Capítulo 47

47

Luego de oír misa primera, en vez de volver a casa Alvar de Albornoz fue a dar un paseo por los barrios de Cuenca que asoman al río Huécar. Deambulando sin rumbo por callejas vacías de gente, llenas de hielo y nieve, sin pensar, con la cabeza puesta en otros asuntos, acabó por salir del casco urbano y tomar la senda de la parte alta, cerca de donde las rocas caen a pico hasta el río. Sólo cuando se hubo alejado cierto trecho se detuvo, como cayendo de golpe en que estaba extramuros. Envuelto en su capa de cuerpo, el capuchón puesto, se acercó casi al borde de la cortadura. Durante la noche, las nubes se habían abierto y el viento calmado, para dejar una mañana clara de sol brillante, que hacía resplandecer la nieve que lo cubría todo, árboles, tejados, muros, caminos, campos, hasta donde alcanzaba la vista.

Se quedó allí largo rato, a solas con sus cavilaciones, los ojos perdidos en la distancia, sin cuidar de que las rocas del borde fuesen traicioneras, por culpa del hielo. No se oía sino el sonido del viento y, a veces, algún ladrido lejano. Aunque el sol era deslumbrante, hacía un frío intenso. Flotaba en el aire olor a leña y, pese a la hora, la ciudad parecía casi desierta porque, en lo más crudo del invierno, aquel que no tenía motivos para salir se quedaba en casa. Los caballeros bruñendo armas, leyendo o tocando instrumentos; los comerciantes, con sus cuentas; los artesanos en los talleres, a la luz de candiles; los religiosos en sus celdas, y los pobres en sus tabucos, tratando de sobrevivir a otro invierno.

En el silencio helado, oyó crujir nieve bajo suela de botas. Salió de sus pensamientos con un sobresalto, la diestra yendo ya al puño de la espada, bajo la capa. Pero no era más que uno de sus vecinos, un ropavejero viejo y próspero, al que acompañaba uno de sus hijos. El recién llegado, al ver la expresión del caballero, temió ser inoportuno. Pero no era eso, sino que Albornoz, con gusto amargo en la boca, reflexionaba sobre cuán malos tiempos eran aquellos, en los que uno tenía que cuidar las espaldas en su propia casa.

—¿Molestamos? —medio se disculpó el anciano.

—En absoluto, amigo —rechazó el caballero, recuperando la compostura.

Se cubría el otro con manto grueso y goleta, en tanto que su hijo gastaba capa y, bajo la misma, espada lobera. Albornoz conocía bien al padre: uno de los buenos más ricos de Cuenca; influyente, respetado, miembro del concejo. En cuanto al hijo, como no era primogénito ni gustaba de conventos, su padre le había procurado armas y un caballo, para que sirviese en las guerras y, andando el tiempo, sus descendientes pudieran ganar la tan preciada hidalguía. Albornoz había visto crecer a aquel joven desde que no era más que un pillo que correteaba descalzo por Cuenca.

—Venía de atender unos negocios, te vi salir fuera y se me ocurrió acercarme a saludarte —se explicó cordial el burgués—. ¿Cómo se te ocurre pararte aquí en un día como éste, hombre de Dios? El sol de invierno es traicionero y es fácil constiparse.

—He salido a despedirme de Cuenca y, desde aquí, se tiene buena vista.

—¿Despedirte? ¿Qué dices?

Pese al exabrupto, por el rostro se le veía que la noticia no le pillaba del todo por sorpresa. Se acercó un poco más al hidalgo, en tanto que su hijo se retiraba un poco, para permitirles algo más de intimidad. Albornoz, los ojos vagando por las colinas del otro lado del Huécar, cubiertas de nieve muy blanca y reluciente, se permitió un suspiro.

—No me atrevo a quedarme aquí. No tras lo ocurrido en Toro.

—Sí… terrible. Tantos muertos, y de esa forma. ¿Será cierto que el rey se comportó con su madre como dicen? —Al ver que el caballero asentía, con gesto adusto desde las profundidades del capuchón, meneó él la cabeza—. Me cuesta creerlo.

—A mí no.

Sabido era ya que los esbirros de don Pedro habían masacrado a hombres indefensos a las puertas del alcázar de Toro, en su presencia y junto a las faldas de la reina madre, que había quedado bañada en la sangre de las víctimas. Conocida era también la represión desatada en la villa, acto seguido. Noticias trágicas que corrían como el viento por los caminos de Castilla, sin que las demorasen los temporales, la nieve o los lobos. Y, a ese respecto, quizás el ropavejero sabía más que Albornoz, gracias a los mercaderes que osaban a viajar en esa estación.

—También mataron a Diego de Godoy. Era pariente del pobre don Juan de Prado…

—Le conocía. Una víctima más. Una de tantas.

—Son muchos los que están huyendo estos días del reino. Familias enteras se están refugiando en Aragón, Portugal, Navarra o la Guyena, temiendo por sus vidas. El conde de Trastámara ha renunciado a seguir guerreando; está en Galicia a la defensiva y dicen que pretende exiliarse en Francia.

—Eso he oído yo también. Es lo mejor que puede hacer.

—Gonzalo Mejía y Gómez Carrillo han huido también a Francia.

Albornoz asintió, esta vez sin comentarios. Esos dos se habían destacado en la guerra contra el rey y eran causantes de la muerte de Juan de Villagera, maestro impuesto a Santiago por el rey. Dos de tantos a los que esperaba el patíbulo, si se quedaban en Castilla y caían en manos de don Pedro.

—He discutido con mis hermanos el asunto, largo y tendido. Estamos todos de acuerdo en que lo más prudente es que mi hermano Fernando y yo salgamos del reino. Y no me digas que no has oído nada, que tú sueles estar bien informado. Vamos a pasar a Aragón, donde estaremos fuera del alcance del rey.

—Algo sabía. Lo admito. —El otro inclinó la cabeza, como en confidencia—. ¿No será una medida demasiado extrema? Es cierto que don Pedro fue implacable con algunos, pero también ha mostrado clemencia con otros.

—¿Clemencia? —Albornoz esbozó una sonrisa amarga—. Don Pedro no sabe lo que significa esa palabra. O, si lo sabe, lo sabe a la manera de las fieras. Los lobos y los osos a veces respetan a víctimas indefensas. Como les ocurre a ellos, la compasión de don Pedro no es tal, sino capricho pasajero.

—Entonces, está decidido.

—Sí. Todo está empacado. El tiempo mejora, así que nos iremos hoy mismo. Si no nos hubieran retrasado las tormentas, ya estaríamos en Aragón.

El caballero había puesto de nuevo los ojos en el paisaje nevado. Los volvió luego a la muralla, al castillo que cerraba el perímetro en aquella parte alta y, más allá, a las casas que colgaban al borde mismo de los riscos, sobre el río. Bajo el sol de primera mañana, los tejados nevados brillaban, forzando a apartar la mirada, so pena de quedar cegado. El viejo burgués observaba a su vez a su interlocutor, con simpatía.

—Es duro exiliarse.

—No me pesa, amigo. Siempre procuré hacer lo que creí que debía. Al menos, tengo la conciencia tranquila en ese sentido. Cuando era joven, andaba en busca de hazañas, de fortuna y renombre. Luché contra el infiel y me enorgullezco de haber estado en la gran defensa de Tarifa. Aquellos sí que fueron días duros de verdad.

»Luego los años me fueron sosegando, supongo que como a todos. Esperaba tener una madurez tranquila. No ambicionaba cargos ni oficios, aunque más de uno me tocó en suerte. Pero mi gran ambición era atender en paz mis asuntos, pasar mis días junto a mi esposa y ver crecer a mis hijos. Sin embargo, el Señor dispuso de otra forma. Primero perdí a mi mujer en la peste, luego estuve en una embajada a Francia que duró años, después vino la guerra y ahora tengo que marcharme lejos, y no sé si volveré algún día.

El otro, con la familiaridad que da el trato de años, le posó una mano sobre el hombro.

—No importa que muestres sosiego. Se nota que te pesa, y mucho, tener que abandonar tu casa. Escucha. El rey hizo la paz con Cuenca, a cambio de que no luchásemos contra él. Tú mismo negociaste ese acuerdo.

—Por eso, porque conozco a don Pedro, he decidido marcharme. Su palabra no vale nada.

—Cuenca es fuerte, está bien abastecida y no le faltan hombres resueltos. Si las huestes del rey vienen con malas intenciones, les enseñaremos lo que es pelea. Ya les hemos plantado caí a antes y podemos hacerlo de nuevo. Tu hermano y tú podéis consideraros aquí a salvo, entre vuestros vecinos.

—Te agradezco esas palabras. Sé que las dices de corazón. Pero sería mucho riesgo. Y no deseo arrastrar a mi ciudad natal a una guerra que no podríamos ganar. —Albornoz negaba despacio con la cabeza—. Además, está en juego algo más que mi vida.

—¿Qué?

—La seguridad de don Sancho.

El hombre bueno asintió. Albornoz aludía a uno de los hijos de Alfonso XI y Leonor de Guzmán, que el primero entregó en crianza al caballero en su día, y que aún seguía en Cuenca con él.

—No creo que haya que temer nada por ese lado. El rey perdonó a Fadrique y Tello, y luego a don Juan, en plena matanza de Toro. ¿Por qué querría hacer mal a don Sancho, que es inofensivo? Parece que al único al que guarda rencor es al conde de Tras támara, que sigue aún alzado.

—Buen amigo. Yo ya confié una vez en don Pedro. Fue uno de los mayores errores de mi vida. Quise creer que se conciliaría con doña Blanca. Yo la traje a ella desde Francia y le juré darle amparo. Me equivoqué en mis apreciaciones y doña Blanca está ahora presa, en Sigüenza. El yerro ya no tiene enmienda. Sabe Dios que actué de buena fe. He luchado por la causa de la reina, con las armas en la mano; tú lo sabes. Pero eso no lava mi falta. No cometeré el mismo error dos veces. El difunto don Alfonso me encomendó a su hijo y no estará seguro mientras esté en Castilla. Voy a sacarlo de aquí, que bastante carga me supone ya haber fallado a doña Blanca.

—No fue culpa tuya. Son tiempos aciagos.

—Lo son desde hace mucho. Y eso que dicen que los malos tiempos son como las tormentas, que siempre acaban pasando.

—¿Y no es acaso cierto?

—Sin duda. Pero, antes de pasar, derriban árboles grandes, hunden tejados y ahogan a gentes y ganados. Si uno quiere ver brillar de nuevo el sol, amigo, ha de procurar sobrevivir al diluvio. Y eso sí está hasta cierto punto en nuestra mano. Por eso me voy a Aragón, ahora que aún estoy a tiempo.