Capítulo 31

31

Don Pedro, contra lo que muchos creían, recibió la noticia de que su esposa se había refugiado en la catedral de Toledo como si de un asunto trivial se tratase. Sin ataques de ira, ni palabras gruesas. Pidió pormenores como con la cabeza puesta en otros asuntos; algo que alivió a muchos y, empero, alarmó a Henestrosa, que temió que, una vez más, el rey no llegase a apreciar la gravedad de la situación creada.

Se había limitado a zanjar el tema asegurando que ya iría en persona a Toledo, apenas se lo permitiese la guerra en el maestrazgo de Santiago. Estaba en esos días ante la villa y castillo de Segura, baluarte de los freires leales a su hermano Fadrique, y, como siempre que algo se le resistía, se había desentendido de todo para centrarse en ello. De hecho, su ejército estaba atascado ante Segura, en un asedio que muchos consideraban una pérdida de tiempo.

Eso mismo iba pensando Gonzalo de Lucio, amigo íntimo de Henestrosa, cuando salió del real de don Pedro bajo el sol de mediodía, a buscar a aquél. Algunos ballesteros de guardia pudieron indicarle un pequeño pinar, a cierta distancia de las tiendas. Y, en efecto, haciendo visera con la mano, allí pudo distinguir a Juan de Henestrosa, sentado sobre la pinaza, la espalda contra un tronco. Por sus ropas sencillas y gastadas —jubón de cuero, calzas verdes, cofia de soldado—, bien pudiera haber pasado por algún lancero que hubiese salido a sestear fuera del campamento. Pero, aunque tenía los párpados entrecerrados, lejos de dormir, espiaba la colina —o más bien peña, de puro escarpada— sobre la que se alzaba el castillo de Segura, con la villa murada en las mismas faldas.

Comenzaba una tarde ardiente, llena de luz, muy de los veranos en esas montañas del reino de Jaén. El aire era tan seco y cálido que hacía difícil casi el respirar. Gonzalo de Lucio, bajo, de hombros anchos, piel morena y ojos claros, vestía también ropas viejas, ceñía espada y se cubría con un sombrero de paja que más parecía de segador que de hidalgo. Fue sin prisas hacia aquel grupo de pinos que se asomaba a los barrancos. La calma era tanta que el canto de chicharras, los gritos de las aves, el relincho de los caballos a lo lejos, caían en el silencio como guijarros en el agua. Todo dormía hasta el caer de la tarde. Luego, tras el ocaso, llegaría el frío, porque aquellas tierras altas eran de temperaturas extremas, y los mismos que ahora sudaban sofocados tendrían que abrigarse y buscar el amor de las fogatas.

Henestrosa, la espada envainada entre las manos, había vuelto la cabeza con expresión somnolienta, advertido por el crujir de agujas de pino bajo las botas. Observó a su viejo amigo con los párpados aún entornados, antes de saludarle cansino. El otro, tras desceñirse su propia espada, y destocarse, se llegó a él para sentarse sin ceremonia a su lado.

Algunos centinelas, apoyados en sus lanzas, contemplaban curiosos a esos dos, haciendo conjeturas sobre qué discutían ahí apartados, cuando el campamento entero dormía. Lo cierto era que también Lucio se había preguntado qué se traería entre manos Henestrosa para convocarle así, a esas horas. Pero, lejos de preguntar, se conformó con recostarse también contra el pino rugoso, la espada al lado y, entre las manos, aquel sombrero maltratado, de ala ancha, que tantas bromas le acarreaba. Henestrosa por su parte, había vuelto a fijar la mirada en el castillo de Segura. Los pendones santiaguinos, de cruces rojas sobre blanco, ondeaban sobre almenas y torres, tan despacio como en los sueños, como si retasen a las compañías reales a conquistarlos por la fuerza de las armas.

Las moscas zumbaban a su alrededor, hostigosas. Lucio lanzó a una un golpe, con el sombrero; un gesto que pareció hacer volver a Henestrosa.

—Esta campaña es un fracaso —afirmó de repente.

—No podía ser de otra forma. Estaba claro desde el principio.

—Lo estaba para todos, menos para el rey. Sigue empeñado en rendir estos malditos castillos de Santiago.

—Espero que no intente un asalto. Sería un desastre.

—No. Por suerte, al menos eso está descartado. Pero pretende dejar tropas asediando Segura, y él marcharse de aquí.

—A Toledo, claro.

—No.

Lucio contempló, ahora estupefacto, al consejero real, que negaba con la cabeza, despacio, como si le costase. Se suponía que una de las prioridades era que el monarca fuese a poner orden en Toledo. Sus hombres allí no dejaban de enviarle mensajes urgiéndole a acudir lo antes posible y a acabar con la situación creada, que tenía a la ciudad entera en ascuas.

—¿Cómo que no?

—El rey está obsesionado ahora con Santiago: piensa que la orden es demasiado poderosa y que tiene que neutralizarla como sea. Ya que no ha logrado hacerse con sus castillos, piensa ir a Ocaña, celebrar allí un consejo con todos los santiaguinos que pueda y obligarles a destituir a don Fadrique, para proclamar maestre a Juan de Villagera.

Lucio se abanicó con el sombrero, ahora asombrado.

—Eso es del todo irregular, amigo.

—¿Y desde cuando eso le ha importado a don Pedro?

—Pero si Villagera está casado. ¿Cómo le van a nombrar maestre de orden militar? ¡Por Dios! ¿Y qué pasa con don Fadrique?

—Ya te digo que don Pedro pretende que sea destituido. Aunque no creo que consiga reunir a muchos freires en Ocaña. —Señaló en dirección al castillo de Segura—. Salta a la vista qué elegirá la mayor parte de ellos.

—Lo único que va a conseguir el rey es provocar un nuevo escándalo.

—Cuenta con dividir a la orden y, por tanto, debilitarla un poco. Tal vez lo consiga en parte. Pero a mi me da que lo único que va a conseguir es echar más leña al fuego.

—¿Y desde Ocaña? ¿Irá a Toledo?

—Ojalá. Pero, desde allí, piensa dirigirse a Tierra de Campos, porque teme que otros nobles estén planeando cambiar de bando.

—No debiera dejar pudrirse el tema de doña Blanca.

—No lo hará. Pero ha decidido arreglarlo de una forma distinta. Mientras él se reúne en Ocaña con los santiaguinos, yo he de ir a Toledo con los hombres que considere necesario. Me manda sacar a doña Blanca de la catedral, de grado o de fuerza, e instalarla bajo custodia en el alcázar, hasta que él decida sobre su destino. —Sonrió casi con amargura al ver el semblante consternado del otro—. También tengo orden de prender a los que hayan participado o siquiera alentado lo ocurrido en Toledo.

—Bendito sea Dios. ¡Qué locura! Sólo él puede poner paz en Toledo. Si te presentas con ánimo de prender a la reina, va a estallar una rebelión.

—¿Crees que no se lo he dicho? Pero está ciego. Cree que la simple autoridad real, conferida a sus oficiales, bastará para remansar las aguas.

—En Toledo te odian. Se alzarán en armas, correrá mucha sangre y puede que te maten.

—No deseo nada de eso, puedes creerme. Pero el rey me manda ir.

—¿No hay ninguna salida?

—No. Ninguna. Ya sabes cómo es el rey cuando se obstina en algo.

Los dos hombres se quedaron largo rato callados, a la sombra de los pinos. Las moscas les acosaban, pese a los golpes de sombrero de Lucio. En lo alto del cielo, los buitres trazaban grandes círculos contra el azul, en tanto que, más abajo, las aves de presa pasaban como saetas.

—Espero que cuentes conmigo —afirmó Lucio.

—Será una empresa de gran peligro.

—Razón de más.

—Te lo agradezco de veras. Voy a necesitar a mis amigos a mi lado.

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El rebato de campanas sorprendió a Hug Benavent en plena calle, de regreso del Arrabal, mientras subía las cuestas, perdido en cavilaciones, con la bolsa de medicinas y útiles pendiente del hombro. Tenía por costumbre atender a menesterosos una vez a la semana y, desdeñando acudir al hospital, como hacían otros de su profesión, visitaba en su casa a aquellos faltos de recursos que no acudían a los sitios de caridad pública, por vergüenza o cualquier otra razón. Esas consultas semanales, que le llevaban a menudo hasta el Arrabal, cumplían una función doble, acorde con el temperamento de Benavent. Por un lado ejercía caridad sincera, ayudando a aliviar las miserias de los más desfavorecidos, y por el otro podía así estudiar con más libertad algunas de las dolencias más comunes en esas tierras.

Se veía mucha pobreza en esos días en algunas zonas de Toledo, donde al hacinamiento se sumaban la escasez y la carestía. Benavent era de los que opinaban que el hambre y las malas condiciones alimentaban a las plagas, cosa que otros físicos rebatían con vigor. Y en tales disputas iba pensando el viajero de Alejandría cuando le sobresaltó aquel toque de rebato, nacido en alguno de los muchos campanarios de la ciudad, y al que se sumó enseguida un griterío creciente, así como ruido de carreras, alboroto en las callejas y sones metálicos que sólo podían ser de aceros desenvainados.

Se detuvo en plena cuesta, la diestra cerca de los puños del chafarote y el cuchillo, más por instinto que por sentirse amenazado. El escándalo crecía, y le llegaba a oleadas por las calles estrechas. Un segundo toque de campanas se sumó al primero, desde un punto diferente, y luego otro y otro, como si una epidemia fuese saltando de espadaña en espadaña, por todo Toledo, llamando a la algarada. El cielo estaba lleno de aves que, espantadas por el estruendo de bronces, habían alzado el vuelo desde los tejados, entre graznidos y batir de alas.

Se oían portazos, carreras, gritos destemplados. Hombres de toda condición corrían vociferando, y cada vez salían más de sus casas para unirse al tumulto. Todos iban hacia arriba, al grito de «¡A la catedral!», y Benavent, tras unos instantes de duda, tomó la misma dirección que ellos, aunque a paso más sosegado. El vocerío, los gestos, las armas desnudas mostraban a las claras qué estaba ocurriendo.

Todas las campanas de la ciudad debían de estar ahora tocando, y se les habían sumado atabales y timbales. Los cielos sobre Toledo, como trincheras azules sobre callejas tan estrechas, estaban cubiertos de pájaros. Por todas partes resonaban estampidos de petardos; esas envolturas de trapos viejos, rellenas de pólvora y chinas, que estallaban al lanzarlos al suelo, y a la que tanto se habían aficionado los castellanos. Las explosiones reverberaban en las calles, de forma que parecía que todo un ejército estuviese disparando sus truenos dentro de la ciudad.

Arropado por campanas, tambores, griterío, estallidos y olor a pólvora, fue a salir a la plaza de la catedral, donde ya se agolpaba gran número de hombres enardecidos. El tumulto era tremendo y la multitud formaba remolinos en su ir y venir, como corrientes marinas. Muchos de los presentes blandían armas, y los hidalgos de espadas en claro se mezclaban con los pecheros de mazas pinchudas, hachas, martillos o simples garrotes. Tiempo después, al comentar a otros lo ocurrido aquella mañana de agosto, Benavent no dudaría en afirmar que, sin lugar a dudas, el motín había sido bien planificado, y que prueba de ello era la forma en que había conseguido arrastrar a la revuelta a muchos de los ciudadanos.

También, al mirar atrás con los ojos del recuerdo, calificaría aquella jornada como luminosa, y no porque el sol del verano hubiese brillado con más fuerza. Toledo había vivido largos días bajo una atmósfera tan espesa como la que precede a las tormentas; como en un estanque turbio, quieto en la superficie y con movimientos entrevistos en las profundidades. La reina Blanca y sus damas habían estado refugiadas en la catedral, con los fieles del rey alertas y con las armas a mano, vigilantes y siendo vigilados, mientras la gente de Toledo hacía corrillo en las calles y se visitaban unos a otros, preguntándose unos en qué acabaría todo, y otros jurando impedir con las armas cualquier violencia con la reina.

Corrían rumores sobre una pronta llegada del rey a la ciudad, lo que, de forma paradójica, hacía creer a no pocos que el enredo habría de resolverse pronto, a satisfacción de todos.

«¿Qué otra cosa cabe esperar del pueblo?», había comentado cierta vez Juan el Muerto —con esa resignación triste que le salía a veces, entre jarros de vino alguna de las conversaciones habidas con Benavent en los días tensos, previos a esa jornada de campanas al vuelo y aceros desnudos. «El que no quiere ver, ciego seguirá, aunque le enciendan un candil bajo las barbas. En Castilla, amigo Hug, el rey es una figura sagrada. Al vulgo le cuesta aceptar que sea don Pedro, y no otro, la causa de los trastornos. El culpable de las penurias de doña Blanca. Es más fácil hablar de malos consejeros, concubinas arteras y hechizos. Así se mantiene el orden natural de las cosas y quedan más tranquilos». «También los hidalgos son de igual opinión…», quiso disentir Benavent, pero su interlocutor le había cortado con gesto impaciente.

«Los hidalgos gustan de creerse más que el pueblo, porque pueden presumir de linaje y no pagar pechos. Pero, a ojos de los nobles, son todos casi lo mismo. —Había hecho una pausa para lieber largo, antes de proseguir reflexivo—. Entiendo esa actitud de querer salvar la imagen del rey. Él es casi el único freno a los abusos de los grandes; el único capaz de aglutinar a los humildes y meter en cintura a los poderosos. Por eso, es lógico que lo mitifiquen. Pero yerran al culpar de lo que ocurre a Henestrosa».

Benavent no podía por menos que estar de acuerdo en eso último. Convino con él en ese momento e igual le comentó por carta, a uno de sus corresponsales de Oriente, algún tiempo después. También intentó explicar en esa misiva, en la medida de lo posible, la situación tan complicada que vivía esos días Toledo.

Juzgaba Benavent que no había, en la Península, comunidad más compleja que Toledo; una ciudad de aluvión donde cada marea de la Historia había dejado su sedimento. Allí, además de gran número de hebreos y otro nada despreciable de mudéjares —cada uno con su aljama y alcaldes propios— había dos grupos distintos de cristianos. Por un lado mozárabes, con su barrio al este de la ciudad, manteniendo tenaces ropas y costumbres. Del otro castellanos, instalados en la urbe tras su reconquista, tres siglos atrás. Todos con sus leyes, alcaldes e incluso liturgias distintas.

Por si la mezcolanza no fuese bastante, entre los cristianos se evidenciaban todos los signos de su tiempo. Los vasallos de los grandes señores se codeaban con hidalgos y caballeros buenos, partidarios de la realeza; por lo que no era de extrañar que el asunto de la reina, al rozar esas aguas, nutridas por corrientes tan distintas, hubiese provocado tantas turbulencias. Los banderos del rey atendían a sus oficios, mientras la reina continuaba en la catedral, junto a la que siempre remoloneaban gran número de hidalgos y buenos armados. Judíos y moriscos, por su parte, vasallos directos del rey e incondicionales de éste, permanecían tranquilos en sus barrios, en tanto que los vasallos de los nobles observaban, ponderando qué hacer si todo estallaba. Algunos incondicionales de la reina, como los hermanos Palomeque, no se cansaban de visitar a los notables toledanos, para hacerles ver el peligro que corría, y los rumores proliferaban por calles y plazas como pestilencias, fruto del calor y la situación estancada.

Don Pedro estaba en el reino de Jaén, combatiendo a su hermano don Fadrique, y había alistado bajo sus pendones a gran número de toledanos, gracias a los cuales se sabía cuanto ocurría en la campaña. Decían que estaba furioso por lo ocurrido en la catedral y que sólo la urgencia de neutralizar a la Orden de Santiago le había impedido personarse en Toledo. Unos creían que deseaba una salida pacífica, en tanto que otros temían que volviese para apoderarse de su mujer, así tuviera que echar abajo las puertas de la catedral, y administrar justicias drásticas entre los toledanos.

Benavent, testigo cercano de lo ocurrido, pudo contar cómo gran número de mujeres —hidalgas y burguesas— acudían cada día a la catedral, a rezar por la reina, rendirle homenaje y ofrecerle sus servicios. Gruñían algunos viejos que Santa María se había convertido en un gallinero, y lo cierto era que había siempre allí alboroto de faldas. Las toledanas hablaban con Leonor de Saldaña, que gozaba de gran prestigio, así como con las damas reales, francesas y castellanas. Y, cuanto más discutían, más inquietas se sentían todas por el destino de doña Blanca. Las dueñas toledanas, consternadas, se iban a sus maridos, unas llorando y otras furiosas, a requerirles que buscasen solución al entuerto e hiciesen lo necesario para impedir que la reina de Castilla sufriese daño, sobre todo estando en Toledo.

Así que, cuando el barril de pólvora estalló, no faltó quien calificó a todo aquello de «insurrección de las mujeres». Todos daban por cierto que la intención última de los consejeros del rey era la de encerrar a doña Blanca en el alcázar para envenenarla, y la idea de una reina tan joven, que nada malo había hecho, expuesta a un final así, no hacía sino encender cada vez más los ánimos. La angustia de las damas reales se trasladaba a las dueñas toledanas y de ellas a toda la ciudad, de forma que no faltaban hombres resueltos que pedían, con golpes sobre las mesas de las tabernas, que se hiciese algo.

Nadie pudo decir que don Pedro no estaba al tanto de lo que se cocía en Toledo, ya que las discusiones sobre el asunto eran de todo menos discretas. Los hidalgos habían consultado con los buenos de la ciudad, y todos estaban de acuerdo en no permitir que sacasen a doña Blanca de la catedral, e incluso así lo habían manifestado en presencia de oficiales del rey. Tanto éste como Henestrosa tenían informes fidedignos de hasta qué punto se estaban caldeando los ánimos; pero, pese a los esfuerzos del segundo, el primero no dio los pasos necesarios para apagar la hoguera.

Algunos justificarían la desidia del rey luego, atribuyéndola a que siempre se apoyó en la nobleza menor y el pueblo. A que recelaba de los grandes señores y favorecía a caballeros, buenos y judíos, y nunca creyó que las clases medias del reino se alzasen contra su persona. Pero otros, de colmillo más retorcido, murmuraban que don Pedro, al cabo, no dejaba de ser un grande, el mayor de todos; y que, como tal, ni soñaba con que hidalgos y pecheros tomasen las armas sin un pendón noble para convocarlos.

Lo que más temía el rey, en esos momentos, era que también sus primos, los infantes de Aragón, pudieran cambiar de bando. Su pasado turbulento y la actitud cada vez más ambigua de Fernando de Aragón —había rehuido combate con los rebeldes en Tierra de Salamanca, pese a contar con fuerzas suficientes— daban pie a los temores. Por eso fue en persona a Tierra de Campos y envió a Toledo a Henestrosa. Pero fue esa noticia, la de que el aborrecido consejero real se acercaba con tropas, la chispa que lo encendió todo.

La gente seguía acudiendo a la plaza, agolpándose contra las espaldas de los que ya estaban allí, entre clamores y toque de campanas. Reinaba un tumulto vocinglero, una batahola no de guerra, sino casi de romería o fiesta, como Benavent habría de recordar años después, con profusión de detalles. La mañana llena de luz. El ruido de petardos, tambores, campanas, gritos, entrechocar de palos y hierros. La muchedumbre arremolinada, los jinetes que agitaban lanzas con pendones coloridos.

De la catedral salió un bueno; un anciano platero, elegido quizá por ser el más viejo de los conjurados, con ropajes talares y gorro cilíndrico, que tremolaba a duras penas un gran estandarte blanco, con una Virgen bordada. Aquella era la Virgen Blanca, una talla francesa venerada en la catedral, y a la que los partidarios de la reina habían elegido como símbolo de su causa, por la coincidencia de nombre y origen. Sus mujeres habían bordado el pendón en secreto y ahora ondeaba sobre las cabezas de la multitud, entre rugidos y aclamaciones.

Un segundo bueno apareció en el pórtico; caballero éste, con la espada desnuda y en alto; ya que ese gesto, el de la hoja en claro y por delante, en Castilla, era insignia de la justicia real. Varios hidalgos se estaban abriendo a duras penas paso entre las gentes congregadas, guiando de las riendas a unas cuantas mulas, y, mientras el vocerío de la multitud crecía hasta ser ensordecedor, se vio salir a doña Blanca y sus damas, con atavíos suntuosos, los rostros velados, en compañía de algunos de los notables que desde el principio las habían amparado, el primero de ellos don Vasco, vestido como para una procesión, con su báculo y su mitra. Mientras los que ese día habían empuñado las armas para defender, no ya sus derechos, sino su misma vida, abrían paso, la reina y sus damas montaron en las caballerías y, con algunos de los principales de Toledo disputándose el derecho a llevar las riendas, tomaron cuesta arriba, camino del alcázar, ahora en poder de sus partidarios.

Aturdido por los gritos, harto de zarandeos, Benavent fue retirándose del núcleo de la multitud, e iba ya a marcharse cuando acertó a poner los ojos sobre un hombre alto con aspecto de profeta fornido —cabeza calva, barbas blancas y nariz larga— ataviado con hábito marrón, que cantaba acompañándose de un laúd. Benavent no podía oírle, pese a estar a no muchos pasos; tal era el bullicio. Pero había un corro de hombres a su alrededor, encandilados por su canción. El viajero de Alejandría, con una sonrisa ahora dotándole en los labios, supuso que estaría entonando algún cántico guerrero. Un himno vindicativo, de los que coreaban los cuadrilleros de hermandad y las milicias concejiles cuando salían a combatir contra las mesnadas de los señores ladrones.

Sonriendo ante las vueltas que daba la vida, Hug Benavent se acercó algo más a Juan el Muerto, por entre la gente arremolinada. El religioso vagabundo no le vio a él, ya que tenía los párpados entornados y la mirada muy lejos. Benavent constató, casi conmovido, que cantaba arrebatado por su propia copla guerrera y, tiempo después, recordaría esa estampa, un día que comentó con otro trotamundos, ése inglés, acerca de los levantamientos campesinos de Francia.

«Siempre gusté de hablar con ancianos, mesoneros, peregrinos, y cuantos tuvieran algo interesante que contar. También soy amigo de leer libros, ya que es bebiendo en fuentes distintas como alcanza uno el saber. Y aquí, en Castilla, por amistad de poderosos, he tenido la fortuna de consultar obras que no son accesibles a muchos.

»Leyendo a unos y hablando con otros, he sacado la impresión de que las insurrecciones populares sacuden a los reinos occidentales de forma cíclica, cada vez con más frecuencia y cada vez más feroces. Lo de Francia ha sido sangriento, devastador y nunca visto. Dicen que, durante semanas, columnas de campesinos armados recorrieron las campiñas, asolando todo a su paso y dando muerte a cuanto noble se cruzaba en su camino. Dicen también que la sangre ha corrido como el agua… y que el asunto está lejos de haber concluido.

»Algo así queda muy lejos de Castilla, y no sólo por las leguas que separan al corazón de ambos reinos. Aquí, el poder de los señores no fue nunca tan grande como en otros reinos, pese a que ha crecido en las últimas décadas. Ciudades y villas tienen derechos y privilegios, y siempre han estado prestas a defenderlos con las armas, de ser preciso. Aquí no se han conocido opresiones tan brutales como en Aragón o los reinos del norte, y quizá por eso no ha habido levantamientos tan furiosos. Eso no quiere decir que esto sea el paraíso, sino otra clase de purgatorio: las gentes han de organizarse para combatir a los ladrones feudales, y son frecuentes los desmanes y tropelías.

»Lo que me llama la atención es cuán a menudo los cabecillas de los motines populares son sacerdotes e incluso nobles. Supongo que algunos obrarán por algún rencor, pero otros deben hacerlo porque su educación superior les lleva a reflexiones impensables, no ya en el vulgo, sino incluso en el común de su propia clase».

Pero tales palabras las pronunciaría un lustro más tarde. En aquellos momentos, en la plaza ante la catedral, ignoraba el futuro, como todos, pese a sus habilidades de astrólogo. Veía cantar a Juan el Muerto y, tan absorto estaba, que no se dio casi cuenta de que la plaza se iba vaciando. El cortejo de la reina, entre vítores, revuelo de pendones y agitar de hierros desnudos, se había ido ya por las cuestas, rumbo al alcázar. Allí habrían de instalarse, pero no ya como prisionera, sino con honores de reina, guardada por hombres de armas. Tras ellas se fueron los espectadores, como agua que escapa de un cántaro resquebrajado. Juan el Muerto y sus oyentes siguieron la estela, aún coreando cánticos incendiarios. La plaza quedó vacía en apenas nada y Benavent, tras tanta agitación, pudo respirar por fin holgado.

Se acomodó la bolsa sobre el hombro y, bajo un sol ya de justicia, cruzó el espacio casi desierto, rumbo a su posada en el Alcaná, la red de callejuelas situadas a la zaga de la catedral. Soplaba una brisa caliente, anticipo del infierno en el que no tardaría en convertirse el día. Las campanas habían cesado de repicar y tanto el clamor de la gente como el redoble de tambores estaban ya lejos, de forma que, en la plaza y aledaños, todo era sosiego.

Caviloso, atravesó aquella explanada, abandonada casi de golpe al sol de agosto. Puso los ojos en la fachada de la catedral y, por último, enfiló la cuesta, reflexionando acerca del temperamento humano, que unas veces se envenenaba con temores ante el futuro, y otras se dejaba arrastrar por el ardor de lo inmediato, sin cuidar de lo que pudiera sobrevenirle después.