarro a su garrote.

Un vulgar garrote de madera.

El tío Mac Cullogh no es un gentleman. No es como el del puerto.