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Elgin
Comunidad de Tikonov, Confederación de Capela
2 de febrero de 3029
El coronel Pavel Ridzik hizo ademán de levantarse de su asiento cuando su pareja se incorporó para ir al lavabo de señoras del restaurante. Cuando se halló a unos pasos de la mesa, se volvió, agitando su negra melena, y le guiñó el ojo. La joven, ataviada con un vestido de lentejuelas negras y plateadas que se ceñía a su figura como una segunda piel, atrajo las miradas de todos los hombres presentes en el salón. Cuando se alejó, varios de ellos saludaron con una inclinación de cabeza al director militar de Estrategia de la Confederación de Capela.
Ridzik sonrió con jovialidad. Espero sinceramente que sea tan inteligente como hermosa. El reciente y amargo recuerdo del rechazo de Maximilian Liao a su campaña, seguía escociéndole. Ella será el bálsamo de mis heridas... por ahora, al menos. Luego decidiré qué es lo que hago.
El coronel recogió la copa de brandy en la palma de su mano izquierda y agitó el licor mientras reflexionaba. La verdad es que las alternativas son claras. O planeo la muerte de Liao y fuerzo mi boda con su hija Candace, u organizo un reino independiente con los restos de la Comunidad de Tikonov y negocio una tregua con Hanse Davion. Sonrió mientras sopesaba ambas opciones. ¡Bah! ¡Al infierno con Hanse Davion! ¿Por qué conformarme con una tajada del pastel, si puedo comérmelo todo?
Cuando se acercó el jefe de camareros, Ridzik despertó de sus cavilaciones.
—Perdone, coronel —le dijo, y señaló con nerviosismo la entrada del restaurante—, pero hay una llamada para usted. Por desgracia, ninguno de nuestros teléfonos portátiles es seguro.
Ridzik asintió. No debí decir a esos idiotas del cuartel general adonde iba.
—No se preocupe, no estoy molesto. Por favor, avise a mi acompañante cuando regrese.
Ridzik dejó la servilleta junto a la copa de brandy y fue hacia la salida, pasando al lado del camarero.
Encontró el visífono en un rincón del vestíbulo, pero la pantalla estaba apagada y era evidente que se había cortado la comunicación. ¡Si es que alguna vez hubo una llamada!, pensó irritado.
Antes de que Ridzik pudiera reaccionar según sus sospechas, se vio rodeado por dos hombres corpulentos.
—Por favor, venga con nosotros, coronel —dijo uno de ellos.
—¡No! ¿Qué significa esto?
El hombre que había hablado miró con aprensión hacia el salón.
—Coronel, no tenemos tiempo y no queremos hacerle daño.
—¿Tiempo? ¿Qué pasa aquí? —gruñó Ridzik, enseñando los dientes en una mueca iracunda.
El otro hombre le tiró con fuerza del brazo derecho.
—Su pareja. Fue a empolvarse la nariz, pero dejó el bolso sobre la mesa. ¡Muévase!
Levantaron en vilo a Ridzik y lo sacaron del restaurante. Ya se encontraban a mitad de manzana cuando una tremenda explosión sacudió el restaurante. Las llamaradas cruzaron la calle y chamuscaron las fachadas de los edificios de la otra acera. Una lluvia de fragmentos de cristal hirió a la media docena de peatones que tuvo la mala fortuna de pasar por allí en aquellos momentos.
La ensordecedora explosión y la onda expansiva lanzaron al suelo a Ridzik y a sus guardianes. Libre por unos momentos de sus captores, Ridzik se volvió y vio un infierno de llamas donde había estado cenando unos minutos antes.
—¡Por todo lo más sagrado! Ha intentado asesinarme. ¡Era una agente de Davion!
Los dos hombres se rieron entre dientes.
—No, señor. Los agentes de Davion somos nosotros. Es cierto que ella intentó matarlo, ¡pero estaba al servicio de la Maskirovka!
Ridzik se quedó boquiabierto.
—No lo comprendo...
Los agentes de la DCE lo ayudaron a incorporarse.
—Si no le importa, señor, tenemos un aerocoche esperándonos para llevarlo al espaciopuerto. Disponemos de una nave para conducirlo a la Federación de Soles. El príncipe Hanse Davion dijo que se lo explicaría con todo lujo de detalles si tenía la amabilidad de acompañarnos y ser su invitado.
Ridzik asintió débilmente y murmuró algo. El guardia que tenía a su izquierda se inclinó hacia él.
—Perdone, señor, pero no le he entendido.
Ridzik sonrió. Se sentía cada vez más confiado.
—Era sólo un viejo proverbio de Tikonov: «Una tajada de pastel, por pequeña que sea, siempre es preferible a morirse de hambre». —Les hizo una reverencia y añadió—: Soy el coronel Pavel Ridzik, ex ciudadano de la Confederación de Capela, y estoy a su disposición. Guíenme, caballeros. No debemos hacer esperar al Príncipe.