Capítulo 13
13
Fueron los pajes de Cabeza de Vaca quienes despertaron a éste, ya de noche muy entrada. Tuvieron que llamarle, con voces cada vez más fuertes, y aun sacudirle el hombro, ya que el mayordomo mayor de Alburquerque se había sumido en uno de esos sueños profundos y sin sueños, propios de noche cerrada. Cuando por fin lograron que despegase los párpados, el caballero se quedó mirándoles, como si no supiese quiénes eran. Luego, tras sentarse con un gruñido en la cama, se pasó las manos por los ojos, como si quisiera impedir que volvieran a cerrarse.
Observó, aún desorientado, el rostro de los dos pajes, que tenían también aspecto de acabar de despertarse.
—Pero, por Dios bendito —logró articular al cabo, con voz pastosa—, ¿qué hora es? Me habéis sacado de lo más sabroso del sueño.
—Pasa un poco de la medianoche.
—¿Qué ocurre para que me despertéis tan a deshora? —Cabeza de Vaca, que iba haciéndose poco a poco con sus sentidos, advirtió, al resplandor de la vela que empuñaba uno de los pajes, que éstos vestían tan sólo camisa interior. Así que supuso que a ellos, a su vez, les habían levantado para que le llamasen.
—Se acercan unos jinetes por el camino de Toledo.
—¿Muchos? —Lo que le quedaba de sueño se esfumó de sopetón.
—No. Un puñado.
—¡Por Cristo resucitado! No me des esos sustos, hijo. ¿Se sabe quiénes son y qué les trae a estas horas?
—Sí. Han enviado un hombre por delante, para anunciarse. Es don Samuel Levi que viene desde Toledo con diez guardas.
No había acabado de pronunciar el paje ese nombre y ya Cabeza de Vaca estaba en pie.
—¿Se encuentran muy lejos? —preguntó, con voz distinta.
—No. A punto de llegar.
—Que salgan unos jinetes a su encuentro, para guiarlos hasta aquí. Hay que despertar a cuantos hombres sean menester y disponer cuadra, camas, comida y bebida. Que no falte de nada. Tú, ve a buscar a Diego Sarmientos y Alvar de Castro. Les saludas de mi parte y les pones al tanto de lo que ocurre. Que avisen a los hombres de armas que ellos consideren necesarios. Los que vienen son pocos, pero no quiero asonada nocturna. —Se volvió al segundo de los pajes, el de la vela—. Prende alguna luz más. Trae jofaina y agua. Mi ropa, mi espada. Rápido.
De esa forma, cuando Samuel Levi, tesorero mayor de Castilla, llegó con sus hombres a las primeras casas del lugar de Almorox, Ruy Cabeza de Vaca les estaba ya aguardando, despierto, alerta y vestido con decoro, a la cabeza de guardas y sirvientes, preguntándose para sus adentros por los motivos de una visita tan intempestiva.
Los días que siguieron a la partida del rey habían sido de gran confusión en Valladolid, ya que nadie sabía bien qué hacer y todo eran consultas y discusiones. El propio Alburquerque, espejo de intrigantes, que siempre calculaba sus actos con antelación de ajedrecista, parecía desorientado.
En los primeros momentos, todos se apresuraron a rendir pleitesía a Blanca de Borbón, pues ya era reina de Castilla, y ni María de Portugal ni Leonor de Aragón se habían apartado de su lado. Pero no tardaron en comenzar las deserciones, y los primeros en irse fueron dos de los hermanastros del rey, en compañía de Juan de la Cerda, ese mismo que debía su indulto a un Alburquerque al que ahora abandonaba. Les siguieron los infantes de Aragón y, tras ellos, nobles e hidalgos en riada creciente.
Los hubo que se quedaron e incluso quienes no se alinearon ni con rey ni con reina. Ese fue el caso, por ejemplo, del ricohombre Fernando de Castro, que se retiró a sus estados gallegos, a esperar acontecimientos bien a seguro. Antes de una semana, las tres reinas descubrieron que habían sido abandonadas por la mayor parte de los magnates castellanos; aunque quedasen a su lado hombres tan poderosos como Alburquerque o el maestre de Calatrava.
Los que permanecieron en Valladolid celebraron a los pocos días un gran consejo, presidido por las tres reinas, que luego sería tan famoso entre las gentes como cantado por juglares. Pero, pese a los romances, lo cierto es que aquella asamblea fue todo confusión, ya que ninguno de los presentes sabía qué podía hacerse, y todos temían que la situación creada desembocase en conflicto armado. Sólo tras largas deliberaciones, se acordó enviar a Alburquerque a presencia del rey, para pedirle que, por el bien del reino, volviese de inmediato al lado de su esposa.
El aún canciller mayor de Castilla se puso camino del sur, seguido de gran número de vasallos y aliados. Aunque muchos, todos iban a lomos de caballerías y, sin embargo, la marcha fue en extremo lenta. Así lo ordenó Alburquerque, para dar tiempo a que las aguas se aquietasen y a que sus agentes tuvieran ocasión de informarle de qué estaba pasando junto al monarca. Él, instigador en el pasado de la muerte de más de un oficial mayor de la Casa del rey, no quería exponerse a un destino similar.
La comitiva salió de Valladolid el miércoles 16 de junio y viajó tan despacio que, al domingo siguiente, aún estaba en el término toledano de Escalona. Una vez allí, en vez de proseguir hacia Toledo, hicieron alto en la aldea de Almorox, y fue en aquel lugar donde los halló Samuel Levi, que había salido a su encuentro por orden del soberano.
Almorox era una lugar pequeño, sin acomodo posible para tantos señores e hidalgos como acompañaban a Alburquerque, por no hablar de los soldados. Eran casi un ejército, compuesto de vasallos y banderos del canciller, nobles y caballeros partidarios de doña Blanca, así como no pocos calatravos. Los de más alcurnia se alojaron en las casas buenas de la aldea, ubicada en la cara meridional de un cerro, mientras el resto acampaba en unos llanos próximos. Era por eso que Cabeza de Vaca, siempre atento a detalles, había ordenado guiar a Levi hasta la aldea, y no al campamento de la llanada.
Esa noche de junio fue tibia y sin viento. Las teas ardían con luz rojiza y los tábanos zumbaban alrededor de los congregados a pie del camino. A veces, algún mosquito se metía en las llamas y perecía con un chasquido, dejando un olor fugaz a carne quemada. Llegó Samuel Levi con los suyos y, al ver que le estaban esperando, tiró de las riendas para bajar presto de la mula. Cabeza de Vaca, a su vez, se adelantó a recibirle con el respeto debido a un oficial mayor.
—Bienvenido, don Samuel. —Estrechó manos con él, ya que eran viejos conocidos—. ¿Qué te lleva viajar tan a deshora?
—El mejor servicio del rey, amigo. ¿Qué si no? ¿Podrías llevarme a presencia de tu señor?
—¿A esta hora de la noche? ¿Tan urgente es el asunto?
—Digamos que no es de los que conviene aplazar más de lo necesario. Puedes jurar que no cabalgaría así yo, de noche, si no fuera por necesidad.
—Voy a ver qué puede hacerse. Entretanto, mi gente dará a la tuya cena y acomodo. No creo que tarde en volver.
Pero Cabeza de Vaca no tuvo necesidad de despertar a su señor, ya que éste aún velaba. Falto de sueño por culpa de tantas preocupaciones, estaba sentado ante una mesa y, a la luz de una vela, repasaba documentos de la cancillería, así como algunas cartas privadas. Sin embargo, aun con aquellos papeles ante los ojos, su cabeza había ido apartándose de los asuntos de Estado para divagar sobre lo ocurrido en los últimos días.
Recostado en el sillón de cuero y madera, la mirada perdida en los rincones oscuros de la estancia, rumiaba el «fracaso» de aquel matrimonio en el que tantas esperanzas habían puesto la reina madre y él mismo. Sobre la mesa, tenía también una infusión amarga, humeante en cuenco de barro, receta de uno de sus físicos contra los dolores de estómago. En la diestra sostenía, al descuido, unas lentes de leer; un artefacto que aún causaba estupor a muchos. Se las había fabricado un artesano italiano que decía ser discípulo del maestro Armati, un florentino al que se atribuía la invención de ese tipo de artilugios. En su día, Alburquerque le había encargado esos anteojos por su rareza; más como muestra de riqueza y poder que por necesidad. Pero, con el paso del tiempo, le fueron siendo cada vez más útiles, ya que, con la edad, se le iba fatigando la vista. A esas alturas, sin lentes, no hubiera podido estar leyendo de madrugada, al resplandor de una vela.
Pero no veía las letras. Hacía recuento de los que le habían abandonado en los últimos tiempos: hombres que le debían mucho y, en algunos casos, todo. Al repasar ese rosario de defecciones, no podía tampoco por menos que recordar a aquellos a los que él, a su vez, había vuelto la espalda cuando más lo necesitaban.
Y, como por dictado de la Providencia, justo en eso estaba pensando cuando le avisaron de que el tesorero mayor acababa de llegar y quería verle. Casi sonriendo con amargura, mandó que le introdujesen sin demora. Compuso luego el gesto y se incorporó para recibirle. Así fue como, pasada la medianoche, en una casa humilde, al menos para posada de hombres tan poderosos, Alburquerque se reencontró con uno de sus antiguos protegidos: Samuel Levi.
El tesorero real, al entrar y pese a su rango, quiso besarle las manos, pero Alburquerque no se lo consintió y, con ademán majestuoso, le invitó a tomar asiento. Luego despachó a todos, para poder estar a solas con él y hablar con libertad. Levi se sentó, lo propio hizo Alburquerque, tras la mesa, y así se quedaron los dos unos instantes, frente a frente, sin despegar los labios, observándose al parpadeo de la única vela.
El hebreo era flaco, de rasgos marcados, con el cabello y barbas casi blancos, pese a que no llegaba a los cuarenta años de edad. Vestía ropajes suntuosos y se tocaba con una kipa sencilla. Pese a su gusto, tan acentuado como conocido, por los signos externos de riqueza —atuendos, joyas, sirvientes, moradas magníficas—, era frugal en el comer y el beber, y había rechazado la oferta de una cena tardía. En otro tiempo, fue almojarife[7] del propio Alburquerque y éste, al reconocer en él a un hombre de talento, no había dudado en promocionarle, abriéndole así las puertas de la Casa del rey.
—Señor y amigo. —Levi rompió el silencio—. Me atrevo a molestarte a estas horas porque es el rey en persona quien me envía.
—Te escucho. Hablemos sin reparos, ya que estamos solos.
—El rey se extraña de que no estés ya en Toledo. Muchos de sus oficiales mayores han llegado ya y faltas precisamente tú, que eres su privado y ocupas varios de los oficios más importantes en su Casa.
—Siento causar disgusto al rey pero, como puedes ver, estoy en camino. Así que no cabe hablar de ausencia y sí de retraso.
—Decías que hablásemos sin reparos. Eso haré. En Toledo no entienden el por qué de tanto retraso, y tampoco ven con buenos ojos que vengas con tantas compañías de armas. Si albergas algún recelo, te ruego que lo descartes. El rey don Pedro se ha criado a tu vera, valora tu amistad y atiende a tus consejos; siempre lo ha hecho. Es él quien me manda para decirte que te apresures, ya que necesita de tu buen juicio en estos momentos de confusión.
—¿Confusión? —Alburquerque tomó el cuenco, aún humeante, para dar un sorbo—. Si hay confusión, es la causada por el propio rey, al abandonar a su esposa justo tras la boda.
—No hace falta mencionar algo que todos sabemos. —Levi se inclinó hacia delante en la silla, haciendo crepitar los damascos y brocados de sus ropas—. Señor y amigo: lo hecho, hecho está. El rey es joven e impulsivo, tú lo sabes mejor que nadie. Se dejó llevar por un arrebato y ahora le pesa, y mucho. Los que están con él en Toledo le aconsejan regresar con doña Blanca y remendar los rotos, ahora que aún se puede. Entre todos, hemos de esforzarnos para se aquieten las aguas y vuelvan a su cauce.
—Ya. ¿Y qué pasa con María de Padilla?
—Está con él, en el alcázar; es cierto. Don Pedro la mandó traer desde Montalbán, bien escoltada. Pero incluso los parientes de doña María le han rogado al rey que vuelva con su esposa. También ellos consideran que es lo mejor para el reino.
Alburquerque, el cuenco aún entre las manos, puso los ojos en las sombras de la estancia.
—Te creo. Conozco a Henestrosa y sé que es hombre sensato. Le cuadra dar ese buen consejo, que le beneficia, aunque pueda parecer lo contrario.
—Debo insistir sobre un asunto, porque así se me ha ordenado: viajas con demasiados hombres. Es una falta de respeto hacia el rey y, en su nombre, te pido que no sigan adelante. Haz que vuelvan a sus casas y continúa tú hacia Toledo, con una escolta razonable.
Alburquerque aún bebió otro trago. Dejó luego el cuenco sobre la mesa y, con aire ausente, enderezó la vela, que amenazaba con gotear cera sobre los documentos.
—Amigo Samuel. Creo que aquí hay un equívoco, y que han llegado a Toledo noticias que no son del todo ciertas. Es verdad que me acompañan muchos, pero yo no soy su jefe. Vienen conmigo hombres que eligieron quedarse en Valladolid por afecto a la reina Blanca y no por deslealtad a donPedro. Venimos todos juntos en comisión, a rogar al rey que haga las paces con su esposa. Yo aquí soy uno más y no tengo el mando.
—Si es una comisión, tendrá voceros. Y me resisto a creer que alguien como tú ocupe un papel secundario en ella.
—Es verdad que me han pedido que hable en nombre de todos. Así se decidió en un consejo, celebrado en Valladolid, en presencia de las reinas.
—Entonces, eso basta. Sigue tú hasta Toledo y que se vuelvan los otros. Para defender las razones de ese consejo ante el rey, necesitas argumentos, no todo un ejército.
—Lo que dices es razonable, pero insisto en que yo no tengo el mando. Habría que celebrar una asamblea, exponer tu petición y votar qué hacer.
—Como consideres más conveniente, mi señor y amigo. —Samuel Levi se incorporó y, despacio, se compuso las ropas—. No te entretengo más, que es tarde y todos necesitamos reposo. Cuando uno no descansa, no puede pensar con claridad. Habla con tus compañeros de viaje y, por favor, déjales claro que no se lo pido yo, sino que es su alteza quien así lo manda. Reflexiona sobre lo que hemos hablado. Confío en que tu mesura y experiencia te ayuden a encontrar la solución mejor para todos.
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Samuel Levi y sus guardas se volvieron a Toledo esa misma noche, una vez terminada la entrevista, de forma que muchos ni siquiera supieron de esa visita relámpago. Más tarde, con las primeras luces, el tren de acémilas se puso en marcha hacia Fuensalida, adelantándose al resto de la comitiva. Era lo habitual, ya que el paso de las bestias de carga era más lento que el de los caballos, mulas e incluso que el de los hombres de a pie. La intención de Alburquerque era detenerse en aquella población y enviar agentes a Toledo para informarse sobre cómo estaban las cosas, ya que se fiaba bien poco de Levi. Siempre había tenido en mejor concepto la inteligencia que los escrúpulos de su antiguo empleado.
Al poco de salir el tren de los bagajes, llegó a Almorox un segundo enviado; un escudero real que traía un mensaje idéntico, en lo esencial, al que ya le había dado Samuel Levi. El monarca le acuciaba a presentarse en Toledo cuanto antes, y a despedir a todas aquellas compañías de armas. Pero tanta insistencia no hizo sino aumentar los recelos del canciller y reafirmarle en la necesidad de andarse con pies de plomo.
Con el sol de la mañana aún muy bajo a oriente, rojo y deforme como una bola de hierro fundido, un Alburquerque ojeroso convocó a asamblea a los más notables de entre sus acompañantes. Tampoco había en Almorox morada o taberna capaz de acomodar con holgura a tantos hombres, sobre todo si se levantaban y se movían de un lado a otro al tomar la palabra. Así que acordaron reunirse en un pastizal, aprovechando que esa primera hora de la mañana era ya de temperatura suave, y que la colina resguardaba del viento.
Había centinelas a caballo en las inmediaciones y grupos de ballesteros apostados en los sembrados circundantes. Todos ellos, así como los labradores que se dirigían ya a sus faenas, vieron desde lejos, llenos de curiosidad, a aquel consejo de poderosos reunido entre sembradíos humildes. Los hidalgos ceñían sus espadas y lucían sus blasones, en tanto que los nobles se hacían acompañar de algún guarda, armado hasta los dientes. Muchos habían plantado sus pendones al extremo de lanzas, de forma que las heráldicas flameaban sobre los centenos, amarillos y casi listos ya para la siega.
Unos se habían sentado en rocas, las espadas envainadas entre las manos, en tanto que otros permanecían de pie. Los había que vestían ropajes civiles —mantos ligeros, sobretodos, jubones y toda clase de tocados, desde casquetes a gorros emplumados—, aunque predominaba entre ellos esa moda española de mezclar tales prendas con piezas de armadura.
Alburquerque, tras cercionarse de que no faltaba nadie, tomó la palabra. Cabeza de Vaca, presente en aquella ocasión, reparó preocupado en su aspecto envejecido y cansado. Esa mañana, la majestad que, como un aura, solía arroparle cuando hablaba en público, estaba apagada. Se le veía atribulado, lo que, a su vez, no podía por menos que desasosegar a los presentes.
Pero el viejo canciller no había perdido ni la claridad de ideas ni el don de palabra. Aun fatigado, supo exponer de forma simple las exigencias de don Pedro. Tomaron la palabra, después, varios señores e hidalgos; cada cual mostró su punto de vista, y no tardó en quedar clara la división entre los dispuestos a obedecer el mandato real y quienes querían seguir hasta Fuensalida y esperar allí, hasta estar mejor informados. Pero, a unos y otros se les veía desbordados por el curso de los acontecimientos. Se palpaba la inquietud, el miedo mal disimulado y, aunque nadie lo mencionaba, en todos pesaba el recuerdo de muertes ordenadas por don Pedro contra algunos que fueron a su presencia demasiado fiados.
La confusión se volvió caos al tomar la palabra Garci Jufre Tenorio, uno de los hijos del gran almirante Tenorio, que se adelantó espada envainada en mano, para agitarla, dando énfasis a sus palabras, mientras se dirigía a los congregados.
—Antes de que sigáis discutiendo —manifestó—, he de exponer una circunstancia que puede cambiarlo todo.
—Adelante. —Alburquerque le invitó a hablar con un gesto de mano tendida.
—Esta noche, hemos dado acomodo y cena a los hombres de Samuel Levi. Como venían cansados del viaje, y eso hace mala mezcla con el vino, se les soltaron las lenguas y hablaron por los codos, aunque supongo que no se percataron de la importancia de sus palabras.
—¿Qué tenían que contar esos guardas?
—Que el rey ha mandado cerrar y poner doble guardia en todas las puertas de Toledo, como si fuese una ciudad asediada. Sólo han dejado abierta la puerta de la Bisagra, justo por la que tenemos que llegar nosotros, y allí han apostado a gran número de soldados.
Todos empezaron a hablar a la vez y alguno se puso en pie, maldiciendo. Más de uno clamaba traición, y a Alburquerque le costó tiempo y esfuerzos apaciguar a aquel gallinero.
—Ante todo, hemos de saber qué hay de cierto en eso —matizó, con prudencia—. A los soldados les gusta exagerar, o incluso inventar a partir de nimiedades, para darse importancia.
—Me temo que no es el caso. —Garci Jufre meneó la cabeza—. Esos guardas me revelaron que Suero de Meneses ya no es alguacil mayor de Toledo. El rey lo ha destituido y puesto en su lugar a mi hermano Alfonso. Los que me dieron la noticia, me felicitaron acto seguido por el ascenso de mi hermano. —Sonrió casi con amargura.
Alburquerque ya no replicó. Suero de Meneses, aparte de pariente de su esposa, era buen amigo suyo. Sin duda, el rey estaba apartando de los oficios a cualquiera que tuviese relación con él. Sus vasallos y aquellos presentes que le querían bien estaban diciéndole que no podía entrar en Toledo, que se exponía mucho. Se pasó la mano por la frente, como para ahuyentar el cansancio y las dudas.
—Es cierto: es muy arriesgado entrar en Toledo. Pero ¿qué hacer entonces?
En el acto, se arrepintió de haber hecho esa pregunta en alto, ya que la mitad de los presentes comenzó a dar su parecer. Hubo que restablecer de nuevo la calma, lo que costó largo rato y mucho agitar de brazos. Lope de Villalobos, caballero vasallo del rey, asignado por el propio don Pedro al servicio de Alburquerque cuando las relaciones entre ambos eran cordiales, dio el consejo quizá más sensato.
—Sería un error presentarse ante don Pedro en estas condiciones. Su alteza es dado a aplicar castigos drásticos contra aquellos que cree sediciosos, lo que, unido a que a veces condena por simples sospechas, nos pone a todos los que estamos aquí en peligro. Si entramos en Toledo, corremos el riesgo de ser presos o incluso ajusticiados en el acto.
Hubo asentir con la cabeza y murmullos de acuerdo. Villalobos, tras tomar aliento, prosiguió.
—Pero tampoco creo atinado darnos la vuelta sin más, ya que eso nos convertiría en reos de traición. Y haría creíbles los infundios que tratan de presentarte a ti, don Juan Alfonso, como enemigo de los intereses del rey.
—Tienes toda la razón. Tú, que eres hombre sensato, ¿qué crees que se puede hacer?
—Si no podemos seguir ni tampoco volvernos, hemos de aguardar. Yo haría regresar al tren de bagajes. Mandaría a algunos hombres en busca de agua, porque aquí no hay mucha. Acamparía y enviaría mensajeros al rey; hombres de seso y confianza, que transmitan tus palabras con fidelidad y tengan ojos y oídos bien abiertos, para averiguar qué es lo que se cuece a la vera del rey.
Alburquerque aprobó con la cabeza lo acertado del consejo, y casi todos se le unieron con murmullos y gestos. Unos porque pensaban que era lo mejor y otros porque temían tanto seguir como enojar todavía más al rey.
—Entonces, nos quedamos en Almorox —sentenció Alburquerque, tras escrutar los rostros de los reunidos—. En cuanto al mensajero, nadie mejor para una misión así que mi mayordomo mayor, Ruy Cabeza de Vaca, si es que acepta.
El caballero, situado en un segundo plano, asintió con la cabeza.
—No hay certeza de que respeten tu condición de mensajero. Arriesgas la libertad, puede que incluso la vida.
—Sea.
—Entonces, si no hay nada más que discutir aquí, que cada cual vuelva con los suyos y les informe de lo hablado. Ruy Cabeza de Vaca y yo nos retiramos para acordar qué le dirá de mi parte al rey. —Se volvió al aludido—. Mejor que partas lo antes posible. Cuanto antes se resuelva esto, mejor para todos. Dejo a tu criterio cuántos hombres has de llevarte de escolta.