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—Está bien instalada —dijo el tipo—. ¿Sabrán usarla sus hombres?
—Desde luego —dijo Mac Cormack, que había bajado a hablar con el estratega.
Se despidieron y el coche arrancó.
—¿Qué? ¿Os alegra todo esto? —preguntó Mac Cormack. Miraron las cajas de munición y de víveres.
—La cosa promete —dijo Kelleher.
—Más vale así —dijo Gallager.
—Lo que falta es bebida —dijo Caffrey.
—Por cierto —dijo Mac Cormack—, ¿qué ha sido del tío que os habéis cargado?
—Lo hemos metido en un despachito.
—¿Y el que se ha cargado usted? —preguntó Caffrey.
—Lo mismo: en un despacho.
—Si hay jaleo —dijo Kelleher—, habría que hacerlos desaparecer.
—Eso digo yo —repuso Mac Cormack.
—Lo mejor es echarlos al Liffey —dijo Gallager.
—No sería correcto —dijo Mac Cormack.
—Supongamos —dijo Gallager— que a los británicos se les ocurra contestar y tengamos que aguantar aquí, qué sé yo, una temporadita.
—No son más que suposiciones —dijo Caffrey.
—Bueno —prosiguió Gallager—, pues sería una estupidez tener que estar con esos dos cadáveres al lado. Podríamos tirarlos al jardín de Bellas Artes. La Academia Irlandesa da ahí detrás.
—Sólo piensa en quitarse a esos cadáveres de encima —comentó Mac Cormack.
—¡Que se queden donde están! —exclamó Caffrey—. De todas formas, esto no va a durar días.
—No me parece desacertado lo que dice —dijo Kelleher.
—Tienes razón —dijo Mac Cormack—. Que vayan dos a por una caja de güisqui y dos o tres de cerveza a la primera taberna que encuentren en O’Connell Street.
—¿Y los chelines? —preguntó Caffrey.
—Hacéis un vale de requisa.
—Mejor sería llevarse las perras que hay aquí —dijo Caffrey.
—No sería correcto —dijo Mac Cormack.
—Claro que sí —dijo Kelleher—, basta con que hagamos un vale.
Mac Cormack llamó a Dillon y Callinan para sustituir a Caffrey y Kelleher durante su expedición.
Dillon y Callinan admiraron la ametralladora.