XLII
Los plenipotenciarios británicos se alejaron y desaparecieron tras los montones de madera noruega. Los rebeldes volvieron a parapetarse. Debía de ser alrededor de mediodía.
—Quizá podríamos comer algo —dijo Gallager.
Dillon y Callinan fueron por una caja de conservas y galletas. Se acomodaron y empezaron a masticar en silencio, como quien se está convirtiendo en héroe y ya sólo concede a la banalidad de la existencia las banalidades más extremas, como beber y comer, orinar y defecar, pero no los juegos ambiguos del lenguaje. Si Mac Cormack se hubiese puesto a hablar, hubiera dicho: «¿Por qué me miráis así? ¡Si es que no podéis saber, no podéis haceros cargo de lo que ha pasado!»; si O’Rourke hubiera dicho: «¿Qué habrá sido de ella, Virgen Santa? Será una bobada, pero me estaba enamorando»: si Gallager hubiera dicho: «El comed beef sabe peor unas horas antes que ocho días antes de morir. Hay que apuntalar bien el estómago para espicharla»; si Kelleher hubiera dicho: «Pues habrá sido la primera mujer que me ha interesado. Se ha largado. Más vale así. Nos costará menos ser unos verdaderos héroes»; y si Callinan hubiera dicho: «Son buenos compañeros. Hacen como si no supieran lo que me ha pasado», pero habló Dillon y dijo:
—Nos van a achicharrar como ratas.
—Como héroes —replicó Kelleher—. Pero, aunque sea como ratas, estamos fastidiando de mala manera a los británicos.
—Los buenos compañeros hacen a los verdaderos héroes —dijo Callinan.
—Y el buen comed beef también —añadió Gallager, dándose palmadas en el muslo.
—Me pregunto por dónde se ha podido escapar —murmuró O’Rourke.
—Es un misterio —concluyó gravemente Mac Cormack.
Circuló una: botella de güisqui.
—¿Y dejamos que Caffrey se fastidie? —dijo Gallager.
—Llévale comida y bebida —ordenó Mac Cormack solemnemente.
—Dile más bien que baje —intervino O’Rourke—. Mientras esperamos el combate final, tal vez pueda explicarnos cómo ha dejado escapar a la inglesa.
—¿Qué carajo estará haciendo allá arriba? —dijo Callinan distraídamente.
Dillon retomó el relato por sexta vez.
—Estaba vigilando frente a la ventana, a la derecha del despacho. No se ha vuelto. Me ha dicho: «¿La inglesa? No sé». He buscado por los otros cuartos. No he visto a nadie.
—¿Eso es todo? —preguntó Kelleher.
—Quizá ha vuelto al váter —sugirió Gallager.
—¿Cómo no se nos ha ocurrido? —exclamó Mac Cormack.
Se levantaron todos a un tiempo (excepto Callinan, que estaba de guardia) y se quedaron parados.
—Todos no —dijo Mac Cormack a Gallager.
—Bueno, jefe.
Pero se detuvo a los pocos pasos.
—Me da como reparo. ¿Qué tengo que hacer?
—Intenta abrir discretamente —le aconsejó Mac Cormack—. Sin llamar, que no sería correcto.
—Recuerda que hundimos la puerta —dijo O’Rourke—. Nos cargamos el cerrojo.
—¿Entonces qué? —preguntó Gallager indeciso.
—Ya voy yo —declaró Dillon—. A mí no me asusta una mujer ni en el váter ni donde sea. Tú llévale el lunch a Caffrey. Debe de estar muerto de asco, solo, allá arriba.
—Volvemos a subir enseguida —dijo Mac Cormack.
—Yo esperaré a que vuelva —decidió Gallager.
Se puso a reflexionar tanto que hizo otro descubrimiento:
—Quizá se ha fugado por el jardín de la Academia.
—Estás de broma —respondió O’Rourke—. Imposible.
—¿Y los británicos —respondió Kelleher— no podrían colarse por allí?
—Imposible —repitió O’Rourke.
—¿Y eso por qué? —volvió a preguntar Kelleher.
—Porque son demasiado lentos. No lo descubrirán hasta dentro de ocho días.
—Y dentro de ocho días se habrá acabado todo.
Volvió a circular la botella de güisqui.
Dillon regresó.
—Está claro que no tengo suerte —dijo—. No está en el cagadero.
Gallager se decidió entonces a llevarle el lunch a Caffrey: güisqui, galletas secas y comed beef.