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Alyina

Trellshire,

Zona de ocupación de los Halcones de Jade

19 de enero de 3052

Kai Allard, famélico y hambriento, permanecía agazapado junto a la carretera. Esperó hasta que las luces traseras de un camión desaparecieron tras una curva en el bosque y cruzó corriendo hasta el otro lado. Sujetando la ropa de camuflaje con la que iba envuelto como si fuese una capa, sabía que cualquier persona que se encontrara lo bastante cerca para verlo pensaría que se trataba de un terrorífico fantasma.

Las últimas dos semanas desde que había quedado aislado en Alyina no habían sido fáciles para él. Se había alejado todo lo posible del campo de batalla donde había saqueado el ’Mech de Dave Jewell y sólo se había detenido para descansar o cuando oía la presencia de gente. A medida que se adentraba en la península, decrecía la destrucción. No había pensado en seguir ningún rumbo específico, aunque finalmente había llegado al lugar donde su lanza de ’Mechs había esperado el aterrizaje de los Clanes.

La ropa desgarrada de camuflaje que llevaba había servido al principio para ocultar a Yen-lo-wang de los exploradores de resolución magnética y de infrarrojos, pero ahora apenas le servía para abrigarse por la noche. Sin embargo, eso no era poco, ya que los monzones lo empapaban hasta los huesos cada tarde y cada mañana. El camuflaje lo protegía un poco de la lluvia, aunque a Kai le parecía demasiado abultado para llevarlo puesto todo el tiempo, sobre todo si quería avanzar con sigilo por la selva.

Al principio lamentó haber insistido a sus hombres en lo necesario que era mantener el campamento ordenado, porque ahora apenas encontraba algo aprovechable que recoger, además del camuflaje del área de la lanza Tormenta de Hielo. Siguiendo un poco más al norte por la línea establecida por el Décimo de Guardias Uranos, tuvo más éxito al saquear el vertedero de desperdicios de la lanza Fuego Helado, pero fue cuidadoso de no dejar ninguna pista de su presencia.

Desde el principio, su cautela se vio recompensada. Varias patrullas de los Clanes inspeccionaron el área, atrapando a hombres que habían quedado atrás como Kai pero menos afortunados que él. Los Elementales impresionaron a Kai por su tamaño y su fortaleza, tanto con la armadura puesta como sin ella. Juró en silencio que evitaría todo contacto con ellos si le era posible. Como se refugiaba en la copa de los árboles durante el día, despistaba a las patrullas, cuyo número decreció a partir del décimo día.

Sus raciones duraron toda la primera semana; luego, el hambre lo obligó a aumentar su radio de acción. Descubrió con desolación que los Clanes obligaban a los guerreros capturados a trabajar como equipos de saqueo. Recuperaban sus propios ’Mechs, pero dejaban las máquinas enemigas donde habían caído. También sacaban de los depósitos todos los materiales que podían ser útiles para los fugitivos. Cuando comenzaron a aparecer pequeños escondrijos de suministros en lugares que Kai no había visto jamás, comprendió que eran señuelos de trampas. Por tentadores que pareciesen, los evitaba.

Mientras observaba a un grupo de cautivos, Kai se fijó en que los Elementales que los vigilaban no los trataban con violencia. Cada cautivo llevaba un cordón blanco trenzado en la muñeca derecha y parecía ser considerado con cierto respeto. Oyó a los Elementales referirse a los cautivos como «sirvientes», mas no atribuyó ningún significado real a aquel apelativo. En cambio, lo sorprendió ver muchos menos guerreros prisioneros de lo que había imaginado, teniendo en cuenta lo apresurado de la retirada de la Mancomunidad. Deben de estar escondidos en algún sitio.

Al vigilar a otros cautivos, Kai empezó a pensar en aprovechar una oportunidad para liberarlos y organizar una revuelta. Ninguno de los que vio parecía haber sido maltratado o estar mal alimentado, de modo que imaginó que seguían estando en buena forma física. No obstante, la mayoría de los cautivos eran MechWarriors que raras veces destacaban por su habilidad con las tácticas de una infantería irregular.

Como no veía la manera de organizar una fuerza capaz de expulsar a los Clanes del planeta, Kai decidió que su verdadero deber era seguir libre y, si surgía la oportunidad, informar a Hanse Davion y a su padre acerca de la situación militar del planeta. Sabía que, si podía enviarles un informe de espionaje creíble, enviarían una fuerza para liberar Alyina y rescatarlo. Reunir esa información implicaba viajar lo suficiente para ver lo que los Clanes habían dejado en el planeta y acceder a una instalación de ComStar desde donde pudiese enviar el mensaje a casa.

Al llegar al otro lado de la carretera, Kai bajó por un pequeño torrentero y siguió la helada corriente de agua que descendía por él. Cincuenta metros más adelante llegó a una planicie rocosa y subió por el otro extremo del torrentero hacia una arboleda. Esperó, escuchando y observando cualquier señal de vida, y poco a poco pero con decisión siguió avanzando. Se detuvo a la sombra de unos grandes pinos; evitando pisar algo que hiciese ruido, siguió un camino en zigzag a través del bosque en dirección a un jardín que había visto dos noches antes.

Saltó una alambrada baja y cayó de rodillas junto a unos tomates. Cuando alargaba la mano para tomar uno, brilló una luz seguida del ruido de un cartucho al entrar en la recámara de un arma. Kai se quedó paralizado y entornó los ojos para protegerlos del intenso resplandor de una linterna adherida al cañón del arma.

—Le dije a mi mujer que los mapaches no borran sus huellas cuando se van —dijo una voz procedente de una enorme silueta, pero Kai no notó hostilidad en ella—. ¿Se llama Jewell?

Kai iba a negarlo con la cabeza, pero asintió al comprender que el hombre armado estaba leyendo el nombre de la pechera de su mono.

—Sí, Dave Jewell, ése soy yo. Ahora que me ha atrapado, ¿qué va a hacer conmigo?

La luz se apagó.

—Llevarlo a la casa —contestó el hombre—. Los Clanes no pueden castigarnos más por tener a dos federatas bajo nuestro techo que teniendo a uno, ¿ja? ¡Vamos!

Kai se incorporó despacio y salió del jardín. Una voz en su interior gritaba que debía salir corriendo o al menos intentar desarmar a aquel hombre, pero se contuvo. Aunque el granjero se mantenía a bastante distancia, Kai sabía que la escopeta sería suya en el momento en que quisiera apoderarse de ella. Asintió con la cabeza y dejó que el granjero lo condujera.

La pequeña casa de madera de dos pisos a la que lo llevó su guía mostraba luces amarillentas alrededor de los bordes de las sombras. Buena parte de esta luz salía del porche y le mostraba los tablones sueltos o deteriorados que debía evitar. También le permitía atisbar a su barbudo anfitrión, pero no recordaba haber visto antes a aquel anciano de cabellos canos. Aun así, por la soltura con que manejaba el arma con una sola mano, Kai supuso que había sido militar.

El granjero hizo una seña a Kai para que entrase en el edificio. A la izquierda de la puerta, una pequeña lámpara brillaba sobre una mesa rodeada de seis sillas. Más allá, en el rincón izquierdo, había una cocina con una estufa en la que ardían unos pedazos de leña que emitía oleadas de delicioso calor. Una escalera que conducía al primer piso dominaba el centro de la habitación. En el lado derecho de la puerta, unas sillas estaban ordenadas alrededor de una alfombra circular formando un confortable grupo para conversar. En el rincón derecho, las paredes estaban cubiertas de estanterías atiborradas de libros viejos de papel y un montón de holovídeos con su lector correspondiente.

—Bienvenido a nuestro hogar, señor Jewell. —El granjero dejó la escopeta en un bastidor al lado de la puerta. Se volvió y señaló a una mujer de cabellos blancos sentada junto a la estufa—. Le presento a mi mujer, Hilda. Yo soy Erik Mahler, ex Mech Warrior al servicio de la Arcontesa de la Mancomunidad de Lira.

Kai sonrió y aceptó la mano que le tendía el hombre.

—David Jewell, Décimo de Guardias Liranos —contestó.

—¿El Décimo de Guardias? —repitió Hilda, sonriendo, y se limpió las manos en el delantal—. Entonces conocerá a nuestra invitada. —Fue hacia la escalera y dijo con voz suave—: Todo está en orden, querida. Baje.

Kai aflojó el cordón que mantenía su traje de camuflaje ajustado alrededor de su cuello. Dejó que cayera al suelo y empezó a quitarse la mochila, pero la olvidó cuando el otro refugiado en casa de los Mahler bajó por la escalera. Era una mujer alta y esbelta, con cabellos negros cortos que apenas rozaban el cuello de su camisa de paño. Una coloración amarillenta en la ceja mostraba los últimos vestigios de lo que debía de haber sido una grave herida. Sus azules ojos brillaron de sorpresa cuando lo vio.

—¡Kai!

Kai, estupefacto, dejó caer la mochila al suelo.

—¡Deirdre! ¿No te fuiste con los demás?

—Los Clanes atacaron nuestro hospital —respondió ella, crispada—. Yo huí con los otros. —Levantó la mano y se tocó la magulladura que tenía sobre el ojo derecho—. Me di un golpe con algo. No recuerdo con qué. No recuerdo nada hasta que me desperté aquí.

—Esta granja estaba en el ojo de una terrible tormenta —explicó Erik, sonriendo—. La batalla se libraba a nuestro alrededor, pero nadie vino aquí. Encontré a Deirdre mientras paseaba por el bosque y la traje a casa. —Enarcó la ceja derecha y preguntó—: Ella lo ha llamado «Kay», ¿no?

—Sí, es un apodo que me pusieron desde mi época en la Academia Militar de Nueva Avalon. Solía decir «O.K.» tan a menudo que mis compañeros de clase empezaron a llamarme «Kay». En el regimiento siguieron con la costumbre, y ahora algunos incluso creen que en realidad me llamo David Kay Jewell.

La expresión de alegría que había mostrado Deirdre al ver a Kai empezó a desvanecerse, mas no hizo ninguna señal que revelase su engaño. Mahler, paseando su mirada entre Kai y Deirdre, o no notó nada o decidió hacer caso omiso de las conclusiones que estuviese sacando de ellos.

Hilda aprovechó la oportunidad ofrecida por el momentáneo silencio.

—Kay, si no le importa que utilice su apodo, si quiere, puede lavarse y le daré ropa limpia. Luego puede comer algo.

Bitte —contestó Kai, sonriendo.

—Deirdre, ¿por qué no lleva a Kay a la bomba de agua de la parte trasera y le enseña cómo llenar la bañera? —Erik Mahler hizo un gesto que reveló una notable rigidez en el hombro izquierdo—. Después de años de servicio, me retiré y decidí volver a la tierra, evitando las trampas tecnológicas de la sociedad. Me resulta más relajante. Y, ahora que los Clanes cortan la electricidad en las áreas periféricas, estamos menos afectados que otros.

—Después de haber vivido de la tierra durante las dos últimas semanas, su hogar me parece como un antiguo depósito de la Liga Estelar —dijo Kai, sonriendo cortésmente; recogió la capa y la mochila y se volvió hacia Deirdre—. Si quieres guiarme, doctora, voy a ponerme más presentable.

Kai se quitó su sucio mono y lo arrojó al banco de la bomba de agua. Sus almendrados ojos y el tono bronceado de su piel revelaban su linaje euroasiático, aunque las manos y la cara eran lo bastante oscuras para sugerir un origen africano de su familia. Al verse en el espejo de la puerta mientras se quitaba el chaleco refrigerante, Kai vio que había perdido la poca grasa que tenía. Se peinó sus cortos cabellos con los dedos y se estremeció.

Tenía las uñas tan negras como su pelo.

Su reflejo desapareció cuando Deirdre abrió la puerta.

—Estás un poco mal alimentado, pero tienes un aspecto saludable —dijo. Colocó las toallas y el jabón que llevaba en un taburete situado junto a un enorme baúl de madera. Su voz adquirió un tono más distante—. ¿Puedo preguntarte por qué te has apropiado de la identidad de otro miembro de los Guardias? ¿O es un secreto que guardáis los nobles?

El cono gélido de su voz hirió a Kai, pero contuvo su enojo.

—Mahler vio el nombre en el mono y creyó que yo era Dave Jewell. Como me estaba apuntando con una escopeta, decidí que era más sencillo darle la razón en lugar de explicarle la verdad.

—¿En serio? ¿O es que crees que un disfraz te hará menos valioso como rehén cuando te capturen los Clanes?

Kai se quitó las placas y las guardó en el pequeño bolsillo del cinto de sus pantalones coitos.

—No tengo la intención de dejar que me capturen —contestó.

—¿Qué pasó con Jewell? —inquirió Deirdre, mirándolo fijamente.

Kai reprimió un escalofrío al recordar su subida a la carlinga del Wolverine.

—Murió en combate. Murió protegiendo al príncipe Victor.

—Por supuesto. —Una expresión amarga asomó a su rostro y trazó arrugas en sus ojos, pero en su mirada había tristeza—. ¿Qué te ocurrió a ti?

Kai fue hacia la bomba plateada situada junto a la bañera y empezó a accionar la palanca.

—Me dieron por muerto después de que pareciese que mi ’Mech había sido destruido —explicó.

Mientras manaba el agua en la bañera entre borbotones, Kai sintió que la ira lo estaba consumiendo. Decidió cambiar a otro tema más neutro.

—Dijiste que los Clanes arrasaron tu hospital. ¿Qué sucedió?

Deirdre adoptó una expresión aturdida y se sentó en el banco como un zombi.

—Sentí que era una repetición de lo que pasó en Twycross. Los Elementales llegaron a nuestra área y empezaron a disparar a todos nuestros vehículos. Mientras tanto, el hospital veterinario que habíamos convertido en clínica no nos protegió. Todo empezó a explotar, había incendios, y los cristales volaban por doquier. —Se cubrió el rostro con las manos por unos momentos, como si el recuerdo fuese demasiado doloroso—. ¡Tanta sangre! Estaba curando a un muchacho que tenía una herida en el pecho y no podíamos detener la hemorragia. Entonces una de mis enfermeras cayó herida de bala y comprendí que estaban disparando al hospital.

Comenzaron a resbalar las lágrimas de sus enrojecidos ojos.

—Dije a alguien que te llamara por radio —continuó—, porque me habías dicho que cubrías mi sector e ibas a protegernos. —Apretó los puños y miró a Kai con expresión desafiante—. Debí haberlo pensado mejor.

—Victor tenía problemas —repuso Kai, apretando los dientes—. Los Clanes lo tenían rodeado. Iba a ayudarte, pero entonces llegó el aviso. Sabía que yo era el único que podía llegar a tiempo hasta donde estaba él. Tenía que ir en su ayuda.

—La sangre azul es más pura que la roja, ¿verdad, teniente Allard-Liao? —dijo ella, torciendo los labios en una mueca que deformaba su belleza.

—¡Ya basta, doctora! —exclamó Kai. Dejó la palanca, saltó sobre la bañera y obligó a levantarse a Deirdre sujetándola por los hombros—. Tenía que determinar mis prioridades, igual que hacéis vosotros con los enfermos en el hospital. Sí, eso es lo que pienso: Victor era más importante que una Nave de Descenso llena de heridos. ¿Sabes por qué?

—Es un noble aventurero que va dejando cuerpos destrozados y ensangrentados por dondequiera que va —dijo ella, con los ojos ardiendo de furia.

—¡No! —exclamó Kai, y la sacudió con fuerza—. No, la razón de que Victor sea más importante que tus heridos es porque él es importante para todos ellos. Si Victor muriera o fuera capturado, todos perderíamos el ánimo de luchar. Todas las personas que murieron en tu hospital estuvieron luchando junto a Victor para oponerse a algo que creían maligno, algo que podía destruir su estilo de vida. Salvar a Victor daba sentido a su sacrificio.

—¡Los muertos son muertos, y no hay ningún sentido en eso! —replicó Deirdre, librándose de su abrazo—. ¡Malditos seáis tú, Victor y Hanse Davion, los Clanes y todo lo demás! Todos pensáis que las guerras son el lugar donde puede alcanzarse la gloria. Todos alardeáis de coraje, valentía y sacrificio, como si eso ennobleciese la muerte de un adolescente mal entrenado, que ha saltado en pedazos mientras empuñaba un arma. Es obsceno, porque alienta el error de que vale ta pena dar la vida si la causa es justa.

»Míralo a él —prosiguió, señalando la casa de los Mahler—. Mira a Erik. Tiene el cuerpo cubierto de cicatrices. Tiene una en el hombro izquierdo como si alguien hubiese intentado arrancarle el brazo con una espada. Está rígido y se mueve despacio; pero, cuando decidió esperar a que volvieras a robar comida, parecía un miembro de un comando. Regresó a una época maligna que lo hacía sentir muy bien; y probablemente habría conseguido que lo mataran.

Kai la vio temblar de ira, mas no dijo nada. Comprendía que su furia no iba dirigida sólo contra él, aunque él estuviese sufriéndola ahora. Sus palabras inconexas lo afectaban y le hacían evocar recuerdos del campo de batalla que había recorrido tras escapar de su ’Mech.

—En realidad, no sabes lo que es la guerra, teniente. No lo sabes —añadió ella, dándose una palmada en la cadera en señal de frustración—. Cuando me traen a un muchacho, procedo a abrirlo en cuanto queda bajo los efectos de la anestesia. Pero cuando lo abro, veo que sus entrañas parecen un rompecabezas. Tiene los intestinos perforados por la metralla, y las heces mezcladas con sangre y con lo que ha comido. Puedo limpiarlo y volver a seccionar el intestino delgado en una colostomía, pero sé que va a infectarse y no sé si tendré medicamentos suficientes para tratarlo. Sin embargo, acabo la operación.

»¿Sabes lo que es, que un chico te pida que lo dejes morir? —preguntó, golpeándole el pecho—. Un muchacho que quería ser deportista profesional vino a la clínica con el antebrazo derecho colgando de un tendón. El dolor lo volvía loco, pero no quiso que lo tratara hasta que le prometí que, si no podía salvarle el brazo, lo dejaría morir. ¡Maldición! Yo casi quería hacerlo, porque sabía que a él le resultaría imposible adaptarse.

—Lo sé —dijo Kai, apoyando suavemente las manos en sus hombros—. Mi padre perdió el antebrazo.

—Sí, tu padre perdió el antebrazo —repuso ella, con voz más fría y liberándose de su abrazo—. Bueno, déjame que te diga una cosa: no todo el mundo es amigo tan íntimo de Hanse Davion que consigue que el Instituto de Ciencias de Nueva Avalon le fabrique un Brazo nuevo que funcione mejor que el auténtico. No, tu padre, Víctor y tú sois especiales. La razón por la que esas personas están dispuestas a recibir las balas y los misiles dirigidos contra vosotros, nunca la sabré.

Deirdre recogió el jabón del banco y lo arrojó a la bañera.

—Ahí tienes, teniente. Lávate. Mira a ver si puedes limpiarte la sangre de las manos.