XLV

El Furious se acoderó unas yardas más debajo del O’Connell Bridge. Por orden del comodoro Cartwright, se pusieron los cañones a punto para cañonear. Pero seguía repugnándole tener que utilizarlos, no es que se negara a machacar a unos cuantos rebeldes papistas y republicanos, pero esa oficina de correos indiscutiblemente fea, mugrienta y sórdida, con su arquitectura funcionaria y casi dórica, esa oficina le evocaba la personalidad entrañable de su prometida, Miss Gertie Girdle, con la que además debía (y deseaba) casarse en muy breve plazo a fin de consumar con ella el acto un tanto temible para un joven casto, el extraño acto cuyas ocultas peripecias conducen a una joven gachí del estado virginal al de gravidez.

Cartwright, pues, dudaba. Los marinos aguardaban sus órdenes. De pronto, una media docena de ellos se abatieron sobre la cubierta y otros dos dieron una sangrienta voltereta por encima de la barandilla y fueron a dar de cabeza en el Liffey. Iban demasiado confiados. Kelleher se había hartado de ver esas siluetas tan seguras de sí mismas. Su ametralladora funcionaba muy bien.