III

Abajo, Kelleher y Gallager estaban apostados delante del edificio, con el fusil debajo del brazo. Algunos mirones observaban a cierta distancia. Otros, simpatizantes, a la misma distancia, agitaban las manos, el sombrero o un pañuelo en señal de simpatía, y los dos insurrectos respondían de vez en cuando moviendo horizontalmente las armas que mantenían a pulso. Entonces se alejaban algunos transeúntes, poco seguros. Ni un solo británico parecía existir por los alrededores.

Junto al muelle, desde un pequeño velero noruego que estaba amarrado a sólidos bolardos, unos marineros escandinavos seguían los incidentes sin comentarlos de manera ostensible.

Gallager bajó los peldaños de la entrada y dio unos pasos hasta la esquina de Sackville Street. O’Connell Bridge estaba desierto. Al otro lado del río, alrededor de la estatua de mármol blanco de William Smith O’Brien, unos cuantos ansiosos se habían apiñado como moscas a la espera de lo que pudiese pasar. Tras saludar interiormente la estatua del gran conspirador, Gallager se alejó del Liffey para ir a examinar la situación en Sackville Street. Frente a él, el monumento de O’Connell, con sus cincuenta figuras de bronce, no había atraído a ningún curioso, debido a lo expuesto de su emplazamiento; al lado, un tranvía se había detenido sin pasajeros ni empleados. Un hombre permanecía inmóvil frente a la estatua del padre Matthew. Gallager dio menos importancia a la presencia de aquel personaje que a su deseo de insultar la memoria del apóstol de la templanza, como tenía por costumbre, aun en ayunas.

La bandera irlandesa ondeaba en el 43, sede del Comité Central de la Liga Nacional, ondeaba en lo alto del hotel Metropol y en el tejado de correos. Un poco más lejos, Nelson seguía firme en su cielo húmedo, encaramado en la columna de cincuenta metros de altura.

Eran ya muy pocos los transeúntes, los mirones, los curiosos o los inquietos que asomaban por allí. De vez en cuando, alguno o algunos insurrectos cruzaban la calle corriendo con el fusil o el revólver en la mano.

Los británicos seguían sin reaccionar.

Gallager sonrió y volvió a su puesto.

—¿Todo marcha bien? —le preguntó Kelleher.

—Los colores nacionales ondean en los principales tejados de O’Connell Street —contestó Gallager.

Naturalmente, jamás decía Sackville Street.

—¡Finnegans wake! —gritaron a coro agitando los chopos por encima de la cabeza.

Contestaron algunos simpatizantes, pero los mirones se fueron.

Caffrey se puso a cerrar las ventanas.