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Comunidad de Sarna,

Confederación de Capela

20 de octubre de 3028

Se encendió una luz piloto verde en el tablero de instrumentos del Centurion del capitán Redburn. Oprimió el botón con un dedo largo y grueso, pero mantuvo bajo el tono de voz.

—Aquí Centurión, adelante.

La voz de Robert Craon zumbó en el neurocasco de Andrew.

—La lanza Zorro tiene lecturas de datos que indican que una docena de Marauders se acercan por la Rendija.

—¿Estás seguro?

El tono de Craon convenció a Andrew de que no tenía dudas sobre la información.

—Hemos calculado la diferencia de tiempo entre las recepciones de vibraciones con diferentes monitores sísmicos. Teniendo en cuenta la conductividad del terreno, la estimación realizada es fiable. Varían su ritmo de pisadas, pero los pilotos están cansados y un poco descuidados. Por eso los hemos descubierto.

—Bien —asintió Andrew—. Informa a las otras lanzas y prepárate para cerrar la puerta trasera. Que las lanzas Arquero y Diablo disparen sus primeras andanadas cuando yo les dé la señal. No pierdas la calma ni cortes tu comunicación por toma de tierra con las lanzas hasta que empiece la batalla.

—Recibido. Tal como lo habíamos planeado.

—Sí. ¡Ah, Robert! No cebes las minas hasta que yo te lo diga.

—Todavía estoy inquieto por el número de minas de que disponemos. Me gustaría tener más —dijo Craon, reiterando las reservas que ya había expresado en una discusión anterior.

Andrew meneó la cabeza. Los Fronterizos de Aragón eran muy desconfiados y no querían entregar nada a una unidad de reclutas como la nuestra, pero ahora se van a enterar...

—Tendremos que apañarnos con lo que nos han dado. ¿Has entendido las órdenes, teniente?

—Sí, señor. Corto.

Andrew sonrió y calculó mentalmente dónde debían de encontrarse los 'Mechs enemigos. Sus días de guerrero han llegado a su fin, comandante Xong.

Andrew pulsó un botón del tablero de instrumentos para conectar el ordenador de combate. Visualizó en el monitor principal una pantalla en la que se describían los sistemas de armas del Centurión.

Bien. Están operativos tanto el cañón automático del brazo derecho como los afustes de MLA del pecho. Echó un vistazo a la sección inferior del monitor. Y los láseres medios anterior y posterior del torso también funcionan. Ojalá dispusiera de un sistema de ayuda de puntería.

Andrew miró a través de la amplia escotilla del Centurión. Vio un paisaje deforme, de corrientes de lava congeladas de color granate y laderas purpúreas y semifundidas. Columnas de vapor de color amarillo pálido surgían de diversos géiseres y se elevaban en el cargado aire como fantasmas huidizos. Pozos de barro bullían como calderos de un denso puré amarronado y escupían vapor con fétidas burbujas.

Xong sabía lo que hacía cuando trajo los restos del

Primer Batallón de Coraceros de Freemont a los Montes del Infierno. Los volcanes y manantiales hacen que esta región sea demasiado caliente para que sean efectivos los rastreadores infrarrojos y los vapores de azufre impiden el buen funcionamiento de los radares y los rastreadores magnéticos. Acertar al enemigo se convierte en una pura cuestión de suerte.

Andrew bajó con su Centurión por una ladera hacia el angosto valle que se extendía entre escarpados picos. Las montañas se habían formado cuando se elevaron secciones enteras de la corteza del planeta. Andrew, mientras aguardaba a los guerreros de Xong, se había pasado horas examinando las anchas grietas geológicas que dividían las distintas cumbres.

Los Coraceros de Freemont disponían de un único batallón para defender Hunan cuando llegaron los Fronterizos de Aragón, que formaban parte de la segunda oleada de la invasión davionesa. Los Coraceros, dirigidos por el comandante Sidney Xong, se enfrentaron duramente en una serie de batallas con los Fronterizos, pero no podían derrotar a un regimiento entero. Por último, Xong huyó con los supervivientes de la unidad a los Montes del Infierno. Los guerreros se resguardaban en la cordillera y acosaban a la guarnición davionesa en sus incursiones.

Andrew entró en el angosto valle que su unidad había apodado «la Rendija». Por su culpa, comandante, mis hombres perdieron sus permisos y se han pasado una semana esperándolo en este sitio infernal. Ha llegado la hora de acabar con este asunto. Como sus hombres pilotan Marauders capturados, no espero que resulte fácil, pero estamos preparados para hacerles frente.

En circunstancias normales, Andrew habría pensado que la misión asignada a la compañía Delta era casi suicida. Los Marauders eran ’Mechs de setenta y cinco toneladas y parecían auténticas centrales eléctricas. En cada garra de aquellos ’Mechs con aspecto de ave, llevaban montados un CPP y un láser medio. Además de ese formidable armamento, el Marauder tenía también un cañón automático montado en el torso. Aunque tenía problemas de recalentamiento, el Marauder había demostrado ser uno de los ’Mechs más mortíferos de los ejércitos de los Estados Sucesores.

Ciertos informes de espionaje calculan que todos esos Marauders carecen de munición para el cañón automático. Lo que es más, el calor que reina en este lugar hace que un Marauder sea muy poco eficaz, y ya sabemos que sufrieron algunos desperfectos en los primeros combates. Sólo me queda esperar que ustedes estén lo bastante mal...

Entre las brumas, en un ángulo ligeramente inferior a su posición, Andrew vio la primera silueta oscura y encorvada de un Marauder que avanzaba hacia él. Alargó el brazo derecho del Centurion. Al tocar un botón del tablero de instrumentos, se abrieron las portezuelas de las diez toberas de MLA que tenía el Centurion en el pecho.

Conmutó los rastreadores a modo Starlight. Aquel sistema de amplificación de luz iluminaba la imagen de manera apreciable y le daba una visión mejor de los Marauders, que caminaban arrastrando los pies. Cincuenta metros más y se acabó. Andrew ajustó la palanca de mando de la zurda y centró el dorado retículo del punto de mira en la baja silueta del primer ’Mech. Esta nube sulfurosa no permite que el ordenador apunte de manera automática, pero este valle enmarca perfectamente las figuras de los Marauders. Si no doy a uno, le daré a otro.

El piloto del primer Marauder frenó en seco al ver que el Centurión de Andrew se hallaba en el punto más angosto del paso. La garra izquierda del Marauder se movió hacia adelante y Andrew pulsó el botón de la palanca de combate. El Centurion giró un poco a la izquierda cuando salieron disparados los misiles impulsados por chorros de brillante fuego amarillo.

Ocho de los misiles atravesaron los vapores y explotaron sobre el brazo y la pata derechos del Marauder. Los impactos hicieron añicos la coraza de ambas extremidades y añadieron brechas aún más profundas que las ya abiertas en anteriores combates; no obstante, no lograron destruir ninguna pieza vital. El Marauder retrocedió a causa del impacto, pero Andrew sabía que aquélla había sido la reacción del piloto al notar las explosiones, y no la existencia de algún problema en aquel temible ’Mech.

Como un actor de un antiguo western de holovídeo, el Marauder levantó la garra izquierda para disparar el CPP que llevaba incorporado en ella. Andrew reaccionó de inmediato. Casi sin pensarlo, levantó a la misma altura el brazo derecho del Centurion. Con la diestra, acarició el botón de disparo del cañón automático y lanzó una ráfaga mientras brillaban con un tono azulado las bobinas del CPP de su enemigo.

Las balas del cañón automático destrozaron la boca del CPP cuando la mortífera arma acumulaba energía para lanzar su terrible rayo. Los proyectiles destruyeron las bobinas magnéticas que enfocaban el rayo de partículas y convirtieron aquel torbellino de energía en un brillante fogonazo azulado. En la muñeca del Marauder se prendió fuego, que arrancó parte de la coraza y penetró hasta los huesos de titanio y magnesio del ’Mech. Una fracción de segundo después de que el estruendo de la explosión alcanzara al Centurion de Andrew, el Marauder cayó al suelo con tal violencia que la gigantesca máquina de guerra de Redburn se tambaleó.

De súbito, detrás del Marauder caído, un torrente de colores rojos y dorados incandescentes iluminó el valle. Era la lluvia de misiles disparada por las lanzas escondidas de la compañía Delta. Los misiles impactaron en los Marauders liaoitas como avispas de Palosia en pos de carne viva. Cada explosión dejaba paralizados a los Marauders en un efecto estroboscópico de llamas y destrucción.

Andrew asintió con expresión torva al ver que los pilotos de los Marauders reaccionaban al ataque. Son buenos; de lo contrario, no habrían sobrevivido durante tanto tiempo. Pero también están cansados y... ¿qué palabra utilizó Craon? ¡Ah, sí! Descuidados...

Los Marauders cargaron por las laderas cubiertas de grava del valle para combatir a corta distancia con los atacantes. Tal vez no funcionarían muy bien sus CPP con tan escasa separación, pero sí los láseres medios de las garras. Dado su notable tamaño, el Marauder era temible en combate a corta distancia, ya que podía aplastar los miembros y la cabeza de ’Mechs más ligeros con un golpe de garra.

Los Jenners de las lanzas Gato y Ojo de Buey salieron de su escondrijo, dando a los Marauders la primera imagen de sus enemigos. Los ’Mechs liaoitas, que ya tenían que luchar con la fuerza de gravedad para trepar por las laderas a pesar de su gran masa, ni siquiera intentaron disparar a los ’Mechs más ligeros que se enfrentaban a ellos. Por otra parte, los pilotos de la compañía Delta no daban respiro a sus adversarios.

Las achaparradas alas de los Jenners apuntaron a los Marauders y les dispararon rayos de luz densa, de color rojo rubí. Aquellos rayos de energía abrieron profundas brechas en la armadura de cerámica de los Marauders, que ya tenía huellas de otros combates. Fragmentos humeantes de coraza iban cayendo al suelo. Un rayo láser atravesó un resquicio del blindaje del torso de un Marauder y fundió parcialmente uno de los giroestabilizadores del ’Mech, lo que provocó que el piloto no controlase el siguiente paso de su máquina. El Marauder trastabilló, cayó hacia atrás y fue a estrellarse contra el fondo del valle.

Redburn, al ver que los Marauders entraban en lo que él y sus hombres habían denominado «zona mortal», pulsó un botón de su tablero de instrumentos. Abrió un canal táctico por radio con sus hombres.

—¡Cebad las minas! —masculló.

Cuando el Marauder más adelantado plantó su pesado pie metálico en la ladera de la colina, a apenas diez metros de la cumbre, se encendió una bola de fuego bajo la planta, que se elevó hasta envolver todo el pie del ’Mech. La piloto, que había perdido el equilibrio al producirse la explosión, intentó recuperarlo con valentía. Trató de pisar terreno fírme de nuevo con la pata destrozada, pero no lo consiguió. El Marauder avanzó a trompicones y disparó otra mina, que abrió un enorme agujero en su torso y lo lanzó a rodar por la ladera. El ’Mech prosiguió su caída resbalando en medio de una nube de polvo amarillento hasta yacer inerte en el fondo del valle.

Andrew abrió su transmisión por radio a todo el abanico de frecuencias disponibles para los ’Mechs.

—Ustedes eligen. Coraceros. Están en medio de un campo de minas. Mi misión consiste en detenerlos, pero eso no implica que todos deban morir. Yo preferiría salvar a mis hombres y a ustedes, pero sólo a ustedes les corresponde tomar esa decisión.

Tras unos momentos de silencio, fue la voz de una persona culta la que respondió a su advertencia.

—Soy el comandante Xong. ¿Piensa respetar todas las Convenciones de Ares en lo referente al trato debido a los prisioneros de guerra?

—Todas y cada una, comandante —contestó Andrew, sonriendo.

—¿Y nuestros ’Mechs?

Andrew oyó el temor que embargaba la voz del comandante. Ninguno de los miembros de su unidad quería ser un desposeído, pero tampoco había nadie tan estúpido como para entregar armas al enemigo, o permitirles que las capturasen. Andrew se mordisqueó el labio inferior y dijo con voz lenta:

—Bien, comandante, a mi entender, su unidad está compuesta de Marauders capturados a los davioneses. Dudo que el Príncipe le envíe una nota de agradecimiento por haberlos mantenido en buenas condiciones, ni usted podrá conservarlos mientras es procesado, pero me imagino que sí podría llegar a recuperarlos. Todo depende de su grado de cooperación. Tal vez le parezca una esperanza muy remota, pero yo diría que es mucho mejor que cualquier otra de las alternativas que tiene en estos instantes.

La respuesta de Xong llegó tras unos segundos de reflexión.

—Su lógica, como su trampa, parece ineludible. Antes de que tome la decisión final, deseo saber su nombre y el de su unidad.

Andrew sonrió.

—Soy el capitán Andrew Redburn y ésta es la compañía Delta.

—¡Ah, Redburn! Usted y sus hombres se cargaron a los Goliaths de Cochraine. Eso facilita mi decisión. Si es tan amable, capitán, le ofrezco la rendición de los Coraceros de Freemont, Primer Batallón, Compañía Kuo.

Redburn asintió con gesto solemne.

—Bienvenido a la paz, comandante.

Andrew observó cómo el último de los MechWarriors de Xong subía a la voladora enviada por los Fronterizos de Aragón. Gracias a Dios, el comandante fue razonable. De lo contrario, las cosas se habrían podido poner muy feas.

—¿Por qué no se lo dijo, mi capitán? —zumbó la voz de Robert Craon en su neurocasco.

Andrew se encogió de hombros pese a que Craon no podía verlo.

—No había ningún motivo. Hizo una elección honorable e inteligente. Respeto que haya escogido la vida de sus hombres antes que el honor. No sé por qué deberíamos haberle dicho que lo habíamos engañado. ¿Y tú?

La voz de Craon, sin ninguna clase de malicioso entusiasmo, respondió despacio:

—Supongo que tampoco, señor.

—Bien, Robert. Recuerda esto. —Soltó una malévola carcajada—. Y, teniente, ¿tendrías la amabilidad de quedarte por aquí a supervisar la labor de los zapadores de los Fronterizos, cuando vengan a recuperar las otras cuatro minas? No vayan a pensar que ya no las queremos...