XXIV

Gallager, encandilado por los reflejos de la luna en las aguas del Liffey, se puso a pensar en voz alta y dijo:

—Tengo hambre.

—Sí —respondió Kelleher—, podríamos comer un bocado.

Gallager pegó un respingo.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que podríamos comer un bocado. Las provisiones están en ese cuarto de ahí.

—¿Y los muertos?

—Que se queden donde están.

—¿Serías capaz de ir hasta allá?

—¿Tú no tienes hambre?

Gallager se apartó de la tronera y, en medio de la penumbra, se acercó a Kelleher. Se sentó a su lado.

—Ay, esos muertos, esos muertos…

—Déjalos en paz.

—Y la chica fuera. No puedo dejar de mirarla. No han venido más perros. Cuento hasta doscientos y a los doscientos me permito mirarla un poco. Sigue pareciendo que espera a un hombre que se le echará encima. ¿Crees que era una señorita de verdad? ¿Que se la han cargado sin haber conocido el amor?

—¡Joder! —dijo Kelleher—. Yo tengo hambre. ¿Has visto? Me parece que hay bogavante.

—¿Y a la de arriba? —murmuró Gallager—. ¿Crees que la están interrogando? No se oye nada.

—A lo mejor la interrogan mañana.

—No, seguro que la interrogan ahora. Escucha.

Escucharon.

—No se oye nada —suspiró Gallager.

—Esas cosas se hacen mutis.

—¿A qué te refieres?

Hablaba en voz muy baja.

—Luego iremos a interrogarla nosotros —contestó Kelleher.

Y se rió bajito.

—¿Qué quieres decir?

—Imbécil. ¡Venga, yo tengo hambre! ¿Te traigo bogavante?

—¡Qué vida! —gruñó Gallager—. Y no sería nada si no hubiera esos cadáveres.

—¿Quieres que «los» despierte? —le preguntó Kelleher.

Gallager se estremeció. Se levantó y volvió a su puesto. En una rápida ojeada vio a la muerta. La luna seguía su curso. El Liffey deslizaba sus escamas de plata entre los muelles presuntamente desiertos, pero infestados de soldados enemigos. Gallager respiró muy hondo, pensó en el porvenir de su país y dijo a Kelleher:

—Eso, bogavante.