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Algot
Marca Capelense, Federación de Soles
14 de enero de 3029
En respuesta a la suave llamada del teniente Robert Craon sobre la puerta entornada, el capitán Andrew Redburn le hizo señas para que entrase en la habitación.
—¿Qué ocurre, Roben? —le preguntó. Echó un último vistazo a la pantalla de holodisco, para memorizar el número de página del libro que estaba leyendo, y apagó el visor—. Parece como si no hubieras disfrutado de tus días de permiso.
Craon se desplomó en el sofá verde forrado de vinilo, situado junto a la pared curvada del cobertizo.
—Aquí pasa algo raro, mi capitán. Las cosas no son como deberían ser.
—Te he dicho muchas veces, Robert, que tendremos que acostumbrarnos al hecho de que los Guardias Ligeros de Davion albergan ciertos recelos contra nuestra unidad. Todos habéis salido de un programa de adiestramiento no realizado en una academia militar. La unidad tiene una configuración distinta y ellos siguen resentidos porque les salvamos el pellejo en St. Andre.
Sé realista, Robert: cualquier unidad de la Guardia de Davion se comportará con aires de grandeza. No van a rebajarse relacionándose con reclutas mal entrenados de la Marca Capelense.
—No es eso, mi capitán —respondió Craon, y esbozó una sonrisa—. Los chicos del primer regimiento siguen comportándose como señoritos engreídos, pero eso ya lo esperaba de ellos. No, su actitud casi es lo más normal de este sitio. Lo extraño son otras cosas.
—Sé que Algot no es como la Riviera de Axton, pero hace calor y estamos de permiso. Tras seis meses de actividad, merecemos un poco de descanso.
Craon se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas.
—Estoy de acuerdo con usted, señor, pero no puedo librarme de esta sensación de inquietud. —Mientras hablaba, entrelazaba y separaba las manos con nerviosismo—. Ya sabe que, cuando nos encontramos en una zona de combate, sentimos un retortijón como si algo estuviera a punto de romperse. Eso es lo que siento ahora y no me deja vivir tranquilo.
Andrew asintió. No eres el único, Robert.
—Veamos la cuestión de una manera lógica. ¿Has notado algo más, aparte de esos retortijones?
—Presiento que no nos dejarían salir de la base. Este lugar tiene todo lo que podría desear un MechWarrior para descansar y divertirse, desde luego, pero ¿y si quisiera escalar una montaña? Quiero decir que nos dan libertad, pero no somos libres.
Andrew desdeñó aquella idea.
—Es un procedimiento habitual, en especial con unidades como la nuestra. Quieren que estemos localizables, por si necesitan reunir a la gente para ir a sacar las castañas del fuego a alguien. La única manera que tienen de asegurarse de que podrán reunimos en un plazo de tiempo razonablemente corto, es manteniéndonos en el interior de la base. Además, no hay buenas montañas en esta plana bola de polvo.
Craon asintió de mala gana.
—Tiene razón acerca de las montañas y la necesidad de que estemos localizables. Al principio también pensé en la posibilidad de una alarma, pero luego me pregunté por qué no se limitaban a mantener a la compañía Delta en una Nave de Descenso Overlord en el punto de salto, ya que actuamos como una unidad de acción rápida. Así reducirían el tiempo de desplazamientos y sería mucho más sencillo llevarnos a nuestro destino.
Andrew pensó que la idea era válida.
—Eso no se me había ocurrido —reconoció—. No obstante, ello no basta para justificar tu inquietud.
—Hay otras cosas, mi capitán. ¿Se ha fijado en que no recibimos correo? Bajé al centro de mensajes de la base para preguntar si había llegado alguna carta a mi nombre y un empleado me dijo que no tenía nada. —Bajó la mirada—. Luego hablé con una mujer del centro de operaciones y... eh... la convencí para que comprobara en el ordenador qué status teníamos. Por lo que respecta a todas las Fuerzas Armadas de la Federación de Soles, se supone que todavía estamos en St. Andre. No sólo eso: consta que también sigue allí el resto de la Guardia Ligera de Davion; y al 12º de Rangers de Vega, que está alojado en el otro extremo del campamento, se lo supone en Buchlau.
—Vamos, suéltalo ya —lo apremió Andrew, inclinando el cuerpo hacia adelante—. Por la expresión de tu cara, adivino que aún hay algo más.
Craon inspiró hondo.
—Maggie..., la mujer del centro de operaciones de la base, dijo que aquello no tenía importancia. Según ella, era un despiste del ordenador y ella misma había visto muchos otros casos como éste. Dijo que la actualización de los datos de los ordenadores solía llevar un retraso de un par de meses respecto a los hechos reales. A menos que alguien envíe órdenes por fax desde Nueva Avalon, no se hace nada al respecto. De hecho, piensan que los faxes tienen más validez que los datos que pueda facilitar el ordenador.
—¿Qué es un fax? —preguntó Andrew, ceñudo.
—Ordenes que llegan impresas en papel. Ningún disco, nada de nada. Sólo mensajes en papel fácilmente destruible. Maggie dice que llegan por correo, pero nadie sabe de dónde los recibe el servicio postal. ¡Qué raro!, ¿verdad?
—Pues sí. ¿Y los faxes contradicen la información del ordenador?
—Sí —respondió Craon, y se humedeció los labios—. El ordenador informa que los almacenes donde tenemos guardados todos nuestros ’Mechs, me refiero a todos los ’Mechs de la base, mi capitán, están supuestamente abarrotados de suministros y piezas de recambio. De hecho, el ordenador asegura que hay material de recambio suficiente para abastecer a todo un regimiento. ¡Y también afirma que la seguridad de la base sólo está a cargo de un destacamento de infantería!
Andrew se quedó boquiabierto.
—¡Idiotas! Si la Maskirovka tiene espías capaces de introducirse en el ordenador de la base, este lugar les parecerá como un cultivo de quillar listo para la cosecha.
—Por eso siento retortijones en el estómago, mi capitán.
El estridente aullido de una sirena de alarma de ataque con ’Mechs impidió que Andrew pudiera contestar. En un abrir y cerrar de ojos, ambos hombres habían echado a correr hacia el lugar donde los aguardaban sus máquinas de guerra.
Andrew levantó el brazo derecho del Centurión y siguió la trayectoria de vuelo del Vindicator. Centró el retículo del punto de mira en el 'Mech humanoide y, en cuanto lo vio parpadear una sola vez, apretó el botón de disparo con el pulgar. Resistió el efecto de retroceso del cañón automático y mantuvo el arma centrada sobre el blanco.
La ráfaga de balas de uranio reducido acribilló la pata derecha, ya maltrecha, del Vindicator, y le destrozó la rodilla. La mitad inferior de la pata salió despedida hacia el cielo, impulsada por un chorro de llamas. La máquina de guerra, cuarenta y cinco toneladas, incapaz de mantener el control de su vuelo con sólo dos tercios de sus retrorreactores, empezó a girar en el aire. La trayectoria del ’Mech se alteró peligrosamente por efecto del lento giro de la máquina, que acabó estrellándose contra el suelo y explotó en una llamarada esférica.
—¡Capitán, vire a la izquierda!
El grito de Craon hizo reaccionar de inmediato a Andrew. Un rayo de energía azulada, disparado desde un CPP, atravesó el espacio que ocupaba el Centurión unos momentos antes. ¡Maldición! ¡Me habría perforado la espalda si Craon no me hubiera avisado!
Andrew siguió dando la vuelta y se encaró con un Griffin, de aspecto humanoide y ya con desperfectos. En la única sección de su blindaje que, prácticamente, no había sufrido todavía ningún impacto, en la parte superior del pectoral derecho de la máquina, Andrew vio el emblema de un caballo de ajedrez en colores verde y dorado. Aquella insignia identificaba al ’Mech como miembro del Segundo Regimiento de Fusileros de Ariana.
Del Jenner de Craon brotaron cuatro abrasadoras lanzas de luz láser. Cada una de ellas abrió profundas brechas en la coraza que protegía los brazos del Griffin y arrojó al suelo varias placas de cerámica semifundidas. Los otros dos rayos volatilizaron la insignia de los Fusileros y disolvieron la mitad del blindaje del pecho.
El Griffin levantó su CPP, de aspecto semejante a una pistola. Las bobinas brillaron con luz cerúlea y el rayo de panículas saltó como un arco voltaico de la boca del arma al pecho del Centurión de Andrew. Éste entrecerró los ojos para protegerlos de la hiriente luz azulada del rayo y pugnó por controlar la reacción del Centurión al impacto. Giró en su sillón de mando y vio que varios fragmentos de coraza saltaban de su ’Mech en chorros de plasma incandescente.
Andrew centró el punto de mira del Centurión en la silueta del Griffin y apretó con furia el botón de disparo. El rugido del cañón automático, al vomitar un huracán de metal caliente y llamas anaranjadas, fue ensordecedor. El retroceso levantó el cañón automático y las balas dibujaron una diagonal sobre el pecho del Griffin, desde la cadera hasta el hombro. Las balas levantaron muescas de la coraza del ’Mech y abrieron orificios, a través de los cuales Andrew pudo ver el esqueleto de ferrouranio del Griffin.
—¡Capitán, échese a la izquierda! —La voz de Archie St. Agnan temblaba de furia—. Éste es de la lanza Arquero.
El Griffin casi se desvaneció al recibir los impactos de una andanada tras otra de MLA de los Valkyries de la lanza Arquero. Todos los misiles explotaron sobre la máquina de guerra y la envolvieron en un capullo de llamas. Los restos del blindaje saltaron por los aires, echando humo como naves averiadas, y se estrellaron contra el suelo. El brazo derecho del Griffin, que seguía sujetando el CPP, salió despedido del torbellino de fuego y estuvo a punto de chocar con el Jenner de Craon en su errático vuelo.
La tormenta de fuego que envolvía al Griffin se evaporó como un truco de magia y reveló un ’Mech muy deteriorado. El blindaje se había carbonizado por completo. Habían saltado por los aires varios fragmentos del afuste cilindrico de MLA que el ’Mech llevaba en el hombro derecho y los restos de la pieza cayeron al suelo. Había volado todo el blindaje del muslo izquierdo, dejando sólo fibras sueltas de los gruesos músculos de miómero que permitían moverse a la máquina.
El visor frontal del Griffin explotó hacia afuera en una lluvia de cristales. La silla de mando del piloto lo siguió de inmediato, escupiendo una llamarada. El ’Mech, desequilibrado y paralizado en una postura desgarbada, se tambaleó por efecto de la eyección del piloto y cayó de espaldas, con un fuerte estrépito, sobre la polvorienta llanura sembrada de pedazos de coraza.
Andrew comprobó sus rastreadores.
—No veo nada en la pantalla.
—La lanza Arquero ya no combate, y las demás lanzas dicen que ellas también han acabado —zumbó la voz de Archie en su neurocasco—. Nuestro sector está despejado.
Un coro de frases de confirmación de los demás jefes de lanza siguió al informe de Archie. Andrew se puso en contacto con el Jenner de Craon.
—¿Cómo te va, Robert?
—¡Hijo de perra! —resonó la voz de Craon en la carlinga de Andrew, rebosante de sorpresa y orgullo a partes iguales—. ¡No lo puedo creer!
—¿Qué pasa, teniente?
Al oír la respuesta de Craon, Andrew pudo imaginarse la amplia sonrisa que debía de iluminar su rostro.
—Acabo de recibir un mensaje del coronel Stone, señor. Dice que si ya hemos acabado de jugar aquí, él sí está en una batalla de verdad en el sector Charlie. Añade que, si no nos impona, sería un honor para él que acudiéramos a echarle una mano.
Andrew sonrió. ¿Nunca se acabarán los milagros?
—¿Habéis copiado esa información, líderes de lanza? Vamos al sur a ayudar al resto de nuestro regimiento, y les demostraremos a los invasores cómo lucha una unidad de la Guardia de Davion.