XXIII

Habían encendido una velita. Dillon estaba de guardia junto a una ventana. Mac Cormack se había sentado a la mesa de Sir Théodore Durand; tenía a Larry O’Rourke a su derecha. Callinan y Caffrey estaban uno a cada lado de Gertie, a la que habían sentado en una silla, un poco atada, pero con ciertas precauciones.

—Nombre, apellido, profesión —dijo Mac Cormack.

Se volvió hacia O’Rourke y le preguntó: «¿Está bien así?». Larry asintió con la cabeza. Mac Cormack preguntó además: «¿Lo escribimos?». Pero los demás dijeron: «No vale la pena». Entonces Mac Cormack repitió:

—Nombre, apellido, profesión.

—Gertrude Girdle —contestó Gertrude Girdle.

Se había sentado otras veces en esa silla, delante de esa mesa; pero entonces, en el sillón de enfrente, se sentaba un honorable funcionario, de cierta edad, que alimentaba con el cañamón del afecto las palomas de un deseo discretamente platonizado. Pero Sir Théodore Durand la había palmado (ella lo ignoraba) y Gertrude se hallaba frente a un republicano segurísimamente terrorista.

No estaba mal, por otra parte, como persona. Aunque no muy bien vestido.

El otro, al lado, estaba francamente bien. Un gentleman, sin la menor duda. Uñas limpias.

A derecha e izquierda, un par de bestias. Republicanos de verdad. Le habían atado las muñecas. Aunque, la verdad sea dicha, sin hacerle mucho daño. ¿Por qué?

Junto a la ventana, otro insurrecto, fusil en mano. Buen mozo también.

Los cinco eran más bien guapos. Pero, excepto el asesor del que la interrogaba, no eran personas educadas ni mucho menos.

Y ninguno de ellos debía de haber entonado nunca el «God save the King[6]».

—Profesión.

—Funcionaria de correos.

—¿De verdad? —dijo Caffrey, que tenía su opinión al respecto.

—¿Departamento? —preguntó Mac Cormack.

—Certificados.

Ahora los miraba sin temor. Ellos la distinguían mal. Naturalmente, destacaba una mancha de pelo rubio en la cabeza, cortado, por cierto, lo cual resultaba extraño. Era alta, y el parpadeo de la vela ponía destellos en las dos protuberancias de su blusa. La cara se le iba relajando. Al principio parecía casi fea. Ahora sus labios sin pintar, pero mordidos, dibujaban la ancha ballesta de su sensualidad. Los ojos eran azules, duros. La nariz, recta y sin el menor aleteo. Mac Cormack, atascado con lo de los certificados, dijo pensativo:

—Ah, ah, certificados.

Caffrey pensó para sus adentros que habría que interrogar a la gachí sobre el funcionamiento de aquella sección. Le parecía sospechosa. Dillon y Callinan, severos pero justos, aguardaban antes de formarse una idea de la situación.

Mac Cormack se volvió hacia Larry O’Rourke. El aire intelectual de su lugarteniente parecía disimular con un velo epidérmico un cerebro en plena ebullición. Mac Cormack se volvió entonces hacia Caffrey.

—Que explique por qué estaba donde estaba —dijo este último.

Gertie se sonrojó. ¿Iban a recordarle eternamente la vergüenza de aquel retiro? ¡Como si no hubiese sido un retiro involuntario! Pensando otra vez en ello, ya que la obligaban a hacerlo, se puso como la grana.

—Quizá podríamos prescindir de este detalle —dijo Mac Cormack, muy incómodo.

Se puso muy rojo, tirando a cereza. O’Rourke daba la impresión de seguir reflexionando intensamente. Pero los demás se echaron a reír de un modo grosero y más bien mal educado.

Gertie rompió a llorar.

Mac Cormack dio un porrazo en la mesa y se puso a gritar, con lo cual se le aclaró la tez.

—Ya os he dicho muchas veces que hay que ser correctos —aulló—. Os lo he repetido bastante, cojones, y vosotros venga a bromear porque la señorita ha sufrido percances que la avergüenzan.

Gertie sollozaba.

—¡Somos insurrectos! —rugió Mac Cormack—. Pero correctos, de todos modos. Sobre todo con las damas. ¡Finnegans wake, camaradas! ¡Finnegans wake!

Se irguió. Los otros se cuadraron y gritaron a coro con decisión:

—¡Finnegans wake!

—¡Qué horror! —murmuró Gertie a través de sus bellos lagrimones de rubia.

Mac Cormack volvió a sentarse, al igual que Larry. Los demás volvieron a animarse.

Dillon le dijo a Callinan:

—Tu turno de guardia.

—No interrumpas el interrogatorio —dijo Caffrey.

—Espera un poco —dijo Callinan—. No creas que me divierte tener que aguantarla.

—Podrías ser más educado con esta señorita —dijo Larry O’Rourke.

—Ya no entiendo nada —dijo Callinan.

—¡Callaos de una puñetera vez! —dijo Mac Cormack.

—Sí, pero seguimos sin enterarnos de nada —dijo Caffrey—. Si no tenía nada que reprocharse, ¿a qué coño ha ido al váter esa tía mierda que se llama funcionaria de correos? ¿Eh? ¿Y qué hostias estaba haciendo en el cagadero esa mamona británica, hija de la gran puta?

—¡Basta! —dijo Mac Cormack.

Pegó, repegó, repepegó y requetepegó puñetazos sobre el tapete de la mesa y, por tanto (indirectamente), sobre la mesa.

—¡Basta! ¡Basta! —dijo.

Pero, dirigiéndose a la damisela, añadió:

—De todas formas, no deja de ser sospechoso.

Gertie le miró fijamente a los ojos, y fue como un pellizco (ligero) en la zona de la vejiga. Se sorprendió, pero no dijo nada.

—Me estaba empolvando —dijo Gertie.

Mac Cormack, que no había apartado los ojos de la mirada azul de la muchacha, no captó de inmediato el sentido de su respuesta. Caffrey, más pronto en la comprensión de su incomprensión, preguntó con viveza:

—¿Empolqué?

—Empolvando, paleto —respondió Gertie alentada por la mirada de Mac Cormack, que parecía, creía ella, estar echándole una mano.

En efecto, Mac Cormack, muy turbado, sentía que la mirada se le volvía mano. Larry O’Rourke sufría una evolución análoga, pero, al ser más intelectual que su jefe, las tensiones que notaba en su fisiología eran de menor voltaje. Aunque las ganas eran idénticas. Por otra parte, ninguno de los dos se había dado cuenta de la similitud de sus convergencias.

—¡Empolvando —insistió Gertie—, sí, empolvando, indigno irlandés, terrorista! ¡Además, suélteme! ¡Suélteme! ¡Le digo que me suelte! ¡Desátenme las manos! ¡Desátenme las manos!

Y otra vez sollozaron los sollozos.

Mac Cormack se rascó la cabeza.

—Quizá sí podríamos desatarle las manos —dijo.

Dijo. Circunspecto. Mac Cormack.

—Quizá —dijo Larry O’Rourke.

—Psé —exclamó Caffrey—, pero es capaz de pegarnos.

—Hace un cuarto de hora que he terminado mi guardia —dijo Dillon—. ¡Mierda!

Al oír esta palabra, Gertie triplicó sus sollozos.

—Vete —dijo Mac Cormack a Callinan.

—¿La desatamos o qué?

—Nanay —dijo Caffrey.

—¡Basta ya! —dijo O’Rourke.

—¿Entonces qué?

Escucharon sus sollozos.

La noche, serena, estrechaba entre el tizne de sus muslos a la blanquísima luna, y el pulmón de sus constelaciones se agitaba débilmente con el soplo de una brisa clásica transportada por el Gulf Stream. Los civiles aterrados por los terroristas se enterraban en sus casas, y los soldados, con las armas en alto, respetaban, por motivos tacticoestratégicos, la calma de aquellas horas nocturnas, que debían todo su oscuro fulgor a la presencia dispersa de unas dos mil estrellas, amén de los planetas y sus satélites, el más considerable, relativamente, de los cuales era con toda seguridad el antes mencionado.

Cuando el silencio es así de grande, ataca al corazón. O algo más abajo, por donde los órganos copuladores. ¡Oh, música etérea de las esferas! ¡Oh, poder erótico de las dobles corcheas cósmicas anuladas por la tendencia gravitacional e inevitable del mundo a la nada!

Sobre la superficie tersa y transparente del silencio caían una a una, cristalinas y saladas, las lágrimas de Gertie.

Los brutos de los insurrectos comenzaron a entender que la corrección suponía cierta reserva o al menos cierto dominio de los reflejos primarios.

Suspiraron, mientras ella sollozaba.

—Estábamos en lo de empolvarse —dijo Mac Cormack.

—¿La desatamos o qué? —preguntó Callinan.

—¿Y ahora que he terminado la guardia? —preguntó Dillon.

—¡Coño! ¡Un poco de seriedad! —dijo O’Rourke.

—Eso —dijo Caffrey—. Interroguémosla.

—Señorita —dijo Mac Cormack—, hablaba usted de empolvarse. Esperamos sus aclaraciones.

—¡Empolvarse! —exclamó Caffrey—. ¡Sí, sí! Ya nos gustaría saber qué significa eso.

Gertie, atada de manos, no podía secarse las lágrimas, ni contener las que le salían por la nariz.

Aspiró la moquita.

Mac Cormack sintió que le brotaba bondad en el corazón.

—Préstale tu pañuelo —le dijo a Caffrey.

—¿Mi qué? ¡Estás de broma!

Siempre expelía sus mocos sin recurrir a tela alguna.

—Tenga —dijo Callinan.

Se sacó del bolsillo un gran pañuelo verde adornado con arpas de oro en los cuatro ángulos.

—¡Joder! —exclamó Caffrey—. ¡Qué elegancia!

—Un regalo de mi novia —explicó Callinan.

—¿Cuál? —preguntó Caffrey—. ¿La camarera del Shelbourne o la del Maple?

—No seas burro —dijo Callinan—. Con la del Maple estoy reñido desde hace un mes.

—¿Así que te lo ha regalado Maud?

—Sí, es muy nacionalista.

—Y además está muy buena. ¡Eso es tener chamba!

Larry O’Rourke tomó la palabra:

—¿Habéis terminado ya? —preguntó con frialdad.

Mac Cormack intervino:

—Anda, límpiale los mocos —le dijo a Callinan.

Callinan puso cara de fastidio. Luego masculló:

—Voy a ensuciar mi regalo. Tiene unas arpas muy bonitas para que las empuerque la inglis con sus mocos de mierda. No quiero. Me niego.

Dobló el fular y lo sepultó en el bolsillo. Mac Cormack frunció las cejas ante ese acto de indisciplina.

Muy molesto.

Entonces se dirigió a Larry.

—Hazlo tú.

—Como médico —comentó Caffrey en un aparte.

O’Rourke lo miró con severidad. Pero Caffrey se hizo el desentendido. O’Rourke se levantó, dio la vuelta a la mesa y se acercó a la joven. Luego sacó un pañuelo del bolsillo, un pañuelo más o menos limpio, pero era porque lo llevaba desde hacía tres días por lo menos, pues lo usaba poco, porque no tenía la piel húmeda y prácticamente nunca estaba acatarrado. Desdobló el accesorio higiénico y lo sacudió para expulsar las briznas de tabaco o las hilachas que podían haberse albergado entre sus pliegues.

Gertie Girdle contemplaba los preparativos horrorizada.