Capítulo 15
15
Aquel junio de 1353 no dejó en Toledo sino turbulencias e inquietudes, con la ciudad convertida en un avispero de intrigas, por el que corrían bulos de todas clases. En esos días, Benavent tuvo ocasión de escuchar verdades, suposiciones y no pocas mentiras que sólo más tarde se supo que lo eran. Pero, pese a las muchas confidencias, oídas de labios de quienes le visitaban en busca de remedios, hubo de enterarse en una taberna de que iba a producirse eso que tantos ansiaban: que el rey don Pedro volviese a Valladolid, a reconciliarse con su esposa.
Toledo era ciudad antigua, de magos y cabalistas; un lugar en el que podía ocurrir casi de todo, inclusive que un secreto de Estado se revelase alrededor de un jarro de vino barato. Y la taberna en cuestión, llamada de Caldereros, era una especial, aunque no lo pareciese a simple vista: un local muy humilde donde, además de vino, servían comidas a forasteros. Estaba situada cerca de lo que algunos llamaban la Judería Menor, tras la catedral, y decían que le habían puesto el nombre porque allí solían reunirse, años atrás, artesanos que fabricaban calderos. Debió de ser así, otrora, porque Benavent jamás coincidió allí con uno solo de esa profesión.
En aquellos días, era frecuentada por físicos que ejercían en Toledo, aunque pocos eran naturales de la ciudad. La medicina había sido en Toledo casi un patrimonio de judíos, todos ellos asentados allí desde tiempos inmemoriales, hasta que la peste negra acabó, cuatro años atrás, con muchos de ellos. Tantos murieron que su monopolio se hundió, al no poder los supervivientes cubrir tantas bajas, de forma que, en los últimos tiempos, físicos forasteros —hebreos, cristianos e incluso algún morisco— habían ido abriendo consulta en la ciudad.
Lo peculiar de la taberna de Caldereros era que en ella, en ciertos días y a ciertas horas, era posible encontrar a físicos cristianos y judíos compartiendo mesa. Algo excepcional, ya que ambos pueblos tenían establecimientos propios, y eso incluía las tabernas, y no pisaban las ajenas. Pero el caos causado por la peste lo había trastocado todo y, los que allí acudían, iban con la capa del desconcierto de la época, movidos por el deseo de compartir experiencias y teorías, y ayudados por estar en la Judería Menor, donde se codeaba gente de toda raza y religión.
Aquella tarde de junio, Benavent había encaminado sus pasos a la taberna tras un día de mucho ajetreo. Las puertas de la taberna estaban de par en par, para dejar entrar luz y ventilación, y el hombre de Alejandría, con sus ropajes negros y bonete rojo, y el morral de físico al hombro, entró sin apurarse en aquel interior umbrío y caluroso. Olía a vino, a gentío, a guisos. En una esquina, unos mercaderes estaban cantando y, en la mesa de costumbre, ya había algunos físicos, debatiendo con calor.
Pidió y pagó un jarrillo de vino en el mostrador, para luego acercarse, saludando con la cabeza, y sentarse en uno de los banquillos, dispuesto a callar y escuchar, hasta saber el motivo de la discusión. Discusión acalorada, sin duda; al menos entre dos de los contertulios, que argumentaban con gran encono. Aunque el debate parecía estar llegando ya al final, con un vencedor y un vencido que se batía en retirada, tratando de no quedar derrotado del todo.
Ambos polemistas eran extranjeros, los dos conocidos de Benavent, que no sentía especial simpatía por ninguno de ellos. Uno, Pablo de Perusa, era un físico italiano que, como tantos, había acudido a Castilla a hacer fortuna en la profesión merced a los conocimientos adquiridos en su tierra natal.
El otro se hacía llamar Moisés de Roquemaure y era un hebreo francés que había llegado a España por un motivo aún más básico que el de su rival: huir de las matanzas de judíos, desatadas años antes en el reino de Francia, a raíz de los rumores que les acusaban de ser los causantes y propagadores de la peste.
La disputa era sobre un tema que levantaba pasiones entre los eruditos de la época, y no sólo los relacionados con la medicina: la fuente primaría de la epidemia de peste. Pablo de Perusa defendía el origen astral de la misma, por una conjunción especialmente nefasta de astros. Una teoría que contaba con multitud de partidarios, aunque entre ellos no estaba Moisés de Roquemaure, que, de hecho, la rebatía con suma dureza, siempre que tenía oportunidad.
—Las pruebas están claras, pese a que no quieras verlas —gruñía el mestre Pablo, a quien nada dolía más que quedar en evidencia en público, y más ante colegas.
—Claro que las pruebas están claras. —El mestre Moisés, a su vez, dejaba caer casi con desprecio las palabras—. Y descartan la teoría astrológica. Quien la defiende es un necio.
—Necios son aquellos que cierran los ojos a la evidencia. Cuando apareció la epidemia, se había producido una conjunción funesta de…
—Jamás he negado eso! —Su adversario se inclinó con pasión sobre el tablero de la mesa—. La conjunción existió, cierto. Pero la eterna pregunta es: ¿por qué, una vez deshecha esa alineación de astros, no desapareció la peste?
—Nada más fácil de explicar. Cuando uno trata a un herido de saeta, pongamos por caso, no por extraerla de la carne sana la herida de forma inmediata. Todo requiere su tiempo.
—Eso suena razonable, pero es una falacia. La peste ha estado brotando por todos lados, desde la gran epidemia, sin que mediasen conjunciones astrales. Es como si al doliente de tu ejemplo se le abriesen heridas de flecha por todo el cuerpo, al azar y en distintos momentos.
Moisés de Roquemaure sonreía con desprecio. Era hombre joven, flaco, de rasgos ascéticos y ropas sobrias. Pese a su poca edad, era un gran erudito, leído, de espíritu observador y ojo crítico. También era seco de carácter y brusco de trato, lo que le restaba no pocas simpatías entre sus conocidos.
Pablo de Perusa había vuelto la mirada a Benavent, como si esperase que, en su calidad de astrólogo ya reputado en Toledo, saliese en defensa de la teoría astral. Él, al entender que no tenía nada valioso que aportar, no despegó los labios en un primer momento. Sólo al advertir que todos le miraban cambió de actitud, no fuese que malinterpretasen su silencio.
—Veo que se han planteado en esta mesa cuestiones tan espinosas como interesantes; aunque me he perdido casi toda la discusión. Al respecto, sólo puedo decir que la astrologia es un arte sumamente complejo, amigos. —Acarició, con la yema de los dedos, el jarrillo, que era de duelas de madera y aros de cobre, con la superficie pulida por el roce de un sinfín de manos—. Sabios muy grandes han dedicado toda su vida al estudio de la astrologia, desde hace miles de años, y aún se está lejos de conocer a fondo las leyes que interrelacionan las posiciones de ciertos astros con los sucesos mundanos.
—Pero ¿cuál es tu opinión personal? Alguna debes de tener. —El mestre Moisés se permitió un ademán seco. Le vigilaba con ojos feroces, tratando de calibrar si tenía delante un segundo oponente en la discusión.
—Te aseguro que no tengo ninguna. Carezco de suficientes elementos de juicio, por lo que no me decanto por la teoría astral… aunque tampoco la descarto. Pero si tú, mestre, dices que tienes argumentos capaces de echar por tierra esa teoría, yo, al menos, estaría encantado de escucharlos.
—Con mucho gusto, mestre. —El otro ahora asentía, aplacado—. Pero no creo que este sea el momento y no sé si tampoco el lugar. Algo así requiere una exposición detallada y cierto sosiego.
—Cuando gustes. Estoy a tu disposición.
Pablo de Perusa casi bufó, viendo cómo el hombre al que había introducido en el debate, con la esperanza de salir un poco a flote, casi le dejaba de lado y en posición aún peor. El italiano era de más edad que su adversario y de capacidades intelectuales mucho menores. Bajo, rechoncho, de modales untuosos y vestimentas ostentosas, resultaba, a ojos de Benavent, modelo de esos que se muestran serviles con los poderosos y altaneros con los débiles. Y, sobre todo, nada de fiar. Le gustaba lucirse, odiaba perder y, sin duda, eso último fue lo que le llevó a desviar la conversación a otro terreno más propicio para alardear, aunque fuese de su trato directo con los magnates castellanos, ya que no de conocimientos.
—Por cierto que está en ciernes un suceso trascendental y, para predecirlo, no necesito levantar carta astral alguna —murmuró, con sonrisa de suficiencia.
—¿Y cuál es ése? —preguntó alguien.
—El rey no tardará en volver a Valladolid, para reconciliarse con su esposa.
—¿Qué dices? ¿Es eso seguro? —El simple comentario desató una marejada de murmullos y reflujo de cabezas, ya que casi todos los presentes se inclinaron en su dirección, cada cual con una pregunta distinta en los labios.
—Seguro. —La sonrisa se hizo ruin, al ver cómo la anterior discusión había sido olvidada de golpe—. El rey ha accedido a ello, aunque de mala gana. Por lo visto, se resistió lo indecible; pero la presión de sus consejeros ha podido más.
Muchos comenzaron a hablar al tiempo, la mayoría en susurros prudentes. De no haber estado tan ufano, saboreando su momento de gloria, el mestre Pablo hubiese visto pasar una chispa de desprecio por los ojos oscuros de Benavent. Aunque lo cierto es que este último se olvidó del personajillo casi al instante, pese a tenerlo a cuatro palmos de distancia; ocupado en darle vueltas a la noticia.
Incluso sopesó tratar de avisar a Bernal de Cabrera; ser el primero en informarle y ganarse así su favor; aunque descartó la idea casi de inmediato. El almirante se enteraría por otros medios, él no tenía forma de comunicarse con rapidez y, además, no se consideraba en absoluto un espía. Aunque informaba a agentes de Cabrera, no se había embolsado un solo maravedí por ello y veía todo como una cuestión de lealtad personal, y no como una labor de espionaje.
La discusión seguía en la mesa, algunos hombres ajenos a la reunión se habían arrimado, al captar lo que se decía, y Benavent, con esfuerzo, apartó esos pensamientos. La noticia no tardaría en correr por todo Toledo. Ya muchos daban su opinión, a voces. No prestó gran atención a esas palabras, sabedor de que poco de lo que allí se dijese sería de utilidad y, al tiempo que se acercaba el jarrillo de vino a los labios, volvió a hundirse en cavilaciones, preguntándose qué implicaba ese giro de la situación.
El cielo político de Castilla no podía estar más nublado. La reina madre estaba en Valladolid, junto a Blanca de Borbón, decían que furiosa con su hijo. Alburquerque refugiado en sus estados, reforzando castillos y alistando hombres de armas. Y su buen amigo, el maestre de Calatrava, aguardando acontecimientos en Aragón, bien lejos de don Pedro.
Alburquerque al oeste, el maestre al este y, por si fuera poco, al norte, Fernando de Castro aprestaba a los suyos como si preparase la guerra. Los Castro eran familia muy poderosa en Galicia, que contaba con la amistad del príncipe Pedro de Portugal, casado con Inés de Castro, hermana natural de Fernando. Este no se había pronunciado, ni salido de sus tierras, pero era significativo que se estuviese armando en sus estados gallegos. Se decía que estaba enojado contra el rey por un suceso ocurrido en Valladolid, durante las bodas. En esa ocasión, don Pedro, que participó en los torneos, se empleó con exceso de brío, y uno de los que sufrió sus embates fue el propio Fernando de Castro, que ahora acusaba al rey de tratar de asesinarle en el evento, para camuflar su muerte como un accidente propio de las lides.
El rey también parecía a la expectativa; aunque, a diferencia de los magnates citados, no había convocado a sus tropas, ni reforzado plazas fuertes, ni hecho otro cosa que no fuera pasar sus días con María de Padilla, en el alcázar de Toledo. Una actitud que podía tomarse por confiada, pero que sembraba dudas entre los timoratos e inquietud entre sus más fieles.
• • • • •
Pero el rey don Pedro no estaba tan ocioso como muchos pensaban. Aunque no había hecho movimientos visibles, sí estudiaba distintas respuestas a la crisis y, de ser por él, hubiera marchado a la cabeza de sus tropas contra Alburquerque, para desalojarle de sus fortalezas occidentales. Sin embargo, sus consejeros habían señalado lo peligroso de esa opción, ya que algunas villas y castillos enemigos eran inexpugnables al ataque directo. El ejército real podía atascarse ante esas plazas, con el peligro que eso implicaba, ya que tenían al maestre de Calatrava a la espalda y, sobre todo, a multitud de señores y concejos sumidos en total desconcierto, con lo que su lealtad era dudosa en caso de guerra abierta.
Henestrosa, tan claro de frases como tortuoso de ideas, fue quien se atrevió a indicarle, sin circunloquios, el apuro en el que se encontraba su causa, para luego ofrecerle una posible salida.
—Señor. Doña Blanca es ya reina de Castilla, ante Dios y ante los hombres y, al menos entre estos últimos, ha despertado no pocas simpatías. El mayor peligro para nosotros está en que Alburquerque convierta la causa de la reina en la suya propia. Si levanta bandera por doña Blanca y sus derechos, se ganará el aplauso del pueblo y de no pocos hidalgos; amén del apoyo, más o menos interesado, de gran número de señores. Si permitimos que haga eso, puede desatarse una guerra civil en Castilla.
»En cambio, sin esa excusa, no será más que otro privado caído en desgracia. Un poderoso que, por ambición y vanidad herida, no ha aceptado el haber sido desposeído de sus cargos y privilegios. Un simple sedicioso al que nadie prestará apoyo, como no se lo prestó nadie, hace tan sólo unos meses, a Alfonso Coronel.
Henestrosa se había paseado el índice por el gran mostacho negro, antes de concluir.
—Por eso, señor, manque os pese, tenéis que hacer las paces con vuestra esposa. Es vital en estos momentos.
Y así fue como el rey don Pedro regresó a Valladolid, aunque su vuelta resultó de todo menos vistosa, ya que no hubo recepciones, entradas triunfales, besamanos ni ceremonia alguna. Se presentó en la ciudad casi al ocaso, ya las puertas a punto de cerrarse, con escolta menguada y precedido en sólo unas horas por los mensajeros encargados de avisar de su llegada. Y, no obstante, la voz de que el rey volvía al lado de su esposa era ya pública en toda Castilla, bien fuese por culpa de indiscretos o porque Henestrosa hubiese hecho correr el rumor, para apaciguar así los ánimos.
La gente aguardaba, por tanto, su llegada y, apenas la comitiva real cruzó las puertas, la noticia recorrió las callejas como fuego por rastrojo. Esa misma noche, uno de los escuderos del vizconde de Narbona fue a visitar a Blanca, para informarle de que el rey se había instalado en las Casas del Abad de Santander, su residencia habitual en Valladolid. La reina, aunque ya lo sabía por otros conductos, le agradeció mucho la gentileza, ya que llegar hasta ella, tras la caída de la noche, no era tarea fácil, y menos para un extranjero. Se alojaba con su suegra, María de Portugal, en el convento de las Huelgas, situado extramuros, por lo que era arduo de acceder al mismo, luego del cierre de puertas nocturno.
Aquel convento había sido destruido parcialmente por la soldadesca de Alfonso XI, no hacía de eso ni treinta años, en el transcurso de alguna de las muchas turbulencias que sacudieron a Castilla durante la minoría de edad de ese rey. Años más tarde, María de Portugal se tomó gran interés en la reparación del edificio, así como en que las monjas fuesen resarcidas mediante privilegios especiales, lo que le ganó la gratitud de la comunidad. Por eso era tan bien recibida en las Huelgas, y ese era el motivo de que se instalase allí, durante sus estancias en la ciudad, pese a los inconvenientes de la ubicación.
Desde su retiro en el convento, había estado moviendo influencias y aliados, a la par que procuraba atender a su nuera agraviada. María de Portugal, que había sufrido incontables desaires de su esposo, Alfonso XI, no podía por menos que simpatizar con aquella dama tan joven, alejada de su tierra natal y puesta en situación tan desairada por culpa de un matrimonio de Estado. Además, sentimientos al margen, la reina madre compartía con Alburquerque la idea de que, para Castilla, eran vitales un matrimonio real y abundancia de herederos. Sólo eso podía llevar paz al pueblo, tan castigado por epidemias y hambrunas, y enfriar las ambiciones de los grandes señores.
Nunca, en esos días aciagos, había perdido la esperanza. No en vano había estado recibiendo en secreto a agentes de Henestrosa, enviados a asegurarle que él jamás quiso una situación así. El nuevo hombre fuerte del reino juraba que no deseaba sino reconciliar al rey con su esposa, y que hacía todo lo posible para lograrlo. Y María de Portugal, que había conocido en tiempos a Henestrosa, cuando era aliado de Alburquerque, se inclinaba a creerle sincero, y eso le infundía ánimos en los peores momentos.
Durante esas jornadas de julio, largas y cálidas, paseando por los huertos y el claustro de las Huelgas, María de Portugal había tenido tiempo de sobra para repensar sobre aquel asunto. Ella, mejor que nadie, sabía lo terco e irreflexivo que podía ser su hijo, lo que, unido a cierta propensión a rehuir algunos problemas —puede que por miedo a encararlos o por la desidia del que espera que se resuelvan solos—, podía dar una mezcla tan explosiva como la pólvora. Había sondeado con gentileza a Blanca acerca de las tres noches pasadas con el rey. Pero la ya reina de Castilla había respondido con evasivas, o incluso silencios. Y María no quiso presionar, tanto por no lastimarla como porque, en el fondo, temía descubrir que su hijo se había comportado con violencia.
Otra que tampoco quería saber demasiado al respecto era Leonor de Saldaña. Mucho más próxima a doña Blanca, se había percatado también de hasta qué punto esquivaba la cuestión. La reina no había contado nada a sus damas, ni mucho menos a los caballeros franceses del vizconde de Narbona. Tal vez su confesor supiese algo, pero aquél no iba a despegar los labios. Lo que sí sabía el aya, de seguro, era que Blanca había enviado cartas al Papa, que siempre se mostró muy bien dispuesto hacia ella. Puede que en esas misivas sí hubiese confiado lo ocurrido durante esas tres noches de vida conyugal con el rey de Castilla.
Aunque Leonor nunca tuvo ocasión de poner los ojos sobre tales cartas, tampoco fue necesario. Le bastó ver cómo mudaba de expresión doña Blanca, y asomar el miedo a esos ojos azules cuando ella misma le avisó de que su esposo había entrado en Valladolid, para reafirmarse en sus temores.
Blanca, en efecto, recibió la noticia con más aprensión que otra cosa; aunque, tras un primer instante, supo guardar la compostura. Los que la rodeaban notaron que no estaba muy alegre; pero era lo lógico, dada la ofensa infligida por su esposo. Y aquellos que imaginaron otra cosa no despegaron los labios.
No se hablaba de otra cosa en Valladolid, tanto en tabernas como en las posadas de señores, haciendo cuajar en el ánimo de todos un estado peculiar, mezcla de esperanza y temores. Pero el rey de Castilla habría de sorprender a altos y bajos, y no para bien, ya que, en todo el día siguiente, no salió de las Casas del Abad. La gente se hacía lenguas, en la espera de que, en cualquier momento, saliese rumbo a las Huelgas; pero pasaban las horas y nada ocurría. Se puso el sol, se cerraron las puertas y, mientras los pregoneros anunciaban a voces el período nocturno, cubrió la ciudad algo que sólo podría llamarse manto de miedo.
Esa tarde, a la hora sexta, segura ya de que algo no iba como debía, María de Portugal convocó a su nuera e hizo cuanto pudo para entretenerla. En un rincón de las huertas del convento, aprovechando la tibieza del día, tuvo lugar una reunión nada protocolaria, en la que estuvieron presentes varias damas de doña Blanca, oficiales de su Casa y caballeros franceses. Asistió también el vizconde de Narbona, Américo VIII, casado con una prima de Blanca. Cumplidor celoso de sus obligaciones diplomáticas, y sintiendo además gran afecto por la nueva reina de Castilla, no era de extrañar que siguiese con inquietud, cada vez mayor, el curso de los acontecimientos.
La presencia del rey en la ciudad no salió a conversación, pese a que nadie podía pensar en otra cosa. Martín Alfonso Tello, el caballero portugués, mano derecha de la reina madre, también presente ese día, no dejó de fijarse en cómo todos lograron ocultar sus temores. Y eso que la tarde se les hizo muy larga; más según iba pasando el tiempo, el sol cruzaba el cielo, la luz cambiaba y don Pedro no daba señales de vida. Para matar el rato, y también mitigar la inquietud, dueñas y caballeros, atendidos por las monjas, se dedicaron a conversar, jugar al ajedrez y también a escuchar cómo Alvar de Albornoz tocaba la guitarra morisca.
Asimismo, a ruegos de María de Portugal, este último narró algunas de las aventuras vividas durante la defensa de Tarifa, ya que sus hermanos y él mismo estuvieron entre aquellos que respondieron al llamamiento de Alfonso XI, a auxiliar a esa plaza, sitiada por los benimerines. Fue una defensa legendaria y aquellos que participaron en ella, y sobrevivieron, eran considerados héroes en Castilla. Los franceses le escucharon con educación, dando por supuesto que algo exageraba, en tanto que Martín Tello, que también vivió de cerca esa guerra, sabía que no; que más bien se quedaba corto a la hora de relatar los tremendos hechos de armas que tuvieron lugar allí.
Mientras le escuchaba, el portugués no pudo por menos que compararle con su hermano, el cardenal Gil de Albornoz. Aunque ambos tenían ideas muy claras sobre el bien y el mal, ahí donde el caballero se suavizaba merced a su natural bondadoso, el cardenal era duro como el pedernal. Resultaba irónico que fuese el segundo quien tomase los hábitos. Pero, como el agua corre siempre hacia el mar, el cardenal fue siempre ambicioso e intrigante. Participó, siendo capellán de Alfonso XI, en las guerras contra el infiel, armas en mano. Luego abandonó Castilla a toda prisa, no bien proclamarse rey don Pedro; pero había encontrado acogida inmejorable en Aviñón, y así, mientras su hermano mayor se preocupaba por la reina, él se disponía a invadir Italia con un ejército para hacer valer los derechos del Papa en esas tierras.
Al ocaso, tanto los caballeros franceses como los castellanos dejaron las Huelgas para volver a Valladolid antes de que cerrasen las puertas. Doña Blanca se retiró al poco, agotada por la tensión de la espera y el esfuerzo de mantener la compostura. María de Portugal, por el contrario, invitó a Leonor de Saldaña a conversar en privado; pero, aunque hablaron largo y tendido, no sacaron otra cosa que inquietudes sobre qué podría hacer el rey.
Los temores más negros tomaron cuerpo al día siguiente, cuando se supo que el rey don Pedro había abandonado la ciudad con sus guardas. No había permanecido ni dos días en Valladolid, sin hacer amago siquiera de visitar a su esposa, para acabar partiendo a la hora sexta, aprovechando que el sol apretaba y las callejas y plazas de la ciudad estaban desiertas, abandonadas a la luz y el calor.
Leonor de Saldaña llevó la noticia a Blanca, no bien la supo ella, y la reina la recibió con mezcla de temor y alivio, a juzgar por lo que asomaba a sus ojos. Alivio en lo inmediato, ya que esa nueva espantada la libraba de encontrarse cara a cara con don Pedro. Temor por lo que pudiese depararle el futuro, pues volvía a ser, y por segunda vez, la esposa extranjera abandonada.
Sin hacer un solo comentario, despidió a sus damas y rogó a Leonor de Saldaña que le quitase los velos. Sólo cuando estuvieron las dos a solas habló, y fue para expresar sus sentimientos, y no para dar una valoración sobre lo ocurrido.
—Se dice que la reina María llevó una vida desdichada; que su marido la ignoraba, para pasar el tiempo con su amante, Leonor de Guzmán.
—Y así fue. Dios sabe los desaires que tuvo que soportar durante años.
—Sin embargo, yo sería feliz en una situación así.
—¿Cómo decís, señora? —Leonor la observó, atónita.
—Si don Pedro se olvidase de mí, me haría la mujer más feliz del mundo. Sólo deseo de él lo que su padre le dio a su madre: que me ignore, que se vaya con su concubina y nunca se acuerde más de mí.
—Pero eso no puede ser, niña. —El aya pasaba sin querer del trato de respeto al familiar—. El reino entero está sobre ascuas y no sé qué pasará cuando esto se sepa. Castilla necesita un heredero, y cuanto antes mejor. Mientras el rey no tenga sucesor, habrá tensiones, intrigas y amenaza de guerra.
—Tengo miedo. —Blanca enlazó los dedos, casi como para impedir que las manos le temblasen—. Mucho miedo.
—¿Miedo por qué, niña?
—No sé qué pueda pasar, ni qué será de mí. Me asusta volver con don Pedro y también que me dé la espalda. Tengo la sensación de que, cualquier salida que se dé a este problema, no me traerá sino desdichas…
—No penséis más en esto. No ahora. Han sido semanas difíciles y estáis alterada. Es lógico. El rey se ha ido de nuevo, es cierto. Pero no lo es menos que vos, ahora, sois la reina legítima de Castilla, y eso es algo que nadie, ni aun el rey, puede cambiar. Hay que mantener la calma y esperar acontecimientos.