LVI
El bombardeo había cesado.
Larry lanzaba vergonzosos quejidos de dolor, mientras Kelleher, sentado sobre su vientre, para no dejarle patear tanto, le iba arrancando la cera, con los pelos que llevaba pegados, por medio de un cortaplumas que le servía de espátula. Gallager y Mac Cormack disfrutaban del espectáculo, al mismo tiempo que se zampaban una lata de atún. Callinan seguía con la mirada fija en el Furious.
—Las mujeres hacen menos comedia —dijo Kelleher—, al menos según cuenta Dillon.
—En el fondo —observó Gallager, mientras masticaba el atún en aceite—, son más resistentes que nosotros.
—Hay que reconocer que, cuando se lo proponen, pueden tener más agallas que un hombre —dijo Mac Cormack.
—Por ejemplo, cuando paren —dijo Gallager—. La pinta que tendríamos, si tuviéramos que pasarlo nosotros. ¿Verdad, Kelleher?
—¿Qué insinúas?
Acababa de depilarle el mentón y andaba por la mejilla derecha, puesto que había empezado por la izquierda. Larry, cubierto de sudor, estaba callado. Sólo se le retorcían los dedos de los pies en el fondo de los zapatos, pero eso no se veía.
—Los hombres —dijo Mac Cormack—, cuando es cuestión de sufrir, somos unos cagones. Las mujeres, en cambio, no paran de sufrir. Hasta se podría decir que han nacido para ello.
—Estás muy hablador —observó Gallager.
—Mi opinión es que los británicos son una mierda —dijo Callinan sin darse la vuelta.
—La proximidad de la muerte lo pone meditabundo —dijo Kelleher, que estaba concluyendo el suplicio de O’Rourke—. Vas a estar guapísimo —le susurró al oído.
—Para los hombres —prosiguió Mac Cormack—, en lo que se refiere al punto esencial, si es que me entendéis…
—¡Sí, hombre, sí! —dijo Gallager, echándose el unto que quedaba en la lata en el hueco de la mano.
—Bueno, pues para nosotros siempre es un placer, mientras que las mujeres no dejan de tener problemas desde que pierden el virgo…
—No exageremos —dijo Callinan.
—Te ha quedado estupendo —dijo Kelleher soltando a Larry.
Éste se levantó y se pasó la mano por las mejillas, que tenía lisas.
—Buen trabajo —dijo Gallager.
No obstante, tenía gotitas de sangre por toda la cara. Se miró la palma de la mano, teñida de rojo, con aire pensativo.
—Eso no es nada —dijo Kelleher.
—Tengo hambre —dijo O’Rourke.
Mac Cormack le alargó una lata de atún, empezada, y un trozo de pan. Pero Larry no comía; tenía en las manos el pan y el atún y parecía muy ensimismado. De pronto se levantó y fue hacia el despachito.
—Tendrá hambre también —murmuró.
Se detuvo, volviéndose hacia sus compañeros.
—Me portaré correctamente.
—Para mí los británicos son una mierda —dijo Callinan sin volverse.
—Pero ¿dónde estará Dillon? —dijo Kelleher.
—Ve a verlo —le dijo Gallager a O’Rourke.
—A ella no la matarán —dijo O’Rourke.
—¿Y por qué no? —preguntó Gallager.
—No sería justo —contestó O’Rourke.
—Os he ordenado que no la nombréis más.
—No debe morir —dijo O’Rourke.
—¿Y nosotros? —preguntó Gallager.
—Vete ya a comer el atún con ella —dijo Kelleher—. Aunque a lo mejor no le gustan los tíos bien afeitados.
—La amo —dijo O’Rourke.
—Basta —dijo Mac Cormack.
—La amo —repitió O’Rourke.
Los miró uno a uno con cara enfadada. Los demás callaron. Larry dio media vuelta y se dirigió al despachito.
El bombardeo no se había repetido.