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Nueva Avalon
Marca Crucis, Federación de Soles
22 de octubre de 3027
Los soldados de la Guardia Pesada de Davion que se habían reunido en la taberna «La guarida del zorro», aplaudieron a rabiar cuando la imagen de Morgan Hasek-Davion volvió a aparecer en la pantalla de vídeo. Morgan, como ya había hecho en las diez repeticiones anteriores de la secuencia, estrechó la mano de Hanse Davion en un balcón asomado a una vitoreante multitud.
—Es un gran honor para mí que me hayáis solicitado que sea vuestro padrino de boda, príncipe Hanse. Acepto complacido el deber y la responsabilidad que ello implica.
Sentado en el rincón más oscuro de la taberna, Morgan Hasek-Davion observaba su propia imagen en la pantalla. En parte, se reconocía en aquel alto MechWarrior, de abundante cabellera pelirroja y aquella complexión fuerte que muchos consideraban su «rasgo davionés». Pensó que era verdad que Hanse Davion y él parecían hermanos, y no tío y sobrino. Morgan se estremeció cuando su imagen se congeló en la pantalla y se borró mientras el resignado tabernero rebobinaba la cinta una vez más, obedeciendo las exigencias de los Guardias Pesados, que querían volver a ver aquella secuencia.
Morgan contempló la jarra semivacía que tenía entre las manos. Sé que el hombre que aparecía en la pantalla era yo; pero, al mismo tiempo, no lo era. Levantó de nuevo la mirada hacia la pantalla y suspiró. Ese Morgan Hasek-Davion no alberga ninguna de las dudas y preocupaciones que tengo. Apartó la silla de la mesa y se abrió paso lentamente entre el gentío en dirección a la puerta.
Uno de sus compañeros de lanza, el teniente Ben Colson, lo vio y lo llamó.
—¡Eh, mi comandante!, ¿adonde va? Aún no hemos brindado por usted.
Morgan le mostró una amplia sonrisa.
—Sólo quiero respirar un poco de aire fresco, Ben. Volveré. —Echó un vistazo por toda la sala y señaló la pantalla de holovídeo—. Llevo todo el día rodeado de multitudes...
Colson asintió, le guiñó el ojo en gesto de complicidad y miró de nuevo la pantalla. Morgan atravesó un par de lugares especialmente abarrotados de gente y salió al frío aire de la noche. La puerta de «La guarida del zorro» se cerró a sus espaldas. A excepción del zumbido de las lámparas de sodio de las farolas, todo estaba sumido en el silencio.
Echó a andar. Aunque no pensaba en ir a ningún sitio en especial, sus pies lo llevaron al Jardín de la Paz de Davion. Los gigantescos árboles y sus espesas copas formaban un oscuro y tenebroso túnel a su alrededor. ¡Qué extraño es que me encuentre aquí, pues no me siento en paz en ninguna parte!
Recordó su imagen en la pantalla de holovídeo y el comentario de una funcionaría de Asuntos Sociales: «Morgan Hasek-Davion es sobrino del príncipe Hanse e hijo de la hermanastra del Príncipe, Marie. ¡Mira cuánto se parece al Príncipe! Tiene los hombros anchos y el cabello pelirrojo característico de los Davion». Bueno, al menos ella lo ha entendido a medias.
Una leve brisa agitó la melena de Morgan y le echó algunos mechones sobre la cara. Se los apartó y, de manera inconsciente, se anudó uno de ellos alrededor del dedo índice. Nunca mencionó que llevo el pelo largo como mi padre. Ni comentó que tengo los ojos verdes de mi padre, ni que mi complexión muscular es heredada de los Hasek. Viendo tantos rasgos davioneses en mí, está tan ciega como mi padre. Miró en derredor y vio que se había adentrado todavía más en el parque... Se encontraba casi a medio camino del ICNA. A la izquierda, en un anfiteatro cubierto de hierba, distinguió la oscura silueta del último monumento erigido en el parque. Morgan pasó por encima de la baranda y se aproximó a la estatua de piedra y acero.
La parpadeante luz dorada de una llama eterna centelleaba entre las tres figuras que formaban el conjunto escultórico. A la izquierda se hallaba una pantera —lo bastante estilizada para reflejar su origen oriental-retrocediendo ante la figura central. Dicha figura, un perro lobo que sangraba por varias heridas, enseñaba sus colmillos y hacía ademán de abalanzarse sobre el negro felino. La actitud desafiante del perro quedaba representada en aquel ataque suicida, pues las heridas abiertas en su cuerpo eran casi mortales. Tras el perro aparecía una niña, acurrucada y aterrorizada, que se tapaba la cara con las manos, pero que presenciaba la lucha de ambos animales mirando entre los dedos. Una soga, atada alrededor de la cintura de la niña, se elevaba lo suficiente por encima de ella como para sugerir su inminente rescate y confirmar el heroico sacrificio del perro.
Morgan miró la placa de bronce colocada frente a la llama conmemorativa y leyó en voz alta:
—«In memoriam: A aquellos que dieron sus vidas por salvar, el veintiséis de mayo de 3027, la nave secuestrada Silver Eagle. Los frutos de vuestro sacrificio vivirán eternamente.»
Escuchó cómo el eco de su propia voz moría en la oscuridad. Luego contempló la lista de nombres inmortalizados en la placa. El primer nombre de la lista era: «Teniente coronel Patrick M. Kell».
Morgan meneó la cabeza. Lamento tu pérdida, Pa-trick, pero no sabes cuánto envidio tu sentido del deber. No tuviste ninguna vacilación. Sabías lo que había que hacer y lo hiciste. Morgan volvió a mirar el perro lobo de acero. Me siento tan maltrecho y herido como ese perro y, sin embargo, no veo mi deber con tanta claridad.
Pero para ti, Patrick Kell, las cosas fueron más sencillas que para mí. En cuanto descubriste que tu prima Melissa Steiner estaba atrapada en la Silver Eagle, tu deber estaba claro. Sólo hiciste frente a unas fuerzas draconianas superiores. Vertiste tu sangre para salvar a alguien de tu misma sangre. Pero yo estoy atrapado entre mis dos mitades.
Morgan se alejó del monumento y cruzó el césped hacia el sendero y el ICNA. Soy un Davion. En primer lugar y en todo momento, me debo a mi Príncipe y a la Federación de Soles. Sé que Hanse me trajo a Nueva Avalon para garantizar que mi padre se portase bien, pero eso no me importaba. ¡Me trajo a casa! Lo respeto como líder y pariente mío, y lo aprecio como amigo.
Sin embargo, al mismo tiempo me siento como si estuviese traicionando a mi padre. Sé que Hanse y él han librado una guerra secreta, aunque no por ello menos sucia, para decidir quién debía ser el nuevo Príncipe de la Federación tras la muerte de lan en el Mundo de Mallory. Mi padre perdió. Y lo que es peor: aunque lo quiero, sé que mi padre estaba equivocado. Quiero reunirlos a ambos de nuevo, pero me temo que aceptar la petición del Príncipe de ser su padrino sólo los distanciará todavía más.
De súbito, resonó el chillido de terror de una mujer. Procedía de una arboleda, sumida en las tinieblas, situada a la derecha de Morgan. El grito lo despertó de sus cavilaciones. Saltó la baranda y echó a correr a toda velocidad entre los matorrales. Se desvió bruscamente al ver a la mujer, a quien estaban atacando tres hombres. Se arrojó sobre el más alto de ellos; su hombro impactó en el estómago del otro y lo dejó sin respiración. Ambos cayeron con violencia al suelo; pero Morgan rodó, se puso en pie de inmediato y se volvió hacia los otros dos asaltantes.
La mujer rubia forcejeó con sus captores y se liberó de su presa. Se arropó con los harapos de su vestido y se acurrucó lejos de ellos mientras los delincuentes se volvían y sonreían malignamente al hombre que había venido a salvarla. El que estaba más próximo a la muchacha, y cuyo ojo derecho estaba cerrándose por el golpe que ella le había propinado, provocó a Morgan:
—Aquí no tienes tu máquina, soldadito...
Morgan rugió desafiante, se abalanzó sobre él y le hundió la mano, con los dedos tiesos, en el vientre. El matón se dobló por el golpe, pero Morgan lo enderezó de nuevo de un rodillazo en la cara. El matón retrocedió a trompicones y desapareció entre los arbustos.
El último hombre dibujó un amplio círculo con el brazo y asestó un fuerte puñetazo en la mandíbula izquierda de Morgan, que le hizo volver la cabeza. Morgan estuvo a punto de caer, pero recuperó el equilibrio y sonrió al bribón.
—¿Ha sido éste tu mejor golpe, hombrecito? —Con sus puños grandes como pomelos, Morgan se alzó sobre el asaltante—. No necesito ninguna máquina para machacarte.
Morgan dio un solo paso adelante, pero aquello bastó para que el bribón diera media vuelta y emprendiera la huida. Pero resbaló, dándole a Morgan la oportunidad de propinarle una tremenda patada en el trasero, que lo arrojó a unos espinos. El hombre aulló, más de miedo que de dolor, y desapareció en la noche.
Morgan se revolvió, pero los otros dos gamberros ya habían escapado. Sabiendo que estaba a salvo por el momento, se dirigió al lugar donde la mujer estaba acurrucada e hincó la rodilla.
—¿Te han hecho daño? —le preguntó.
Ella se quedó mirándolo, como si no entendiera sus palabras. Se acurrucó todavía más y se estremeció. El miedo relampagueaba en sus ojos como si fueran rayos láser, pero luego su expresión se relajó.
—Dios mío, iban a...
Morgan apoyó sus enormes manos en los hombros de la joven.
—Tranquilízate. Ahora ya no te pueden hacer nada. ¿Te encuentras bien?
Ella tragó saliva y asintió. Sus rubios cabellos, apenas más cortos que los rizos pelirrojos de Morgan, le rozaron el dorso de las manos al mover la cabeza.
—Cr... creo que estoy bien... físicamente, quiero decir. En realidad no me hicieron daño; sólo me han desgarrado la blusa.
Morgan abrió la cremallera de la chaqueta azul de lana de su uniforme y se la pasó sobre los hombros. La joven se arropó con ella.
—Gracias, da mucho calor. —Levantó la mirada y vio que Morgan sólo llevaba una camiseta de tirantes bajo la chaqueta—. No, no debiste hacerlo. Tendrás frío.
Morgan meneó la cabeza y se bajó el cuello de la camiseta para que ella pudiese ver la abundante pelambrera rojiza que le cubría el pecho.
—Es como llevar puesto siempre un suéter. De hecho, paso un calor espantoso en un ’Mech recalentado. Estaré bien. ¿Crees que puedes caminar?
Ella asintió y Morgan la ayudó a incorporarse. La joven tuvo que apoyarse en él. Se alisó la falda de lana a cuadros y se quitó algunas hojas y ramitas que se le habían adherido. Sonriendo, dio un paso, pero el tobillo derecho le falló.
—¡Oh! —exclamó, cayendo sobre él. Morgan la cogió sin dificultad.
—¿Te has torcido el tobillo?
Ella asintió con tristeza.
—La verdad es que me lo torcí hace dos semanas, mientras practicaba esgrima. Estará resentido.
—Bueno, esta noche no vas a ir a ninguna parte con ese tobillo —comentó Morgan con una amplia sonrisa—. Pasa los brazos alrededor de mi cuello.
Ella frunció el entrecejo, pero le obedeció con cierta cautela. En cuanto Morgan sintió las manos de la muchacha sobre sus hombros, se agachó y la levantó en brazos.
—¡Espera un momento! No puedo permitir que un extraño me lleve en brazos por ahí...
—Eso ya lo vi antes, ¿recuerdas? —se rió Morgan—. ¡Vamos! Pertenezco a la Guardia Pesada de Davion. Puedes confiar en mí.
Ella enarcó una ceja.
—... dijo la araña a la mosca —comentó. Le escrutó el rostro y sonrió—. Lo siento. Tienes razón. Me has salvado...
Morgan asintió y la sacó de la arboleda.
—Bueno, para que no sigas considerándome un extraño, permíteme que me presente: me llamo Morgan. —En cierto modo, esperaba que ella lo reconociese, pero se sintió extrañamente contento al ver que no era así.
La muchacha sonrió con simpatía y respondió:
—De acuerdo, Morgan, sigamos con las presentaciones. Yo me llamo Kym Sorenson, y te doy las gracias por ayudarme.
—¿Adonde vamos, Kym?
Kym señaló hacia las luces del ICNA.
—Mi apartamento se encuentra en este lado del recinto universitario. Si quieres dejarme en el suelo, probablemente podré llegar cojeando.
Morgan meneó enérgicamente la cabeza.
—Nada de eso. Los Guardias Pesados somos conocidos como «La Fuerza de los Davion», y ésta es mi ocasión de demostrarlo. —Sujetándola con firmeza, pensó en sus cavilaciones de apenas unos minutos antes—. Ojalá todos mis deberes fuesen tan dulces...