LVIII
Larry cerró la puerta tras él. Andaba mirando al suelo. En una mano llevaba el pan y el atún. Gertie estaba sentada en un sillón y le daba la espalda. Sólo le veía el cabello rubio y corto.
—Le traigo algo para alimentarse un poco —dijo O’Rourke con voz algo emocionada.
—¿Quién es usted? —preguntó Gertie con dureza.
—Me llamo Larry O’Rourke y soy estudiante de medicina.
—Fue el que me limpió la nariz, ¿verdad?
Larry, turbadísimo, tartamudeó unos segundos y se quedó callado.
—¿Qué me ha traído?
—Pan y atún.
—Déjelo ahí.
Sin volverse, señaló una mesa próxima. Larry obedeció, y entonces descubrió que el brazo que se había movido estaba desnudo. Luego se fijó en el vestido extendido sobre una silla y en la combinación sobre otra. Y hubo de sacar una conclusión.
Se quedó de piedra, atónito, anonadado.
—Oigo su respiración —dijo Gertie, sin probar la comida.
—Dios mío, Dios mío —murmuró O’Rourke—, ¿a qué he venido aquí?
—¿Cómo dice?
—Grandísimo san José, grandísimo san José, no he sabido resistir, no he sabido resistir, y aquí estoy, delante de esa mujer que parece ir completamente desnuda. Venía a confesarle mi amor, mi casto, caballeresco y eterno amor, pero en realidad quiero imitar a los otros cabritos.
—¿Qué hace? ¿Está rezando sus oraciones?
—Ahora me entiendo: Callinan y Caffrey son mis modelos. Pobrecilla, pobre inocente, víctima de sus ultrajes. Y yo deseando mancillarla también. San José, grandísimo san José, protege mi pureza. Santa María, ¿no puedes hacer un milagro y devolverle la virginidad a mi novia, Gertrude Girdle?
—¡Haga el favor de contestar! ¿Qué está mascullando?
—La amo —susurró Larry en voz muy baja.
—Usted es muy papista, ¿verdad? —prosiguió Gertie, que no lo había oído—. Pero no entiendo por qué ha venido a hacer todas esas pamplinas aquí, conmigo. ¿Espera convertirme?
—Sí, lo espero —contestó O’Rourke con voz fuerte—. Sólo puedo casarme con una católica de verdad, y quiero casarme con usted.
Gertie se levantó de un salto y se volvió hacia él.
—¡Está completamente chiflado! —dijo con dureza—. ¿Es que no sabe que va a morir?
Larry no la escuchaba. Ahora la veía. Y no solo no iba vestida, sino que, además, sólo llevaba faja y medias. O’Rourke se había quedado boquiabierto.
Gertie golpeó el suelo con el pie.
—¿No sabe que va a morir? ¿No sabe que dentro de unas horas estará muerto? ¿No sabe que antes del anochecer será cadáver?
—Es usted hermosa —balbuceó O’Rourke—, la amo.
—Me repugna con sus sentimientos indecentes. Además, ¿qué significan esas asquerosas gotas de sangre que tiene en las mejillas?
—Es usted mi esposa ante Dios —dijo O’Rourke.
Alzó los ojos al techo y faltó poco para que viera en él al Padre Eterno.
Gertie dio otra vez con el pie en el suelo.
—¡Salga de aquí! ¡Salga de aquí! Me repugnan sus asquerosas supersticiones.
Pero Larry le tendía los brazos.
—Mi mujercita. Mi mujercita querida.
—Váyase. Váyase. Está loco.
—Dios bendice nuestra unión ideal.
—¿Quiere dejarme en paz de una vez, cura asqueroso?
Larry dio un paso hacia ella.
Ella retrocedió.
Larry dio otro paso hacia ella.
Como el cuarto era pequeño, Gertie se encontró de espaldas a la pared.
Acorralada, vamos.
Larry seguía avanzando con los brazos extendidos, como alguien que ve mal en medio de la niebla. Sus dedos lograron tomar contacto con la piel de Gertie; la tocó un poco más arriba de los senos. Retiró la mano en el acto, como alguien que se quema.
—¿Qué estoy haciendo? —murmuró—. ¿Qué estoy haciendo?
—¡Socorro! —gritó Gertie—. ¡Un loco!