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Zaniah III
Isla de Skye, Mancomunidad de Lira
22 de octubre de 3027
El capitán Daniel Allard miraba por la ventanilla del aerocoche. Las yermas tierras, rojizas y amarillentas, pasaban a velocidad centelleante. La sombra del vehículo corría por delante, como un negro espectro que flotara sobre el tortuoso y desértico paisaje. Era obvio que al conductor, uno de los monjes del monasterio, le encantaba alcanzar elevadas velocidades con aquel vehículo a lo largo de los kilómetros de cañones y torrentes de lava, apagados hace mucho tiempo, que separaban el monasterio de San Marino del resto de Zaniah III.
¿Cómo voy a contar a Morgan que su hermano ha muerto? Dan tragó saliva, intentando deshacer el nudo que le cerraba la garganta. Patrick solía decirme que la manera de decir algo así a un pariente debería ser lo que yo quisiera oír sobre la muerte de un familiar mío. Mientras contemplaba cómo pasaba el yermo paisaje, Dan meditó sobre la triste ironía de que iba a recurrir al consejo de Patrick para anunciar su propia muerte.
El hermano Keith dobló un enorme peñasco de piedra arenosa rojiza y se adentró en un valle.
—Ya no falta mucho, capitán Allard —le comunicó.
Dan logró esbozar una sonrisa.
—Gracias. —Se secó el sudor de la frente con la manga—. Hace mucho calor aquí, ¿no?
—Sí, y eso que estamos en la estación más fría. Morgan dice que, si el desierto fuese la carlinga de un ’Mech, los ordenadores estarían siempre a punto de estropearse y la mayoría de pilotos se habría desmayado por el calor.
Dan asintió y miró con cierto recelo al hermano Keith.
—¿Cómo está él?
—¿Morgan Kell?
—Sí.
El hermano Keith inspiró lentamente.
—Sólo llevo cinco años aquí. Sólo hace ese tiempo que lo conozco. El está aquí desde hace... ¿cuánto?... ¿once años?
—Desde 3016.
—Exacto. —El monje se encogió de hombros—. Buena parte de lo que sé es porque me lo contaron otros... y eso no es mucho, ya que la gente de por aquí no es muy propensa a murmurar. Sin embargo, me han dicho que vivir en este lugar le ha sentado de maravilla. Ha podido hacer frente a los remordimientos que lo acuciaban, aunque afirma que hay algunas cosas que le impiden todavía entrar oficialmente en la orden. —Sonrió—. ¡Qué lástima! Es un hombre bueno.
Sí, recuerdo la época en la que yo habría hecho el mismo comentario sobre Morgan. Dan tragó saliva y evocó el día en el que se había sentido más orgulloso en toda su vida. A pesar de las emociones contradictorias que lo zarandeaban, aquel recuerdo lo hizo sonreír. Cuando Morgan me mostró la carta de Hanse Davion por la que me destinaba a los Demonios de Kell, por mis seis años de servicio en las Fuerzas Armadas de la Federación de Soles... ¡diablos!, fui aun más feliz que cuando me gradué a los 18 años en la Academia Militar de Nueva Avalon. Dan no sólo había logrado ser el más joven en entrar y en graduarse en aquella academia, sino que una de las unidades mercenarias más famosas de todos los Estados Sucesores había solicitado su incorporación. Aquella noche se sintió el hombre más importante del universo, pero la caída fue tan rápida y sorprendente como el ascenso.
El hermano Keith miró de reojo al delgado hombre de ojos azules que tenía a su lado.
—Usted estaba allí, ¿verdad? Usted estaba en el Mundo de Mallory cuando a él le ocurrió aquello...
Dan se puso rígido.
—¿Se refiere a su última batalla? ¿La que libró con Yorinaga Kurita? Si habla de aquel combate, sí, yo estaba allí. Si se refiere a la campaña de 3013, cuando Yorinaga mató al príncipe Ian Davion, no, yo no estaba allí. Entonces no había ingresado aún en los Demonios de Kell.
El hermano Keith deslizó el aerocoche por una corta ladera y se adentró en una ancha hondonada. Alrededor del vehículo se elevaban nubes de arena y polvo, pero el clérigo conseguía mantener el coche por delante de la polvareda.
—Sí, estaba pensando en la batalla de 3016. ¿Qué le sucedió de verdad a Morgan?
Dan titubeó. Los segundos de silencio estuvieron preñados de tensión e incomodidad.
—Lo siento, no quería ser indiscreto —añadió el clérigo en tono de disculpa—. Es que Morgan siempre parece ser un hombre normal, amigable y abierto, hasta que la conversación se desvía hacia su pasado. No es que insinúe que la gente intenta rebuscar en su vida... En cualquier caso, la historia de los Demonios de Kell es un libro abierto... excepto lo que pasó en aquella batalla en el Mundo de Mallory.
Dan mostró una sonrisa forzada, pero sus ojos no sonreían en absoluto.
—No me siento ofendido, hermano Keith. Como se dice en los círculos de los MechWarriors: «Si no hay autopsia, no hay jaleo». Lo sucedido en aquella batalla no se ha ocultado ni mantenido en secreto. —La actitud reservada de Dan fue cediendo a medida que dejaba de sentirse dominado por el terror—. Lo que pasa es que no ha hablado con nadie que estuviera al corriente.
El hermano Keith tragó saliva y rodeó un enorme cactus hidra con el aerocoche.
—Debo confesarle, capitán Allard, que antes de ser consciente de mi vocación, soñaba con dejar el ejército e ingresar en una compañía mercenaria. Leí todo lo que pude acerca de MechWarriors mercenarios contemporáneos y devoré el libro de Jay Mitchell sobre las batallas celebradas en el Mundo de Mallory. Pero su relato de la batalla final, en El yunque del Infierno, me pareció pura fantasía.
—Mitchell noveló casi toda la tercera parte final de su libro —suspiró Dan—. Es cierto que los Demonios de Kell no eran muy dados a hacer declaraciones en la época en que Mitchell estaba terminando el libro, y que el Condominio Draconis había dispersado a los oficiales que estaban al mando de la Segunda Espada de Luz. Mitchell acabó bebiendo en fuentes poco fiables e inventó lo que creía que era la única explicación posible sobre cómo pudo un único batallón mercenario obligar a retirarse a un Regimiento draconiano de elite.
—He oído y he leído muchas cosas sobre lo buenos que eran los Demonios de Kell —repuso el monje—, pero no logro entender cómo su Primer batallón de ’Mechs pudo rechazar al regimiento de Yorinaga. Era imposible, por mucho tiempo de que hubiesen dispuesto o lo buenas que fueran sus defensas.
Dan afirmó con la cabeza. Yo pensaba exactamente lo mismo mientras veta arder sus Naves de Descenso en la atmósfera, encima de nosotros. Ya estábamos enterados de que algunos elementos del 36? Regimiento de Regulares de Dieron habían detenido a nuestro Segundo batallón de 'Mechs al norte. Sabíamos que no vendrían los refuerzos a salvamos.
—Mitchell tenía razón al sugerir que nuestras defensas eran buenas. Habíamos creado una situación en la que los ’Mechs de Kurita se aproximaban por zonas donde teníamos ángulos de tiro entrecruzados. Si estudia nuestras posiciones defensivas y las fuerzas de los Demonios de Kell en aquellos tiempos, y las compara con el número de máquinas que seguían operativas después de la batalla, bueno, parece que nuestra táctica defensiva dio buenos resultados. El problema que tiene esa manera de analizar los hechos (la manera utilizada por Mitchell) es que nuestros ’Mechs estaban en las mismas condiciones antes y después de la batalla. No habíamos perdido ningún ’Mech en las batallas precedentes, lo que dice mucho en favor de nuestros Techs, pero tampoco estábamos al máximo de nuestra potencia.
El aerocoche abandonó la hondonada y cruzó una vasta llanura desértica. El hermano Keith señaló una meseta roja, que se alzaba sobre el abrasador aire del desierto.
—Allá está San Marino. —Se volvió hacia Dan—. Entonces, capitán Allard, ¿qué ocurrió?
Dan se encogió de hombros con gesto cansino e hizo una mueca al sentir una sacudida de dolor en la fractura de clavícula de su hombro izquierdo.
—El coronel Kell... Morgan... salió con su Archer de nuestras defensas. Abrió un canal de comunicación con el comandante draconiano, Yorinaga Kurita. En japonés, la lengua de los kuritanos, fue detallándole todo su linaje y la orgullosa historia como MechWarriors de los Kell. Esta es una antigua tradición entre los samuráis, que sigue respetándose en el Condominio Draconis. Es una honra para los combatientes.
Dan, con la mirada perdida, contemplaba cómo iba pasando el paisaje.
—Yorinaga Kurita salió con su Warhammer de las filas del regimiento de la Segunda Espada de Luz. A su vez, le describió su linaje en nuestro idioma. Cuando hubo terminado, ambos ’Mechs empezaron a aproximarse.
—¿Se aproximaron? El principal armamento del Archer son los misiles de largo alcance. ¿Por qué se acercó Morgan a un Warhammer? —preguntó el hermano Keith.
—No lo sé. El Warhammer, con sus cañones de proyección de partículas, misiles de corto alcance y láseres medios y ligeros, está concebido para el combate a corta distancia. Morgan se acercó a Yorinaga y no usó nunca sus MLA. Empleó los láseres medios que llevaba en los brazos del ’Mech y dio en el blanco una y otra vez. Yorinaga recurrió a sus dos CPP, para que Morgan no se abalanzase sobre él mientras el Warhammer se recalentaba. También utilizó los MCA y los láseres para mantener a raya a Morgan. —La voz de Dan se redujo a un ronco murmullo—. Morgan acertó por dos veces en el CPP derecho del Warhammer y pareció dejarlo inutilizado. Entonces se aproximó con rapidez, quizá con la intención de golpearlo con los puños del Archer o entrar en el alcance óptimo del CPP. Fue entonces cuando Yorinaga levantó el CPP derecho y se encendieron las bobinas de carga. Su rayo azul atravesó limpiamente el hombro derecho del Archer.
Dan calló por unos instantes, abstraído. Cuando vi que la extremidad caía al suelo y el Archer de Morgan hincaba las rodillas, comprendí que estaba acabado. Entonces vi que la imagen de blanco de su ’Mech se desvanecía de las pantallas de mis rastreadores, pero nunca me pregunté cómo pudo ocurrir aquello. Supongo que imaginé que era una especie de profecía.
—Yorinaga se aproximó y levantó ambos CPP. Apuntó al Archer de Morgan, que permanecía de rodillas, indefenso. Pero, de manera inexplicable, los dos rayos relampaguearon a su alrededor y abrieron profundos surcos en el suelo. Morgan respondió disparando dos andanadas de MLA.
—Pero estaba demasiado cerca para que fuesen eficaces, ¿no? —le comentó el clérigo.
—La distancia era demasiado corta para que se armaran los misiles, pero no importaba. Bombardearon al Warhammer y lograron destrozarle el blindaje y bañarlo en llamas cuando explotó el combustible propulsor. Aunque los misiles acribillaron al Warhammer, Yorinaga logró mantener el equilibrio de su ’Mech. La desesperada táctica de Morgan no había conseguido destruir a su enemigo.
Dan tiró del cinturón de seguridad del aerocoche y se inclinó hacia adelante.
—Yorinaga disparó todas sus armas contra el Archer de Morgan, pero no le sirvió de nada. Los MCA salieron despedidos al azar y estallaron por toda la zona. Los rayos de los láseres y de los CPP pasaron inofensivamente alrededor del Archer, como si Yorinaga hubiera quedado cegado por el ataque. Pese a que el estado de su Warhammer era totalmente operativo, dejó que el Archer se pusiera en pie penosamente.
Dan se humedeció sus resecos labios al recordar cómo el Archer había desaparecido de todas las pantallas. Lo acuciaron los relatos que había oído sobre ’Mechs pilotados por hombres ya caídos en el campo de batalla. Al ver que el Archer se incorporaba, pensó que Morgan había muerto y que era su espíritu el que pilotaba el 'Mech. ¿Hasta qué punto me equivoqué?
—Morgan puso en pie el Archer apoyándose en el brazo que todavía funcionaba y se quedó quieto mientras los feroces disparos de Yorinaga pasaban a su lado sin tocarlo. Morgan no devolvió el fuego. Cerró las toberas de los afustes de MLA y abrió la mano izquierda del Archer. Entonces, en un movimiento sutil y elegante, dejó fuera de combate a Yorinaga.
—¿Cómo? ¿Qué hizo?
Dan se rió por lo bajo.
—Una reverencia.
—¿Una reverencia? —El hermano Keith adoptó una expresión de incredulidad mientras el aerocoche bajaba por la última ladera y se dirigía velozmente hacia la elevada meseta—. Creo que es más creíble la versión de Mitchell.
Dan sonrió con malicia.
—Hermano Keith, hay veces que pienso lo mismo que usted. Morgan hizo inclinarse al Archer y Yorinaga cesó en sus ataques de manera inmediata. El Warhammer efectuó una reverencia similar, aunque más profunda, se irguió y Yorinaga entreabrió la escotilla.
—Entonces fue cuando arrojó sus dos espadas, la katana y la wakizashi —dijo el hermano Keith, sonriendo.
—Eso no lo dice Mitchell en su libro —se asombró Dan.
—Ya lo sé, pero yo he visto esas espadas. Morgan las tiene colgadas en la pared de su celda. Esas hojas tienen más de trescientos años de antigüedad, ¿sabe?
Dan asintió, abstraído. Así que Morgan recogió las espadas al marcharse.
—Yorinaga dio orden de retirada a la Segunda Espada de Luz. Un teniente se atrevió a transmitir un mensaje de protesta, insinuando que Yorinaga había sido herido. Yorinaga destruyó el ’Mech del teniente en un terrorífico ataque. Por respeto a su comandante, el resto de la unidad se retiró, obedeciendo la orden.
—¿Y qué me dice del haiku de muerte de Yorinaga? —preguntó el clérigo, mientras la rojiza meseta que albergaba el monasterio ocupaba todo el parabrisas del aerocoche, anunciando el final del viaje.
—No era ningún haiku de muerte —respondió Dan—. La traducción que he oído es ésta:
Un pájaro amarillo veo.
El dragón gris se oculta sabiamente.
El honor es el deber.
»El dragón gris es la Segunda Espada de Luz —prosiguió Dan—. Es la insignia del regimiento. El pájaro amarillo es una figura de la mitología draconiana: se supone que es el único enemigo que conoce el Dragón. Muchos de los analistas con los que he hablado desde entonces parecen pensar que Yorinaga vio en Morgan, o en los Demonios de Kell, o en la batalla por el Mundo de Mallory, algo que acabaría destruyendo el Condominio. Decidió que, a toda costa, debía retirarse de la lucha e informar al Coordinador de lo que había visto.
El hermano Keith asintió y redujo la marcha del aerocoche. Lo dirigió hacia un arco de entrada, lo bastante alto como para que pudiera pasar cómodamente un ’Mech de diez metros de altura. Cuando el aerocoche cruzó la entrada y se adentró en el sombrío interior de la meseta, la alta temperatura del abrasador desierto descendió bruscamente. El hermano Keith detuvo el aerocoche junto al pie de una escalera excavada en la misma piedra, roja como la sangre, de la meseta.
Las puertas del aerocoche se elevaron y Dan se levantó del asiento de vinilo. Al erguirse, el MechWarrior resultó ser mucho más alto que el hermano Keith y que otro monje, más grueso y calvo, que había bajado por la escalera para recibir tanto al conductor como al pasajero. Dan entornó los ojos. Quítale veinte años, seis o siete kilos y devuélvele el cabello perdido, y ese tipo sería el vivo retrato de Hermann Steiner.
El monje recién llegado alargó la mano al mercenario.
—Soy el hermano Giles, abad del monasterio de San Marino. Le doy la bienvenida, Hauptmann Allard. ¡Oh, perdóneme! Creo que ustedes, los Demonios de Kell, utilizan el término «capitán».
Dan asintió lentamente. ¡Realmente es Hermann Steiner! Aquél era el hombre que había dimitido como Comandante del Segundo Regimiento de la Guardia Real para impedir que las personas que apoyaban a su hermano, el arconte Alessandro, lo utilizaran en contra de Katrina Steiner. De modo que vino a parar aquí.
—Gracias por venir a recibirme, hermano Giles. Me gustaría ver a Morgan Kell lo antes posible.
El abad asintió, muy serio.
—Lo comprendo, capitán Allard, pero antes deseo hablar con usted. El monasterio de San Marino es un santuario para los MechWarriors que han renunciado a su violento pasado. —Se volvió e invitó a Dan con un ademán a subir la escalera—. Nuestra comunidad ostenta el nombre de un mártir que optó por no renunciar a Dios ante la posibilidad de conseguir el ascenso a centurión en la antigua Roma. Como los hombres que están aquí han venido por propia voluntad, procuro resguardarlos del mundo exterior.
—Comprendo su preocupación, padre, pero no habría venido a un lugar tan apañado si el asunto no fuese de la máxima importancia.
Al llegar al rellano, el abad se adelantó a Dan y le abrió la puerta.
—Lo entiendo, capitán; por eso he enviado un coche a buscarlo. Morgan no ha ingresado formalmente en la comunidad y, por tanto, no tengo jurisdicción sobre él. No obstante, me preocupa su bienestar y su cordura.
—¿Su cordura? —inquirió Dan con gesto preocupado.
—Eh... Capitán..., tal vez no fuera ésa la palabra exacta. Pero usted ha presenciado batallas y muertes, y sabe hasta qué punto pueden cambiar a una persona... pervirtiéndola o destruyéndola. Morgan ha vencido a muchos de los demonios que lo acuciaban, pero todavía queda uno que no puede controlar.
Dan tomó asiento en la silla que le mostró el grueso clérigo.
—¿A qué se refiere?
El hermano Giles se sentó detrás de su escritorio.
—Algo sigue torturando a Morgan Kell, capitán Allard. —El antiguo MechWarrior señaló hacia el cielo—. Allá arriba le aguarda algo. Lleva once años escondido en este lugar y ha rezado cada día para eludirlo. Ahora, con la llegada de usted, ya no podrá hacerlo por más tiempo.
De repente, Dan tuvo frío.
—¿Qué está aguardando?
El abad se humedeció los labios y miró fijamente al capitán de los Demonios de Kell.
—Creo que lo que teme es el encuentro con su propia muerte.